Viernes, 2 de enero
ATARDECER
Desde una de las terrazas del Castell dell’Ovo
contemplo cómo el sol se pone sobre la bahía y Posillipo. Ahí, tras el puerto
de Mergellina, encaramadas en lo alto, está las tumbas de Virgilio y Leopardi.
Aquella es la silueta de Capri. En ese hotel de ahí enfrente, el Vesuvio, se
alojaron Oscar Wilde y Lord Douglas en los que quizá fueron sus últimos días
felices.
La
belleza abriga, pienso. Y la historia también. Es difícil sentirse solo en este
lugar. Pero recuerdo la leyenda del castillo: hay un huevo frágil y encantado
escondido en alguna parte; si se rompe, y podría ocurrir al más mínimo descuido,
esta fortaleza y la ciudad entera se vendrían abajo.
A
gusto conmigo mismo, dejo que oscurezca. He llegado a esta ciudad en una
luminosa tarde que parecía de verano, la gente se paseada feliz y despreocupada
a lo largo del Lungomare, que yo recordaba con un tráfico caótica, como toda la
ciudad, y ahora es peatonal.
La
noche llega con puntualidad descortés. Comienza a hacer frío. Benedetto Croce,
citando un dicho antiguo, decía que Nápoles era un paraíso habitado por
diablos. Entre las calles llenas de gente que hace sus compras de Navidad, yo
busco, tras el atardecer feliz en lo alto del castillo, a alguno de esos
diablos. Y lo encuentro.
Sábado, 3 de enero
PENDIENTE DE UN HILO
Antes de embarcarme para Capri, me he
entretenido leyendo la Guida inutile que
le dedicó Edwin Cerio. El prólogo no puede resultar más soprendente: aconseja,
con múltiples argumentos, a quien quiere visitar la isla que no lo haga. El
clima, nos dice, es un desastre: “Basta recordar que la eterna primavera
caprese de la que tanto hablan los escritores mercenarios se reduce a pocos
días de un tiempo caracterizado por rabiosos chubascos, ráfagas impetuosas y
furibundas granizadas”. Edwin Cerio que nació y murió en Capri, se comporta
como un amante celoso que quiere conservar la isla para él solo y unos pocos
privilegiados, a salvo de las hordas de bárbaros de los turistas.
Mientras
asciendo en autobús hasta Anacapri por la retorcida carretera contemplo las
villas, encaramadas como cabras a los ásperos riscos. ¿Me gustaría vivir en una
de ellas? Creo que no, por muy hermosas que sean sus vistas. Me parecen lujosas
cárceles; no estoy lejos de tomarme en serio las advertencias de la Guida inutile.
Pero
poco a poco me reconcilio con la isla. Sí, yo podría vivir aquí, como Neruda y
tantos otros, un largo, largo tiempo, incluso hasta una semana. Más no, a no
ser que se trate de un destierro. ¿Qué hacer en los duros días de invierno en
estas cuatro calles, ocho si sumamos las de Capri con su piazzeta, y en los empinados y resbaladizos caminos? La casa de
Axel Munthe es, ciertamente muy hermosa, pero para admirar, no para vivir en
ella. Desde el gran ventanal al que se asoma la esfinge, contemplo Marina
Grande a mis pies y la azul inmensidad. Uno no se cansaría nunca de admirar
este panorama, pienso al llegar. Pero, como todo el mundo, me cansa a los pocos
minutos.
No
sé si subir a pie al monte Solaro o hacerlo, más cómodamente, en teleférico. Me
da un poco de miedo la procesión de sus sillas, que van y vienen vacías. Subo a
una de ellas y me parece que estoy una eternidad balanceándome en soledad sobre
la isla, con el monótono chirrido de los cables como banda sonora que acentúa
el silencio. De tarde en tarde, me cruzo con otro solitario que desciende.
Estar a solas y pendiente de un hilo, una metáfora de mi vida, de cualquier
vida.
Domingo, 4 de enero
DOLCE FAR NIENTE
No hacer nada es
para mi ocupación bastante, como para el indolente Cernuda. Un regalo, un
espléndido regalo, el mejor que puedo recibir, me parece este soleado primer
domingo del año, sin nada que hacer, sin ningún deber que cumplir. Comienzo el
paseo, vía Partenope adelante, hacia el parque. Saludo a las estatuas que
asustaron con su mitológica indecencia a Gómez de la Serna. Cruzo hacia Riviera
di Chiaia. Me sorprende, tras las rejas y el verdor, la columnata neoclásica de
la villa Pignatelli. Nunca había entrado, hoy me decido a hacerlo. Solitario
recorro sus salones, escucho el eco de fiestas y educadas conversaciones belle époque, admiro el juego de luz y
sombra de las columnas que dan al jardín. A la entrada del museo de carruajes,
unas palabras de Chateaubriand (“no os podéis creer como, viajando, se
convierte uno de pronto en un extraño a todo cuando sucede sobre la tierra”) y
un dibujo de Picasso, sobre papel con membrete del hotel Victoria, en el que
refleja su paseo en calesa por el Vómero. Salgo y un gato me mira curioso.
Cuando trato de hacerle una foto, escapa. Le sigo. Entra en un portal. Según
leo en lápida de la fachada, es la casa en la que Gómez de la Serna vivió
durante un tiempo y escribió La mujer de
ámbar. Me lo imagino observando el mar desde uno de los ventanales, con el
gato acurrucado en el regazo. Busco la plaza Amedeo. Calles solemnes y callejas
oscuras. Escaleras. Pintadas. Palacios encaramados en lo alto, a los que no se
adivina cómo se podría llegar. Una iglesia de colorista cúpula. Por fin la
plaza, con los edificios unos encima de otros, como en los belenes napolitanos.
Funiculare al Vomero. Piazza Fuga, con su recuerdo de aquella noche de un
verano feliz, vía Cimarrosa. Busco el castillo de Sant' Elmo. En sus muros, una
lápida señala el lugar donde fueron fusilados los patriotas de la república
Partenopea en 1799. Sigo hasta la Cartuja. Antes de entrar, contemplo el
manchón verde de santa Clara destacando entre el caserío del casco antiguo. De
la inmensa Cartuja –qué buen negocio hizo San Martín al compartir su capa con
un pobre—me quedo con las estancias del prior y los jardines. Paseo por ellos,
la ciudad entera a mis pies, el puerto, el Vesubio, el laberinto de las calles,
el azul del mar. No me importaría quedarme para siempre. En otro tiempo, yo
habría sido fraile, sin duda. Y de los tres votos el único me habría costado
cumplir sería el de obediencia. Desciendo por la escalonada e interminable vía
Pedamontina, tan hermosa, tan descuidada. Me deja en el corso Vittorio Emanuele,
que parece abrazar a la colina por la cintura. Creo que voy a llegar a la Via
Toledo, pero aparezco en un mercadillo entre callejuelas desonocidas. Sigo
caminando, haciendo fotos, admirando cada detalle de la arquitectura, las
pequeñas tiendas, los grupos que trapichean en medio de la calle. La estación
del funicular de Montesanto: ya sé más o menos dónde estoy. Más o menos. Sigo
callejeando, dejándome guiar por el azar. No llevo plano. No pregunto a nadie.
Cada recodo, una iglesia, el portón de un palacio, una llamativa pintada, algo
que admirar. A las doce en punto, a la hora en que cada domingo doy una vuelta
por el Fontán y luego me siento a tomar café, aparezco en la Piazza Dante. En una
de sus esquinas está Port’ Alba donde se concentran buena parte de las
librerías de viejo napolitanas. Compro el periódico (Il Mattino, como siempre que estoy aquí, La Voz de Avilés napolitana) y un libro para acompañar el café. Se
trata de la antología de poesía italiana preparada por Vittorio Gassman. Al
libro le acompañan varios CDs con
la voz del actor leyendo los poemas. Y todo por cinco euros. Releo a Leopardi, a
Montale, a Saba: “Nulla riposa de la vita come / la vita”. Suena el teléfono.
Es Silvia, que pasa por Dos de Azúcar y se extraña de no verme. "¿Ya has
tomado el café, tan pronto?", "Lo estoy tomando ahora, pero no en el
Fontán, sino en Piazza Dante, ya sabes que me gusta respetar mis costumbres".
Cuando termino café, periódico y libro, sigo mi paseo de la mano del azar. Y el
azar me lleva hasta el Museo Archeologico Nazionale, donde precisamente hoy se
clausura la exposición sobre Augusto y la Campania. Cuántas maravillas. Las
reliquias de Pompeya, el Salón de la Meridiana, que antes fue biblioteca, con
el reloj de sol más grande del mundo, los mármoles de la colecciòn Farnese.
Cuántos amigos. Antinoo, en figura de Dionisos, me mira serio, abrumado por su
condiciòn de dios. Pizza y agua en el café del Príncipe, frente al museo, junto
a las galerías, que están cerradas, y luego sigue el paseo, el inagotable
domingo. La iglesia de Santa María de la Sabiduría (“Sapientia aedificavit sibi
domun”, se lee en la inscripción de la fachada), la plaza Bellini, con los
restos de las murallas griegas, el
oonservatorio de San Pietro a Maiella. En Via dei Tribunali, Santa Maria delle Anime
del Purgatorio, con su llamativa calavera. Había estado muchas veces en ella,
pero nunca había bajado a la iglesia subterránea, a la que se arrojaban
directamente desde la calle los cuerpos de los muertos por la peste. La historia
fascinanante de Lucía, una calavera adornada con el tocado nupcial y rodeada de
exvotos de novias felices, las otras calaveras a las que los napolitanos
adopaban, daban nombre, cuidadaban como si fueran de la familia. Salgo de la
helada cripta, con el frío en los huesos, y a dos pasos, junto a San Paolo
Maggiore, donde estuvo el templo de Marte, me encuentro con la entrada al
Nápoles subterráneo. No resisto la tentación y durante hora y media las
cisternas romanas, el acueducto subterráneo que fue refugio durante la segunda
guerra mundial. A veces hay que caminar de lado y de uno en uno, alumbrados con
velas, por estrechos pasadizos. Una experiencia que no me gustaría repetir. Los
restos del teatro de Nerón se encuentran entremezclados con las casas vecinas.
Entramos en un típico “basso” napolitano (esas viviendas sin más abertura que
la puerta de entrada), retiramos la cama y bajo ella aparecen unas bodegas que
en realidad son el corredor de acceso al proscenio. Entré con hermosa luz,
salgo de noche del subsuelo. La vía de San Gregorio Armeno con los puestos y
los talleres de belenes. La plaza del Gesù Nuovo, con la barroca columna de la
Inmaculada; Via Toledo, difícil de recorrer por el gentío festivo, lo mismo
ocurre en Chiaia, que me lleva hasta la librería Feltrinelli, acogedoramente
abierta. Vuelvo hasta la plaza del Plebiscito, desciento hasta el Lungomare, en
una plazoleta la estatua formidable de Umberto I, que parece custodiar el
Cervantes (o el club de striptease que hay a su lado).. Cuando llego al hotel,
miro el reloj: son las ocho de la noche, hace exactamente doce horas que
comencé el paseo. En ese preciso momento, comienza a llover. Desde la ventana
de la habitación, contemplo la súbita tormenta, los rayos que iluminan el mar, el
castillo, la silueta de Capri. Sonrío. Este plácido domingo, en que me he
dedicado a no hacer nada, mi deporte favorito, quiere despedirse de la mejor
manera, con una función de fuegos artificiales.
Primer domingo del año, primer
regalo inmerecido. Como todos los que yo recibo, por otra parte.
Lunes, 5 de enero
RISPETTARE LA SCUOLA
Camino por Via Medina, una de las amplias
avenidas decimonónicas que parten de la Piazza de Municipio, y de pronto me
sorprende un oscuro pasadizo en el que no había reparado. Me adentro en él y
estoy en otro mundo: un resto del antiguo barrio del puerto, con las calles
estrechas llena de basura, con edificios deteriorados en los que parece hacer
años que no vive gente. Pero vive. Me conmueve el cartel escrito a mano que hay
sobre una de las fachadas: “Rispettare / la scuola / e di tutti / non butare /
spazzatura”. Unos pasos más allá, otra amplia avenida. Y en medio este resto de
otro mundo que, por alguna razón, resulta invisible para los servicios
municipales.
Y
pienso que yo también, como Nápoles, soy una ciudad en la que, a dos pasos de
los palacios y las plazas luminosas, hay rincones en los que ni yo mismo me
atrevo a entrar. Pero a veces doy un mal paso y entro. Y temo no volver a
salir. Dentro de mí se agita una multitud de desconocidos. Algunos son, sin
duda, buena gente. Pero de otros me fío poco.
Martes, 6 de enero
NAPULE È
Ayer, durante un concierto en la iglesia del
Jesù Nuovo, se guardo un minuto de silencio por la muerte de Pino Daniele. Hoy
la noticia ocupa casi todas las páginas de Il
Mattino, que leo en Piazza Dante, y las paredes aparecen llenas de carteles
con su rostro. Era algo más que un cantante, como Maradona es aquí algo más que
un futbolista. Su opinión se recoge tras la de Napolitano y Renzi: “Ciao, Pino,
resterai sempre nei nostri cuore”. Nápoles venera y endiosa: las cenizas de
Pino Daniele se expondrán en el Castell Novo. Su canción a Nápoles suena hoy en
todas partes: “Napule è mille culure / Napule è mille paure / Napule è a voce
de’ criatura / e tu sai ca nun si solo”.
Sí,
Nápoles es mil colores y mil temores, un sol amargo y olor a mar, un paseo por
los callejones, entre la gente, el canto de los niños que asciende poco a poco
y saber que nunca se está solo.
Que
nunca se está solo. Ciao, Pino. Ciao, Napule.
EL SECRETO DE LA FELICIDAD
ResponderEliminarAlquimista, he logrado lo que tantos desean: que el tiempo corra a mi favor.