sábado, 18 de enero de 2025

Cómo me libré del infierno

 

Sábado, 11 de enero
QUE SIGA EL RECREO

Uno siempre es el último en enterarse de todo lo que más le importa. De lo que significa haber nacido en 1950 y estar en 2025, por ejemplo. Frente a algunas de las cajas del supermercado que suelo frecuentar, hay una columna con espejo. Al ir a pagar, distraído, a veces alzo los ojos y me encuentro con un anciano que me resulta familiar. Qué susto cuando al momento le reconozco: soy yo. Qué diferencia con las amables fotografías en las que siempre busco el mejor perfil y la distancia adecuada. Y qué diferencia con cómo yo me veo, no muy diferente del que era hace veinte, treinta, cuarenta años. A fin de cuentas, sigo llevando la misma vida.

            Pero pronto me olvido del asunto y vuelvo a creerme las piadosas mentiras que ayudan a vivir. Lo que haya de venir, vendrá. Espero que no tenga demasiada prisa y que todavía me deje jugar a ser joven (un joven de entre cuarenta y sesenta años, que es la edad que a mí más me gusta) durante un largo rato. 

Domingo, 12 de enero
LA VERDAD DE LA VIDA
 

No hay instantes sin antes ni después, pero esos son los que más me gustan. Paseo, como cada mañana de domingo, por el Fontán y el Campillín. Luce el más grato sol de invierno, el cielo es de un azul inmaculado, vendedores, compradores, paseantes ociosos parecen figurantes de un musical. Yo soy, claro, el protagonista. De un momento a otro, las notas de la orquesta interrumpirán el silencio y yo me pondré a cantar. Luego tú saldrás de entre la gente, me alargarás el brazo y te pondrás a cantar y a bailar conmigo.

            Se está bien así, sin nada que hacer en la mañana, en la inminencia del milagro. Recuerdo un verso de Cernuda: “La verdad de sus sueños era para él la verdad de la vida”.


Lunes, 13 de enero
CASUALIDADES

Leo con provecho, admiración y congoja un libro del psiquiatra Guillermo Lahera, Las palabras de la bestia hermosa. Nadie está libre de alguna forma de enfermedad mental, pero no todas suponen un descenso al infierno. En mi caso, se han limitado a unas cuantas manías más pintorescas que perjudiciales.

 Un capítulo, sin embargo, “Ahinoa, sangrando por la herida”, dedicado al trauma producido por la violencia terrorista, me lleva a pensar que yo también viví una doble amenaza traumática y que me libré sin ulteriores consecuencias por dos noveleras casualidades.

            El primer hecho traumático no fue la inesperada detención, el traslado esposado a Madrid, el que me apuntaran con una pistola antes de quitarme las esposas cuando paramos en una estación de servicio (“Cuidado con hacer tonterías que aquí se dispara primero y se pregunta después”), los largos días y las infinitas noches incomunicado en una celda de la DGS, las sesiones de interrogatorios, tan intimidantes (yo dije todo lo que sabía –que no era nada-- antes del primer golpe, no soy un héroe). Todo eso fui capaz de soportarlo, y aceptablemente bien, me sostenía la certeza de que se trataba de un error y que, más pronto que tarde, resultaría aclarado. Solo me derrumbé cuando el militar encargado de la investigación me dijo que, aunque él creía en mi inocencia, debía enviarme a prisión porque mi amiga Mariluz Fernández había declarado que yo era quien había puesto la bomba en la cafetería Rolando. El mundo se me vino encima. Me derrumbé. No habría salido de esa sino fuera por un imprevisto regalo del destino. El juez militar tuvo que salir un momento del despacho y entonces oí la voz de un soldado que escribía a máquina en una esquina y en el que ni siquiera me había fijado. Lo he contado muchas veces. “No te preocupes. Yo estaba presente cuando tomaron declaración a tu amiga y ella dijo que tú no tenías nada que ver, que solo te interesaba la literatura. Lloraba mucho por lo que te pudiera pasar”.

            La segunda ocasión para un trauma invalidante tuvo lugar en Carabanchel. Y no fue por el hecho de mandar a la cárcel a quien, por aquellas fechas, ni siquiera había cruzado una calle con el semáforo en rojo, sino porque, saltándose todas las normas penitenciarias, no me enviaron a la galería de los que ingresaban por primera vez o a la de los políticos (que tenían un trato preferente, ya que entre ellos estaban los que pronto podían ocupar puestos de mando), sino a la séptima galería, que entonces era la de los reincidentes, y dentro de ella a la planta de los fuguistas, de los tipos más peligrosos. En aquella galería había mucha pobre gente, de los condenados a entrar y salir de la cárcel desde la adolescencia, pero también asesinos y psicópatas. Y allí estaba yo, un jovencito sin experiencia ninguna ni de la mala vida ni de la vida siquiera. Lo tenía todo para ser una victima. Pero me salvó ETA, quien lo iba a decir. Estas son cosas que no conviene mencionar, pero literalmente así fue. Salí por primera vez al patio y antes de que pudiera llegar hasta mí algún mal tipo para desplumarme, se me acercó un preso que me dijo: “¿Tú eres el de la calle del Correo? Pues camina junto a mí que los de ETA quieren conocerte”. Los presos vascos, en huelga de hambre, estaban en celdas en la primera planta y todos se asomaron a la ventana para verme.

A partir de entonces, todo el mundo me miró con respeto y con cierta lástima, como un condenado a muerte, y quizá de alguna manera lo fui en la mente retorcida de quienes se ocupaban de aquel desdichado asunto pensando menos en hacer justicia que en sacar réditos políticos. Gracias a ese hecho la estancia en prisión, aunque con momentos malos, y muy malos (me tocó vivir en medio de un motín), fue como una película que uno no se cansa nunca de contar y no el trauma que me convertiría para siempre en carne de psiquiatra.

Martes, 14 de enero
DISCULPAS

Casi no hay día en que no disfrute de un rato de felicidad. Suele ser por la mañana, cuando terminado el trabajo del día, cruzo el parque de Santullano para tomar el primer café. Hoy lucía el sol, pero en las zonas en sombra la hierba estaba todavía cubierta de escarcha. No pensar en nada, no esperar nada, simplemente sentirse vivo, uno con el universo. Retraso todo lo que puedo la lectura del periódico porque ya desde la primera página me hace sentirme avergonzado y con ganas de pedir disculpas.

Jueves, 16 de enero
RELOJ DE ARENA

No soy yo de los que acostumbran a volver la vista atrás, pero ayer en la tertulia nos dio por comentar el primer tomo de la revista Reloj de Arena, que comenzó a publicarse allá por 1991, y cuántas sorpresas. En primer lugar, lo poco que ha envejecido. Los colaboradores habituales de entonces siguen siendo nombres fundamentales en la literatura de hoy: Andrés Trapiello, Luis Alberto de Cuenca, Miguel d’Ors, Juan Bonilla, Felipe Benítez Reyes. Y los jóvenes de entonces son ya autores destacados: Lorenzo Oliván, José Luis Piquero, Javier Almuzara.

Pero no es eso –el buen ojo crítico, que se manifiesta en la selección y en las breves “Notas a lápiz”-- lo que más me ha sorprendido, sino las burlas y veras de “El correo del azar”, una sección que incluía cartas de los lectores y en la que casi nunca era apócrifo lo que más lo parecía.

¡Cómo nos reímos con la carta de Marisa Pérez sobre unos recientes encuentros literarios! Participaba, entre otros muchos poetas, Jon Juaristi, quien leyó un poema que fascinó a nuestra corresponsal, su “Sátira primera (a Rufo)”. Así comienza la carta: “Muy señores míos, aunque profesora de literatura me entusiasma la literatura y todo lo que tenga que ver con ella”. Lo que sigue me parece una obra maestra de humor disparatado a propósito de la llamada “poesía de la experiencia”. Ni el prólogo de un tal Rabanera a El sindicato del crimen se le puede comparar.

Pero nadie lee las viejas revistas. Habrá que esperar a que Abelardo Linares se decida a hacer una edición facsímil. En muy otro tono, hay una carta, firmada por Eladio Cueto y titulada “Libros viejos”, que a Xuan Bello le dio por decir que era uno de mis mejores relatos. ¿La escribí yo? Pues no recuerdo, Pero los libros viejos que solicita ese lector (aún no existía Internet) yo también los perdí y me gustaría recuperarlos.

Ahora tengo los años de aquel corresponsal. ¿Me identifico con el futuro que entonces imaginaba? No del todo: “Abro un libro y en seguida dejo de prestar atención a lo que leo para ponerme a soñar con el tiempo en que lo leía por primera vez”, escribe.

Yo todavía sigo leyendo libros por primera vez y no me dejo llevar más que lo justo por la nostalgia de un tiempo mejor.

            Por lo que hemos visto esta tarde en la tertulia, creo que Reloj de Arena ha envejecido bastante bien. Yo tampoco puedo quejarme, al menos por ahora

 

 

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