domingo, 24 de octubre de 2010

Al otro lado: Medias verdades

Viernes, 15 de octubre
UN CAZADOR

Tomo el café de la mañana en mi exilio del Colonial. Al cliente de al lado le llama la atención uno de los libros que tengo sobre la mesa (la primera cosecha del día, por la tarde llegarán otros): Cartas a la duquesa de Aveiro, de Juan José Viola Cardoso. “Le conozco”, me dice, “en los Ancares hemos cazado corzos, y conejos en La Zafra, cerca de Alburquerque. ¿Me permite hojearlo?”. Pasa las páginas, sonríe ante algún fragmento, me lee un párrafo: “La caza, Duquesa, tiene el don de llevar algunas veces a quien la practica por lugares donde a los otros mortales ni se les ocurriría poner los pies, y de encontrar, por esos mundos de Dios, a sujetos increíbles”. “¡Qué razón tiene!”, añade tras dejar el libro sobre la mesa y anotar el título y la editorial.


----A mí me ocurrió una vez uno de esos encuentros que no se pueden contar a nadie si no quieres que te tomen por loco. Me había pasado fuera toda la jornada y no había conseguido ni una pieza. Era el mes de diciembre y me encontraba en un páramo vasto y frío del norte de Inglaterra, donde residí algunos años. Nubes algodonosas, que anunciaban nieve, descendían sobre los brezales; la noche plomiza comenzaba a caer sobre los campos, y yo temí haberme perdido. No se veía ni una columna de humo, ni un cercado, ni un rebaño, nada que pudiera orientarme. Continué caminando, con la escopeta al hombro, mientras la nieve comenzaba a caer. Pronto la oscuridad se hizo completa. Me acordé entonces de esos viajeros que caminan bajo la nieve hasta que caen extenuados para no levantarse más. Después de muchas millas de marcha, iba ya a tenderme en el suelo para aceptar mi destino cuando me pareció divisar una luz. Desapareció en seguida, pero yo fui hacia donde había brillado y, no mucho después, me encontré ante un oscuro caserón. Salté la cerca y un perro se abalanzó inmediatamente sobre mí. Me habría destrozado si una voz no lo hubiera detenido. En el portal había un hombre que me apuntaba con una escopeta. “¿Quién es usted? ¿Qué busca?”. De no muy buen grado, cuando le conté mi situación, accedió a dejarme pasar. En la cocina, un criado silencioso me dio de cenar. Lo recuerdo bien: un plato de huevos y jamón, un trozo de pan de centeno y una botella de excelente jerez. Nunca he cenado con más apetito: desde el desayuno, un café solo, no había vuelto a probar bocado. Fui luego, antes de tenderme en el jergón que me habían destinado en la misma cocina, a agradecerle al dueño sus atenciones. Estaba en una habitación extraña: a un lado de la chimenea, había unas estanterías llenas de grandes libracos; al otro, un pequeño órgano decorado con coloreadas figuras de santos y demonios; en un armario, con la puerta entreabierta, se veían crisoles, retortas y tarros farmacéuticos; sobre el estante de la chimenea, lleno de objetos, un mapamundi; buena parte de los muros estaban cubiertos con extraños diagramas; había libros y papeles esparcidos por el suelo y también un gran compás de madera; parecía el gabinete de un sabio medieval o de un alquimista. Di las gracias, dije mi nombre, mi profesión de ingeniero, mi dirección en Inglaterra y en España, pero mi anfitrión no levantó los ojos, que tenía fijos en el fuego. Me acerqué más a él, pensando que se había dormido, pero de pronto volvió el rostro hacia mí, irritado. “¿Con qué derecho se atreve usted a molestarme? Vuelva a la cocina y salga de mi casa en cuanto deje de nevar”. Balbuceé alguna excusa y me dispuse a regresar a mi rincón. Fue entonces cuando me fijé en el fuego que ardía en la chimenea. La danza hipnótica de las llamas siempre me ha fascinado, pero allí había algo más. Me vi a mí mismo, tendido sobre la nieve, desangrado, rodeado de alimañas; vi a mi mujer, de negro, en mi funeral, aquí muy cerca, en la iglesia de San Juan. “Ya lo sabe usted todo”, me dijo mi anfitrión. “Bienvenido al reino de los muertos. Ahora váyase a descansar”. Y lo curioso es que era tal mi estado de ánimo que no me extrañaron aquellas palabras. Regresé a la cocina, me tomé una copa más de vino y me dormí como un bendito. Cuando desperté lucía un sol espléndido, la nieve se había derretido casi por completo y en la casa, que parecía abandonada desde hacía tiempo, no había nadie. Me puse a caminar y no tardé en encontrarme con otros cazadores. Cuando llegué a la residencia que compartía con varios ingenieros me extrañó que nadie me preguntara nada, que no estuvieran preocupados por mi ausencia. Tenían la impresión de que había estado mucho tiempo ausente, pero era el mismo día en que había partido al amanecer, solo, como me gusta cazar a veces, para despejar la cabeza. Aquel día de diciembre, que se anunciaba soleado, había hecho honor a su promesa y había sido uno de los más hermosos del año, según me confirmaron. Esta historia nunca se la conté a nadie. Veinte años después, tras haberle dado muchas vueltas en la cabeza, sigo sin encontrarle ninguna explicación.


Sábado, 16 de octubre
LA GENTE NORMAL

Es tiempo de regresos. Vuelvo, tantos años después, al cine de mi infancia, el Marta y María, milagrosamente aún abierto en el caserón barroco en que Palacio Valdés situó una de sus novelas, aunque haya perdido a María por el camino. Ya quedan pocos cines así, a pie de calle (de mi calle Rivero), sin el envoltorio de un centro comercial.


Veo La red social, la película de David Fincher sobre el origen de Facebook. A mí con Facebook me pasa lo que con Belén Esteban: no le veo el interés por ninguna parte, aunque es seguro que lo tiene, millones de personas lo confirman cada día.
¿El origen de Facebook? A un estudiante de Harvard, Mark Zuckerberg, para vengarse de una chica que le ha rechazado, se le ocurre piratear los archivos informáticos de la Universidad y organizar un concurso en el que las alumnas son comparadas con animales. Los orígenes de Belén Esteban parece que son no menos pintorescos: estuvo casada con un torero.
Millonarios por accidente se titula el libro de Ben Mezrich en que se basa el guión. Y un inexplicable –para mí— accidente es el que convierte en reyes del mambo a un estudiante que no despega la nariz de su ordenador y a una pizpireta ama de casa. ¿Qué interés puede tener que una señora gritona ventile en público sus triviales conflictos familiares? ¿Qué interés puede tener que un montón de amigos o de simples conocidos me cuenten lo que hacen o me envíen las fotos de sus vacaciones? Para mí, ninguno; para la mayoría de la gente, al parecer mucho.
La verdad es que tengo fama de raro, pero me temo que es una fama inmerecida. Porque para rara, pero rara de verdad, la gente normal.


Domingo, 17 de octubre
TODAVÍA

“Algo le falta al hombre que no ha conocido la enfermedad, la desgracia o la prisión”, afirma Emmanuel Mounier. Más le falta –preciso yo— al hombre que no ha conocido la felicidad.
Yo la he conocido y aunque últimamente parece haberme vuelto la espalda, todavía viene, de vez en cuando, a darme un beso antes de buenas noches.


Lunes, 18 de octubre
ELOGIO DEL PESIMISMO

Ser pesimista tiene sus ventajas. Siempre que intento algo, un negocio o un amor, doy por descontado el fracaso. Así nunca me llevo sorpresas desagradables. Lo que me sorprende siempre es el éxito. Que de pronto, entre las nubes negras de estos días, asome el sol. “¿Sabes que tienes exactamente tres veces la edad que yo tengo? Yo también nací un 17 de junio”.
Lo sé de sobra: sé sumar, restar, multiplicar y dividir. Y cerrar los ojos cuando me conviene y disfrutar del presente –sin pasado ni futuro— que de pronto se me ofrece.


Martes, 19 de octubre
EL AMANTE IMAGINARIO

“No haces más que contar cuentos. Yo creo que todos tus amores son imaginarios”, me dice un amigo escéptico. “Pues yo creo que todos los amores son imaginarios, salvo quizás los imaginarios”, le respondo.



Jueves, 21 de octubre
UN PREMIO

Me entrevistan en un rincón del Reconquista sobre Amin Maalouf y me da la impresión de que ni siquiera las dos locutoras de una radio sin demasiados oyentes que me hacen las preguntas escuchan lo que digo. Y no me extraña ¿qué puedo decir sino amables banalidades? Pero de pronto se mencionan otros premios y aparece mi monstruo favorito. “¿Y qué opina de que le hayan concedido el Planeta a Eduardo Mendoza?”.
----El Planeta nunca se equivoca. Las últimas novelas de Mendoza cada vez tenían menor interés, el premio certifica que la decadencia es irreversible. Recuerdo que, en una reunión del jurado de los Príncipe de Asturias, se hablaba del eterno candidato, Juan Marsé. “Es incomprensible que un novelista de su categoría no tenga ningún premio”, dijo no sé quién, quizá Rosa Montero. “No es cierto que no tenga ningún premio, tiene el Planeta”, respondió alguien. Y entonces yo: “Pero eso no es un galardón, sino un baldón”. Desde mi derecha y desde mi izquierda sentí dos miradas asesinas. Resulta que cuando hice esa gracia estaba sentado precisamente entre dos premio Planeta, Sánchez Dragó y Fernando Delgado, dos ilustres novelistas, como es bien sabido. La historia de ese presunto premio es puro surrealismo. Pronto se verá en los tribunales la acusación de plagio contra Camilo José Cela. Pero lo más curioso es que le acusan de haber plagiado, no cualquier obra, sino una novela inédita presentada al mismo premio que le concedieron a él. Que las novelas del Planeta se encargan expresamente a un autor de renombre y suele entregarla fuera de plazo no es un secreto para nadie. Yo fui testigo directo de uno de esos casos. “Martín, Martín”, me telefoneó un joven novelista que ahora luce orondo en los programas más fachas de la televisión nacional, “que el próximo Planeta va a ser para mí”, “Martín, Martín, que el primer capítulo le ha gustado mucho a Carlos Pujol”. “Martín, Martín, que ya casi la tengo terminada”, me dijo dos meses después de concluido el plazo de entrega. Normal resulta (normal para los ejecutivos de Planeta) que a un novelista que ha perdido su capacidad de fabular, si es que alguna vez la tuvo, pero no su amanerado estilo, le faciliten el cañamazo argumental para una de sus estilizadas virguerías, pero que le pasen uno de los originales inéditos presentados al mismo premio que pretenden concederle parece que supera cualquier nivel de estupidez. Pero, en fin, todo es posible en un premio que nunca se equivoca: incluso si se lo dan a un buen escritor (a veces ocurre), seguro que es por su peor novela.

5 comentarios:

  1. Esa escena de caza me recuerda a "El coche fantasma", de Amelia Edwards. Incluso creo recordar que el menú que le sirven es el mismo. Estupenda recreación, en cualquier caso. La literatura gira, las historias se entrecruzan.
    Un abrazo.

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  2. Tengo yo un amigu que está casado con una que se llama Felicidad. Y siempre que me ve, me dice lo mismo: Miner, ojalá que nunca hubiera conocido la Felicidad.
    Este blog que tiene unos seguidores con mucho nivel intelectual, como Miner, Fabio and company, sabrán lo que respondió Einstein cuando le preguntaron si había conocido la felicidad:
    "No la conocí, ni falta que me hace"
    ¡Como me acuerdo de ti amigu!

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  3. Si que luce orondo Juan Manuel...

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  4. Gracias por el cumplido, Miner; tienes una botella de sidra pagada en "El Planeta".
    Lo cierto es que soy un modesto pescador de bajura. Ocurre que cuando hablo de cosas serias procuro emplear un castellano que no asqueara a Cervantes. De ahí que haya cierta impostación en mis manera de decir... Tarea harto difícil con los tiempos que corren, pero que estaba -no hace mucho- al alcance de cualquier rústico castellano.

    PD.- No obstante, en el lenguaje coloquial no me son ajenos los "tío", "tronco", "para nada", "mogollón" y demás giros tan en boga hoy. No es de extrañar, si ya la RAE los ha entronizado con todos los honores(?).
    Saludos.

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  5. Gracias Fabio. ¿En qué Planeta la tengo pagada?. Es broma, yo soy de Gijón, y conozco muy bien el único Planeta que vale la pena visitar. Buen Pescado y buena sidra. Un saludo.

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