domingo, 11 de agosto de 2019

Colección particular: Un viaje de trabajo



            Todos mis viajes son de trabajo, ninguno de placer. O viceversa, porque mi mayor placer es el trabajo.
            Cuando quiero descansar, me quedo en casa. Y nunca he tenido tanta necesidad de descanso que no se me quite con una o dos horas de reposo, y a veces me basta con media hora.
            Viajo casi siempre para aumentar mi colección particular de maravillas o de curiosidades o de rutinas con encanto.
            De una semana en Rumanía, me he traído un buen botín: tres plazas, cuatro librerías, dos Starbucks, una estación, un monasterio, dos cumbres y el susto de los osos que aparecieron de repente junto a Breaza y Cartier Nistoresti.


TRES PLAZAS

La primera se encuentra en Piatra Neamt. Está en lo alto, en el centro tiene la torre del reloj y junto a ella la iglesia rectangular de San Juan. Son fundación de Esteban el Grande, rey de Moldavia en el siglo XV. La rodean edificios de los años treinta, que ahora son museos. La ciudad, sin mayor gracia, se extiende a los pies, entre el río Bistrita y los cercanos montes.
            Me levanté muy temprano, como acostumbro, y paseando, por ella, recién amanecido, bajo una fina lluvia, recordé unos versos de Mihail Eminescu: “De nuevo me caen encima / el cielo y mi mala estrella. / Al menos, tú no me olvides, / alma y vida de mi vida”.
            También ahora la carcoma roe lo que creí más firme en mi vida, un amor que soñé para siempre.
            A solas en la plaza de Stefan cel Mare, en una ciudad en que no tengo ni amigos ni fantasmas, a la que he llegado por casualidad y me voy por la noche, de pronto me sentí reconfortado, arropado.
            Si la torre del reloj, señera en su centro, ha resistido siglos y borrascas, ¿cómo no voy a resistir yo, tan acostumbrado al fracaso, otro más, aunque este me parezca el más doloridamente inmerecido?
            Soy fácil de seducir, lo reconozco (basta una mirada o una sonrisa para hacerme perder la cabeza), pero ninguna ciudad me ha enamorado nunca tan rápidamente como Brasov. Me bastó llegar hasta la Piata Stafului, la plaza del Consejo, con el antiguo ayuntamiento en medio, sus casas bajas y coloridas, el inmenso telón verde del monte Tampa dominando uno de sus lados.
            A la plaza mayor de Brasov solo le hace sombra la Piata Mare de Sibius, que se llama Mare, grande, porque a su lado, rodeando la catedral católica y el ayuntamiento, hay otra más pequeña.
            Sibiu, con su triple muralla y su legendario Puente de los Mentirosos, conserva el aire, como de rigodón apacible, de una pequeña ciudad del imperio austrohúngaro. Se entra en su corazón por varias calles, pero yo prefiero verlo aparecer, deslumbrante, tras el arco frente a la catedral católica. Hay que cerrar los ojos un momento y volverlos a abrir para cerciorarse de que no es un sueño.
           

CUATRO LIBRERÍAS

Dos están en Bucarest y otras dos en Brasov. No sé si son las mejores, no se trata de eso. Son lugares a los que apetece volver. Tres son de la misma cadena, Carturesti, que parece especializada en librerías que invitan a entrar en ellas aunque no tengas intención de comprar nada.
            La primera se llama Carusel y está en Bucarest, muy cerca de la zona más turística, y es como un blanco y fresco oasis en medio de aquellas calles en que se apretujan terrazas de restaurantes y anuncios de masajes eróticos. Busco la sección de poesía y lo primero que me encuentro, junto a una antología de Pessoa, es un libro de Ioana Gruia que se llama como la librería. Lo abro y lo primero que encuentro es mi nombre. Se trata de la traducción al rumano del libro premiado en el Emilio Alarcos e indica quiénes formaron parte del jurado. Sonrío ante este regalo del azar.
            Pero no había falta que lo primero que leyera fuera mi nombre para sentirme a gusto en una librería que puede incluirse entre las más hermosas del mundo.
            En lo alto, dominando el gran patio central rodeado de estanterías, hay un café donde descansar y leer y charlar y ser feliz.
            La otra librería de la misma cadena se encuentra muy cerca del edificio histórico de la Universidad (un mamotreto sin gracia), en la facultad de arquitectura. Se llama Modul y tiene el encanto añadido de un arbolado patio interior. Allí charlé largo y sin prisas con mi primo Pedro García Martín, que me acompaña en el viaje. Como él es un historiador al que le apasiona la literatura y yo un escritor fascinado con la historia, teníamos mucho de qué hablar, desde la caída de Bizancio a los entresijos galdosianos de las revueltas del 48, que tuvieron su repercusión en estas tierras como en toda Europa.
            También han enriquecido mi colección dos librerías de Brasov, las dos en la plaza Sfatului, una frente a la otra. No tienen cafetería, pero muy cerca de Humanitas, la segunda de ellas, se encuentra la Casina Romana, el casino rumano, fundado en 1835. En principio, no era más que el lugar de encuentro de los comerciantes del país. En él se leían libros y periódicos, a veces en voz alta (había quien no sabía leer), y se hablaba de todo. No se entiende Rumanía sin la Casina Rumana. Ahora el local lo ocupa un Starbucks.


DOS STARBUCKS

Uno está, ya lo he mencionado, en la plaza Sfatului; el otro, en Piata Mare, en Sibiu, frente al Ayuntamiento y el arco que comunica con la Plaza Chica. Tomo un café en ellos, hojeo un libro, hago algunas anotaciones en mi cuaderno y los añado a mi colección, junto a los del Barnes & Noble de Union Square, el de la Séptima Avenida en Brooklyn y el de la plaza de San Francisco, en Lausanne.
            Hay a quien le molestan las franquicias que igualan las ciudades. A mi no, todo lo contrario. Son como embajadas de la cotidianidad, mi placer preferido. Y no es que no me gusten los cafés tradicionales, el Corona, por ejemplo, al comienzo de la calle República, también en Brasov. Pero para estar a gusto en ellos necesito tiempo.
            Al Starbucks de la Casina Romana no me hace falta acostumbrarme. Pido un café americano, abro mi cuaderno, me entretengo un rato mirando por la ventana a la plaza y comienzo a escribir:

Esta ciudad,
un puñado de sueños
que ya comparto.

Fieles fantasmas.
Hoy han venido todos
a atormentarme.

Déjame solo.
No te sientes conmigo,
melancolía.


UN MONASTERIO

Tras admirar los muros pintados de Voronet, en la Bucovina, con su prodigioso azul y sus fascinantes viñetas (quizá el primer tebeo de ciencia ficción de la historia), tuve la suerte de quedarme solo, entre un grupo de turistas y otro, en el interior de la iglesia. Y pude escuchar el silencio, el famoso silencio de Dios. Estaba lleno de músicas, o eso me pareció. Como los místicos, no sabría explicar lo que sentí. Un tiempo al margen del tiempo. Luego al salir la sonrisa feliz de quien está en el secreto, aunque lo haya olvidado.


UNA ESTACIÓN

Mi hotel se encuentra al lado de la Gara de Nord y aprovecho para darme una vuelta por ella ya entrada la noche. La rodea el mundo turbio que rodea a cualquier gran estación. De aquí parten trenes que llevan a Belgrado, a Berlín, a Budapest, a Kiev, a Sofía, a Viena, a Venecia, a Estambul. Por un momento, me figuro que soy un personaje de alguna novela de Paul Morand.
            La estación principal de Bucarest se inauguró en 1872. Jugó su papel cuando la operación Barbarroja. Fue minuciosamente destruida por los aliados en 1944 y reconstruida en un estilo entre racionalista y neoclásico.
            Mis viajes favoritos son los que se sueñan desde un libro o desde el andén de una estación sin necesidad de subirse a ningún tren. Recuerdo ahora lo que anota Agustín de Foxá en su diario cuando vuelve a España, en noviembre de 1937, tras servir durante unos meses a Franco, camuflado como diplomático republicano: "Hago el cálculo desde que salí de España: Madrid, Valencia, Barcelona, Cerbere, Narbona, Toulouse, Ghetary, San Juan de Luz, Dancharinea, Bayona, París, Lausane, Milano, Venecia, Triestre, Zagreb, Bucarest, Bucovina, Bucarest, Zagreb, Trieste, Venecia, Milano, Lausane, París, Bayona, Dancharinea, Pamplona, Burgos. Total, 216 horas. Nueve noches de sleeping. Díez días y dieciséis horas".
            Y de pronto, ya casi todos los locales cerrados, me sorprende una máquina expendedora de libros.
            Tiene impresas, como publicidad, frases que elogian la lectura firmadas por Puskin, Balzac, Cicerón, Susan Sontag, Confucio o Savater. Me entretengo tratando de traducirlas. “La lectura es la última forma de la felicidad a la que me gustaría renunciar”, escribe Savater.
            El lema es “Ai carte, ai parte”, algo así como “Saber es poder”.


DOS CUMBRES

Pietricica domina Piatra Neamt; el inmenso telón de Tampa, Brasov. A las dos se llega cómodamente en góndola (que es como en Rumanía llaman a las cabinas de los teleféricos). A mí me gusta mirar las ciudades desde lo alto (una manera de sentirme el rey del mundo) y también adentrarme en el bosque, sin miedo a los osos ni a las criaturas fabulosas que todavía los habitan.
            Me gusta tanto la rutina que, en cuanto puedo, la abandono para darme luego el placer de recuperarla.


2 comentarios:

  1. Mientras tú viajabas por esos sitios, donde parece no vivir nadie, murió el poeta Cataño. Canario como Galdós. Leí que publicó en Clarín. ¿Escribirás algo? Por lo menos para quitarme el gusto de lo que escribió Juan Cruz Ruiz.

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  2. Escribió en Clarín y tenía pendiente de mandarme un artículo sobre Barcelona. Nos carteamos desde los años ochenta. Coincidí con él en Israel. Escribía diarios como yo. Una noticia inesperada y triste.

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