Sábado, 13 de abril
EN UN CUARTO DE HOTEL
Antes que El oficio de
vivir, antes que “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, leí un poema de Juan
Luis Panero: “A la mañana siguiente Cesare Pavese no pidió el desayuno”. Está
incluido en Los trucos de la muerte,
un libro de 1975 (la fecha del colofón es de dos días después de la muerte de
Franco).
Nunca he
olvidado ese poema: “Solo bajó del tren, / atravesó solo la ciudad desierta, /
solo entró en el hotel vacío, / abrió su solitaria habitación / y escuchó con
asombro el silencio”.
Cesare
Pavese no bajó del tren aquella tarde de agosto para dirigirse al Albergo Roma,
en la plaza de Carlo Felice, bajo los pórticos, al lado mismo de la estación.
Vivía en Turín, con la familia de su hermana, que se había ido de vacaciones.
En su piso tenía toda la soledad que deseaba, pero no quería dejarlo marcado
con tan malos recuerdos. Prefirió una impersonal habitación de hotel, que se
limpiara al día siguiente y que siguiera recibiendo huéspedes anónimos que no
tendrían constancia de lo que había ocurrido allí.
El veterano
Albergo Roma –se fundó en 1854– es hoy el Hotel Roma e Rocca Cavour. No pasa
inadvertido. Un neón, muy años sesenta, anuncia su nombre a quienes discurren bajo
los soportales y se detienen ante los puestos de libros.
La
habitación 346, en la que se suicidó Pavese, no parece haber cambiado mucho
desde entonces. El teléfono es de otro modelo, pero la cama estrecha, con su
cabecero de madera, parece la misma y el viajero solitario cuelga su ropa en el
hueco de la pared que se cubre con una cortina.
¿Y no es
esta la misma mesita de noche sobre la que depositó el ejemplar de Dialoghi con Leucó en cuya página de
cortesía había escrito: “Perdono a todos y a todos pido perdón. No chismorreéis
demasiado”?
El poema de
Panero está dedicado a Calvert Casey, un escritor cubano que también se suicidó
con una sobredosis de somníferos a una edad similar a la de Pavese. Seguramente
pensaba en él, más que en el escritor italiano, al escribir su poema.
Le había
conocido; su madre, Felicidad Blanc, se había sentido un poco enamorada de él,
como antes de Cernuda (era una mujer herida por la realidad y que se consolaba
con amores soñados e imposibles).
En 1969,
poco antes de suicidarse, publicó Albert Casey Notas de un simulador, que incluye un relato que podría ser su nota
de despedida: “Adiós, y gracias por todo”. Es probable que Panero escribiera su
poema recordando el comienzo de ese relato: “Como estoy tan solo, a veces me
duelen la cara y los hombros y me doy cuenta de que es la soledad que me tiene
encogido de vergüenza”.
Cierro los
ojos, en esta habitación tan llena de fantasmas, y me repito lentamente un
poema que me sé de memoria desde que lo leí por primera vez, hace más de
cuarenta años, cuando preparaba el primer número de Jugar con fuego: “No había nadie a quien llamar, / nadie vivía en
la ciudad, nadie en el mundo. / Bebió el vaso, las pequeñas pastillas, / y
esperó la llegada del sueño. / Con cierto miedo a su valor /sintió el peso de
sus párpados caer / y se anunció a sí mismo, tercamente, / la única certidumbre
que al fín había adquirido: / jamás volvería a dormir solo / en un cuarto de
hotel”.
Domingo, 14 de abril
FELICIDAD
Nada me gusta más que la primera mañana en una nueva ciudad,
desaparecidos con los primeros rayos del sol el cansancio del viaje y las
telarañas de la noche.
Una larga
calle y cuatro plazas enlazan la estación de Porta Nova con el Palazzo Reale.
La estación, majestuosa, se proyectó cuando Turín era la capital de Italia,
pero, al inaugurarse, ya la capital se había ido a otra parte. No se
pudieron llevar, sin embargo, su solemne prestancia. Bajo los soportales de la plaza Carlo
Felice, frente a ella, se venden libros viejos y en su arbolado jardín central,
en cuanto se hace de noche, hay oscuros trapicheos.
Todavía no
se ha despertado del todo la Via Roma, que tan bien conjunta dos estilos: la
elegancia geométrica de los años treinta y el barroco saboyano. Émulo en esto
de Napoleón (que le dio el último toque a Venecia), no le fue mal en el
urbanismo a Mussolini. Aquí queda para siempre lo que pudo salvarse de su
herencia.
Desayuno en
el Caffè Torino, entre ancianos que leen Il
Corriere della Sera y sudorosos corredores domingueros.
“El no
hacer nada es para ti ocupación bastante”, escribió Cernuda y yo tengo la
costumbre de repetirlo en ocasiones como esta, con todo un día por delante sin
otra obligación que andar y ver.
Dos
ciudades hay en Torino, como en toda ciudad del mundo, una para los que viven
en ella y otra para los que pasan por ella.
Nietzsche
vivió aquí sus últimos días de felicidad. Aquí encontró “una claridad
maravillosa” y aquí fue donde entró para siempre en las tinieblas.
En la
Gallería Subalpina, que le gustaba frecuentar (une Piazza Castello con Piazza
Carlos Alberto, donde él vivía), sigue abierto el Teatro Romano, ahora cine, en
el que se entretenía escuchando operetas francesas; también el Caffè Baratti &
Milano, donde escribió buena parte de su Ecce
Homo.
Hojeo ese libro en este domingo
que parece fuera del tiempo mientras, frente a las vidrieras del café, se forma
una pequeña cola para entrar al cine. Sonrío ante alguno de sus pasajes: “¿Por
qué sé más que los otros? ¿Por qué soy tan inteligente? Porque nunca me he
planteado nada que no fuera un auténtico problema, porque nunca he gastado mis
energías en vano”.
Umn día sin
nada que hacer da para mucho. Lo termino paseando por el Parco Valentino y la
orilla del Po. Cerca de la gran fuente con estatuas y del Borgo Medievale, me
encuentro con el homenaje que sus amigos le han hecho al joven Andrea: una foto
suya, coloreada y triste, rodeada de ramas y flores. ¿Otro suicida?
Caminamos
sobre el abismo, en cualquier momento podemos caer en él, y a pesar de eso
somos capaces de cerrar los ojos y saborear los momentos de gratuita,
imprevista, inmerecida felicidad.
Lunes, 15 de abril
EN AVIGLIANA
Asciendo por las estrechas calles del Borgo Vecchio de Avigliana y de pronto me sorprende un cartel con
el orden del día del próximo consejo municipal; en él se invita a intervenir a
todos los ciudadanos que lo deseen. Antes de subir al tren que me trajo hasta
aquí vi cómo dos policías y otros tantos soldados acorralaban a un hombre de
aspecto latino que sudoroso les mostraba arrugados papeles. La Italia que uno
ama y la Italia de Salvini.
Hace una
hora ni siquiera sabía el nombre de esta localidad, pero me la encuentro camino
de la Sacra de San Michele, la abadía donde transcurre El nombre de la rosa, y que
se encuentra en la mitad del itinerario medieval que llevaba, en línea recta, y
siempre bajo la protección del arcángel, desde Irlanda hasta Jerusalén.
Por Avigliana
tenían que pasar quienes iban de Roma a Avignon. Los Alpes se atravesaba
dificultosamente en lentas carretas, a caballo o a pie hasta que en 1871 se
inauguró en Traforo de Frejus, el túnel más largo del mundo, con más de trece
kilómetros de extensión. Fue posible la hazaña gracias a la invención de la
dinamita (en Aviglana está la fábrica Nobel) y a la ayuda, según cuenta la
leyenda, del diablo. Por eso, como agradecimiento, su imagen corona el
monumento dedicado a esta hazaña en la Piaza Statuto, en Turín. No es el diablo
medieval con cuernos y rabo, sino el hermoso Luzbel, el eterno tentador, con
una estrella en la frente y que parece sostenerse ingrávido en el aire.
La plaza
del Conte Rosso, centro de la antigua Avigliana, es solo un decorado de las
viejas mansiones con borrosos frescos en las fachadas, sin el bullicio de otro
tiempo. Camino por la calle principal hasta la puerta de Santa María y
contemplo la nevada cumbre de los Alpes resplandecientes al sol. Cierro los
ojos y me parece escuchar el rumor de la historia: pasos de peregrinos, fragor
de ejércitos, explosiones que horadan la montaña.
Con su Lago
Grande y su Lago Piccolo, con las caries de su castillo y el campanario de
Santa María dominando el caserío, con la Sacra de San Michele allá lejos,
diminuta y vigilante en lo alto, con su consejo municipal abierto a todos,
Avigliana me parece un lugar donde la vida transcurre apacible y calma. Una
ilusión, sin duda. En todas partes se está a la misma distancia del cielo. Y
del infierno.
Pero leo la
Repubblica en el Caffê della Stazione
y por un instante me olvido de que estoy solo de paso, en Avigliana y en la
vida, a la espera de que lleguen el tren y la barca de Caronte.
Martes, 16 de abril
LA REINA Y LAS LAVANDERAS
En la basílica de Superga, que domina la ciudad, están
enterrados los Saboya, en un helado y dorado laberinto vigilado por un sensual
Arcángel dieciochesco; detrás, al aire libre, un monumento recuerda a los
jugadores del Torino que aquí perdieron la vida en un accidente de aviación
hace setenta años.
En el
panteón real, me sorprende una lápida, escrita en español: “En prueba de
respetuoso cariño / a la memoria / de doña María Victoria / las lavanderas de
Madrid / Barcelona, Valencia, Alicante, Tarragona / a tan virtuosa señora”.
Enterrada
aquí, me imagino que sería la esposa de Amadeo de Saboya, el rey de España
elegido por el parlamento. Nada más sé de ella, pero en cuanto salgo del
opresivo sótano y tengo cobertura me entero de todo lo que me interesa saber.
Tenía poco más de veinte años cuando llegó como reina de España, hablaba
perfectamente el español (al contrario que su marido), creó la primera
guardería para que las lavanderas pudieran dejar a sus hijos mientras
realizaban su trabajo. Murió muy joven, antes de cumplir los treinta años. Tras
la abdicación de 1873, siguió ayudando a los que habían sido sus súbditos,
discretamente, por intermedio de Concepción Arenal. Mientras ella se dedicaba a
sus hijos y a sus obras de caridad, Amadeo de Saboya, un gentiluomo, se distraía de los sinsabores de su reinado con
diversas amantes, una de ellas, Adela, hija de Mariano José de Larra, la niña que
con solo seis años descubrió su cadáver.
Miércoles, 17 de abril
NADIE A QUIEN LLAMAR
Me sigo repitiendo el poema de Juan Luis Panero: “No había
nadie a quien llamar, / nadie vivía en la ciudad, nadie en el mundo”.
¿Quién no
ha sentido eso alguna vez? Yo también lo siento esta noche, al encender la luz
de la solitaria habitación en que Pavese, con un gesto sin vuelta atrás, se
despidió para siempre de la escritura, aunque esté acostumbrado a dormir solo.
Quizá necesito poco a los demás, pero ese poco lo necesito mucho.
Es usted, sin la menor duda, el mejor escritor español, vivo. ¡Y que sea por muchísimos años! ;-)
ResponderEliminar(P.D "Muchísimos años" en cuanto a su quehacer. Si apareciera, entre tanto, otro mejor, pues... bienvenido sea)
¿Qué pasa aquí? Exhibo, en público, mi reconocimiento al autor del blog y a todos los habituales contertulios que tanto se complacen en "galguear" y "podenquear" con cualquier chorrada(la mayoría de las veces para "tirarse el moco") esta vez no se los ocurre decir ni mú. ¿Qué pasa aquí? ;-)
ResponderEliminarMuy pocos tienen el privilegio de ser arquitectos libres y concienzudos de sus propias vidas. Demasiados imprevistos, demasiados imponderables, condicionamientos, influencias oscuras. Pero hay, sí, una minoría que eligió y decidió al menos el momento de echar el cierre y poner el punto final, en una actitud que, si es biológicamente destructiva, es creativa en cuanto a conformar la biografía propia como obra. Larra, Cesare Pavese, Virginia Woolf, Malcolm Lowry, Florbela Espanca, Lugones, Sá-Carneiro,.. Desesperados (Larra), desolados (Pavese, Woolf), serenos (Lorry, Maiakovski), apresurados o reiterativos (Florbela, Dora Carrington), todos eligieron fecha para su último día, sin esperar, como las reses, a que simplemente sobreviniera. A esta culminación de la vida/obra se ha dado en llamar suicidio.
ResponderEliminarCaro Miguel, acabo de leer en El País que la situación albiseleste se complica gravemente. Parece mentira, con lo listos que son ustedes, que lleven treinta años disfrutando del fondo del pozo. Pero tenemos a Mercadona.
Eliminar