jueves, 21 de agosto de 2025

Café con libros: Enseñanzas de la edad

 

---Ese libro que comentamos aquí hace unas semanas, Martín, La fabricación de un crimen, que narra la desaparición Hugo Alberto Wallace en 2005 y toda la historia de la conversión de esa desaparición voluntaria en un falso caso de secuestro seguido de asesinato y descuartizamiento, lo reseña esta semana Leonardo Padura en El País. Coincide contigo en lo increíble que resulta. Juez tras juez dando por válidas pruebas amañadas y confesiones obtenidas bajo tortura, el presidente de un país dando el Premio Nacional de los Derechos Humanos a la psicópata que lo orquestó todo…

            ---La principal arma de los verdugos es disfrazarse de víctimas. ¿Quién no iba a simpatizar con una madre que buscaba justicia para los asesinos de su hijo (un hijo, por cierto, que seguía telefoneando desde el más allá)? Yo no quise entrar en ciertos detalles, como que el único periodista que quiso escuchar a alguno de los falsos culpables encarcelados, fue un refugiado español que trabajaba como taxista y que no era propiamente un periodista, sino que tenía un blog llamado Cárcel de mujeres. Fue el primer hilo para ir desvelando el misterio, aunque pocos lo leyeron y menos le hicieron caso. Los abogados de Isabel Miranda Wallace, la presunta madre coraje, lograron más tarde incluso hacerlo desaparecer.

            ---¿Y por qué no lo mencionaste?

            ---Porque ese refugiado español estaba relacionado con ETA, y ese es un tema que todavía no se puede tratar en España con objetividad, aún es un arma política que cierta derecha, a la que tan útil le fue, se niega a abandonar.

            ---O Padura o tú, por cierto, estáis en un error. Él dice que el presidente de México que entregó el premio a la madre que hizo negocios y carrera política con la desaparición de su hijo fue Enrique Peña Nieto y tú que Felipe Calderón.

            ---Un lapsus, pero es fácil comprobar que suyo y no mío. Basta mirar en el teléfono las fechas de la presidencia de Peña Nieto, posteriores a la de la entrega del premio.

            ---Hablando de cadáveres, un cadáver intelectual es el que nos traes aquí. ¿Quién lee hoy a Eugenio d’Ors, tan cargado de honores durante el franquismo? ¡Y qué edición tan horrenda traes de La bien plantada, con su portada como de novela rosa!

            ---Es una edición de 1954, aparecida poco antes de que muriera d’Ors. El prólogo es quizá lo último que escribió. La compré por dos euros en mi librería favorita, donde por ese precio estaba también una primera edición de La isla y los demonios, de Carmen Laforet. Pero esa no la compré. No me apetece ahora releerla. Y libro que no has de leer déjalo correr. A Eugenio d’Ors vuelvo con cierta frecuencia. Este volumen incluye también Oceanografía del tedio y Gualda, la de las mil voces. La primera habla de la siesta y me ha devuelto a las de los veranos de mi infancia, que eran obligatorias y para mí una pesadilla. No se podía salir de casa y había que intentar dormir. El reposo de d’Ors es por prescripción médica. El resultado es una azoriniana maravilla. Gualda es otra cosa. Es la novela del incesto, un padre de cuarenta y cinco años y una hija de dieciocho como ejemplo de la pareja perfecta. Un incesto decente, por supuesto, hasta que ocurre lo que ocurre.

            ---Tú deliras, Martín. A nadie le he oído hablar de eso.

            ---Porque de d’Ors no se habla y menos se le lee. En principio, padre e hija son solo los mejores amigos, la compañía perfecta. Todo lo hacen juntos, no pueden vivir ni un minuto separados (solo a la hora de dormir, pero lo hacen en dos alcobas con un tabique medianero tan estrecho que permite a cada uno escuchar la respiración del otro). Y como la pareja ideal para Eugenio d’Ors, el hombre trabaja y la mujer es su eficaz secretaria.

            ---¡Qué retorcido eres! Seguro que no hay nada de erótico en esa relación.

            ---Explícito, no, pero no hace falta ser Freud (a quien se menciona, por cierto, lo que no debía ser muy frecuente en la España de 1915) ni un malpensado vecino de Gualba para alzar las cejas. No conoce a la hija, se nos dice, quien no ha escuchado como el padre, “acercándole el oído al pecho, en los instantes de fatiga dulce o de bienaventuranza perfecta, su respiración, quien no haga como él, que alguna vez, inquieta la mirada, llégase a la niña, le toma delicadamente la pulpa de la oreja y mira a contraluz”. La continuación no puede ser más poética, La sangre de la joven –recordemos que tiene dieciocho años—“se transparenta allí en rosa pálido, y este color y esta claridad de un rinconcillo de ella parecen justificar el nombre que se ha dado. Hacen pensar en una pechina nacarada; encendida, sin embargo, como la pechina de una vela, si miráis aquella concha a través de sus bordes, finamente estirados”.

            ---¡Vaya con d’Ors, al que yo me imaginaba siempre entre arcángeles vestidos de aceituna!

            ---“Falángeles y arcángeles en lucha contra el hombre”, que diría Blas de Otero.

            ---Una obra maestra esta Gualba, la de las mil voces. Sigue la casta relación entre padre e hija, el perfecto amor platónico, sobre el que en vano se ceba la calumnia, hasta que un día ocurre “una cosa abominable”: “La lámpara de petróleo resbaló de la mano de él. De lo alto donde la mano la sostenía, cayó hasta el pecho de la muchacha, que ya cerraba los ojos. La esencia diabólica se vertió, se esparció, fue de pronto un torrente de llama. Y la muchacha fue toda por él vestida, en las ropas, en los cabellos, en las mismas carnes. Y ella estuvo en tierra, que se retorcía en la lira del fuego. Y él se precipitó a estrechar las llamas, con los brazos abiertos, con todo el cuerpo, con la carne, con las manos…”. Esperaríamos la ida al hospital, las quemaduras de primer o segundo grado, incluso la muerte de la muchacha. Pero no: solo el rostro nublado de uno y otro al día siguiente, el fin de la perfecta relación. Esa llama que los abrasó a los dos era, menos la llama de amor viva de San Juan, que el incontenible ardor de la consumación de un deseo largamente reprimido. No dejó llagas en el cuerpo, pero sí en el alma.

            ---Intenso y sibilino d’Ors. Pasemos a La belleza de la lectura de un tal José Antonio Cordón, si te parece.

            ---Es un catedrático de Bibliografía. Se trata de la última entrega de una colección dirigida por Gustavo Martín Garzo. Todos los títulos comienzan con “La belleza de…”, lo que da lugar a sintagmas un tanto chocantes, como La belleza de los muertos o La belleza de llevar un niño en brazos. Quizá habría sido más adecuado titular “Elogio de…”. Hay algunas maravillas y esforzados encargos en las casi treinta entregas aparecidas hasta la fecha. José Antonio Cordón, en la primera parte, no hace más que literatura, en el peor sentido de la palabra: “Todo libro es un reclamo sordo, un aliento mineral que roza las secretas fibras del instinto”. Vaguedades que parecen decir algo y no dicen nada, borrosa caligrafía lírica. Se salva en la segunda mitad, la más extensa, con recreaciones de significativos pasajes de la historia del libro y de su propia relación con la lectura. En La Flecha, el huerto de Fray Luis, lee un libro de Villena. Repite el apellido sin dar nunca el nombre. Pero no se trata del Luis Antonio, sino de Fernando, un poeta granadino, del que yo fue amigo epistolar y del que luego me distancié, como acostumbro. Es un poeta de métrica tradicional. La obra suya que lee se titula Los siete libros del Mediterráneo. Fernando de Villena, allá por los años ochenta, estaba en el bando contrario que Benítez Reyes o García Montero o yo mismo. Me gustaría terminar con un abrazo de Vergara el guerracivilismo poético, pero aún no he encontrado nada suyo que me convenza.

            ---Estarás estos días muy alarmado por los fuegos que cercan tu Aldeanueva del Camino.

            ---Desde luego. Una amiga me envía cada mañana imágenes del rojo cielo humeante sobre las montañas de alrededor. Estuve allí hace poco presentando un libro y lo pasé muy bien yendo a pie hasta la provincia de Salamanca, cuyos montes son los que se ven desde el balcón de la casa de mi infancia. Ahora estoy leyendo Lusitania en el horizonte, de Juan Rebollo, un joven historiador que trabaja como gestor cultural en el ayuntamiento y como guía turístico, aunque está en contra del turismo que convierte los lugares en parques temáticos. Su libro propone un nuevo iberismo. Quiere revitalizar la Raya desde los Arribes del Duero hasta el curso bajo del Guadiana: “Una franja territorial que fue corazón de la Lusitania, pero que lleva más de ocho siglos en las márgenes de países distintos”. De niño tenía yo la impresión de haber nacido en el exilio, lejos de los libros y de todo lo que me interesaba; ahora me doy cuenta de que Aldeanueva está a mitad de camino entre Madrid y Lisboa, entre Avilés y Sevilla, exactamente en el centro del mundo.



 

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