Sábado, 25 de febrero
CONSEJOS A UN JOVEN ESCRITOR
“¿Qué consejo le daría usted
a un joven que quiere ser escritor?”, me pregunta una señora que se acerca a
saludarme en el Atrio avilesino y que, por su tono preocupado, me da la
impresión de que tiene ese problema en casa.
Respondo con las vaguedades habituales y, cuando ella se
va, sonrío recordando la respuesta de Somerset Maugham en una ocasión parecida:
“No le dé consejos. Déle usted ciento cincuenta libras durante cinco años y
dígale que se vaya al diablo”.
Lo razonaba así: “Con ese dinero no se morirá de hambre, pero tendrá pocas
comodidades, que son el mayor enemigo de un escritor. Podrá viajar por todo el
mundo en condiciones que le permitirán ver la vida bajo aspectos que ignora el
que viaja en primera clase y se aloja en buenos hoteles. Con esa renta, más de
una vez se quedará sin dinero y deberá aguzar el ingenio para procurarse cama y
comida. Tendrá que ejercer temporalmente los más diversos trabajos. Un escritor
tiene que situarse en condiciones que le permitan experimentar la mayor
cantidad de experiencias posibles. No necesita saber mucho de nada, pero tiene
que saber de todo. Tiene que estar enamorado y encontrarse perdido, tener
hambre y emborracharse, jugar al póker con los fulleros de San Francisco,
apostar en el casino de Montecarlo, cortejar a las duquesas en París y discutir
con los filósofos en Berlín, montar a caballo en Sevilla y nadar con los
indígenas en los Mares del Sur. No hay nadie que no sea digno de ser conocido
por el escritor. Cualquier cosa que le ocurra, por insignificante que parezca,
es grano para su molino”.
Veinte años, una familia generosa y toda la libertad del
mundo. ¡Qué buen plan para un aprendiz de escritor! Pero yo creo que lo único
que un joven necesita para ser escritor es talento. Todo lo demás se le dará
por añadidura.
Domingo, 26 de febrero
HISTORIA DE DOS HERMANOS
Uno era pintor y se creía
un genio. El otro era médico, trabajaba mucho, tenía una buena clientela y pudo
hacer algún dinero. El pintor era arrogante e irascible y despreciaba a su
hermano, aunque con frecuencia tenía que recurrir a su ayuda económica. Hizo
varias exposiciones, pero nunca logró
vender más que dos o tres cuadros. Pasó el tiempo. El hermano médico murió y el
pintor heredó su casa. En el desván descubrió todos los cuadros que había
vendido. “Qué avaricioso mi hermano—decía a sus amistades-- nunca fue capaz de
pensar en otra cosa que en el dinero. Quería acaparar mi obra para venderla
cuando subieran los precios”.
Lunes, 27 de febrero
AVENTURA EN ORTIGIA
“Como sé que le gustan estas cosas, aunque no crea en
ellas, le voy a contar lo que me ocurrió una tarde en la isla de Ortigia, que
creo que usted conoce bien. Estuve un rato tomando el sol cerca de la fuente de
Aretusa, leyendo a Virgilio, una edición bilingüe de la La Eneida, qué mejor sitio para ello, y luego me puse a caminar tranquilamente
por el paseo que bordea la orilla. Al llegar a las fortificaciones del final,
torcí a la izquierda por callejuelas desiertas. También desierto estaba el
paseo de ese otro lado. En una playa de guijarros descansaban dos o tres
personas, mientras que un perro jugueteaba con las olas. El silencio se hizo
más intenso y la luz más irreal, o eso me pareció, como anunciando lo que iba a
ocurrir. No se imagine que fue nada extraordinario. Solo la sensación de una
presencia, eso tan difícil de contar y más de que alguien te crea. Estaban
allí. Yo lo sabía y eso bastaba. ¿Quiénes? No sabría decirlo, pero usted me
comprende. Ha pasado por experiencias parecidas o al menos eso es lo que ha
contado algún domingo en el periódico. Me asomé a la playa. No había nadie. La
arena pedregosa se había vuelto negra, reluciente, como de azabache. Las aguas
del mar, en cambio, eran transparentes. ¿No vio alguna vez, en el puerto, junto
al puente que une la isla con la ciudad, el “presepio” submarino que ponen en
fechas navideñas? Pues algo semejante vi yo allí, en el fondo, figurillas
diminutas, de apariencia humana, que se movían lentamente. Todo duró un
instante, menos de lo que tardó en contarlo. El silencio fue interrumpido por
un ruidoso grupo que apareció de pronto. Hablaban en español y yo sentí el
impulso de acercarme a saludarlos. Eran tres mujeres, como de unos cincuenta
años, y un adolescente, quizá hijo de una de ellas. Pronto supe que las tres
eran profesoras. ¿Y sabe quién era una de ellas? Pues una poeta que usted
conoce de sobra y yo no tardé en reconocer porque la había escuchado leer sus
versos en los premios Emilio Alarcos. Le recité versos suyos que me sabía de
memoria (“Un queso, miel / y versos de Virgilio. / Festín de dioses”) y, claro,
les caí muy bien y me invitaron a recorrer con ellos la isla. Un placer
escuchar a Aurora Luque hablar ante las ruinas del templo de Apolo o recitar de
memoria, ante la fuente, los versos de Virgilio y de Horacio, o de Ovidio,
ahora no recuerdo bien, que cuentan la historia de Aretusa. Luego fuimos al
anfiteatro y a probamos a hacernos oír hablando muy bajo en un extremo de la
oreja de Dionisos. Todavía nos escribimos de vez en cuando. Lo que no les
conté, ni hasta ahora se la he contado a nadie, fue la experiencia que tuve
antes del encuentro. En realidad, como ve, no ocurrió nada extraordinario, nada
que no pueda ser considerado como una alucinación. Ese día había desayunado
poco, no había comido, había caminado bastante, llevaba unos días de mucho
ajetreo. Pero estoy seguro de que ocurrió algo, estaban ahí, a mi lado había
alguien, sentí su aliento, o su hálito, y luego aquellas diminutas figuras,
como muñequillos animados, en el fondo del mar. Supe con certeza que a mí lado
había alguien y que no era de este mundo.
Martes, 28 de febrero
EL POETA FAMOSO
Creo que fue Hilario
Barrero quien me contó esta historia. Louise Crane, la millonaria
norteamericana amiga de Victoria Kent, tuvo una secretaría que vivía en el
mismo edificio de Brooklyn que el padre de un poeta inglés al que ella
admiraba mucho. Era alcohólico, con mal genio y peor reputación, pero procuraba
ayudarle en atención a su hijo. Un día el poeta fue a Nueva York a dar una
serie de recitales y se alojó en casa de Crane. La secretaria le llevó un libro
para que se lo firmara, le dijo lo mucho que admiraba su obra y al final añadió
que conocía a su padre porque vivían en el mismo edificio. “¿Ah, sí?”, se
limitó a responder el poeta. Pasaron los días, llegó el momento de marcharse y
el poeta famoso no había encontrado ocasión de visitar a su padre. Se lo
comentó extrañada al vecino. “Se avergüenza de mí” fue su respuesta. “Es un
poeta asqueroso”, dijo ella con indignación”. “No, no. Es un hombre asqueroso,
pero un gran poeta”.
Miércoles, 1 de marzo
ARRIMAR EL HOMBRO
Siempre he presumido
de independencia. Nunca he estado
afiliado a ningún partido político. Y más de una vez he afirmado que nunca lo
estaría. Pero está visto que no se debe decir nunca jamás. Hoy me he afiliado
al partido al que voto desde 1982. Formo parte del colectivo de sus votantes cabreados.
Y como, al contrario que en Francia o en Italia, aquí al candidato en primarias
lo eligen solo los militantes, me he afiliado para poder decidir en junio. Si
no hay suerte y se salen con la suya los que manejan los hilos de la marioneta
gestora, paso por primera vez a la abstención.
Aunque creo que era mi deber afiliarme, ando un poco
preocupado. Ya no puedo confiar en que mis más firmes propósitos se mantengan.
¿Acabaré casado o novelista o enviando un libro a algún concurso?
Jueves, 2 de marzo
EL MEJOR REGALO
Hoy hace cincuenta años
que murió Azorín. Yo tenía diecisiete y recuerdo perfectamente las páginas
necrológicas del ABC. Ya había leído
bastantes libros suyos en la biblioteca Bances Candamo y me había deslumbrado
especialmente Al margen de los clásicos
en aquellas elegantes ediciones de la Residencia de Estudiantes que cuidaba
Juan Ramón Jiménez.
El primer libro suyo que leí fue el primer libro adulto, no de Julio Verne
ni tebeos, que cayó en mis manos. Fue el 17 de junio de 1963. Cumplía yo trece
años. Estudiaba el bachillerato. Tenía que caminar cada día unos cuando
kilómetros para llegar al Instituto. Me pasaba el tiempo libro leyendo y
escribiendo. Me llamaban en broma “el escritor” y así se titulaba el libro que
me regalaron: El escritor. No es una
de las mejores obras de Azorín. Lo escribió en 1941, a su regreso de
París, para congraciarse con el nuevo régimen. Se lo dedica a Dionisio
Ridruejo, que pronto caería en desgracia, y uno de los capítulos, “A los
jóvenes”, termina con estas palabras: “Todos en pie, tendido el brazo, abierta
la mano, han gritado: Arriba España”.
He vuelto a leer ese libro, que llegué a saber casi de memoria (todavía
puedo recitar el comienzo: “Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que se salga
del carril cotidiano. La vida fluye incesante y uniforme: duermo, trabajo,
discurro por Madrid, hojeo al azar un libro nuevo…”) y me sigue fascinando,
quizá porque no leo lo que escribió Azorín sino porque me veo a mí mismo
leyéndolo por primera vez y soñando con la vida de escritor.
Tengo ahora los mismos años que Azorín tenía cuando escribió esa obra de
senectud. Pero sospecho que tengo más en común con aquel estudiante de
bachillerato que recibió como regalo un tomito de la colección Austral (todavía
lo conservo) que con el anciano y desengañado escritor.
“La acción es la verdadera fiesta del hombre”, dice la cita de Goethe que coloca al frente del libro. Él pensaba en los
tres años de guerra y en Ridruejo en la División Azul. Para mí la verdadera
fiesta sigue siendo abrir un libro como quien abre una puerta para salir al
mundo, como quien abre una ventana para que su casa se llene de luz.
Viernes, 3 de marzo
COMEDIANTES
“Somos los escritores, en cierta manera,
comediantes que representamos en tablado ante el público. Aun los más recatados
e íntimos se sienten ante la multitud: público grande o público chico, público
de hoy o público de mañana”.
No he olvidado esta frase, como tantas otras que leí hace
más de medio siglo, en la novela de Azorín. En privado o en público, siempre me
he sentido en un escenario, siempre me he sentido observado. Mis secretos están
a la vista de todos, como la carta del cuento de Poe. Por eso siguen siendo
secretos. Por eso todavía tengo algo que contar.
Hoy me he dicho "quiero ser un poco como JLGM, leer frenéticamente". He ido a la biblioteca y he descargado una brazada de libros. He empezado con Molière, El Burgués gentilhombre y El Misántropo, cincuenta años después de leerlos a la fuerza en el cole. Mala experiencia. El Burgués me ha parecido una farsa para escolares, muy pobretón. El Misántropo tiene más sustancia pero también lo he encontrado muy esquemático y caricaturesco. ¿Han envejecido mal las obras, o yo, o ambos? Vamos, que me va a costar seguir emulándole.
ResponderEliminarMe parece que el teatro es el género que más (y peor) envejece.
EliminarQuien lee tan deprisa solo se entera del argumento, aunque eso le basta para comunicar que ha leído, tal vez fin buscado inconscientemente.
EliminarUna cosa es participar en un concurso de tragaldabas y otra disfrutar una degustación exquisita, que es lo que debe suponer la literatura para quiénes gustan de sus múltiples sabores y texturas.
Gracias por el cursillo de lectura, señor Blas, pero con mi frenesí me refiero a deseo y violenta intensidad, no necesariamente velocidad. Ya le digo: emulando a Martín, que no creo que lea con descuido, sino con intensidad, ganas y alto rendimiento. Yo no quiero "comunicar que he leido", cosa que importa a muy pocos, puede estar seguro. La edad de presumir se me quedó muy atrás.
EliminarCoincido, Blas Paredes; incluso la relectura de algo que hace muy poco que se ha leído, como en el caso de ese libro que empezamos pero que apartamos de la vista temporalmente y, al reemprender la lectura días después, en lugar de hacerlo desde el punto en que la abandonamos (tarea más problemática de lo que suele pensarse) lo hacemos desde más atrás, incluso desde el principio. Y es entonces que descubrimos detalles que nos habían pasado desapercibidos y se puede decir que esta segunda lectura es más rica que la primera.
EliminarEncomiaba Schopenhauer la relectura porque, al conocer anticipadamente lo que va a ocurrir, se lee de manera diferente, desde otra perspectiva, mejor y más productiva.
Mucho gusto en saludarte.
La Reforma en España: El Corte Inglés.
ResponderEliminarVOMITIVO
ResponderEliminarCorría aquella madre desesperada, de botica en botica: ni un envase de primperán o de algún otro antiemético que cohibiese aquel descomponerse en puro vómito de la familia entera, desde el abuelo hasta los pequeños, que hoy no habían ido a trabajar a Fuencarral. En puro vómito, cuesco y retortijón los había dejado a primera hora de la mañana. Y nada, el primperán aquél que no aparecía por ninguna parte. Un farmacéutico de Malasaña, que tuvo la condescendia de explicarle la situación, le contó que desde el día anterior se había disparado la demanda del fármaco, que era como si una rara epidemia de vómitos se hubiese expandido por los viejos barrios del centro, Universidad y por las ciudades dormitorio de la periferia. Y por Vallecas y Carabanchel. Le sugirió que fuese a Salamanca, que en Serrano seguro que encontraba lo que buscaba, porque se lo acababa de confirmar un cuñado, farmacéutico como él, que había abierto oficina en aquel barrio tan chic.
Y así resultó: había primperán como para parar un carro; en las calles de barrio de Salamanca no se percibía a nadie que, con tez verdosa se inclinara sobre la rejilla un sumidero o que abocara una bolsa de plástico entre estertores.
Vargas-Llosa había salido en los papeles diciendo no sé qué y, simultáneamente, los estómagos más sensibles habían sentido la tenaza del vómito tentádoles el diafragma. Esa era la chusca explicación que me dio un podemita zarrapastroso que salía del excusado de un bar, y que llevaba un espagueti rojo colgando de la solapa.
Ha sido, Martín, una buena decisión, además de matemáticamente impecable, y te la aplaudo y nadie de buena fe te va a recriminar por ello. Pero no voy a hacer como que valoro tu gesto de apostar a caballo perdedor, porque bien pudiera resultar justamente lo contrario. Ver veremos.
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