---Leí
por primera vez este libro de Irene Claremont hace un año. Entonces tenía el
poco atractivo título de Respaldada por el viento. Me lo prestó un amigo
que lo había encontrado en el centro Reto de Plasencia. Basta el primer
capítulo para quedar fascinado. De inmediato, escribí a Abelardo Linares para
que lo reeditara en Renacimiento, pero con el título original, mucho más
atractivo y adecuado que el que le puso la traductora. Me hizo el mismo caso
que cualquier editor hace a los bien intencionados consejos amicales: ninguno.
Ahora, a mi vuelta de Aldeanueva, me lo encuentro nada más entrar en Cervantes
y con el título recuperado: Me casé con un extraño. Mi vida con José
Castillejo, un español enigmático.
---Ni con un título ni con otro parece
especialmente atractivo.
---José Castillejo, secretario de la
Junta para Ampliación de Estudios, no solo fue uno de los hombres fundamentales
en la modernización de la cultura española en las primeras décadas del siglo
XX, fue también un personaje singular. Su casa, en el Pinar de Chamartín, la
había construido con sus propias manos, y estaba abierta a todo el mundo: “Un
día –cuenta Irene Claremont, su viuda--, varios años después de casados, al
regresar de Madrid, me encontré a un cura gordo y jovial tocando el piano y
cantando unas canciones populares preciosas. Lo acompañaban sus dos hermanas,
vestidas con faldas y mantos negros, sin duda campesinas. Cuando yo llegué,
estaban las dos sentadas en el sofá, serias, muy compuestas, escuchando las
canciones. Los niños, de pie, hacían corro alrededor del piano. Le di la mano
al cura y supliqué que, por favor, continuara tocando. Así lo hizo, y de
pronto, ante mi asombro, las dos serias hermanas, levantándose, se pusieron a
bailar. Me habían parecido pesadotas y torpes, pero bailando se transformaron:
los pies ligeros y rápidos, la voluminosidad perdida entre el torbellino de las
faldas. Se abre la puerta y, asomando la cabeza, dice Justa, la joven criada
del pueblo: ‘Esto no se puede resistir. ¡Vamos, Jacinta!’. Yo me fui en busca
de la cocinera, el jardinero y su mujer. Acudieron corriendo. Cuando regresó
José, la casa parecía una feria de pueblo”. Es como si estuviéramos oyendo a
Gerald Durrell contar las aventuras de su familia en Corfú. “Me enteré luego de
que aquel cura era el tenor principal de la catedral de Madrid, que había
estado recogiendo viejas canciones y bailes en su Aragón natal y que la Junta
de José iba a publicar su libro. Fue asesinado durante la guerra civil por el
único delito de ser cura”.
--Leí ese libro en la primera
edición española. No trata muy bien a los republicanos. Dice que el gobierno de
Largo Caballero era un gobierno comunista y que Negrín robó el oro del banco de
España.
---A su marido estuvieron a punto de
darle el paseo. Y los que fueron a buscarle no eran precisamente jornaleros
analfabetos. “Los cuatro eran profesores, todos conocidos por José, uno hasta
del Instituto-Escuela”. Seguramente Castillejo les había hecho algunos favores
y eso para muchos resulta imperdonable.
---Curioso este viejo número de Reloj
de Arena --interrumpe Xuan, que lo ha estado hojeando--. Bruno Mesa habla
de la tertulia de hace más de veinte años. Leerle es como viajar en el tiempo.
---Lo encontré casualmente en
Aldeanueva. Ahí aparece Silvia Ugidos: “Hay personas a quienes la vida les ha
otorgado los dones del talento y de la belleza, y Silvia parece haber recibido
esos dones sin inmutarse”.
---También tú: “Martín pone cara de
niño malo, sonriendo entre ironía e ironía. Viene siempre cargado de libros, de
folletos, de cartas, de revistas”. Eres el único que no ha cambiado.
---Tampoco han cambiado otros:
“Almuzara practica un calambur, ejerce su ironía desenfadada, se ilusiona con
el próximo concierto que va a escuchar y desaparece, sonriente y aforístico
como su prosa”. Reloj de Arena ha ganado con el paso del tiempo. Está
llena de sorpresas. Este número, el 32, comienza con una “Balada de las calles
de París desde la noria de las Tullerías”, sin nombre de autor, que me recuerda
a González Ruano: “Quiero abarcarte entero, ahora que el tiempo claro del
verano pone gozo en el corazón, mar de mansardas, retener para siempre en la
memoria el laberinto de tus calles y tus plazas, de tus parques y tus gentes,
pero te pierdes en la lejanía, mar sin orilla, allá donde la tierra se junta
con el cielo”.
---Esa noria figura en la portada y
la contraportada. De la balada me gusta que mencione tantas calles y rincones, como
quien ha paseado mucho por allí. Creo que es de Baroja, está en alguna de sus
novelas, quizá en El gran torbellino del mundo.
---Últimamente leo pocas novelas, pero esta, Tiempo
de lobos, la recogí ayer en la librería Matadero Uno, donde me la había
dejado el hijo del autor, de paso por España, y la leí de un tirón mientras
tomaba luego un café. Es cortésmente breve. Acaba de reeditarse en Bueno Aires.
Se publicó por primera vez en España en 1979. Tomás Saraví, era peronista de
izquierda, un exiliado de la dictadura. Quiso escribir una novela policíaca que
fuera a la vez una denuncia de los crímenes de la Junta. Fugazmente aparece el
poeta Juan Gelman, que practica un poco la demagogia: “Nunca hubo índice de
mortalidad infantil tan alto como en estos dos años de junta militar. Hasta en
los barrios del Gran Buenos Aires, donde hay una infraestructura, donde hay
agua, donde hay luz, el índice de mortalidad infantil ya llega el treinta por
mil. Además los hospitales no funcionan, los hospitales se cierran; para tener
atención médica hay que pagar”. Pero en esos primeros años la sociedad
argentina vivía un noviazgo con los militares. Las protestas de los exiliados
tenían poco eco en el país. En el último libro de Alfonso López Alfonso, Huéspedes
del olvido, una de esas ediciones no venales que edita todos los años para
regalar a sus alumnos que terminan el bachillerato (no me imagino regalo
mejor), se recoge el testimonio de una emigrante asturiana que vivió esos años:
“Cuando vienes del caos, se agradece ese orden, aunque sea un orden terrible.
Entonces salías de noche y no tenías miedo y pensabas: Ah, esto sí que está
bien, este es un país que sí que está bien”. No solo Borges, también el español
Julián Marías, tan liberal y demócrata, visitaba a Videla en la Casa Rosada
para felicitarle por haber impedido que el país se convirtiera en una nueva
Cuba. El mundial del 78 fue una fiesta. Muchos entonces preferían cerrar los
ojos y decir cuando alguien desaparecía: “Algo habrá hecho”. Me gusta más lo
que la novela tiene de retrato de un momento histórico que la novelera
persecución y venganza.
---Ya casi no hablamos de política.
¡Con la que está cayendo!
---Yo prefiero no decir nada al
guirigay. Solo una cosa obvia, pero que nadie ha dicho: en España vuelve a
haber prisioneros políticos. Ahí está Santos Cerdán.
--¡Anda ya!
---Se le ha metido en la cárcel no
por los indicios de que haya cometido algún delito, hasta el momento más bien
escasos, sino porque era secretario de organización del partido en el gobierno.
¿Alguien tiene alguna duda? El pretexto de que podría destruir pruebas no se lo
cree ni el juez que le encerró. Fue un cañonazo a la línea de flotación del
gobierno, pero parece que han fallado el tiro.
---Te leo, Martín, una frase de Me
casé con un extraño. Creo que no solo puede aplicarse al protagonista: “La
tendencia de José a tener siempre razón, a ser siempre el más eficaz, era
nefasta para la convivencia”.
---¡No lo dirás por mí! La autora presenta a su marido como un ser extraordinario, pero no deja de mostrar cierto resentimiento. Ella, inglesa, había recibido una educación poco frecuente, no ya en las mujeres españolas, sino incluso en las de su propio país. Pero aprendió a callar y a no disentir nunca de su genial José, que todo lo hacía mejor que nadie. Su vida intelectual solo pudo desarrollarse cuando quedó viuda. Marchó a Zúrich a estudiar Psicología Analítica con Jung. Luego ejerció como psicoterapeuta. El matrimonio solo la permitió ser la esposa de un gran hombre. Y estaba en el núcleo intelectual más progresista de España, el de los discípulos de Giner de los Ríos. Me recuerda un poco el caso de Carmen Baroja, hermana de los Baroja, casada con el editor Caro Raggio, y una de las fundadoras del Lyceum Club Femenino. “Organicé docenas de conferencias, pero no pude asistir a ninguna –cuenta en sus memorias--, porque comenzaban a las ocho y a esa hora cenaba mi marido, al que no le gustaba cenar solo”.
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