Sábado, 10 de abril
HISTORIAS DE ESPAÑA
En el mismo hotel
Minerva, al lado del Panteón y frente al elefante de Bernini, en que una placa
recuerda que se alojó Stendhal, residió durante un tiempo Emilio Castelar. Un
día se abre de pronto la puerta de su cuarto y aparece uno de los camareros.
“Acabo de impedir que la policía le encuentre. Usted es un hombre célebre y
peligroso al que andan buscando”, “Ni una cosa ni otra. ¿Y le han dicho por qué
me buscaban?”, “No, solo que tenían la orden de expulsarle inmediatamente de
Roma. Dicen que sus libros se hallan en el Índice”, “Es verdad, pero si todos
los autores cuyos libros están en el Índice no pueden visitar esta literaria
Roma, pocos podrían hacerlo”, “Dicen que usted es amigo de Garibaldi”, “Es
verdad”, “Tiene usted mucho valor al venir a Roma con esos antecedentes. Y aún
dicen más. Dicen que está usted condenado a muerte”, “Lo estoy. Y en garrote
vil, pero no por otro delito que ser liberal y demócrata”, “Ya sabe usted las
buenas relaciones que hay entre el gobierno de aquí y los Borbones de España.
Los policías me dijeron que querían expulsarle, pero yo me temo que lo que
querían era apresarlo, llevarlo a Civitavecchia y entregarlo a la fragata militar
que hay anclada en el puerto, donde le ahorcarían de inmediato. Debe usted
escapar en el primer tren”, “¿A qué hora parte?”, “A las diez”, “¿Qué hora
es?”, “Las nueve y media”.
Llama Castelar a sus compañeros de
viaje –dos jóvenes estudiantes del colegio de Bolonia que recorrían Italia
durante las vacaciones de Pascua--, encargándoles que le envien el equipaje a
la dirección que más adelante les indicaría y antes de media hora estaba en un
tren camino de Nápoles. Abre el periódico que acaba de comprar y lee: “El Papa
ha ofrecido Roma al rey de Hannover, destronado y proscrito, porque Roma es un
asilo, un refugio eterno para todos los desgraciados”. No pudo por menos de
sonreír.
Un camarero acababa de salvarle la
vida. Pocos meses antes lo había hecho una reina, la misma a la que él combatía
y a la que había puesto en la picota con su artículo “Un gesto”. Para ayudar al
erario público, que estaba en bancarrota, el gobierno de Narváez había decidido
vender parte de los bienes de la corona, donar un setenta y cinco por ciento y
que la reina se quedara solo con el veinticinco restante. Hubo un clamor
unánime alabando la generosidad de Isabel II. Solo Castelar se atrevía a decir
que esos bienes que se venderían no eran propiedad de la reina, sino patrimonio
nacional, y que su supuesta generosidad encubría un fabuloso negocio. A
Castelar, por decir lo que dijo, le expulsaron de su cátedra. Protestaron los
estudiantes y se produjo la noche de San Daniel: los soldados tirotearon a
pacíficos manifestantes y ocasionaron varias muertes. Un Galdós recién llegado
a Madrid fue testigo de ello. Luego se produjo la sublevación del cuartel de
San Gil. Fracasada, se fusiló a más de sesenta de los rebeldes, casi todos
sargentos. A la reina le parecieron pocos y le pidió a O’Donnell que ejecutara a
todos los detenidos, más de mil. El jefe de gobierno se opuso y cuentan que
comentó indignado: “¿Pero no ve esa señora que si se derrama tanta sangre
llegará hasta su alcoba y se ahogará en ella?”
Castelar, al que se le acusó de estar en trato con los rebeldes, fue
condenado a muerte. Se refugió en casa de la poeta Carolina Coronado. Dicen que
la reina, sabiendo que la policía había averiguado su escondite, le pidió a
otro poeta, Campoamor, que le avisara del peligro. Así pudo Castelar huir a
París.
¿La reina que quería dar un feroz
escarmiento a los sublevados es la misma que permitió escapar a uno de sus
presuntos cabecillas, al escritor que un año antes la había avergonzado en la
prensa?
Seguramente una de esas dos
anécdotas es falsa, o quizá las dos.
Cierro el libro, los Recuerdos de Italia de Castelar, cierro los ojos y siento el traqueteo del tren camino del luminoso Nápoles, recién liberado por Garibaldi, “donde la vida es como continua fiesta”.
Domingo, 11 de abril
QUÉ HORROR
Nunca creí que un
pretencioso bodrio me iba a divertir tanto. La curiosidad –la película
transcurre en Oviedo-- me hace entrar a ver Tristesse, de Emilio Ruiz
Barrachina, y desde que un caballo blanco cruza la plaza de la catedral mientras
suena Chopin hasta la escena última no hallé cosa en que poner los ojos que no
fuera tanto más ridícula cuanto más pretendidamente sublime. No sabe uno que
admirar más en esta versión involuntariamente paródica del Ocho y medio felliniano: si las reflexiones del protagonista, si las bandas de
gaiteros, si la procesión de Semana Santa, si la ronda por las esculturas, si
la historia de la suicida que se cita todos los días a las diez con el
protagonista, si el paseo por el Museo de Bellas Artes mientras una voz en off
nos dice que visitar museos es muy bueno para los cineastas, si el desfile de
moda onírica en el Campoamor…
“Tú lo habrías hecho mejor, ¿no es cierto?”, se burla un amigo al que le comento la película a la salida de Los Prados. “Cierto, si yo hubiera sido el productor, el que pone el dinero, lo habría hecho mejor: habría mandado reescribir de arriba abajo el guion, habría despedido al director de fotografía, a la mayoría de los actores y al director de la película. ¿No podría el Ayuntamiento de Oviedo pedir que le devuelvan el dinero invertido en este engendro? Ni siquiera vale como reclamo turístico, aquí Oviedo parece más Puerto Hurraco --según la feliz denominación de Silvia Ugidos-- que nunca”.
Lunes, 12 de abril
MÁS QUE DE SOBRA
Aunque nunca he
sido precisamente un don Juan, sino más bien todo lo contrario, algo he
aprendido de las artes de seducción: no se trata de pavonearte ante quien te
gusta mostrando lo importante que eres, sino de hacerle sentir lo importante
que es.
Nunca he tenido nada de don Juan, siempre he preferido dejarme seducir. Y mis necesidades, en ese como en cualquier otro aspecto, siempre fueron más bien parcas. A mí lo del “mille e tre, mille e tre” de don Giovanni siempre me ha parecido excesivo; yo con solo mil tengo más que de sobra.
Martes, 13 de abril
A MEDIO CAMINO
Qué caprichosa es
la historia de la literatura. A José García Nieto se le recuerda, no por sus
repeinados poemas, sino porque en los años cuarenta dirigió una revista, Garcilaso, que representaba a la poesía oficial. Debería recordársele porque
durante un cuarto de siglo dirigió otra revista, Poesía española, que
sirvió de punto de encuentro a todos los poetas, principiantes y consagrados,
españoles y americanos, que escribían en español. Gracias a ella entré yo en
contacto con la poesía de mis contemporáneos y pude publicar mis primeros
poemas. Entre sus reseñistas, estaba Francisco Umbral. Era el mejor de todos.
En el número de febrero de 1971, comentando un libro de Carlos Murciano, escribe:
“Unos poetas se realizan humanamente en la poesía y otros solo se realizan
poéticamente. Unos cantan desde las zonas trágicas del ser y otros desde las
zonas líricas. Parece lógico que el lirismo debe arrancar del estrato lírico de
una personalidad, pero si arranca de un poco más adentro, tanto mejor. Puesto
que la poesía es una alquimia transformadora del barro en oro, conviene ponerle
mucho barro. La poesía es hacer oro a partir del barro, no a partir del oro. A
partir del oro se acaba haciendo, quizá, oropel”.
Hay poetas que del oro hacen oropel, pero otros el barro lo convierten en fango. Yo creo que me quedo a medio camino.
Miércoles, 14 de abril
VIVA QUIEN MANDA
¡Cuántas veces
habré oído aquellos de que los españoles no eran monárquicos, que eran
juancarlistas! ¿Y qué pasa ahora que ese señor al que tanto decían admirar anda
por ahí más o menos escondido en un resort de lujo, más o menos perseguido por
la justicia, más o menos echado de casa por su propio hijo? Pues que siguen sin
ser monárquicos, pero ahora son felipistas.
¿Por qué los españoles y las
españolas que cuando se les trata de uno en uno suelen ser tan sensatos, cuando
se les adoctrina como a un rebaño se comportan como un rebaño bien adoctrinado?
Ese es para mí uno de los grandes misterios de la naturaleza humana.
Jueves, 15 de abril
DECIR ADIÓS
No sé si debería decirlo, pero a veces prefiero un entretenido bodrio a una obra de arte mayor. Voy leyendo poco a poco, y con una mezcla de congoja y consuelo, el libro de Pia Pera Aún no se lo he dicho a mi jardín (el título procede de un poema de Emily Dickinson). La autora –que enseñaba literatura rusa en la Universidad de Trento-- se retiró del mundo para cultivar su jardín y una insidiosa enfermedad, que la va encarcelando en su cuerpo, se lo va volviendo cada vez más inmenso e inalcanzable. ¿Qué es preferible, morir de un solo hachazo o lentamente, con tiempo para ir despidiéndose de todas las cosas hermosas del mundo? Yo prefiero no tener que decidir. La vida es soportable porque caminamos siempre al borde de un abismo y nos olvidamos de ello. Pero a veces algo nos obliga a mirar. Pia Pera tenía 55 años cuando oyó llamar a su puerta. Hasta el último momento siguió encontrando razones para amar la vida. Y qué difícil resulta en tantas ocasiones.
¿A la mitad entre el barro y el oro o a la mitad entre el barro y el fango? No es una pregunta humorística. Sin fango no hay flor de loto.
ResponderEliminarPuerto Hurraco se escribe con H.
ResponderEliminarPreciosa la historia de Castelar. No conocía ese libro. Gracias
ResponderEliminarPorque todavía me gusto. Eso es sensato y necesario.
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