jueves, 11 de julio de 2024

Los papeles perdidos: Galdós en Aldeanueva

 

1
GRANDES ESPAÑOLES

Allá por 1910 o 1911, dos jóvenes periodistas  --Luis Antón del Olmet y Arturo García Carraffa-- tuvieron la idea de publicar una serie de libros biográficos sobre “Los grandes españoles”. La novedad consistía en que era el propio personaje quien contaba su vida a lo largo de extensas entrevistas.

El primero de los “grandes españoles” fue Galdós, que por entonces encabezaba la conjunción republicano-socialista y era un candidato al Nobel al que se oponía el sector más aguerrido del conservadurismo español, encabezado por los obispos.

El volumen apareció en 1912 y llevaba como lema promocional la siguiente síntesis: “El insigne literato cuenta su vida, enumera sus triunfos, recorre toda su obra literaria, expresa sus ideas políticas y religiosas, se asoma al público contando sus intimidades, hace una síntesis total de su gloriosa existencia”.

De su complicada vida sentimental, no dice nada, la resume en dos líneas y media: “Ese es un aspecto de mi vida que no tiene nada de interesante. Nunca sentí necesidad de casarme, ni yo puse empeño en ello”.

            Cuando Luis Antón del Olmet fue asesinado por Alfonso Vidal y Planas en el teatro en que se representaba una obra escrita por ambos, su biblioteca y sus papeles se dispersaron por diversos chamarilleros. Una parte fue comprada por el erudito Federico Carlos Sainz de Robles y acabó en unas cajas en las naves que la editorial Renacimiento tiene en Valencina de la Concepción.

Al proponerle a Abelardo Linares reeditar esta primera biografía, en realidad autobiografía, de Galdós, me pasó esos papeles por si en ellos había algo de interés. Y ciertamente encontré algo de mucho interés, no sé si para todos los lectores, pero sí para mí. En uno de esos viajes en tren por España que Galdós acostumbraba a hacer acompañado de Rubín, su jardinero y mayordomo, había pasado por Aldeanueva del Camino.

2

REENCUENTRO

            ---Cuando yo escribí Arapiles –les cuenta a los periodistas--, no conocía Salamanca y fue don Ventura Ruiz Aguilera, en la biblioteca del Ateneo viejo, quien me dibujó un plano para orientarme. Después he ido muchas veces a Salamanca y he podido comprobar la exactitud de ese plano. Una de las veces quise seguir viaje, en tren como siempre hago, hasta Plasencia, pero al parar en Aldeanueva del Camino ese nombre despertó en mí no sé qué resonancias y decidí apearme.

Cual no sería mi sorpresa al encontrarme en la estación con un coche que parecía estar a mi espera. “¿Don Benito Pérez Galdós? Suba, por favor, le llevará al pueblo”.

             La carretera general atravesaba el pueblo entre árboles que la cubrían con sus ramas. A ella daba la mansión ante la que nos detuvimos, que destacaba entre las casas del pueblo. Un caballero más o menos de mi edad nos esperaba en la puerta. “Qué alegría, don Benito, qué alegría recibirle. ¿Quién nos iba a decir que nos íbamos a encontrar tantos años después? Yo no he entrado en Palacio como ministro, según soñaba con hacer entonces, pero usted ha conquistado toda la gloria a la que aspiraba.”

Mi memoria volvió de un salto a medio siglo atrás, cuando yo era un joven que había llegado de las Canarias a Madrid a estudiar Derecho, pero que prefería estudiar las calles y las gentes. Cierta mañana, ante las puertas del Prado, me sorprendió un muchacho, vestido pobremente, que miraba el museo, como otros el escaparate de una pastelería sin atreverse a entrar.

Me hizo gracia su actitud, le saludé y acabamos haciéndonos amigos. Supe que había dejado la escuela a los nueve años, que se había dedicado a cuidar ganado en su pueblo, que acababa de llegar a Madrid trayendo una partida de cerdos cebones. Al acercarse a la ciudad, su compañero, que no era la primera vez que hacía el viaje, le señaló el palacio real y él pensó: “Despacharé en él de ministro o quedaré para pasto de alimañas”.

Se llamaba Severiano, era la primera vez que salía de su pueblo, pero estaba tan al tanto como yo de los avatares políticos de aquellos tiempos tan revueltos. Un vecino estaba suscrito a La Iberia, el gran periódico de Calvo Asensio, y le iba pasando los números atrasados, que se leía al dedillo. Me habló de la polémica entre Castelar y Carlos Rubio a propósito de la Fórmula del progreso de uno y de la Teoría del progreso del otro como el más avezado orador del Ateneo.

También me recitó poemas de Fray Luis de León. Trabajaba todo el día y leía la mayor parte de la noche. Algunas veces se quedaba dormido sin apagar el candil y sus padres venían a apagarlo llenos de tristeza por no poder darle estudios. El amo al que ahora servía no tuvo tantos miramientos cuando se enteró de que había tenido el candil encendido durante gran parte de la noche y de la razón de ello: “Tú no estás aquí para leer, sino para hacer lo que te mande”, le dijo.

 A mí me conmovió su afán de saber y, cuando años después, escribí El doctor Centeno tuve muy presente la imagen de aquel porquero con el que traté unos pocos días y del que luego no tuve más noticias.

Le abracé con emoción: “¡Severiano! Ministro no habrás sido ni falta que te hace, pero seguro que ya te has atrevido a entrar en el Prado”, “En el Prado y en el Louvre y en la National Gallery, ahora no hay museo ni biblioteca que no me resulte familiar. Entre, entre don Benito, verá que en la mía no falta ninguno de sus libros. El último lo tengo muy anotado. Coincidimos en que la regeneración de España pasa por la agricultura”.

            Mi último libro entonces era El caballero encantado, que trata de un noble ocioso que, por cosa de brujería, se convierte en un gañán que ha de labrar los campos. “Ya quisiera yo, como su Tarsis convertido en Gil, trabajar cuando empecé por catorce duros por temporada. Yo lo hacía por mucho menos. ¿Sabe cómo empecé de no tener nada a dar trabajo a más de un centenar de jornaleros? Parece cosa de risa, pero comencé, cuando me hice cargo de las pocas tierras de mis padres, reduciendo en una cuarta el ancho de las paredes que tenían nuestros huertecillos para lograr una cuarta más de suelo aprovechable”.

Me enseñó la carta que había escrito a don Rafael Gasset, ministro de Fomento. De haberle hecho caso mucho habría mejorado nuestra agricultura. Si yo le hubiera reencontrado antes, habría escrito otra novela con más verdad y menos encantamientos, inspirándome en la vida de aquel joven ambicioso con el que compartí unas cuantas charlas en Madrid y al que luego volví a encontrar en Aldeanueva.

            No quería dejarme marchar, quería que pasara unos días con él, pero a mí me esperaban mis cuartillas y no podía quedarme. Me quedé, sin embargo. Comimos aquel día en su jardín, al otro lado de la carretera. Luego me enseñó el pueblo, atravesado por la vía de la Plata, que alguna vez hizo de frontera entre el reino de Castilla y el reino de León, a uno pertenecía la parte de Arriba y al otro la parte de Abajo. Me llevó a Abadía, a ver lo que quedaba del que fue palacio de los duques de Alba, donde se habían alojado Garcilaso y Lope. Dos días estuve allí y cuando paseábamos por las calles la gente nos miraba con asombro, sin atreverse a acercarse.

3
RUPTURA

¿Por qué quedó fuera ese capítulo del libro aparecido en 1912? ¿Por qué, cuando Severiano Masides publicó en 1924 La estela de un campesino, donde cuenta su vida, no menciona siquiera a Galdós? ¿Qué había pasado entre ellos? Me extrañó también que el coche del agricultor ilustrado estuviera esperándole cuando la decisión de bajar en Aldeanueva fue, al parecer, repentina. Severiano Masides, cuando se encontró con Galdós, ya había dejado atrás sus ideas liberales que le habían llevado a ocupar algún puesto político durante el sexenio revolucionario; ahora era de ideas muy conservadoras, que se irían acentuando hasta aplaudir la dictadura y ser, creo, premiado por ella. Pero conservó su admiración por el escritor y Galdós no tenía inconveniente en ser amigo de gentes de muy diversa ideología, como Pereda. Otra debió ser la causa del deliberado olvido mutuo. Yo la supe casualmente, pero no estoy autorizado para revelarla. Tiene que ver con los amores del novelista, ya muy machucho, con una novicia y de los que Severiano Masides no sabía nada cuando recibió al novelista. Baroja lo insinúa en sus memorias y da detalles en una de sus cartas, aún inédita y propiedad de un conocido bibliófilo extremeño. La familia de esa monja, o aspirante a monja, era de Aldeanueva del Camino.

 



 



No hay comentarios:

Publicar un comentario