Viernes, 11 de diciembre
RETORNO A PLOVDIV
¿Qué nos hace enamorarnos de una ciudad? Lo mismo que de
una persona: menos lo que vemos que lo que entrevemos o creemos entrever.
Cuesta
llegar hasta el viejo Plovdiv, aunque solo poco más de un centenar de
kilómetros de buena carretera le separan de Sofía. Una vez más, en el veterano
vehículo de mis amigos Iván y Rada, damos vueltas y más vueltas por los barrios
impersonales que protegen la ciudad a la que el padre de Alejandro Magno le dio
su nombre: Filipópolis. Preguntamos y cada vez nos indican una dirección, pero
por fin logramos aparcar muy cerca de Hissar Kapia, una de las puertas de la
muralla que cerraba Trimontium, la ciudad de las tres colinas, otro de los
nombre de Plovdiv. Y nada más salir del coche ya me convierto yo en el guía de
aquel laberinto. Resuenan nuestros pasos en el adoquinado de las empinadas
calles sobre las que se alzan las casonas de los mercaderes que se hicieron
ricos durante el imperio turco. Frontones y columnas neoclásicas alternan con
los arabescos de las maderas pintadas. Varias están dedicadas a algún pintor,
Plovdiv es la ciudad de los pintores, y una de ellas, en la que vivió Lamartine
en su paso por Bulgaria en 1833, es residencia de escritores.
A mí más
que estas mansiones restauradas y museísticas me fascinan las otras, en ruinas,
con sus fachadas cubiertas de enredaderas y sus jardines abandonados. Y los
gatos, que me miran pasar con la misma mirada con que miraron a tracios y
romanos, a rusos y otomanos.
Me
acerco, como siempre, hasta el gran teatro. Desde lo alto, se ve la ciudad como
poniéndose de puntillas para asomarse al escenario. Me gusta probar la acústica
ante el inmenso graderío sin nadie: Siempre recurro al comienzo de Los intereses creados “¡Gran ciudad ha
de ser esta, Crispín!”) o a Calderón: “¿Qué ley, justicia o razón / negar a los
hombres sabe / privilegio tan suave, / excepción tan principal / que Dios le ha
dado a un cristal, / a un pez, a un bruto y a un ave?”
Recorro
luego la zona peatonal, visito el estadio romano y el foro, me acerco a saludar
al río Maritsa y finalmente, antes de marchar, me descalzo y entro en la
mezquita Jumaia. Del siglo XIV, es quizá la más antigua de los Balcanes y, sin
duda, la más hermosa. Entro poco antes de que se llene para el rezo. Estoy solo
en el amplio espacio. A solas conmigo y con el misterio. Me tranquiliza este
lugar, tan lleno de paz, mientras no muy lejos de aquí los hombres matan y
mueren en nombre de este Dios.
Ya en
Sofía, durante la cena posterior con el embajador de España, nos enteramos de
que hay un policía herido en la embajada de Kabul. “Parece que solo es una
efecto colateral, que el atentado era contra otro edificio cercano”. Lorenzo Silva
no se lo acaba de creer: “¿A pocos días de las elecciones? Yo no creo en las
casualidades”.
Mientras
tomamos un aburrido café, tras el protocolario encuentro, veo sobre una mesa un
libro dedicado al escultor Mateo Hernández: “Es de Béjar”, digo. Y el embajador:
“Yo también”. “Pues yo soy de Aldeanueva del Camino; de niño iba mucho a Béjar.
Era la ciudad más cercana”. “Conozco Aldeanueva, claro Estuve en ella bastantes veces”.
Nos
pasamos un buen rato hablando del Castañar y del río Cuerpo de Hombre y del
Casino Obrero, donde leyó sus versos Unamuno. “Mi abuelo, que era maestro –me
dice el embajador– tenía su título firmado precisamente por Unamuno”. ¿Quién me
iba a decir a mí que iba a encontrar en Sofía a alguien con quien hablar de Béjar
y Aldenueva? Eso me hace sentirme como en casa.
Sobre
una novela de Lorenzo Silva, La flaqueza
del bolchevique, escribió hace años José Luis Piquero una reseña feroz. Le
cuento lo que le sorprendió al poeta recibir poco después una carta de
agradecimiento. “Y además la ha colgado en su página web”, me dijo. Le comento
al novelista que es el único escritor que conozco que ha reaccionado así.
Sonríe. “Siempre hay que agradecer que hablen de uno. Sobre esa obra todo
fueron elogios y de pronto esa andanada. Era terrible, verdaderamente
terrible”. Y se pone a recitar alguna de las frases más contundentes. Se sabe
de memoria la reseña casi entera. Perdona, es un santo varón, pero hay cosas
que la vanidad de un escritor nunca olvida.
Sábado, 12 de diciembre
UNA CIUDAD ES UN MUNDO
Me levanto temprano, apenas sale el sol, y a pesar del
frío inicio mi paseo solitario por la ciudad. Dejo que el azar me guíe, pero no
me aparto un paso de los lugares familiares. Primero el bulevard Vitosha, ahora
enteramente peatonalizado. Al fondo, la iglesia de Sveta Nedelya, con su cúpula
dorada. Luego la plaza en la que se alza la estatua dorada de Sofía, en obras
por nuevos descubrimientos arqueológicos. Todo comenzó aquí, aquí están la
iglesia de San Jorge y la ruinas romanas y la mezquita y los baños y el
aparatoso edificio que tenía en lo alto una estrella (¿o era una hoz y un
martillo?) y la residencia del presidente de la República, que comparte espacio
con el hotel Hilton. Cerca, un mercado muy de mi gusto y la sinagoga
paradójicamente neomorisca. Sigo luego por el bulevard del zar Osvoboditel, mi
favorito, con sus dorados adoquines. En el que fue palacio real, ahora museo, hay
una exposición de Picasso: La búsqueda incesante. “Yo no busco, encuentro”,
dijo una vez. Yo no tampoco busco nada y encuentro la iglesia rusa, verde,
dorada y blanca, rodeada de jardines otoñales con la estatua de Puskin mirando
al infinito. Entre los árboles ya se entreve Alexander Nenski. Pero yo sigo por
Osvoboditel: el neoclásico casino militar, las embajadas de Italia y Austria en
seductores palacetes, como de opereta vienesa, y luego al dar la vuelta a una
esquina, al fondo, la catedral, minuciosamente acariciada por la luz de otoño..
El Dios que aquí se venera es otro que el de la mezquita de Plovdiv. Durante
siglos no se han llevado bien. Se disputaron a espada y puñetazos este
territorio. A mí los dos me quieren bien, aunque ninguno de los dos exista. El
hombre necesita ídolos para soportarse a sí mismo o para hacer en su nombre las
barbaridades que no se atreve a hacer en nombre propio.
Más
sobria y más antigua, al lado, la iglesia de Santa Sofía, que da nombre a la
ciudad, con su león que se aburre custodiando la tumba del soldado desconocido.
Y el edificio coronado de pájaros que vuelan, copiado de otro en Viena, y que me
recuerda la malla metálica de la fundación Tapies. La plaza circular con el grisáceo
monumento a Vasil Lenski, el patriota ahorcado en este mismo lugar. La
columnata de la Biblioteca Nacional y Cirilo y Metodio abrazados frente a ella.
Detrás, el Doctor Park, con su sobrio monumento a los doctores rusos y los
restos arqueológicos esparcidos entre la hierba.
Es
curioso que una ciudad en la que he estado tan pocas veces tenga para mí tantos
lugares familiares. En la biblioteca nacional, con motivo de la inauguración de
una exposición cervantina, recité un poema de Rubén Darío que a menudo me viene
a la memoria: “Horas de pesadumbre y de tristeza / paso en mi soledad. Pero
Cervantes / es buen amigo…”
Y
contemplando este parque un amanecer de otoño desde los ventanales de Crystal
Palace, donde me alojaba entonces, escribí unos versos que luego rompí, como
hago a menudo, pero que no desaparecieron del todo y ahora me vienen
fragmentariamente a la memoria: “Nada en el mundo tengo que pueda llamar mío /
y sin embargo siento que no me falta nada”.
Que no
me falta nada, me repito, aunque sepa que no es verdad. Aquí está la
universidad de San Clemente de Ohrid, donde una vez hablé de Pedro Salinas y del
fin de un amor. Un poco más, cruzando la avenida por un paso lleno de libros,
el aparatoso monumento a los soldados rusos, con el héroe alzando el fusil en
lo alto de la columna. Me fascinan los belicosos frisos de ambos lados y los
dos grupos escultóricos al frente que celebran la paz. En Bulgaria los rusos no
fueron invasores, sino liberadores y por eso hay la estatua de un zar a caballo
en una de las plazas principales. Media Bulgaria los ama y otra la otra media
los odia. Hay quienes quieres destruir ese monumento a la era soviética. A mí
me gusta su estética. Me recuerda los tebeos de “Hazañas bélicas” que leía en
mi infancia.
Camino
luego por el boulevard Vasil Levski hasta el Palacio Nacional de Cultura, donde se
celebra la feria del libro y el encuentro literario al que he sido invitado.
Una
ciudad no son solo sus monumentos; también los carteles que se amontonan en las
paredes, los escaparates de las viejas tiendas, esa máquina de escribir que
anuncia a un redactor de escritos oficiales o de cartas de amor. Una ciudad es
un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes, como escribió Lawrence Durrell.
O cuando hemos vivido en ella un amor eterno, aunque sea de los que solo duran
una noche (que son los que yo prefiero).
Domingo, 13 de diciembre
CENA EN PRI TOSHO
Cena en Pri Tosho, un restaurante popular del barrio en que
vive mi traductora, Rada Panchovska, invitados por ella para que conozcamos “la
verdadera Bulgaria”. Actúa Gueorgui, un cantante serbio. A Liliana Tabakova, mi otra amiga búlgara, no le entusiasma la
idea. Nos acompaña su madre, viuda de Orlin Vasilev, destacado escritor de la
época comunista, y durante décadas una de las más populares periodistas del
país. Tiene ya ochenta años, pero conserva buena parte de la belleza y toda la
energía. Nada más entrar en el local, echa una mirada en torno, vuelve la cara
hacia mí y exclama: “Mamma mia”. Todas las mesas están reservadas y creemos que
eso nos salva, pero Rada consigue que el dueño junte a varios comensales en una
mesa y nos haga sitio. La viuda de Orlin Vasilev mira de vez en cuando por la
ventana. “Comprueba si por aqui pasan taxis”, me dice su hija. “Lleva toda la
vida viviendo en Sofía e ignoraba que existieran lugares así”. “Pero ¿no era
periodista?”. Traslada la pregunta a la madre y luego me traduce la respuesta:
“¡Periodista cultural, no etnográfica!”
Liliana
nos cuenta historias de la época comunista. Su madre fue la primera conductora
de un Volga, el automóvil de lujo de la época soviética, con la carrocería de
un Mercedes y el motor renqueante de un tanque ruso. Eran vehículos muy escasos
y solo los tenían los jerarcas del partido y algunos escritores privilegiados
(el gobierno comunista de Bulgaria mimaba a sus escritores). Le concedieron uno
a Orlin Vasilev, que no sabía conducir. Las llaves se las entregaron a su mujer,
advirtiéndola que cuidara bien del escritor, “una gloria nacional”. A punto
estuvieron de tener un percance el primer día. Fueron en el Volga hasta su casa
de campo en la montaña. Los caminos eran estrechos y llenos de curvas, había
niebla, bordeaban precipicios. En el maletero llevaban periódicos viejos y el
ilustre escritor tuvo que bajarse, hacer una antorcha con ellos e ir iluminando
el camino. Emplearon casi todo el fin de semana en llegar a paso de tortuga a
su destino. Tan lujoso vehículo no cabía en las carreteras búlgaras.
Luego
nos contó historias de Baba Vanga, la famosa adivina ciega que asesoraba al
jefe del Estado y a la que visitaban gentes de todo el mundo. Murió en 1996,
pero sus profecías al parecer se siguen cumpliendo. Una de ellas advierte que
en 2016 habrá guerra entre Europa y el Estado Islámico. Liliana fue testigo de
una de sus aciertos. Se acercó al remoto lugar en que vivía un famoso pintor y
escritor peruano, Teodoro Núñez Ureta, y al advertir su presencia le dijo que
volviera de inmediato a Sofia. Nada más llegar, le dio un infarto; se salvó por
estar cerca del hospital. “Puro realismo mágico”, concluye.
VILLANCICO
ResponderEliminarNavidad y calor, no te mando copos blancos y sí arenas de siroco
Donceles azules, cojines blancos y las urnas que esperan que ganen los francos.
Ahora o nunca, esta es la nuestra, si no espabilamos nos mata la diestra.
Botella de anís, pandero y cuchillo, chin, chin, chin chin, chin.
Brindo por tu casa, brindo por tu huerta, por las gallinitas, por la puerta abierta.
Mañana, mañana, me espera una moza de busto opulento y cola de escamas.
Mañana podemos, podemos, podemos, podemos, PODEMOS.
Feliz Navidad.
**Feliz Navidad**
EliminarEn este mundillo nuestro la elegancia de Lorenzo Silva es insólita.
ResponderEliminar¿Pero qué es eso de Baba Vanga? La enésima bruja que predecía cosas una vez sucedidas. Sí, un personaje de novela o de esperpento.
ResponderEliminarParece que no solo fue otra Nostradamus que dejaba vaguedades que luego se iban cumpliendo; también hacía profecias en tiempo real y supuso un gran negocio para el régimen comunista.
ResponderEliminarJLGM
Por supuesto. Cuando hay incautos hay negocio.
EliminarPiquero, si tienes una miajilla de influencia en el Partido..., a ver si le tapan la boca al bocazas de Llamazares que está desbarrando contra los bolivarianos más de la cuenta.
Eliminar