1
ALICE MUNRO
Alguien dijo en la tertulia que, a partir de ahora, no podría leer a Alice Munro como la leía antes. Y otro respondió con el tópico de que eso era aplicar la teoría de la cancelación, que su obra literaria valía lo mismo ahora que cuando no sabíamos que había sido cómplice de abusos sexuales a su propia hija. “Valdrá lo mismo –pensé yo--, pero pasará mucho tiempo antes de que pueda leer un relato suyo sin que se me atragante”. Y a la memoria me vino, aunque no viniera mucho cuento, una anécdota que le oí contar a Marino Gómez Santos, la única vez que coincidí con él en un curso de verano en El Escorial que dirigía Martínez Cachero.
2
GÓMEZ SANTOS
Curioso
personaje Marino Gómez Santos. Fue la más brillante promesa periodística en el
Madrid de los años cincuenta. Dejó Oviedo con un libro sobre Clarín, que por
entonces interesaba muy poco, bajo el brazo y consiguió que se lo prologara
Gregorio Marañón. Se hizo amigo de Baroja y de César González-Ruano. De ambos
fue secretario. Comenzó a colaborar en Pueblo y sus entrevistas
–espléndidas, todavía se leen con gusto-- llamaron de inmediato la atención.
Luego perdió el rumbo, o eso me parece a mí, y se dedicó a escribir biografías laudatorias
de la reina Victoria Eugenia, de Severo Ochoa y de otros personajes “importantes”,
algunas de ellas por encargo de esos mismos personajes.
Odiaba Oviedo, donde sentía que no le habían
tratado demasiado bien, que nunca le apreciaron en todo su valor. Lo que
entonces le oí referir de Pérez de Ayala, se le podría aplicar a él mismo. Le
dijo el viejo novelista, en aquellos años últimos en los que poco quedaba de su
incisivo talento, que no volvería a Oviedo ni aunque las calles estuvieran cubiertas
con patacones de oro. Patacones, esa palabra empleó.
Gómez
Santos había dejado Oviedo a los veinte años y en muy poco tiempo había
triunfado en Madrid. Cuando volvió por primera vez, algunos meses más tarde, lo
primero que hizo fue acudir a su tertulia de siempre –de la que era el ambicioso
benjamín, con algo de repelente niño Vicente--,
esperando ser poco menos que recibido entre aclamaciones. Pero la charla
de aquellos vetustos señores discurrió con las malicias y divagaciones de
costumbre, sin que se le prestara la menor atención. Solo al final, el erudito
local que parecía presidirla, se dirigió a él: “Hacía mucho que no pasabas por
aquí, Marinín. ¿Tuviste malu?”
Aquel
Oviedo era muy clasista y, aunque Gómez Santos se codeara ahora con gente
importante en la capital no podía olvidar que era hijo del portero de no sé
qué edificio de la calle Uría.
Como en Madrid se dedicó a
entrevistar a los escritores más importantes, bastante valetudinarios la
mayoría, y dos o tres murieron poco después de que los entrevistara, comenzó a
correr el rumor de que era gafe. Algo semejante le pasó a Zunzunegui, o ZZ,
como se decía para evitar un nombre que solo con su mención traía mala suerte.
Hoy
nos parece solo una broma de mal gusto, pero en aquel tiempo era como una
maldición budú que podía hundir la vida de cualquiera. Pero Gómez Santos no se
dejó hundir y miraba a todos por encima del hombro, lo que contribuyó no poco a la
antipatía bastante general que despertaba. Se distanció de Ruano, su primer
mentor (que por él había abandonado el café Gijón, su oficina de tantos años),
y cuando alguien le dijo que el autor de Mi medio siglo se confiesa a medias
le recordaba con cariño, que por qué no pasaba un día a verle a su rincón
del Teide, respondió: “Yo también tengo mi tertulia, que pase él a verme al
Palace”.
Aquella tarde en El Escorial, en un
congreso con motivo del centenario de Clarín, nos contó Marino Gómez Santos a Martínez
Cachero y a mí una anécdota que dejaba en bastante mal lugar a dos conocidos
figurones de la literatura española contemporánea, los dos muy presentes en la
historia de la novela española que había publicado el aplicado catedrático.
Habían
estado de juerga etílica y prostibularia y al final, ya muy pasados de copas,
decidieron llevar dos “putas” –así se decía-- a casa de uno de ellos para seguir
divirtiéndose. Allí siguió la fiesta, o lo que fuera, hasta que una de las
mujeres se sintió de pronto mal, tan mal que perdió el conocimiento y llegaron
a pesar si estaría muerta. La otra, con poco sentido de la solidaridad, decidió
escapar sin despedirse de nadie, pero llevándose alguna cosita de recuerdo, y
los escritores, ya famosos entonces, aunque no tanto como lo serían después, en
lo único que pensaron es en cómo quitarse de encima el muerto, y nunca mejor
dicho. Alzaron a la mujer entre los dos, como si estuviera solo muy borracha,
la metieron en el coche y partieron a toda prisa dispuestos a dejarla abandonada en
cualquier lugar solitario.
La
dejaron, no se sabe si muerta o viva, ante un convento de monjas después de
llamar reiteradamente a la campanilla que hacía de timbre, oír dentro un “Ave
María” y salir pitando antes de que se abriera la puerta. O eso le contó
después uno de ellos entre grandes risotadas.
Cuando lo escuché, me parecía que
aquello tenía más de leyenda urbana que de otra cosa, pero luego en el reciente
libro que un poeta dedica a otro, presuntamente su admirado maestro y gran
amigo, se cuenta una anécdota semejante, aunque en este caso las prostitutas
son jovencísimos prostitutos. También sacan a uno de ellos, que se ha sentido
mal y ha perdido el conocimiento, de casa del poeta famoso y lo abandonan en
una pensión de mala muerte, tras indicarle al adormilado portero de noche,
después de dejarle una buena propina, que solo está muy borracho.
Busqué la historia de El Escorial en
La memoria cruel, el libro memorialístico que publicó por entonces, o
poco después, Gómez Santos. No di con ella. Quizá no la incluyó por pensar que
podría traer problemas a los protagonistas, que por lo menos podían se acusados
de denegación de auxilio, aunque supongo que el delito ya habría prescrito.
Pero era solo una prostituta, un engorro, como el jovencito inmigrante del que
nos habla el poeta de hoy.
---Eres un puritano, Martín, te
escandalizas por cualquier cosa, me dijo un contertulio.
---¡Ahora te ha dado por lo políticamente correcto!, exclamó otro.
3
INVISIBLE
La
historia continúa. El pasado domingo, en el rastro del Campillín, encontré una
carpeta con recortes periodísticos de los años cincuenta y sesenta. Había
artículos de escritores de la época, publicados en Arriba, Abc y otros
diarios, que todavía se leen con gusto,
a pesar de cierto énfasis retórico, y también simples noticias periodísticas.
Una de ellas, un pequeño suelto, hablaba de una prostituta hallada muerta en un
portal. No creo que fuera la de la anécdota de Gómez Santos porque no
mencionaba ningún convento de monjas y ese era un dato pintoresco y llamativo
que no podía ser obviado. O sí, que para eso estaba entonces la censura.
---¿Crees que investigando la prensa
de la época se podría averiguar el nombre de esos dos escritores? Yo creo que
me imagino quiénes son. Incluso creo recordar que Jesús Pardo cuenta, con
nombres y apellidos, una anécdota semejante en Autorretrato sin retoques, sus
memorias, que leí hace poco.
---Qué más da quiénes fueran. Podían
ser cualquiera de los ilustres de entonces. Aquí esas cosas no hacen perder
prestigio. Gabrielle Morelli, en sus destartaladas memorias, cuenta, como una
gracieta, que Dámaso Alonso, llegó a dar una conferencia a no sé qué ciudad y
le recibió el alcalde. Lo primero que hizo el director de la Real Academia fue
preguntarle por el mejor lupanar de la ciudad. Ante la cara de asombro del
munícipe, el poeta habría dicho: “No se haga el tonto, dígame donde está la
mejor casa de putas”.
---Los tiempos están cambiando. Mira
lo que le pasó a Ruano cuando se supo que se dedicaba a vender pasaportes
falsos a los judíos y luego los denunciaba a la Gestapo para que los detuviera
en la frontera.
---Eso es falso. Solo los estafaba y
se quedaba con sus bienes.
---Todos los escritores tienen
esqueletos en sus armarios y conviene no hurgar demasiado. ¿Cuáles tienes tú,
Martin? Deben ser terribles y por eso te preocupa tanto que a alguien le dé por
escribir tu biografía. Puedes estar tranquilo. No habrá ningún Benito Fernández
que saque a relucir todos tus trapos sucios. La mejor manera de que permanezcan
para siempre en el misericordioso olvido es no ser importante.
---Pues a mí en eso no me gana
nadie. Me he pasado la vida tratando de ser invisible y al final creo que lo he
conseguido.
---No estaría yo tan seguro.
Si no recuerdo mal, el libro de Memorias de J Pardo se titula "AUTORRETRATO sin retoques"
ResponderEliminarCJC y JGdeB and company.
ResponderEliminarPor cierto, si tuviéramos que juzgar a los ovetense por el retrato que de ellos se hace en "La Regenta", "Tigre Juan" y "Nosotros los Rivero", pues apaga y vámonos.
ResponderEliminarViene a cuento también, por si alguien no lo sabe, las fundadas acusaciones de pederastia al ex-jesuita José Luis Martín Vigil, ovetense y autor de un montón de intragables novelas exitosas en los 60 y 70. Qué vergüenza de paisanos.
ResponderEliminarAntonio Masip lo ha escrito, como habrás leído. A pesar de las diferencias con el ex-alcalde socialista, no le creo amigo de chismes.
No viene a cuento. Y de las actuaciones de Martín Vigil no tienen la culpa sus paisanos.
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