Sábado, 11 de enero
QUE SIGA EL RECREO
Uno siempre es el último en
enterarse de todo lo que más le importa. De lo que significa haber nacido en
1950 y estar en 2025, por ejemplo. Frente a algunas de las cajas del
supermercado que suelo frecuentar, hay una columna con espejo. Al ir a pagar,
distraído, a veces alzo los ojos y me encuentro con un anciano que me resulta
familiar. Qué susto cuando al momento le reconozco: soy yo. Qué diferencia con
las amables fotografías en las que siempre busco el mejor perfil y la distancia
adecuada. Y qué diferencia con cómo yo me veo, no muy diferente del que era
hace veinte, treinta, cuarenta años. A fin de cuentas, sigo llevando la misma
vida.
Pero pronto me olvido del asunto y vuelvo a creerme las
piadosas mentiras que ayudan a vivir. Lo que haya de venir, vendrá. Espero que
no tenga demasiada prisa y que todavía me deje jugar a ser joven (un joven de
entre cuarenta y sesenta años, que es la edad que a mí más me gusta) durante un
largo rato.
Domingo, 12 de enero
LA VERDAD DE LA VIDA
No hay instantes sin antes ni
después, pero esos son los que más me gustan. Paseo, como cada mañana de
domingo, por el Fontán y el Campillín. Luce el más grato sol de invierno, el
cielo es de un azul inmaculado, vendedores, compradores, paseantes ociosos
parecen figurantes de un musical. Yo soy, claro, el protagonista. De un momento
a otro, las notas de la orquesta interrumpirán el silencio y yo me pondré a
cantar. Luego tú saldrás de entre la gente, me alargarás el brazo y te pondrás
a cantar y a bailar conmigo.
Se está bien así, sin nada que hacer en la mañana, en la inminencia del milagro. Recuerdo un verso de Cernuda: “La verdad de sus sueños era para él la verdad de la vida”.
Lunes, 13 de enero
CASUALIDADES
Leo con provecho, admiración
y congoja un libro del psiquiatra Guillermo Lahera, Las palabras de la
bestia hermosa. Nadie está libre de alguna forma de enfermedad mental, pero
no todas suponen un descenso al infierno. En mi caso, se han limitado a unas
cuantas manías más pintorescas que perjudiciales.
Un capítulo, sin embargo, “Ahinoa, sangrando
por la herida”, dedicado al trauma producido por la violencia terrorista, me
lleva a pensar que yo también viví una doble amenaza traumática y que me libré sin
ulteriores consecuencias por dos noveleras casualidades.
El primer hecho traumático no fue la inesperada detención,
el traslado esposado a Madrid, el que me apuntaran con una pistola antes de
quitarme las esposas cuando paramos en una estación de servicio (“Cuidado con
hacer tonterías que aquí se dispara primero y se pregunta después”), los largos
días y las infinitas noches incomunicado en una celda de la DGS, las sesiones de interrogatorios, tan intimidantes (yo
dije todo lo que sabía –que no era nada-- antes del primer golpe, no soy un
héroe). Todo eso fui capaz de soportarlo, y aceptablemente bien, me sostenía la
certeza de que se trataba de un error y que, más pronto que tarde, resultaría
aclarado. Solo me derrumbé cuando el militar encargado de la investigación me
dijo que, aunque él creía en mi inocencia, debía enviarme a prisión porque mi
amiga Mariluz Fernández había declarado que yo era quien había puesto la bomba
en la cafetería Rolando. El mundo se me vino encima. Me derrumbé. No habría
salido de esa sino fuera por un imprevisto regalo del destino. El juez militar
tuvo que salir un momento del despacho y entonces oí la voz de un soldado que
escribía a máquina en una esquina y en el que ni siquiera me había fijado. Lo
he contado muchas veces. “No te preocupes. Yo estaba presente cuando tomaron
declaración a tu amiga y ella dijo que tú no tenías nada que ver, que solo te
interesaba la literatura. Lloraba mucho por lo que te pudiera pasar”.
La segunda ocasión para un trauma invalidante tuvo lugar
en Carabanchel. Y no fue por el hecho de mandar a la cárcel a quien, por
aquellas fechas, ni siquiera había cruzado una calle con el semáforo en rojo,
sino porque, saltándose todas las normas penitenciarias, no me enviaron a la
galería de los que ingresaban por primera vez o a la de los políticos (que
tenían un trato preferente, ya que entre ellos estaban los que pronto podían
ocupar puestos de mando), sino a la séptima galería, que entonces era la de los
reincidentes, y dentro de ella a la planta de los fuguistas, de los tipos más
peligrosos. En aquella galería había mucha pobre gente, de los condenados a
entrar y salir de la cárcel desde la adolescencia, pero también asesinos y
psicópatas. Y allí estaba yo, un jovencito sin experiencia ninguna ni de la
mala vida ni de la vida siquiera. Lo tenía todo para ser una victima. Pero me
salvó ETA, quien lo iba a decir. Estas
son cosas que no conviene mencionar, pero literalmente así fue. Salí por
primera vez al patio y antes de que pudiera llegar hasta mí algún mal tipo para
desplumarme, se me acercó un preso que me dijo: “¿Tú eres el de la calle del
Correo? Pues camina junto a mí que los de ETA quieren conocerte”. Los presos vascos, en huelga de hambre, estaban en
celdas en la primera planta y todos se asomaron a la ventana para verme.
A
partir de entonces, todo el mundo me miró con respeto y con cierta lástima,
como un condenado a muerte, y quizá de alguna manera lo fui en la mente
retorcida de quienes se ocupaban de aquel desdichado asunto pensando menos en
hacer justicia que en sacar réditos políticos. Gracias a ese hecho la estancia
en prisión, aunque con momentos malos, y muy malos (me tocó vivir en medio de
un motín), fue como una película que uno no se cansa nunca de contar y no el
trauma que me convertiría para siempre en carne de psiquiatra.
Martes, 14 de enero
DISCULPAS
Casi no hay día en que no
disfrute de un rato de felicidad. Suele ser por la mañana, cuando terminado el
trabajo del día, cruzo el parque de Santullano para tomar el primer café. Hoy
lucía el sol, pero en las zonas en sombra la hierba estaba todavía cubierta de
escarcha. No pensar en nada, no esperar nada, simplemente sentirse vivo, uno
con el universo. Retraso todo lo que puedo la lectura del periódico porque ya
desde la primera página me hace sentirme avergonzado y con ganas de pedir
disculpas.
Jueves, 16 de enero
RELOJ DE ARENA
No soy yo de los que
acostumbran a volver la vista atrás, pero ayer en la tertulia nos dio por
comentar el primer tomo de la revista Reloj de Arena, que comenzó a
publicarse allá por 1991, y cuántas sorpresas. En primer lugar, lo poco que ha
envejecido. Los colaboradores habituales de entonces siguen siendo nombres
fundamentales en la literatura de hoy: Andrés Trapiello, Luis Alberto de
Cuenca, Miguel d’Ors, Juan Bonilla, Felipe Benítez Reyes. Y los jóvenes de
entonces son ya autores destacados: Lorenzo Oliván, José Luis Piquero, Javier
Almuzara.
Pero
no es eso –el buen ojo crítico, que se manifiesta en la selección y en las
breves “Notas a lápiz”-- lo que más me ha sorprendido, sino las burlas y veras
de “El correo del azar”, una sección que incluía cartas de los lectores y en la
que casi nunca era apócrifo lo que más lo parecía.
¡Cómo
nos reímos con la carta de Marisa Pérez sobre unos recientes encuentros
literarios! Participaba, entre otros muchos poetas, Jon Juaristi, quien leyó un
poema que fascinó a nuestra corresponsal, su “Sátira primera (a Rufo)”. Así
comienza la carta: “Muy señores míos, aunque profesora de literatura me
entusiasma la literatura y todo lo que tenga que ver con ella”. Lo que sigue me
parece una obra maestra de humor disparatado a propósito de la llamada “poesía
de la experiencia”. Ni el prólogo de un tal Rabanera a El sindicato del
crimen se le puede comparar.
Pero
nadie lee las viejas revistas. Habrá que esperar a que Abelardo Linares se
decida a hacer una edición facsímil. En muy otro tono, hay una carta, firmada
por Eladio Cueto y titulada “Libros viejos”, que a Xuan Bello le dio por decir
que era uno de mis mejores relatos. ¿La escribí yo? Pues no recuerdo, Pero los
libros viejos que solicita ese lector (aún no existía Internet) yo también los
perdí y me gustaría recuperarlos.
Ahora
tengo los años de aquel corresponsal. ¿Me identifico con el futuro que entonces
imaginaba? No del todo: “Abro un libro y en seguida dejo de prestar atención a
lo que leo para ponerme a soñar con el tiempo en que lo leía por primera vez”,
escribe.
Yo
todavía sigo leyendo libros por primera vez y no me dejo llevar más que lo
justo por la nostalgia de un tiempo mejor.
Por lo que hemos visto esta tarde en la tertulia, creo
que Reloj de Arena ha envejecido bastante bien. Yo tampoco puedo
quejarme, al menos por ahora
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