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INCONVENIENTES DE
LA FAMA
En los
últimos años de su vida, Fernando Pessoa vivió abrumado con el éxito de un
detective, el doctor Quaresma --creado a su imagen y semejanza, como Bernardo
Soares--, al que muchos lectores confundían con su creador.
Dos
o tres casos resonantes que fueron resueltos antes de que lo hiciera la policía
en aquellas entregas que llegaban mensualmente a los quioscos –el caso del
asesinato múltiple en la Rua das Janelas Verdes, el del atentado contra el
doctor Salazar, el del robo de joyas en el Hotel Avenida Palace-- contribuyeron
a su popularidad. De todas partes del país, venían gentes a proponerle que
resolviera algún asunto enigmático de índole personal. Tuvo que abandonar
Pessoa sus rincones favoritos en el Martino da Arcada o en la Brasileira del
Chiado para poder charlar tranquilamente con los amigos o perderse en sus
cavilaciones. Pero no tardaban los admiradores en encontrar sus nuevos
escondites. O le abordaban al abandonar sus también cambiantes domicilios, que
no se sabe cómo conseguían averiguar.
2
EL ENIGMA
Al
salir distraído de la librería Bertrand, casi tropezó con un joven que parecía
estar esperándole y que le saludó en español.
---Perdone que le moleste, señor
Pessoa. Soy amigo de unos amigos suyos y quisiera pedirle un favor.
---No tengo muchos amigos en España.
Unamuno ni siquiera hizo acuse de recibo cuando le enviamos Orpheu. Y
últimamente anda diciendo por esos periódicos que los portugueses debemos dejar
nuestra lengua para hablar castellano, lo mismo que los vascuences.
---A mí me ha recomendado su nombre
Adriano del Valle, que le conoció a usted cuando estuvo en Lisboa durante su
viaje de bodas.
---¡Un gran muchacho! Y muy
aficionado a la literatura portuguesa. Salúdele de mi parte.
---Yo me llamo Guillermo de Torre,
soy ultraísta como Adriano y otros amigos suyos, y me gustaría que me ayudara a
resolver el caso de un plagio seguido de asesinato.
---Los únicos plagios perdonables,
según se dice.
---El culpable del primero tiene
nombre y apellido, Vicente Huidobro, un arribista chileno que cree que con su
dinero puede comprar un asiento en la inmortalidad; el del segundo es el que
hay que averiguar, aunque yo tengo pocas dudas de que se trata de la misma
persona. Si le parece, le invito a un café aquí mismo, en A Brasileira, y le
cuento los hechos. O si lo prefiere damos un paseo, calle arriba, hasta el
mirador de Alcántara. O hasta la plaza del Príncipe Real, que son mis lugares
favoritos de Lisboa.
---Prefiero caminar. Cuénteme usted.
---A la tertulia que tenemos en el Colonial, presidida por el gran Cansinos, el hombre que puede saludar a las estrellas en mil lenguas distintas, o eso dice, llegó un día un poeta joven, desconocido de todos, que traía un libro escrito en un estilo absolutamente novedoso. “¡He aquí el primer poeta, no ya del siglo XX, sino del siglo XXI!”, exclamó asombrado Cansinos. “Nos hace viejos a todos. A Juan Ramón lo deja a la altura de Campoamor”. El libro se titulaba Círculos cuadrados y no copiaba la realidad, sino que creaba una realidad propia. El poeta se convertía en un rival de Dios. Todos le animamos a que publicara aquellos versos revolucionarios de inmediato. Parece que Ramón Gómez de la Serna, al tanto de todo lo nuevo, se ofreció a prologarlo. Pero Cansinos frunció el ceño y dijo que, si eso ocurría, no quería volver a ver a Pedro Pedroche, que así se llamaba el joven poeta, en la tertulia ni en ninguna otra parte. El caso es que el libro apareció y el poeta desapareció. Por eso estoy aquí. Apareció Círculos cuadrados con otro título y a nombre de otro autor. Y no editado en Madrid, sino en Santiago de Chile, hacía una década. No era la primera vez que ese tal Vicente Huidobro, que tras pasar por París y saludar a Reverdy y Apollinaire, venía a darnos lecciones, falsificaba la fecha de sus obras para no parecer un mal epígono, que es lo que era, sino el que trajo las gallinas de la poesía moderna. En seguida encontramos al impresor madrileño de aquel libro supuestamente chileno y de 1914, pero al que no encontramos fue a Pedro Pedroche. Había desaparecido por completo. Comenzó a correr el rumor entre los poetas ultraístas, todos los buenos poetas de España, salvo ese Diego y ese Larrea, lacayos complacientes, de que el tal Huidobro, tras comprarle sus poemas a Pedroche, le había hecho desaparecer para borrar todo rastro de su delito.
3
LA SOLUCIÓN
---Yo
creo más bien que Pedro Pedroche, al que tengo el gusto de conocer, desapareció
por voluntad propia. De hecho, hace unas pocas noches me pareció verlo salir de
un tugurio de Alfama. A nuestra tertulia, en los añorados tiempos de Orpheu
lo trajo Antonio Botto. Era entonces un adolescente algo pedante y muy
agraciado. Su madre era portuguesa, su padre español. Escribía por entonces
unos versos decadentes que eran una mala imitación de vuestro Darío y de
nuestro Eugénio de Castro. Muchas de las canciones de Antonio Botto, que yo
edité en 1922 en mi editorial Olisipo, le están dedicadas, como aquella que
comienza “Sé joven. / No quieras ser nada más / cuando estés junto a mí”. Se
nos ocurrió convertir a aquel Antinoo en la fulgurante nueva estrella de la
poesía española. Enviarlo a Madrid como una bomba de relojería que hiciera
saltar por los aires toda la apolillada retórica del país vecino. El libro Círculos
cuadrados lo escribimos entre varios colaboradores de la revista. Yo mismo
escribí algunos poemas, Sá-Carneiro, mi desdichado amigo, escribió otro puñado,
pero la mayor parte son del ingeniero Álvaro de Campos, y ni yo mismo pude
saber si estaban escritos en broma o en serio. El propio Pedro Pedroche tradujo
el conjunto al español y facturamos libro y autor para Madrid con el encargo de
que, a ser posible, lo publicara en la Revista de Occidente. Pero no
volvimos a saber nada ni de uno ni de otro. Antonio Botto, siempre tan malicioso, dijo que
seguramente había encontrado un amante rico “y ahora ese cabronazo de Pedrito
–esas fueron sus palabras—se dedicaba a la buena vida y no quería saber nada de
nosotros”. Yo creí entreverle la otra noche en un lugar mal afamado de Alfama y
ahora, tras escucharle a usted, no me parece nada difícil reconstruir lo que ha
ocurrido. Ese poetastro vanidoso y millonario que usted dice conoció los poemas
de Pedroche, que eran más o menos lo que él buscaba sin saberlo, y le ofreció
una cierta cantidad por el original. No creo que el joven poeta, siempre
necesitado de dinero, dudara mucho. Y seguramente le ofreció otra cantidad para
que se esfumara. Pedroche se gastaría su pequeña fortuna en París (conociéndole
no creo que le durara más de cuatro días) y luego se vino a Lisboa a ejercer
más o menos discretamente el oficio que ejercía ocasionalmente cuando le
conoció Botto.
---¿Entonces no cree usted que haya
sido asesinado?
---Qué imaginación la suya, señor
mío. Ese tal Huidobro podrá ser, según lo que usted me cuenta, un megalómano
vanidoso, pero eso no le convierte en asesino.
--Un plagiario sí que es, eso sin
duda, y voy a denunciarlo ante la opinión pública para que lo expulsen de la
república literaria.
---Pues no sé cómo va usted a
demostrarlo. Pedroche dirá que el libro no lo ha escrito él, y tendrá razón.
Sá-Carneiro ha muerto de la triste manera que usted conoce y mi querido Álvaro
de Campos no va a reconocer nunca su colaboración.
---Me queda usted como prueba.
---Yo lo negaré todo. Además, tengo
fama de mixtificador, ¿quién me iba a creer a mí? Déjelo estar, estimado
Guillermo de Torre. Por cierto, no crea que me es desconocido, le he leído en Vltra
y en Cosmópolis, y creo que tiene usted inventiva como poeta, pero más
talento como crítico. Eso mismo dicen todavía muchos de mí. Quizá le toque
escribir la historia literaria de este tiempo. Guarde usted ese secreto para
más tarde, para cuando ese poeta que ha puesto su fortuna al servicio de su
gloria sea un gigante con pies de barro y disfrute ahora del placer de saber
que puede hacerlo saltar por los aires en cualquier momento.