sábado, 8 de septiembre de 2012

Nada personal: Gastad, enriqueceos


Domingo, 2 de septiembre
MUCHOS DEFECTOS

Tengo muchos defectos. Todos los que conocen los que me conocen y alguno que solo conozco yo. Pero me faltan bastantes. No soy nada interesado, por ejemplo. Ni demasiado crédulo. Soy alérgico, verdaderamente alérgico (me salen manchas en la piel) a la simplificadora demagogia, no solo en boca de políticos, sino también en la gente de la calle. La verdad es que en el aspecto intelectual no respeto nada a casi nadie. Ya sé que no resulta elegante, cuando tu interlocutor dice una tontería, sea Vargas Llosa o un amigo estudiante, decirle “eso es una tontería”. Pero yo no puedo contenerme. Me gusta discutir y entrar a matar en cuanto veo que mi interlocutor confunde los datos o recurre al sofisma. Muchos se enfadan, claro. Y me guardan rencor perpetuo por intentar dejarlos en ridículo públicamente. Pero ese es mi deporte favorito. Me gusta el cuerpo a cuerpo intelectual.  Muchas veces he salido vapuleado. Bueno, muchas no, pero sí algunas. Y sé lo mal que se siente uno. Pero de esas derrotas siempre aprendo nuevas mañas para que resulte más difícil derrotarme la próxima vez.
            Tengo muchos defectos, pero entre ellos no se encuentra la falta del sentido del deber. Me gusta obedecerme.


Lunes, 3 de septiembre
SIN MALA CONCIENCIA

Por un precio no mayor del que estoy acostumbrado a pagar en esta cara ciudad, me alojo en  la suite principal del hotel. Al principio siento un poco de mala conciencia al tener tanto espacio para mí solo. Paso de una estancia a otra y luego salgo al balcón, sobre el laborioso Cannaregio, mi canal favorito. En el silencio, escucho el rumor sigiloso de sus aguas, sobre las que se refleja la luna. Enfrente tengo la torre de San Giobbe; a mi izquierda, el Ponte dei Tre Archi, y a la derecha la desembocadura del canal en la laguna. El día ha sido largo, con la mañana y la tarde trabajando en Oviedo, y luego el fatigoso viaje, pero ahora me siento como un príncipe de incógnito, con la ciudad entera y la espléndida noche de verano ofrecidas como regalo de bienvenida.
            Agradezco el regalo con una sonrisa, tiro mi mala conciencia a la papelera y luego duermo de un tirón. Tengo muchos defectos. Pero no me impiden estar moderadamente a gusto conmigo mismo ni aprovechar, cuando la ocasión se presenta, las buenas cosas de la vida. A fin de cuentas, que uno lo pase mal no hace bien a nadie.


Martes, 4 de septiembre
OCURRENCIAS

No necesito yo muchas razones para venir a esta ciudad, pero siempre me invento algún pretexto. Esta vez ha sido la Biennale di Architettura, inaugurado hace unos días, y especialmente la polémica ocasionada por uno de los premios, concedido al proyecto venezolano Torre David-Gran Horizonte. 
            Me fascina el Arsenale, los inmensos espacios de la Corderie, el secreto Giardino delle Vergini. El lema propuesto por el director, David Chipperfield, da título a la muestra: “Common Ground”, el terreno común, lo que une a las más diversas experiencias arquitectónicas. Uno de los premios, que se conceden el mismo día de la inauguración, el pasado 29 de agosto, ha levantado cierta polémica. La Torre David, de Caracas, es un rascacielos de más de cuarenta pisos que quedó sin terminar y que ha sido ocupado por cientos de familias. Han creado allí una peculiar favela vertical, con sus propias reglas, en las que ni siquiera se atreve a entrar la policía. Han tenido que resolver el problema del agua, de la energía eléctrica, de la falta de ascensores, han hecho gala de un inmenso ingenio para sobrevivir. El proyecto de Venecia ha recreado un restaurante muy popular en Caracas, Gran Horizonte, y alrededor ofrece una muestra fotográfica de cómo es la vida en Torre David. Los grandes neones del restaurante sorprenden en medio de la Corderie y es agradable sentarse allí y discutir con los amigos que nos acompañan si este proyecto no supone una banalización de la miseria (tan estética en las fotografías) y un apoyo a la invasión de la propiedad ajena. En el pabellón de Venezuela, en Giardini, Chávez promociona sus viviendas sociales. Un cartel dice: “Donde hay una necesidad nace un derecho”. La verdad es que, con razón o sin ella, yo le tengo simpatía a Chávez desde aquel incidente con el rey Juan Carlos, tan torpemente manipulado por la prensa española. El grotesco incidente provocado por las palabras privadas del rey (¿por qué no te callas?) que los micrófonos convirtieron en públicas, lo saldó Chávez con una réplica improvisada que aquí se nos hurtó: “Como dijo el prócer Artigas: Con la verdad ni ofendo ni temo”.


            Me cae bien Chávez, pero qué ingenua demagogia la del pabellón de Venezuela. Cuando entro, en un video una joven madre está contando lo mal que vivía y lo bien que vive en su nueva casa “gracias a Dios y al señor presidente”.
            Las propuestas de los Pabellones Nacionales no han sido seleccionadas por el director de la Biennale. Y se nota. Algunas propuestas son enteramente conceptuales. Y ya se sabe que lo mismo que la poesía concreta suele tentar a los que no saben escribir ni dibujar ni esculpir, el arte conceptual suele ser el preferido de los que además de eso también tienen ciertas dificultades para que se les ocurran cosas de algún interés. En el pabellón de la antigua Yugoslavia (todavía con ese nombre) un cartel indica que en serbio las palabras “cien” y “mesa” son homónimas; por no se sabe qué extraña consecuencia, el rectángulo del pabellón, con las paredes vacías, está ocupado por una inmensa mesa blanca (¿de cien metros cuadrados?) sin nada encima.
            Una exposición de estas características no sería nada si no fuera también un parque de atracciones para adultos. El ingenio es tan importante como el talento. En el pabellón de Brasil hay un gran muro metálico con pequeños agujeros a ambos lados. Uno pone el ojo, como quien se asoma a una cerradura, y observa la vida cotidiana de los habitantes de una casa de Sao Paulo: en el jardín, en la cocina, en la bañera… Códigos informáticos llenan el techo y las paredes del pabellón de Rusia. A la entrada te dan un iPad que has de ir enfocando a cada uno de ellos para ver la información en la pantalla. Pero lo divertido es la extraña decoración, no lo que se nos cuenta.
            Como todas las personas que no saben hacer nada bien, se interesan por todo y tienen muchas ocurrencias, yo creo que habría sido un buen artista contemporáneo.


Miércoles, 5 de septiembre
QUIÉN PAGA ESTO

Hoy se inauguran en Mantua el “Festivaletteratura”. Mientras tomo un café en el Pedrocchi, hojeo el programa y me dan ganas de cambiar mis planes y trasladarme hasta allí. Abundan las propuestas fascinantes. Pero lo que más me sorprende, y para bien, es que muchas de ellas son de pago. En la Argentina de los años veinte, los escritores españoles podían hacer una fortuna dando conferencias. Pero las daban en un teatro y cobrando la entrada. En Mantua hoy, a las nueve de la noche, Emilio D’Alessandro da una charla en el Aula Magna de la Universidad con el título de “Trent’anni accanto a Kubrick”. El precio de la entrada es de cuatro euros y medio. Mañana, a las once y media, en la iglesia de Santa Maria della Victoria, el novelista Pablo d’Ors leerá un texto suyo en español; luego dos de sus traductores habituales ofrecerán cada uno su versión que será discutida punto por punto por el autor y los espectadores. El precio de la entrada es también de cuatro euros y medio. El sábado, en francés y sin traducción, Eric-Emmanuel Schmitt pronuncia una conferencia titulada “Â quoi sert la littérature?”; las entradas cuestan lo mismo. No sé el público que habrá en Italia. En España no solo no iría nadie sino que todo el mundo se sentiría ofendido porque, dirían los demagogos, la cultura debe ser gratis.

         
    Mientras me doy un paseo por Padua, mientras recorro en este día lluvioso, las plazas de la Fruta y de la Hierba, mientras camino por la Via del Santo hasta la basílica de San Antonio para admirar la estatua ecuestre de Gattamelata (yo prefiero el Colleone),  se me ocurre que, ante todo lo gratuito, deberíamos siempre hacernos la pregunta que se hizo Josep Pla al observar por primera vez a Nueva York profusamente iluminada: “¿Y esto quién lo paga?”
            Las cosas gratis también tienen un precio, pero ese precio no lo paga el que disfruta de ellas sino que se paga entre todos. Salvo la educación obligatoria y la sanidad, nada debería ser gratis. Nada que valga la pena, quiero decir.


Jueves, 6 de septiembre
VIDA DE BARRIO

Esta ciudad me quiere bien y por eso procura que no me aburra. Me basta torcer por cualquier callejuela para que me sorprenda. Hoy, al salir del hotel, en lugar de ir hacia el Ponte delle Guglie, he caminado en sentido contrario y me he encontrado en un apacible barrio provinciano con señoras que hacen la compra, ancianos sentados en un banco, vecinas que hablan de ventana a ventana y que me miran al pasar con esa curiosidad y esa insistencia con que en los pueblos observan a los forasteros. Camino por la arbolada Fundamenta Casa Nove hasta la Sacca di San Girolamo. Unas viviendas sociales, de construcción reciente, ofrecen una buena muestra de austeridad, funcionalidad y belleza. En una esquina olvidada de la isla, casi en su puerta de servicio, los espacios comunes se abren hermosamente a la laguna.
Hay una Venecia que no llama la atención, hecha solo para los venecianos y que está al lado mismo de la otra, de la invadida por los turistas. Se adentra uno en ella y es como si mirara detrás de las bambalinas, como si cometiera una incorrección y entrara sin llamar en la parte de la casa que no está preparada para las visitas. A veces hay cochambre y basura y precariedad. No importa. Todo lo compensa una ascética belleza, la propia de los lugares donde la vida no es fácil y que por eso se aman más.

  
Viernes, 7 de septiembre
UNA RECETA PARA LA CRISIS

“¿Pero no te parece indecente en estos tiempos de recorte andar por ahí de vacaciones y derrochando el dinero?”, me reprochan en la tertulia.
            “¿De vacaciones? Me levantaba a las siete y hasta las diez de la noche no volvía al hotel. No he parado un momento. ¿Derrochando? Gastando en lo que me enriquece. Y esa es la receta que daría yo, si no para salir de la crisis (no me atrevería a afirmar tanto), sí para atenuarla: no ahorrar, gastar, gastar, gastar, todo el que pueda y todo lo que pueda. ¿Gastar en qué? En enriquecerse, esto es, en libros (si te gustan los libros), en música (si te gusta la música), en cine (si te gusta el cine), en museos (si te gusta el arte), en todo lo que nos hace mejores y más felices. No ahorrar, salvo lo imprescindible; ahorrar es tirar el dinero. Mejor que circule y dé vida. Estancado se pudre.
            Oscar Wilde decía: “Tengo gustos muy sencillos, prefiero siempre lo mejor”. Yo también, y es un consejo que vale para personas y para países. Hay que preferir siempre lo mejor… que uno pueda permitirse, por supuesto.  


1 comentario:

  1. La sensación de mirar entre bambalinas me pasa a mí cuando desde el tren veo las zonas industriales de las grandes ciudades, y me conmueve que realmente son los bastidores de la ciudad, como si le levantáramos la falda.

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