Jueves, 3 de enero
PERDIDO Y ENCONTRADO
No soy un aventurero.
Camino con dificultad fuera del terreno conocido. Meto cautelosamente un pie en
el agua para comprobar la temperatura y casi siempre acabo volviendo a la
tumbona de la costumbre por encontrarla demasiado fría.
Cuando pasé
por Estambul, hace unos meses, cenaba en el café Loti, con su gran terraza a
Divan Yolu, la animada avenida del tranvía, frente a un cementerio (tardé en
darme cuenta de que lo era). Vuelvo ahora
y me alojo allí mismo, en el hotel que lleva el nombre del escritor viajero.
Desde la ventana, contemplo los elegantes mármoles y el arbolado donde reposan
ilustres prohombres del tiempo del Imperio.
Muy cerca, a un lado tengo un McDonald’s, al otro un Burger King y
enfrente un Starbucks. No es que piense visitarlos, pero me tranquiliza que
estén ahí.
A quien dedico
mi primer saludo es al Hipódromo, a dos pasos del hotel. Quedan pocos restos de
su pasada grandeza: el obelisco de Teodosio, la descabezada columna serpentina,
el obelisco amurallado. Queda el espacio y, si cierro los ojos, el rugido de la
multitud, cuando en el último minuto un caballo adelanta a otro. Pero quizá lo
que me viene a la memoria tenga menos que ver con la realidad que con alguna
película como Ben-Hur.
Santa Sofía
(una santa que quizá es solo un error de traducción) y la Mezquita Azul, que
no es azul, sino gris, llevan siglos rivalizando. Yo tengo pocas dudas de que
el triunfo es para la más vieja. La Mezquita Azul sigue siendo mezquita y para
entrar en ella hay de descalzarse. El frío de las alfombras acentúa lo
desangelado del interior, en obras. No parece un lugar para el recogimiento,
por mucha fe que se tenga.
Santa Sofía
es ahora un museo, pero algo queda allí del aliento de los emperadores
bizantinos, del fervor destructor de los iconoclastas, de la barbarie de los
cruzados, del rumor policromado de la historia. En cada rincón, hay una
maravilla. Y tras cada ventana, por las que nadie se asoma, una estampa antigua
que parece coloreada a mano.
Santa Sofía
abraza, perderse en ella es encontrarse. La Mezquita Azul acoge con frialdad de
hospital; entré y salí rápidamente de ella.
Como buen
ateo, soy muy sensible a los espacios sagrados. Solo los creyentes odian o
desprecian a las religiones, a todas, salvo a la suya. Muy religiosos eran los
santos varones de la segunda Cruzada que entraron a saco en Constantinopla y
destrozaron las imágenes heréticas de Santa Sofía. Yo en ninguna parte me he
encontrado más cerca de la paz y del enigma, del Dios que no existe y del
centro de mí mismo, que en una mezquita, la de Plovdiv, a la que vuelvo siempre
que puedo, a no ser en aquel comienzo del sabbat
junto al Muro de las Lamentaciones, o en alguna iglesuca aldeana donde un
puñado de viejas medievales, como en una página de Valle-Inclán, bisbiseaba el
rosario.
Los
lugares, como las personas, nos provocan amor o rechazo a primera vista. Yo
detesto el palacio Topkapi, que no es un palacio sino un conjunto de dispersos
pabellones, y compadezco a los sultanes que tuvieron que vivir allí. Quizá por
eso, porque sabe de mi antipatía, me recibe esta vez con ráfagas furiosas de
viento y lluvia. Ni siquiera me deja admirar las vistas del Bósforo, lo mejor
del lugar.
Me refugio
en el museo arqueológico, un recinto decimonónico que siempre me ha fascinado y
no por au colección de arte islámico (me aburren pronto azulejos, alfombras y
porcelanas), sino por la prodigiosa sala de los sarcófagos. Parte está en obras
y no puedo ver el atribuido (erróneamente) a Alejandro Magno, pero hay otros
bastante más sugerentes. Algunos tan monumentales como un retablo catedralicio.
Me aventuro
muy temerosamente fuera de mi zona de control. Tardo mucho en sentirme seguro
fuera de casa. Pero en Estambul ya tengo un barrio donde estoy en casa, ya he
reconstruido mi pequeño Oviedo. Para dormir, el hotel Pierre Loti; para viajar
en el tiempo, Santa Sofía; para comer, el Sultanahmet Köftecisi, con fotos de
clientes ilustres en las paredes y algo de dinner
neoyorkino; para leer con un café y alguna delicia turca, el Hafiz Mustafá 1864
(y lo bueno es que hay uno cerca del hotel y sucursales, igualmente
confortables, en todas partes).
Llego de
noche a una ciudad y en el primer amanecer (me gusta madrugar) me encuentro
perdido, aterrado, Pero a la mañana siguiente ya he tomado posesión de mi
territorio, ya me siento como en casa.
Es lo que
me ocurre con este rincón de Estambul, en el que una piedra miliar señala el
punto de partida de todas las carreteras del Imperio. Aquí estuvo, hace tiempo,
el centro del mundo. Sonrío al pasar fatigado junto a ella, de regreso al
hotel. “Y lo sigue estando”, pienso.
Viernes, 4 de enero
DE NUEVO EN CASA
Por un momento, mientras asciendo en el funicular Tünel
desde el puente de Gálata hasta la parte alta del antiguo barrio de Pera, tengo
la impresión de que voy a aparecer en una de las colinas de Lisboa, en la de
Lavra quizá, con su estatua al milagrero doctor Sousa Martins y sus exvotos.
Pero no salgo a Lisboa, sino a una calle ancha y peatonal, recorrida por un
nostálgico tranvía, que nada tiene que ver con el Estambul que conozco.
¿París,
Viena, Budapest? Cualquier ciudad de la vieja Europa, con su arquitectura
historicista, sus doradas verjas palaciegas y sus cafés con vidrieras
modernistas. Hay pasajes cubiertos, centros comerciales, cines, librerías…
Y de
pronto, para acabar de convencerme de que es el lugar en que me gustaría vivir,
me encuentro con una triple arcada que me lleva a un rincón de Venecia, a una
plazuela que corona la fachada gótica de Madonna del Orto.
“¿Qué hace
aquí Juan Pablo II, ese Juan Carlos I del papado?”, me pregunto con gesto de
desagrado, como quien encuentra una mosca en la sopa, al ver una ensotanada
estatua. Pero no, no es el político polaco de la Banca Ambrosiana y los Marcial
Maciel, sino Juan XXIII, que cuando fue nombrado papa era patriarca de Venecia y
que pasó aquí diez años, del 34 al 44. La iglesia está dedicada a San Antonio
de Padua, que no es otro que Santo António de Lisboa.
No necesito
más para sentirme como en casa mientras paseo por Istiklal Caddesi, que antes
fue la Grande Rue de Pera. Aquí me quedaría a vivir, ya digo.
Me quedaría
a vivir tres días, pienso cuando lo pienso mejor. ¿Dónde encontraría los libros
que necesito cotidianamente, como el pan? El turco no lo leo y el inglés
malamente y yo necesito hojear al menos media docena de novedades cada día para
quedarme con una o dos.
Afortunadamente,
existen los i-book, existe Internet.
Entraría todos los días en Iberlibro y en otras librerías digitales y me iría
pidiendo los títulos que me interesaran. No daría la dirección de mi casa (casi
nunca estoy en casa), sino la de mi cafetería habitual (ya le he echado el ojo
a una) y al llegar cada mañana el camarero me traería, sin necesidad de
preguntar, mi café y mi vaso de agua, y además el paquete o los paquetes de
libros que acaban de llegar.
Problema
solucionado. Ya tengo un lugar tranquilo (o bullicioso: yo me concentro muy
bien en medio del barullo: ventajas de haber sido un niño pobre y de familia
numerosa que no tuvo un cuarto propio hasta que no pudo pagárselo), café y
libros, ¿pero qué pasa con los contrincantes dialécticos? Quiero decir, con los
amigos. Porque para mí un amigo no es alguien con quien irse de juerga ni un
hombro en el que apoyarse en los malos momentos ni alguien con quien compartir
prejuicios. Para mí un amigo es para debatir, combatir dialécticamente,
ejercitar los músculos de la mente. Y amigos así cuesta mucho encontrarlos:
nada disgusta más a la mayoría que el que le lleven la contraria. A mí no, yo
lo veo como un reto. “¿Que estoy equivocado? ¿Que no tengo razón? Pues vamos a
ver las razones que me das para ello, me encanta rectificar”.
Todo el
mundo piensa que hablo irónicamente cuando digo que me gusta rectificar. “¡Tú
no rectificas nunca!”, me responden. Pero hablo con total sinceridad. Estar
equivocado es para mí algo humillante, rectificar no. Y siempre doy las gracias
a quien me demuestra que estoy equivocado. Lo cual es fácil en cuestiones
puntuales (me fío demasiado de mi memoria y me juega malas pasadas), pero un
poco más difícil cuando tiene que ver con el pensamiento lógico. Razonar creo
que razono bastante bien, tratando de esquivar los sofismas habituales. Pero
puedo estar equivocado y reto a cualquiera a que me lo demuestre.
Sábado, 5 de enero
VIEJOS VERSOS
No es el mejor día para un crucero turístico. El viento y la
lluvia impiden salir a cubierta. Desde las ventanas empañadas, contemplo Asia a
un lado y al otro Europa, como en el poema de Espronceda. En cuanto aparece una
negra y almenada silueta, la del castillo Rumeli construido por el sultán
Mehmed II en 1452 para atacar Constantinopla (según explica el guía), a la
memoria me vienen unos versos: “Vivir en un castillo junto al Bósforo, / viendo
pasar los barcos y la historia, / prisionero entre el ruido de las olas”.
Sonrío al
recordar que los escribí yo, hace casi medio siglo, y que están publicados en
un libro ,Marineros perdidos en los
puertos, del que renegué de inmediato.
Junto al
Bósforo, en lujosas mansiones, viven los privilegiados de Turquía. En este día
gris, no parece un lugar apetecible, al menos no para mí.
Lo cierto
es que, hace siglos, yo soñaba con este lugar. Lo recorro ahora con parsimoniosa
melancolía. Nunca es tarde para hacer realidad los sueños de la adolescencia.
Pero para vivir, vivir, ni un castillo ni un palacio junto al Bósforo; mejor mi
piso de Murillo, 5.
Domingo, 6 de enero
REGALO DE REYES
Todavía medio dormido, se me ocurre pensar que es la mañana
de Reyes y que hace años que los Reyes no se acuerdan de mí.
¿No se
acuerdan? Descorro las cortinas y veo encenderse sobre la calzada las luces que
avisan del paso del tranvía y escucho el trino de los pájaros madrugadores y
contemplo las cúpulas, los tejados y los monolitos de mármol que se alzan sobre
el olor a madreselva, tras los muros del cementerio. Estar aquí ya es un
regalo, pienso. Cuando era niño, siempre pedía libros. Ahora pido ciudades. Una
ciudad es un libro que uno nunca se cansa de leer.
Y el niño
que yo fui me trae a la memoria otro niño que ahora disfruta la magia de sus
primeros Reyes. Le han dejado un regalo en mi casa, que le entregaré cuando
vuelva.
A la cabeza
me viene de improviso otro regalo. No le hará ilusión, son solo cuatro versos. Quizá
sí cuando pasen los años.
Me levanto,
busco un folio (no hay ninguno con el nombre del hotel, lástima) y escribo en
letras mayúsculas: “A Martín, en la mañana de Reyes”. Me esfuerzo para que mi
letra resulte inteligible:
“Fuente de
luz, arroyo de alegría, / talismán que protege de lo adverso, / en ti vuelvo a
vivir la niñez mía / y en tus ojos renace el universo”.
"Para mí un amigo no es alguien con quien irse de juerga ni un hombro en el que apoyarse en los malos momentos ni alguien con quien compartir prejuicios. Para mí un amigo es para debatir, combatir dialécticamente, ejercitar los músculos de la mente".
ResponderEliminarPara mí, en cambio, un amigo es una persona a la que quiero. Y, como persona que es, puede ser todo eso, y más, y nada de ello, y todo lo contrario. Lo otro me parece bastante pobre, si he de decir la verdad. Me parece bien, pero está muy lejos de bastarme. Diría, incluso, que lo encuentro una visión de la amistad no sólo seca y estrecha, sino bastante egocéntrica. Desde luego, no es la mía. Y dudo que sea realmente la de JLGM.
Hombre, don Jose, yo no hablo de la amistad en general ni de la mejor manera de entender la amistad. Solo de como yo la entiendo, una manera muy poco general y me temo que también muy poco ejemplar.
EliminarEstaba pensando en qué llevarte la contraria. Si para ser buen amigo hay que llevarte la contraria, habrá qué pensar cómo. En el relato de Estambul, quizás. Le falta el olor del opio. ¿ O no? Al final te hice (disculpa) una loa.
ResponderEliminarComo buen ateo
fuiste monaguillo
cuando eras chiquillo
en tu viejo pueblo
viajero del cielo
hoy en Estambul
el nombre azul
es gris real
no importa tal
si lo escribes tú.
Las loas son siempre bien venidas, amigo Jesús.
EliminarLindo regalo de Reyes para un niño, esa lograda rima de "adverso" con "universo". El niño podrá disfrutarla dentro de un tiempo, y durante mucho tiempo, cuando los alfareros soñados por Omar Keyyam se entretengan haciendo cántaros con el polvo que perduró de lo que fuimos.
ResponderEliminarEl "amigo" como sparring dialéctico es una de las invenciones más originales y consuntivas de Martín. Pero se puede dignificar, ya lo creo, y lo hace él: no adversario, sino filósofo cercano que nos lleva a la verdad por la vía de desvelar sagazmente nuestros errores, criticarlos y corregirlos. Y que a su vez se presta a ser conducido a la verdad en virtud de nuestra propia crítica sagaz.
Pero se quedó solo. Nadie lo entiende así, salvo como mera faceta, no principal.
"Solo los creyentes odian o desprecian a las religiones, a todas, salvo a la suya."
ResponderEliminarLa generalización es muy grosera, don José Luis. Indigna de alguien tan sutil como usted.
Baltasar, estoy muy de acuerdo con usted, la dimpligicacion de Martín resulta inadmisible.
EliminarComo todas las generalizaciones, exagera un poco, pero tiene mucho de verdad. Ahí está la historia para confirmarlo. Los creyentes de la religión verdadera (que siempre es la propia) han tenido muy poca piedad con los creyentes de otra religión. ¿Cómo han tratado durante siglos los cristianos a los judíos? ¿Cómo han tratado los católicos a los protestantes, y viceversa? Para no hablar de las religiones africanas o prehispánicas. En fin... Ahora se respetan un poco más. Pero no sé yo si mucha gente en España muestra, como yo, el mismo respeto por una mezquita que por una iglesia cristiana.
ResponderEliminarDebería usted haber escrito: "Solo los fanáticos religiosos odian o desprecian a las religiones, a todas, salvo a la suya."
EliminarPensar que todos los creyentes somos fanáticos religiosos es indigno de usted, don José Luis.
Es muy difícil sentir respeto por quienes nos consideran acérrimos enemigos y tienen por objetivo exterminarnos. Que yo sepa, occidente, o sea la civilización cristiana, no demuestra desde hace muchos siglos ese grado de hostilidad enloquecida.
EliminarBaltasar G. M., tienes razón. Debería haber escrito eso. Solo una precisión: los fanáticos suelen ser siempre los otros (vea la respuesta de Anónimo, la mejor corroboración de lo que yo quiero decir. El fanatismo de los nuestros suele ser invisible.)
EliminarSolo le falta exculpar la locura islamista. Asombroso.
EliminarYo lo que odio es la expresión "Indigno de usted". Eso es querer reducir al otro a nuestro molde. Por lo demás, de acuerdo con Baltasar. Y además el asunto me recuerda una religión que hay en Vietnam que es un cúmulo de todas las demás, y uno de los santos principales es Víctor Hugo.
EliminarDe todos modos, odios aparte, no me creo que José Luis García Martín sea ateo.
Anónimo, el gran "invento" del cristianismo es que hay que amar a los enemigos (cosa inconcebible para un griego o un romano). Le recuerdo las palabras de Jesucristo : "Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si sólo amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?" (Mateo 5:44-46)
EliminarJLGM, definitivamente "creyente" y "fanático" no son sinónimos. Entre otras cosas porque hay también mucho fanático ateo.
El fanatismo es una tara mental del ser humano, que se manifiesta en muchas de sus actividades. Releamos "Genealogía del fanatismo" de Cioran:
http://literaturafrancesatraducciones.blogspot.com/2017/02/emil-cioran-genealogia-del-fanatismo.html