viernes, 26 de julio de 2024

Los papeles perdidos: El caso del poeta asesinado

 

 

1
INCONVENIENTES DE LA FAMA

En los últimos años de su vida, Fernando Pessoa vivió abrumado con el éxito de un detective, el doctor Quaresma --creado a su imagen y semejanza, como Bernardo Soares--, al que muchos lectores confundían con su creador.

Dos o tres casos resonantes que fueron resueltos antes de que lo hiciera la policía en aquellas entregas que llegaban mensualmente a los quioscos –el caso del asesinato múltiple en la Rua das Janelas Verdes, el del atentado contra el doctor Salazar, el del robo de joyas en el Hotel Avenida Palace-- contribuyeron a su popularidad. De todas partes del país, venían gentes a proponerle que resolviera algún asunto enigmático de índole personal. Tuvo que abandonar Pessoa sus rincones favoritos en el Martino da Arcada o en la Brasileira del Chiado para poder charlar tranquilamente con los amigos o perderse en sus cavilaciones. Pero no tardaban los admiradores en encontrar sus nuevos escondites. O le abordaban al abandonar sus también cambiantes domicilios, que no se sabe cómo conseguían averiguar.

2
EL ENIGMA

Al salir distraído de la librería Bertrand, casi tropezó con un joven que parecía estar esperándole y que le saludó en español.

            ---Perdone que le moleste, señor Pessoa. Soy amigo de unos amigos suyos y quisiera pedirle un favor.

            ---No tengo muchos amigos en España. Unamuno ni siquiera hizo acuse de recibo cuando le enviamos Orpheu. Y últimamente anda diciendo por esos periódicos que los portugueses debemos dejar nuestra lengua para hablar castellano, lo mismo que los vascuences.

            ---A mí me ha recomendado su nombre Adriano del Valle, que le conoció a usted cuando estuvo en Lisboa durante su viaje de bodas.

            ---¡Un gran muchacho! Y muy aficionado a la literatura portuguesa. Salúdele de mi parte.

            ---Yo me llamo Guillermo de Torre, soy ultraísta como Adriano y otros amigos suyos, y me gustaría que me ayudara a resolver el caso de un plagio seguido de asesinato.

            ---Los únicos plagios perdonables, según se dice.

            ---El culpable del primero tiene nombre y apellido, Vicente Huidobro, un arribista chileno que cree que con su dinero puede comprar un asiento en la inmortalidad; el del segundo es el que hay que averiguar, aunque yo tengo pocas dudas de que se trata de la misma persona. Si le parece, le invito a un café aquí mismo, en A Brasileira, y le cuento los hechos. O si lo prefiere damos un paseo, calle arriba, hasta el mirador de Alcántara. O hasta la plaza del Príncipe Real, que son mis lugares favoritos de Lisboa.

            ---Prefiero caminar. Cuénteme usted.

            ---A la tertulia que tenemos en el Colonial, presidida por el gran Cansinos, el hombre que puede saludar a las estrellas en mil lenguas distintas, o eso dice, llegó un día un poeta joven, desconocido de todos, que traía un libro escrito en un estilo absolutamente novedoso. “¡He aquí el primer poeta, no ya del siglo XX, sino del siglo XXI!”, exclamó asombrado Cansinos. “Nos hace viejos a todos. A Juan Ramón lo deja a la altura de Campoamor”. El libro se titulaba Círculos cuadrados y no copiaba la realidad, sino que creaba una realidad propia. El poeta se convertía en un rival de Dios. Todos le animamos a que publicara aquellos versos revolucionarios de inmediato. Parece que Ramón Gómez de la Serna, al tanto de todo lo nuevo, se ofreció a prologarlo. Pero Cansinos frunció el ceño y dijo que, si eso ocurría, no quería volver a ver a Pedro Pedroche, que así se llamaba el joven poeta, en la tertulia ni en ninguna otra parte. El caso es que el libro apareció y el poeta desapareció. Por eso estoy aquí. Apareció Círculos cuadrados con otro título y a nombre de otro autor. Y no editado en Madrid, sino en Santiago de Chile, hacía una década. No era la primera vez que ese tal Vicente Huidobro, que tras pasar por París y saludar a Reverdy y Apollinaire, venía a darnos lecciones, falsificaba la fecha de sus obras para no parecer un mal epígono, que es lo que era, sino el que trajo las gallinas de la poesía moderna. En seguida encontramos al impresor madrileño de aquel libro supuestamente chileno y de 1914, pero al que no encontramos fue a Pedro Pedroche. Había desaparecido por completo. Comenzó a correr el rumor entre los poetas ultraístas, todos los buenos poetas de España, salvo ese Diego y ese Larrea, lacayos complacientes, de que el tal Huidobro, tras comprarle sus poemas a Pedroche, le había hecho desaparecer para borrar todo rastro de su delito.

3
LA SOLUCIÓN

---Yo creo más bien que Pedro Pedroche, al que tengo el gusto de conocer, desapareció por voluntad propia. De hecho, hace unas pocas noches me pareció verlo salir de un tugurio de Alfama. A nuestra tertulia, en los añorados tiempos de Orpheu lo trajo Antonio Botto. Era entonces un adolescente algo pedante y muy agraciado. Su madre era portuguesa, su padre español. Escribía por entonces unos versos decadentes que eran una mala imitación de vuestro Darío y de nuestro Eugénio de Castro. Muchas de las canciones de Antonio Botto, que yo edité en 1922 en mi editorial Olisipo, le están dedicadas, como aquella que comienza “Sé joven. / No quieras ser nada más / cuando estés junto a mí”. Se nos ocurrió convertir a aquel Antinoo en la fulgurante nueva estrella de la poesía española. Enviarlo a Madrid como una bomba de relojería que hiciera saltar por los aires toda la apolillada retórica del país vecino. El libro Círculos cuadrados lo escribimos entre varios colaboradores de la revista. Yo mismo escribí algunos poemas, Sá-Carneiro, mi desdichado amigo, escribió otro puñado, pero la mayor parte son del ingeniero Álvaro de Campos, y ni yo mismo pude saber si estaban escritos en broma o en serio. El propio Pedro Pedroche tradujo el conjunto al español y facturamos libro y autor para Madrid con el encargo de que, a ser posible, lo publicara en la Revista de Occidente. Pero no volvimos a saber nada ni de uno ni de otro. Antonio  Botto, siempre tan malicioso, dijo que seguramente había encontrado un amante rico “y ahora ese cabronazo de Pedrito –esas fueron sus palabras—se dedicaba a la buena vida y no quería saber nada de nosotros”. Yo creí entreverle la otra noche en un lugar mal afamado de Alfama y ahora, tras escucharle a usted, no me parece nada difícil reconstruir lo que ha ocurrido. Ese poetastro vanidoso y millonario que usted dice conoció los poemas de Pedroche, que eran más o menos lo que él buscaba sin saberlo, y le ofreció una cierta cantidad por el original. No creo que el joven poeta, siempre necesitado de dinero, dudara mucho. Y seguramente le ofreció otra cantidad para que se esfumara. Pedroche se gastaría su pequeña fortuna en París (conociéndole no creo que le durara más de cuatro días) y luego se vino a Lisboa a ejercer más o menos discretamente el oficio que ejercía ocasionalmente cuando le conoció Botto.

            ---¿Entonces no cree usted que haya sido asesinado?

            ---Qué imaginación la suya, señor mío. Ese tal Huidobro podrá ser, según lo que usted me cuenta, un megalómano vanidoso, pero eso no le convierte en asesino.

            --Un plagiario sí que es, eso sin duda, y voy a denunciarlo ante la opinión pública para que lo expulsen de la república literaria.

            ---Pues no sé cómo va usted a demostrarlo. Pedroche dirá que el libro no lo ha escrito él, y tendrá razón. Sá-Carneiro ha muerto de la triste manera que usted conoce y mi querido Álvaro de Campos no va a reconocer nunca su colaboración.

            ---Me queda usted como prueba.

            ---Yo lo negaré todo. Además, tengo fama de mixtificador, ¿quién me iba a creer a mí? Déjelo estar, estimado Guillermo de Torre. Por cierto, no crea que me es desconocido, le he leído en Vltra y en Cosmópolis, y creo que tiene usted inventiva como poeta, pero más talento como crítico. Eso mismo dicen todavía muchos de mí. Quizá le toque escribir la historia literaria de este tiempo. Guarde usted ese secreto para más tarde, para cuando ese poeta que ha puesto su fortuna al servicio de su gloria sea un gigante con pies de barro y disfrute ahora del placer de saber que puede hacerlo saltar por los aires en cualquier momento.




 

viernes, 19 de julio de 2024

Los papeles perdidos: De armarios y esqueletos

 

1
ALICE MUNRO

Alguien dijo en la tertulia que, a partir de ahora, no podría leer a Alice Munro como la leía antes. Y otro respondió con el tópico de que eso era aplicar la teoría de la cancelación, que su obra literaria valía lo mismo ahora que cuando no sabíamos que había sido cómplice de abusos sexuales a su propia hija. “Valdrá lo mismo –pensé yo--, pero pasará mucho tiempo antes de que pueda leer un relato suyo sin que se me atragante”. Y a la memoria me vino, aunque no viniera mucho cuento, una anécdota que le oí contar a Marino Gómez Santos, la única vez que coincidí con él en un curso de verano en El Escorial que dirigía Martínez Cachero.

2
GÓMEZ SANTOS

Curioso personaje Marino Gómez Santos. Fue la más brillante promesa periodística en el Madrid de los años cincuenta. Dejó Oviedo con un libro sobre Clarín, que por entonces interesaba muy poco, bajo el brazo y consiguió que se lo prologara Gregorio Marañón. Se hizo amigo de Baroja y de César González-Ruano. De ambos fue secretario. Comenzó a colaborar en Pueblo y sus entrevistas –espléndidas, todavía se leen con gusto-- llamaron de inmediato la atención. Luego perdió el rumbo, o eso me parece a mí, y se dedicó a escribir biografías laudatorias de la reina Victoria Eugenia, de Severo Ochoa y de otros personajes “importantes”, algunas de ellas por encargo de esos mismos personajes.

 Odiaba Oviedo, donde sentía que no le habían tratado demasiado bien, que nunca le apreciaron en todo su valor. Lo que entonces le oí referir de Pérez de Ayala, se le podría aplicar a él mismo. Le dijo el viejo novelista, en aquellos años últimos en los que poco quedaba de su incisivo talento, que no volvería a Oviedo ni aunque las calles estuvieran cubiertas con patacones de oro. Patacones, esa palabra empleó.

Gómez Santos había dejado Oviedo a los veinte años y en muy poco tiempo había triunfado en Madrid. Cuando volvió por primera vez, algunos meses más tarde, lo primero que hizo fue acudir a su tertulia de siempre –de la que era el ambicioso benjamín, con algo de repelente niño Vicente--,  esperando ser poco menos que recibido entre aclamaciones. Pero la charla de aquellos vetustos señores discurrió con las malicias y divagaciones de costumbre, sin que se le prestara la menor atención. Solo al final, el erudito local que parecía presidirla, se dirigió a él: “Hacía mucho que no pasabas por aquí, Marinín. ¿Tuviste malu?”

Aquel Oviedo era muy clasista y, aunque Gómez Santos se codeara ahora con gente importante en la capital no podía olvidar que era hijo del portero de no sé qué edificio de la calle Uría.

            Como en Madrid se dedicó a entrevistar a los escritores más importantes, bastante valetudinarios la mayoría, y dos o tres murieron poco después de que los entrevistara, comenzó a correr el rumor de que era gafe. Algo semejante le pasó a Zunzunegui, o ZZ, como se decía para evitar un nombre que solo con su mención traía mala suerte.

Hoy nos parece solo una broma de mal gusto, pero en aquel tiempo era como una maldición budú que podía hundir la vida de cualquiera. Pero Gómez Santos no se dejó hundir y miraba a todos por encima del hombro, lo que contribuyó no poco a la antipatía bastante general que despertaba. Se distanció de Ruano, su primer mentor (que por él había abandonado el café Gijón, su oficina de tantos años), y cuando alguien le dijo que el autor de Mi medio siglo se confiesa a medias le recordaba con cariño, que por qué no pasaba un día a verle a su rincón del Teide, respondió: “Yo también tengo mi tertulia, que pase él a verme al Palace”.

            Aquella tarde en El Escorial, en un congreso con motivo del centenario de Clarín, nos contó Marino Gómez Santos a Martínez Cachero y a mí una anécdota que dejaba en bastante mal lugar a dos conocidos figurones de la literatura española contemporánea, los dos muy presentes en la historia de la novela española que había publicado el aplicado catedrático.

Habían estado de juerga etílica y prostibularia y al final, ya muy pasados de copas, decidieron llevar dos “putas” –así se decía--  a casa de uno de ellos para seguir divirtiéndose. Allí siguió la fiesta, o lo que fuera, hasta que una de las mujeres se sintió de pronto mal, tan mal que perdió el conocimiento y llegaron a pesar si estaría muerta. La otra, con poco sentido de la solidaridad, decidió escapar sin despedirse de nadie, pero llevándose alguna cosita de recuerdo, y los escritores, ya famosos entonces, aunque no tanto como lo serían después, en lo único que pensaron es en cómo quitarse de encima el muerto, y nunca mejor dicho. Alzaron a la mujer entre los dos, como si estuviera solo muy borracha, la metieron en el coche y partieron a toda prisa dispuestos a dejarla abandonada en cualquier lugar solitario.

La dejaron, no se sabe si muerta o viva, ante un convento de monjas después de llamar reiteradamente a la campanilla que hacía de timbre, oír dentro un “Ave María” y salir pitando antes de que se abriera la puerta. O eso le contó después uno de ellos entre grandes risotadas.

            Cuando lo escuché, me parecía que aquello tenía más de leyenda urbana que de otra cosa, pero luego en el reciente libro que un poeta dedica a otro, presuntamente su admirado maestro y gran amigo, se cuenta una anécdota semejante, aunque en este caso las prostitutas son jovencísimos prostitutos. También sacan a uno de ellos, que se ha sentido mal y ha perdido el conocimiento, de casa del poeta famoso y lo abandonan en una pensión de mala muerte, tras indicarle al adormilado portero de noche, después de dejarle una buena propina, que solo está muy borracho.

            Busqué la historia de El Escorial en La memoria cruel, el libro memorialístico que publicó por entonces, o poco después, Gómez Santos. No di con ella. Quizá no la incluyó por pensar que podría traer problemas a los protagonistas, que por lo menos podían se acusados de denegación de auxilio, aunque supongo que el delito ya habría prescrito. Pero era solo una prostituta, un engorro, como el jovencito inmigrante del que nos habla el poeta de hoy.

            ---Eres un puritano, Martín, te escandalizas por cualquier cosa, me dijo un contertulio.

            ---¡Ahora te ha dado por lo políticamente correcto!, exclamó otro.

3
INVISIBLE

La historia continúa. El pasado domingo, en el rastro del Campillín, encontré una carpeta con recortes periodísticos de los años cincuenta y sesenta. Había artículos de escritores de la época, publicados en Arriba, Abc y otros diarios, que todavía se leen  con gusto, a pesar de cierto énfasis retórico, y también simples noticias periodísticas. Una de ellas, un pequeño suelto, hablaba de una prostituta hallada muerta en un portal. No creo que fuera la de la anécdota de Gómez Santos porque no mencionaba ningún convento de monjas y ese era un dato pintoresco y llamativo que no podía ser obviado. O sí, que para eso estaba entonces la censura.

            ---¿Crees que investigando la prensa de la época se podría averiguar el nombre de esos dos escritores? Yo creo que me imagino quiénes son. Incluso creo recordar que Jesús Pardo cuenta, con nombres y apellidos, una anécdota semejante en Autorretrato sin retoques, sus memorias, que leí hace poco.

            ---Qué más da quiénes fueran. Podían ser cualquiera de los ilustres de entonces. Aquí esas cosas no hacen perder prestigio. Gabrielle Morelli, en sus destartaladas memorias, cuenta, como una gracieta, que Dámaso Alonso, llegó a dar una conferencia a no sé qué ciudad y le recibió el alcalde. Lo primero que hizo el director de la Real Academia fue preguntarle por el mejor lupanar de la ciudad. Ante la cara de asombro del munícipe, el poeta habría dicho: “No se haga el tonto, dígame donde está la mejor casa de putas”.

            ---Los tiempos están cambiando. Mira lo que le pasó a Ruano cuando se supo que se dedicaba a vender pasaportes falsos a los judíos y luego los denunciaba a la Gestapo para que los detuviera en la frontera.

            ---Eso es falso. Solo los estafaba y se quedaba con sus bienes.

            ---Todos los escritores tienen esqueletos en sus armarios y conviene no hurgar demasiado. ¿Cuáles tienes tú, Martin? Deben ser terribles y por eso te preocupa tanto que a alguien le dé por escribir tu biografía. Puedes estar tranquilo. No habrá ningún Benito Fernández que saque a relucir todos tus trapos sucios. La mejor manera de que permanezcan para siempre en el misericordioso olvido es no ser importante.

            ---Pues a mí en eso no me gana nadie. Me he pasado la vida tratando de ser invisible y al final creo que lo he conseguido.

            ---No estaría yo tan seguro.



 

jueves, 11 de julio de 2024

Los papeles perdidos: Galdós en Aldeanueva

 

1
GRANDES ESPAÑOLES

Allá por 1910 o 1911, dos jóvenes periodistas  --Luis Antón del Olmet y Arturo García Carraffa-- tuvieron la idea de publicar una serie de libros biográficos sobre “Los grandes españoles”. La novedad consistía en que era el propio personaje quien contaba su vida a lo largo de extensas entrevistas.

El primero de los “grandes españoles” fue Galdós, que por entonces encabezaba la conjunción republicano-socialista y era un candidato al Nobel al que se oponía el sector más aguerrido del conservadurismo español, encabezado por los obispos.

El volumen apareció en 1912 y llevaba como lema promocional la siguiente síntesis: “El insigne literato cuenta su vida, enumera sus triunfos, recorre toda su obra literaria, expresa sus ideas políticas y religiosas, se asoma al público contando sus intimidades, hace una síntesis total de su gloriosa existencia”.

De su complicada vida sentimental, no dice nada, la resume en dos líneas y media: “Ese es un aspecto de mi vida que no tiene nada de interesante. Nunca sentí necesidad de casarme, ni yo puse empeño en ello”.

            Cuando Luis Antón del Olmet fue asesinado por Alfonso Vidal y Planas en el teatro en que se representaba una obra escrita por ambos, su biblioteca y sus papeles se dispersaron por diversos chamarilleros. Una parte fue comprada por el erudito Federico Carlos Sainz de Robles y acabó en unas cajas en las naves que la editorial Renacimiento tiene en Valencina de la Concepción.

Al proponerle a Abelardo Linares reeditar esta primera biografía, en realidad autobiografía, de Galdós, me pasó esos papeles por si en ellos había algo de interés. Y ciertamente encontré algo de mucho interés, no sé si para todos los lectores, pero sí para mí. En uno de esos viajes en tren por España que Galdós acostumbraba a hacer acompañado de Rubín, su jardinero y mayordomo, había pasado por Aldeanueva del Camino.

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REENCUENTRO

            ---Cuando yo escribí Arapiles –les cuenta a los periodistas--, no conocía Salamanca y fue don Ventura Ruiz Aguilera, en la biblioteca del Ateneo viejo, quien me dibujó un plano para orientarme. Después he ido muchas veces a Salamanca y he podido comprobar la exactitud de ese plano. Una de las veces quise seguir viaje, en tren como siempre hago, hasta Plasencia, pero al parar en Aldeanueva del Camino ese nombre despertó en mí no sé qué resonancias y decidí apearme.

Cual no sería mi sorpresa al encontrarme en la estación con un coche que parecía estar a mi espera. “¿Don Benito Pérez Galdós? Suba, por favor, le llevará al pueblo”.

             La carretera general atravesaba el pueblo entre árboles que la cubrían con sus ramas. A ella daba la mansión ante la que nos detuvimos, que destacaba entre las casas del pueblo. Un caballero más o menos de mi edad nos esperaba en la puerta. “Qué alegría, don Benito, qué alegría recibirle. ¿Quién nos iba a decir que nos íbamos a encontrar tantos años después? Yo no he entrado en Palacio como ministro, según soñaba con hacer entonces, pero usted ha conquistado toda la gloria a la que aspiraba.”

Mi memoria volvió de un salto a medio siglo atrás, cuando yo era un joven que había llegado de las Canarias a Madrid a estudiar Derecho, pero que prefería estudiar las calles y las gentes. Cierta mañana, ante las puertas del Prado, me sorprendió un muchacho, vestido pobremente, que miraba el museo, como otros el escaparate de una pastelería sin atreverse a entrar.

Me hizo gracia su actitud, le saludé y acabamos haciéndonos amigos. Supe que había dejado la escuela a los nueve años, que se había dedicado a cuidar ganado en su pueblo, que acababa de llegar a Madrid trayendo una partida de cerdos cebones. Al acercarse a la ciudad, su compañero, que no era la primera vez que hacía el viaje, le señaló el palacio real y él pensó: “Despacharé en él de ministro o quedaré para pasto de alimañas”.

Se llamaba Severiano, era la primera vez que salía de su pueblo, pero estaba tan al tanto como yo de los avatares políticos de aquellos tiempos tan revueltos. Un vecino estaba suscrito a La Iberia, el gran periódico de Calvo Asensio, y le iba pasando los números atrasados, que se leía al dedillo. Me habló de la polémica entre Castelar y Carlos Rubio a propósito de la Fórmula del progreso de uno y de la Teoría del progreso del otro como el más avezado orador del Ateneo.

También me recitó poemas de Fray Luis de León. Trabajaba todo el día y leía la mayor parte de la noche. Algunas veces se quedaba dormido sin apagar el candil y sus padres venían a apagarlo llenos de tristeza por no poder darle estudios. El amo al que ahora servía no tuvo tantos miramientos cuando se enteró de que había tenido el candil encendido durante gran parte de la noche y de la razón de ello: “Tú no estás aquí para leer, sino para hacer lo que te mande”, le dijo.

 A mí me conmovió su afán de saber y, cuando años después, escribí El doctor Centeno tuve muy presente la imagen de aquel porquero con el que traté unos pocos días y del que luego no tuve más noticias.

Le abracé con emoción: “¡Severiano! Ministro no habrás sido ni falta que te hace, pero seguro que ya te has atrevido a entrar en el Prado”, “En el Prado y en el Louvre y en la National Gallery, ahora no hay museo ni biblioteca que no me resulte familiar. Entre, entre don Benito, verá que en la mía no falta ninguno de sus libros. El último lo tengo muy anotado. Coincidimos en que la regeneración de España pasa por la agricultura”.

            Mi último libro entonces era El caballero encantado, que trata de un noble ocioso que, por cosa de brujería, se convierte en un gañán que ha de labrar los campos. “Ya quisiera yo, como su Tarsis convertido en Gil, trabajar cuando empecé por catorce duros por temporada. Yo lo hacía por mucho menos. ¿Sabe cómo empecé de no tener nada a dar trabajo a más de un centenar de jornaleros? Parece cosa de risa, pero comencé, cuando me hice cargo de las pocas tierras de mis padres, reduciendo en una cuarta el ancho de las paredes que tenían nuestros huertecillos para lograr una cuarta más de suelo aprovechable”.

Me enseñó la carta que había escrito a don Rafael Gasset, ministro de Fomento. De haberle hecho caso mucho habría mejorado nuestra agricultura. Si yo le hubiera reencontrado antes, habría escrito otra novela con más verdad y menos encantamientos, inspirándome en la vida de aquel joven ambicioso con el que compartí unas cuantas charlas en Madrid y al que luego volví a encontrar en Aldeanueva.

            No quería dejarme marchar, quería que pasara unos días con él, pero a mí me esperaban mis cuartillas y no podía quedarme. Me quedé, sin embargo. Comimos aquel día en su jardín, al otro lado de la carretera. Luego me enseñó el pueblo, atravesado por la vía de la Plata, que alguna vez hizo de frontera entre el reino de Castilla y el reino de León, a uno pertenecía la parte de Arriba y al otro la parte de Abajo. Me llevó a Abadía, a ver lo que quedaba del que fue palacio de los duques de Alba, donde se habían alojado Garcilaso y Lope. Dos días estuve allí y cuando paseábamos por las calles la gente nos miraba con asombro, sin atreverse a acercarse.

3
RUPTURA

¿Por qué quedó fuera ese capítulo del libro aparecido en 1912? ¿Por qué, cuando Severiano Masides publicó en 1924 La estela de un campesino, donde cuenta su vida, no menciona siquiera a Galdós? ¿Qué había pasado entre ellos? Me extrañó también que el coche del agricultor ilustrado estuviera esperándole cuando la decisión de bajar en Aldeanueva fue, al parecer, repentina. Severiano Masides, cuando se encontró con Galdós, ya había dejado atrás sus ideas liberales que le habían llevado a ocupar algún puesto político durante el sexenio revolucionario; ahora era de ideas muy conservadoras, que se irían acentuando hasta aplaudir la dictadura y ser, creo, premiado por ella. Pero conservó su admiración por el escritor y Galdós no tenía inconveniente en ser amigo de gentes de muy diversa ideología, como Pereda. Otra debió ser la causa del deliberado olvido mutuo. Yo la supe casualmente, pero no estoy autorizado para revelarla. Tiene que ver con los amores del novelista, ya muy machucho, con una novicia y de los que Severiano Masides no sabía nada cuando recibió al novelista. Baroja lo insinúa en sus memorias y da detalles en una de sus cartas, aún inédita y propiedad de un conocido bibliófilo extremeño. La familia de esa monja, o aspirante a monja, era de Aldeanueva del Camino.

 



 



sábado, 6 de julio de 2024

Los papeles perdidos: El misterio de la Quinta

 

 

1
MARTINHO DA ARCADA

En una esquina se encuentra sentado Fernando Pessoa. Su postura es muy semejante a la del famoso cuadro de Almada Negreiros. Una taza de café sobre la mesa, un cigarrillo en una mano, una estilográfica en la otra, una hoja de papel en la que traza unas líneas apresuradas para quedarse después absorto contemplando el humo del cigarrillo. Se acerca un camarero seguido de una dama elegante, el rostro cubierto con un velo.

--Señor Pessoa, perdone que le interrumpa. Me llamo Sandra Santos. Vivo en Sintra. Estoy desesperada. Mi marido es médico y lleva una semana desaparecido.

--Disculpe, señora, pero yo no me dedico a buscar maridos desaparecidos.

--Ya sé, ya sé… Es usted poeta, uno de los grandes. No crea que no le conozco. Soy amiga de una amiga suya. Es ella quien me ha recomendado venir. Es una gran admiradora de usted. “Solo el doctor Quaresma puede resolver tu problema”, me ha dicho. “Es nuestro Sherlock Holmes”.

            --Sherlock Holmes no existe. Es un personaje de ficción, como bien sabrá usted.

            --¿Y el doctor Quaresma? ¿Existe o no? ¿Y el ingeniero Álvaro de Campos? ¿Y su maestro, Alberto Caeiro? Unos dicen que existen y otros que son un invento suyo. Pero mi amiga conoció a Álvaro de Campos. Un mal tipo, me dijo, que se entrometió en la gran amistad que ella tenía con usted.

            --Preferiría que no aludiera a esa historia.

--Disculpe. No sé si existe el doctor Quaresma. Mi marido era muy aficionado a sus aventuras y me hizo aficionarme a mí. No nos perdíamos una. El prefería El caso Vargas, yo La carta mágica.

            --El doctor Abilio Quaresma ya murió.

            --Sí, en 1930, como cuenta usted en el prefacio a la última de las historias publicadas, titulada precisamente La desaparición del doctor Gomes. Parece una premonición. Usted conocía al doctor Quaresma mejor que nadie, como Conan Doyle  a Sherlock y por eso aplicó sus métodos a la vida real. Encuentre a mi marido, señor Pessoa y le estaré eternamente agradecida. Se lo contaré todo mañana en mi casa en Sintra. Ahora no puedo quedarme más tiempo. ¿Se ha dado cuenta de cómo nos miran? Venga en el tren de las once cuarenta. Le estarán esperando en la estación.

--Pero señora…

--Mi marido, y ya sé que esto no debería mencionarlo, era miembro de una orden secreta. Sé que estas cosas a usted le interesan. He leído su artículo contra el decreto de Salazar para prohibirlas. Muy valiente.

--Hice lo debido.

--Mi marido salió de casa a una de sus tenidas, creo que las llaman así, en la Quinta da Regaleira y nunca más volvió. Allí dicen que bajó o subió, no sé bien, a la Torre de la Iniciación y desapareció en una de las galerías subterráneas.  La policía afirma que hay constancia de que pasó la frontera por Vilar Formoso y ahora está en España, pero yo no me lo creo. Solo usted, señor Pessoa, cronista del doctor Quaresma, puede resolver este enigma. Hágalo, si no por mí, por esa amiga que tanto le quiere.

            --Ofelia, Ofeliña… ¿Es feliz?

            --Tanto como puede serlo una mujer enamorada y desdeñada.

2
SINTRA
 

Fernando Pessoa  sube al tren en la estación del Rossio. Durante el breve viaje, mira abstraído por la ventanilla y garabatea unos versos en un sobre usado que saca del bolsillo de la gabardina: “Una mujer me amó o dijo que me amaba, / yo solo amé palabras sin ventura”.

En Sintra, no le espera nadie. Tras un momento de desconcierto, echa a andar hacia la Quinta da Regaleira, Nunca había estado en ella, aunque conocía a su dueño, Carvallo Monteiro, a quien en vano habían pedido ayuda durante el naufragio de Orpheu.

El gran portón estaba abierto. Antes de entrar en el palacio, quiso dar una vuelta por los inmensos jardines. Durante unos instantes, se creyó perdido en el escenario de alguno de sus sueños. Llegó hasta el Pozo de la Iniciación, con su columnata y sus escaleras en espiral, como una torre invertida que asciende hasta el centro de la tierra.

Conocía bien todo el simbolismo de aquel lugar. El arquitecto, Luigi Manini, parecía haberse inspirado en los versos esotéricos que él escribía. Comenzó a descender la escalinata que llevaba al fondo del pozo, o a lo alto de la torre. Se asomó a la balaustrada y vio, sobre la cruz templaria que dibujaban los mármoles del suelo, un hombre dormido o muerto y sobre su pecho una rosa. Creyó reconocerlo: era Christian Rosenkreuz, el fundador de la orden Rosacruz, a la que él mismo pertenecía.

Se asustó y volvió sobre sus pasos. Se perdió en el bosque, escuchó un cuerno de caza y vio, o creyó ver, una cierva blanca a la que disparaban arqueros montados en caballos blancos. Apareció luego una mujer de espaldas, vestida de rojo, que le hizo un gesto sin volverse. La siguió hasta el palacio. Antes de entrar en él, al cruzar un arco, desapareció.

Volvió presuroso hasta la estación donde un tren estaba a punto de salir para Lisboa  Nada más sentarse en el vagón, garabateó unos versos y luego se quedó dormido: “Soñé que estaba despierto / y que alguien me miraba / escondido entre las sombras / de la frondosa enramada. / --¿Eres Dios o el diablo eres? / ¿Por qué no me dices nada? / Pasos se oyeron muy cerca, / alguien de mí se alejaba. / En el silencio del bosque, / resonó una carcajada. / --Soy la mujer que te quiso, / soy la mujer que tú amabas / y la muralla que alzaste / para que no te alcanzara, / dulce sombra que camina / por una senda muy larga / que a ninguna parte lleva / y retrocede si avanza”.

El revisor tuvo que despertarle cuando llegaron a Lisboa. Pensó que estaba borracho al verlo salir tambaleante.  

3
ANTÓNIO FERRO
 

Sabía donde encontrarle, mi querido maestro, aquí en el rincón de siempre del Martinho. ¡Si viera cómo echo de menos aquellos tiempos de Orpheu! Es nuestro puente hacia la inmortalidad, le oí decir. Y que razón tenía. Yo entonces era muy joven y me limitaba a escuchar. Usted profetizó otro Camoens, un supracamoens que cantaría el resurgir actual de nuestra raza. ¡Es la hora!, querido Pessoa, como usted dijo en un poema. Ha vuelto el rey don Sebastián, ha comenzado el Quinto Imperio.

El doctor Oliveira Salazar ha leído su “Mar portugués” y está entusiasmando. ¡Esos versos son los que el país necesita para recuperar su orgullo y ocupar un lugar principal entre las naciones del mundo! Por eso, asesorado por mí, ha decidido crear un gran premio y otorgárselo a usted y luego publicar su epopeya en miles y miles de ejemplares y regalarla a los niños en las escuelas y traducirla a todas las lenguas del mundo.

Yo le dije, que usted era pobre, como Camoens, que malvivía traduciendo cartas comerciales, que vivía en cuartos de alquiler, que a veces tenía deudas en la librería Bertrand, donde se surtía de lo mejor de la literatura inglesa, y no le revelo ningún secreto de Estado si le digo que al doctor Salazar, que tiene fama de ser tan impasible, se le caían las lágrimas de los ojos. Vengo a verle en su nombre y en el mío.

 Ahora, ya sabe, ocupo un alto cargo, dirijo el Secretariado de Propaganda Nacional, pero no puedo olvidar los tiempos en que me sentaba en un rincón de la tertulia y escuchaba deslumbrado sus paradojas. El doctor Salazar sabe que a los pueblos los mueven los poetas y ha descubierto en usted al gran poeta que asombrará al mundo. ¡La gloria de Pessoa, como la de Portugal, se extenderá por el universo!

Hablando de otra cosa, me han contado que vino a verle la esposa del desdichado doctor Pinheiro y que usted fue a Sintra para investigar su desaparición. Conozco bien su capacidad de raciocinio, querido maestro. Sé que lo que el doctor Quaresma ha averiguado se acerca bastante a la verdad. Es cierto que la desaparición de Monteiro se debió a que fue detenido por la policía. En combinación con los republicanos españoles, planeaba un complot para echar abajo nuestro flamante Estado Novo y sumir a Portugal en un caos como el del país vecino. No es cierto que fuera arrojado desde lo alto del Pozo Iniciático para fingir un suicidio. El suicidio fue real. La policía lo llevo allí para que descubriera los alijos de armas que se guardaban en aquellas galerías. No es cierto que le torturaran. En las prisiones del doctor Salazar se defiende el orden y la familia y no se maltrata a nadie. Fueron los remordimientos los que impulsaron  al doctor Pinheiro a lanzarse al vacío. Ya ve que no le oculto nada, querido Pessoa, usted es uno de los nuestros. Lo que cuenta el doctor Quaresma en esa nueva aventura que piensa enviar a una revista inglesa puede hacernos mucho daño. Yo le ruego que me la entregue. Recuerde su lema, el mismo que el de Salazar: “Todo para la nación, nada contra la humanidad”. ¿No querrá usted dar argumentos a los enemigos de Portugal? Seguro que no. ¡Ha vuelto don Sebastián, maestro, qué gran futuro nos espera!