---Estoy
hojeando estas Anotaciones a lápiz, de Emilio Gavilanes, y me parece un
libro muy en tu estilo, Martín --dijo Xuan Bello (era la última vez que le
veíamos, pero entonces no podíamos saberlo).
---Demasiado. Ya sabes que solo nos
damos cuentas de nuestros defectos al verlos en los demás.
---Sí, aquello de la paja en el ojo
ajeno y no la viga en el propio.
---Yo me atrevo a llevarle la
contraria al experto en cualquier materia (mi especialidad son los que
defienden que, si el jefe del Estado español nos sale Montoro o Epstein, la
justicia debe mirar para otro lado), pero Gavilanes me gana. “¿Cómo puede ser
que la matemática –un producto del hombre, independiente de la naturaleza— se
adecúe tan admirablemente a los objetos de la realidad?”, se preguntaba
Einstein. Gavilanes opina de otra manera: “Las matemáticas son producto de la
naturaleza. Las formas geométricas se encuentran en la naturaleza y que uno más
uno son dos no es una obviedad o un invento de la mente, sino una experiencia
de la vida diaria. Imaginemos que vivimos en un mundo en el que cada vez que
dos objetos se acercan surgiese un tercero, como por fricción o cercanía. La
experiencia diría que uno más uno son tres. Y sobre esa regla habría que montar
una matemática acorde con ese otro mundo”.
Qué
atrevida es la ignorancia, y no lo digo solo por Gavilanes –que discrepa de
Einstein sin más conocimientos matemáticos que los que se aprenden en primaria,
o ni eso--, sino sobre todo por mí, muy dado a aplicar el sentido común en
materias de las que ignoro casi todo. Qué sorpresa se va a llevar Gavilanes
cuando descubra que además de los números naturales (que por algo se llaman
naturales) existen los números enteros, los racionales, los irracionales, los complejos
y los imaginarios. Ya me dirá él a qué se corresponde en la naturaleza la raíz
cuadrada de menos uno. No existe, es un número imaginario, pero luego resulta
que ayuda a resolver ecuaciones. Hace falta saber algo más que sumar, restar,
multiplicar y dividir si se quiere contradecir a Einstein.
---Pues yo ya me estoy olvidando
hasta de eso --dice Bueres--, que para algo sirve la calculadora del móvil. Veo
que has traído un cómic sobre las mujeres emprendedoras. Yo creo que se están
pasando un poco con eso del feminismo. No hay más que leer Babelia. Casi
no hablan más que de libros escritos por mujeres. Ignacio Echevarría ya nos
advirtió que en Estados Unidos el escritor blanco heterosexual comienza a ser
una especie en vías de extinción.
---Sí, sobre todo en Estados Unidos,
con Trump, tan feminista, haciendo de las suyas. Eso es una tontería, Bueres. Y
este libro, Cruzando la raya estrecha de la aguja y la almohadilla (título
poco afortunado) no es un cómic, ni facilona divulgación, sino un compendio de
las recientes investigaciones sobre las mujeres españolas (y también europeas)
que en los siglos XVI y XVII se dedicaron al mundo de los negocios,
fundamentalmente en el ámbito del teatro, pero no solo. Hubo también mujeres
impresoras y libreras. Carmen Sanz Ayán nos aclara cómo fue eso posible y como
las leyes que limitaban su labor también podían utilizarse favor suyo. Pero sigamos
un poco con Gavilanes. Para él, el infinito no existe. Y la prueba la encuentra
en la famosa paradoja de Zenón: “No hay cosa a la que podamos dar el nombre de
infinito. El espacio no se puede dividir indefinidamente. A partir de cierto
momento, en el medio de la última subdivisión solo caben palabras. No realidad.
Por eso Aquiles adelanta a la tortuga en dos zancadas, por mucha ventaja que le
dé. Infinito no es más que una palabra”. ¿Existen o no existen los números
naturales?, le replicaría yo.Ya en la escuela aprendemos que son infinitos: no hay
número tan grande que no pueda añadírsele una unidad. Y no solo los números
naturales son infinitos, sino que además cualquier número irracional tiene
infinitos decimales. Otra cosa es que esa famosa parábola de Zenón sea un
sofisma. La línea, que solo tiene una dimensión y que puede dividirse en
infinitos puntos, es un concepto geométrico, una abstracción. Meter ahí a un
héroe y una tortuga a competir es imposible. Y luego están las geometrías no
euclidianas, que nos hablan de mundos de ciencia ficción que tienen más de tres
dimensiones. Para no entrar en la física cuántica, donde al parecer una
partícula puede estar en dos sitios al mismo tiempo.
---No puedes olvidar que has sido
maestro, Martín. Eso marca. Mejor hablar de otra cosa. Veo que has traído Beatriz
Miami, la novela de Masoliver Ródenas en la que, según nos dijiste el
viernes pasado, se te menciona.
---Eso creía yo, pero no he sido
capaz de encontrar el pasaje en el que el protagonista le reprocha a su novia
que quiera ir al recital de un poeta “al que no conoce ni García Martín”. El
libro, que me interesó poco en su momento, ahora me ha parecido bastante
desagradable. Es una especie de diario o de memorias. El autor no nos perdona
ninguno de sus fetichismos más o menos escatológicos. Se burla cruelmente de
ciertos escritores, cambiándoles el nombre, pero de forma que sean fácilmente
reconocibles. De Feliciano Glande nos dice que su cabellera es de “un blanco
espiritual”, por si teníamos alguna duda de quién se trata. Entró de botones en una revista oficial y
luego fue ascendiendo hasta secretario en la época de “Perales”. Lo que más nos
ofende hoy es el clasismo. Se insiste en que fue pastor y se señala que “una
prima suya era la encargada de limpiar los retretes”. También se burla de Paco
Pobre o sea Francisco Rico, que nunca fue santo de mi devoción, pero es difícil
no sentir simpatía por él ante las patochadas de Masoliver Ródenas. Mejor que
mi memoria se equivocara y que no sea él quien me cite.
---Hoy un libro así no se podría
publicar.
---Se podría, Bueres. No empieces
con lo políticamente correcto y otros tópicos. Pero es muy años ochenta, en el
peor sentido de la palabra. Ofensivo para cualquier sensibilidad mínimamente
contemporánea. Mejor hablemos de otra cosa. Como me fascina lo que tenga que
ver con los tres días más prodigiosos de la historia de España, el 12, 13 y 14
de abril de 1931, creía haber leído todo lo que habían escrito sus
protagonistas, de un lado y del otro, pero sorprendentemente me faltaba un
libro fundamental, De la dictadura a la república, de Dámaso Berenguer.
¿Por qué lo dejé de lado? Fui influido sin duda por el descrédito del
personaje. “El error Berenguer” titula Ortega el artículo que termina con
“Delenda est Monarchía”. Y el conde de Romanones arremete contra él en su breve
y contundente Y sucedió así. A Dámaso Berenguer le encargaron desmontar
el andamiaje de la dictadura y no pudo hacer su trabajo por la oposición de los
partidos monárquicos. Los primeros capítulos y los últimos son apasionantes. No
se trata, a estas alturas, de tomar partido por uno o por otro. Berenguer culpa
a Romanones del súbito y vergonzante desplome del régimen y Romanones a
Berenguer por un telegrama en que daba por perdidas las elecciones antes de
tiempo (no era así). Pero la razón la tiene Berenguer y el culpable no es
Romanones, o no es culpable más que como mamporrero, sino el rey. En los
últimos momentos, por salvar el pellejo, cometió un delito de alta traición.
Pactó con el enemigo al margen de su gobierno. Romanones es muy claro al
respecto: “El rey no comunicó a nadie el encargo que me confiaba”. Ese encargo
–el encuentro en casa de Marañón con Alcalá Zamora-- solo podía hacerlo el
presidente del gobierno, almirante Aznar, tras un acuerdo del consejo de ministros.
Estaría ya perdida la monarquía, con la gente en la calle, como dice Romanones,
pero el cambio de Régimen podía haberse realizado con cierta dignidad, no con
el sálvese quien pueda que encabezó el rey, dejando su familia confiada a la
buena voluntad de quienes le habían obligado a huir sin tiempo a preparar
siquiera el equipaje.
---Martín, Martín –dice Xuan--, eres
de lo que no hay. Críticas a Gavilanes porque se mete a hablar de matemáticas
sin saber mucho del tema y ahora tú quieres reescribir la historia de España
porque acabas de leer un libro que muchos han leído antes que tú. Pero te
queremos tal cómo eres, qué le vamos a hacer. Una de estas Anotaciones a
lápiz habla de los epitafios favoritos del autor. El que yo prefiero es el
de Christina Rossetti que he leído en alguno de tus diarios. Dice así: “Más
quiero que me olvides y sonrías / que no que me recuerdes y estés triste”. Que
sonrían cuando nos recuerden, como sonreímos nosotros cuando recordamos las
ocurrencias de Víctor Botas, es el mejor homenaje.