jueves, 17 de julio de 2025

Café con libros: Urbi et orbi

---La Semana Negra gijonesa ya no es lo que era. Le ha comido el terreno la ovetense Semana Rosa que organiza la Fundación Princesa de Asturias. Una mengua cada año y la otra crece de manera espectacular.

            ---Un símbolo de lo que está pasando con la derecha y la izquierda, ¿no crees, Martín?

            ---Puede ser. Yo estuve en la primera Semana Negra, allá por 1988, según creo recordar, y en el periódico que entonces se publicaba, A quemarropa, y que se voceaba a la antigua usanza, publiqué un artículo sobre los relatos policiales de Fernando Pessoa, algo enrevesados e inacabados, que testimonian sobre todo su admiración por Sherlock Holmes. Este año me entristeció y me alegró volver. Me entristeció por la segregación, tan clara (solo faltaba el muro de la vergüenza), entre la parte festiva y popular y la sección culta, con su feria del libro y sus simultáneas presentaciones y mesas redondas. Paseando distraído entre mis dos intervenciones, oí hablar de Las Hurdes y de los pueblos del norte de Cáceres. Me acerqué y me quedé a escuchar. Luis Roso promocionaba su última novela, Leyenda de sangre.

            ---¿Ese Luis Roso es el de El crimen de Malladas y Cuarto Milenio?

            ---Es. Compré, por supuesto, la novela. Transcurre en la comarca de Las Hurdes en 1922, unos días antes de la visita de Alfonso XIII. Como conozco la zona y buena parte de lo que se ha escrito sobre ella, la leí con interés. Miguel de Unamuno, que cuenta su visita en uno de los capítulos de Andanzas y visiones españolas, partió a caballo desde mi pueblo, Aldeanueva del Camino. La novela es entretenida, pero muy serie B. Vale, para quien no conozca la zona, como invitación a visitarla y comparar la realidad actual con las negruras de la leyenda. El pretexto policial que ha inventado su autor no se sostiene. Poco antes del viaje del rey, una niña es asesinada salvajemente. Para tratar de no causar un escándalo que pueda hacer que se suspenda la visita, se dice que ha sido víctima de un ataque de lobos. Como algunos lugareños no se lo creen, se manda a un exmilitar para que encuentre al culpable y evite disturbios. Cuesta ya tragar este comienzo. Pero resulta que el juez que decidió ocultar la verdad lo hizo porque había sido sobornado. Tras un segundo asesinato, afirma el investigador enviado desde Madrid: “Yo propuse al juez que consultara primero con los políticos con los que había hablado en su momento, tras el asesinato de Augusta, para ver cuál era su opinión al respecto. Pero entonces él me confesó que en realidad nunca había hablado con ningún político”. ¿Y cómo se le ocurrió entonces al gobernador civil de Madrid enviar al llamado Cristo? Sospecho que esta novela, con sus descosidos argumentales, está pensada para espectadores de Cuarto Milenio.

            ---¿Y siguen estando en la Semana Negra los saldos de Júcar? Ahí compré yo Las voces y los ecos, tu Fernando Pessoa y El amor en poesía, donde leí por primera vez a Felipe Benítez Reyes.

            ---Ahí siguen, tantos años después, Parecen inagotables. No pude dejar de llevarme una colección de artículos de Corpus Barga, que leí en su momento, y que debe de andar perdida por mi biblioteca. Contiene dos series que me parecen obras maestras del periodismo, la que cuenta un viaje en el Graf Zeppelin en 1930 y la que nos habla de un viaje por Europa en 1936. Qué maravilla retro futurista ir de un continente a otro en un dirigible. No nos acabamos de creer que ese inmenso armatoste, tan difícil de manejar, con una tripulación que era más del doble de los pasajeros que podía llevar se considerara un modo de transporte adecuado fuera de las novelas de Julio Verne. La otra serie comienza en el París en que acaba de triunfar el Frente Popular y termina en la Unión Soviética, pasando por Viena, Budapest y Bucarest. Un viaje en el tiempo aún más sorprendente que el llevado a cabo por el Graf Zeppelin.

            ---Bueno, pues dejemos a la Europa de 1936 y volvamos al mundo de hoy. Supongo que tú, que no te pierdes ningún estreno comercial, ya habrás visto el nuevo Supermán, de James Gunn.

            ---Por supuesto. ¡Y como lo he disfrutado! Ahí están Netanyahu, Donald Trump, Elon Musk, los palestinos, los fabricantes de bulos, el nuevo negocio de las prisiones de alquiler para migrantes, los agujeros negros de la ley y otras maravillas del mundo contemporáneo.

            ---¿Es una película política entonces?

            ---Puede leerse así. La protagoniza un Superman vulnerable y maltratado. Pocas veces un héroe ha recibido tantos golpes. Parecía…

            ---No me lo digas. ¿Pedro Sánchez?

            ---Solo por escuchar el discurso final de Supermán (“Me he equivocado muchas veces: soy humano”) y ver la cara que se le pone a Feijoo vale la pena ver la película.

            ---Dejemos la política –dice Fran--. Veo que también has traído un libro de mi admirado Guillermo Brown. Yo tengo la colección completa. Es mi lectura favorita. Siempre vuelvo a él.

            ---Yo también. Era el niño que hubiera querido ser y que, de alguna manera, aunque un poco tarde, he conseguido ser. Guillermo el organizador se publicó en Inglaterra hace ahora cien años y en Argentina en 1948. Aquí la censura no permitió que se distribuyera. No era apto para niños ni, por supuesto, para adultos a los que se trataba como a niños. Muchos de los capítulos aparecieron en otros libros, pero cuatro son inéditos y el conjunto se lee como si lo fuera.

            ---¿Lo tendrán en Cervantes? Mañana mismo voy a comprarlo.

            ---Una maravilla para quienes Guillermo nos alegró la infancia y una sorpresa para quien lo descubra ahora.

            ---Perdona, Martín, pero lo que no me interesa nada es esa reliquia que tienes ahí. Indalecio Prieto en Oviedo tenía una calle y se la quitaron con buen criterio.

            ---Como político podrá ser discutible, aunque yo soy uno de sus admiradores, pero como escritor no desmerece junta a los más notables de su tiempo. Y esto se ha dicho pocas veces. Necesita una reedición y una valoración estrictamente literaria. No es Azaña, pero su inteligencia está a la par y los volúmenes De mi vida, en que se recopilan sus artículos autobiográficos, han envejecido bastante menos que El jardín de los frailes, que ya nació viejo. El subtítulo no puede ser más sugerente: “Recuerdos, estampas, siluetas, sombras…”. Y la primera sombra que aparece es la de su madre, una mujer –otra más-- maltratada por la levítica Vetusta. La infancia de Indalecio comenzó siendo fue una infancia pequeño burguesa. Su padre era contador del Ayuntamiento; el hermano de su padre, inspector de policía. Cuando tenía seis años, falleció el padre. El entierro fue de primera. Él lo contempló desde el balcón de su casa: “Vi aglomerarse en la calle mucha gente enchisterada. Todos los sombreros de copa habidos en Oviedo, recién alisadas las chafaduras de su fieltro, debieron de concentrarse allí. Parecían setas negras y brillantes surgidas del pavimento. De pronto, las sobrepellices de los curas del cercano templo de San Isidoro salpicaron de blanco la densa masa oscura. El clero parroquial en pleno, con cruz alzada y presidido por dignidades que vestían lujosas capas pluviales, asistió al entierro”. No sabe quién encargó aquellas ostentosas exequias, lo que si sabe es que cuando llegó el sacristán con la factura su madre se quedó sin un céntimo. Y que todos en la ciudad les volvieron la espalda. Nadie visitaba a una viuda y tres huérfanos, que hasta entonces había sido agasajados por todos. Pasaron hambre. Indalecio tuvo que acogerse a la caridad de su tía Honorina, maestra de escuela. Uno de sus hijos le exigió que le limpiara los zapatos. No pudo contenerse y le lanzó uno de ellos a la cara. Volvió a casa, a compartir unos pocos mendrugos con el resto de la familia. Ni siquiera le pagaban a la madre la pensión que le correspondía como viuda, se retrasaba o la retrasaban por trámites burocráticos. Cuando por fin la cobró, pagó deudas, vendió lo poco que le quedaba y se fueron a Bilbao, donde aquel niño listo, que comenzó vendiendo periódicos, hizo carrera y entró a formar parte de la mejor historia de España. “Sin saber por qué, aquella soledad me hería –escribe recordando su infancia en Vetusta--. Cuando supe su causa, me ofendió más. La deduje, al cabo de años, examinando amarillentos papeles, entre los cuales hallé dos partidas de matrimonio de mi padre: el primero con una dama leonesa, de quien no tuvo descendencia, y el segundo con Constancia Tuero, que había sido su criada y a la que convirtió en esposa apenas pudo legalmente hacerlo”. El hermano mayor de Indalecio era “ilegítimo”, había nacido antes del matrimonio. Las buenas gentes de Vetusta no perdieron ocasión de vengarse de aquella ofensa a la moralidad en cuanto vieron que la pobre mujer se había quedado sola y con tres hijos a su cargo.

            ---Qué vergüenza. Alguien tendría que reivindicar a la madre de Indalecio Prieto como se ha hecho con la primera mujer de Alarcos, otra victima de la hipocresía de esta ciudad. Por cierto, no sé si sabes, Martín, que tu presentación del libro Desde un jardín en Lausana, en la que acusas al gobierno del Principado, a la Universidad y a un diario local de cómplices en la perpetuación de ciertas reliquias caciquiles que nos avergüenzan a todos anda rodando por YouTube.

            ---No lo sabía, pero no me importa. Yo siempre hablo, aunque nadie me escuche, urbi et orbi, a la ciudad y al mundo.



 

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