Jueves, 30 de septiembre
UNA SONRISA
“¿No me reconoces? ¿De verdad no me reconoces?”. No, no le reconocía, y me estaba comenzando a cansar de su insistencia. Nada me fastidia más que esa gente que parece que quiere poner en evidencia tu mala memoria y lo único que pone en evidencia es su mala educación. El portal estaba abierto y había llamado directamente a la puerta del piso. Llevaba a la espalda una mochila y se apoyaba en un bastón; tendría más o menos mi edad. Seguía insistiendo en que debía reconocerle y a punto estuve de darle con la puerta en las narices, pero de pronto se fijó en el libro que coronaba uno de los montones que había cerca de la puerta (libros recién llegados que estaban esperando su destino) y dijo: “¿Todavía te sigue interesando Jung? ¿Todavía sigues anotando tus sueños?”. Y esas palabras me llevaron a un verano de los años setenta y a un albergue en Florencia y a una de esas historias que uno se ha contado tantas veces que ya no sabe distinguir sueño y realidad. Por aquel tiempo pasé muchos fines de semana en Florencia. Casi siempre, en un albergue estudiantil bastante barato; muy céntrico, sin embargo, y desconchadamente suntuoso, con techos palaciegos y paredes que conservaban restos de antiguos frescos. Las habitaciones eran colectivas y muy espaciosas; una de ellas parecía haber sido el antiguo salón de baile. Los hombres se alojaban en un piso y las mujeres en otro. Damián había llegado con su novia; no conocían la ciudad; yo les hice un entusiasta resumen de lo que no podían perderse. El primer día, el día que nos conocimos, eran la viva imagen de una pareja feliz; yo los miraba con envidia. La noche siguiente, cuando coincidimos a la hora de acostarnos, le pregunté qué tal lo habían pasado. Me respondió hoscamente; parecía otro. Yo me volví a un lado y no le hablé más, un poco molesto. Tardé en dormirme; él tampoco podía dormir, se le sentía dar vueltas. De pronto se levantó de un salto. “¿A dónde vas?”, le dije. “A tirarme al río; Lucía me ha dejado”. No me pareció que hablara en broma, así que me vestí y salí tras él. Paseamos por la orilla del Arno, cruzamos varios de sus puentes. Era una hermosa noche de verano. La luna llena se reflejaba en las aguas y parecía acompañarnos donde quiera que fuéramos. Yo hablaba y hablaba, tratando de distraerle. Damián no decía nada. “Nunca nos habíamos peleado, nunca habíamos discutido, pero la otra soñé que me dejaba”. Yo me puse entonces a hablarle del mundo de los sueños y a explicarle aquel que había tenido: en su subconsciente se había dado cuenta de que algo iba mal. Le hablé de Jung, a quien leía mucho aquellos días, y distinguí entre los sueños personales, como el suyo, y los grandes sueños, que se relacionan con el inconsciente colectivo y están en el origen de los mitos. Yo entonces era algo pedante y tenía esa manía, tan propia de los profesores, de ponerme a dar lecciones en los momentos más inoportunos (manía que se ha ido acentuando con los años). Estuvimos caminando y hablando –hablando yo— toda la noche. Comenzaba a amanecer y la ciudad sin nadie parecía más seductora que nunca. “¿Sabes una cosa? –me dijo de pronto Damián—. Ya no tengo ganas de tirarme al río; ahora lo que me apetece es tirarte a ti para que dejes de darme la tabarra de una vez”. Y ante mi cara de susto soltó de pronto una carcajada. Desayunamos en la cafetería de la estación (el albergue estaba muy cerca de Santa María Novella). Cuando fuimos a recoger nuestras cosas, Lucía ya se había marchado. Había dejado una nota en recepción para Damián, que la rompió sin leerla. “Agua pasada”, dijo. “Y no te preocupes por mí, que no serán muchas noches las que duerma solo”. De momento, la noche siguiente la durmió conmigo en Perugia: quedaba una cama libre en la casa que tenía alquilada, con otros estudiantes, en Via Garibaldi. Le enseñé la ciudad, paseamos el Corso Vannucci, dejamos pasar el tiempo sentados en las escaleras del Duomo, escuchamos jazz en la Piazza del IV de Novembre, sentados en el suelo con la espalda apoyada en el Palazzo dei Priori, y luego, tras intercambiar teléfonos y direcciones, él siguió su camino y yo mis clases de literatura italiana. “En cuanto regrese a España, iré a verte”, me dijo. “Te debo la vida”, añadió sonriente. “¿Todavía te sigue interesando Jung?”, me dice ahora. Todo ha cambiado. ¿Qué pueden tener en común un joven de veinte años con un anciano de sesenta? Nada, nada en absoluto. Pero la sonrisa sigue siendo la misma.
Viernes, 1 de octubre
ELOGIO DE LA INTELIGENCIA
Rodrigo Olay, que tiene esa inagotable curiosidad que yo tenía a los veinte años, me dice que en una de las revistas que le he prestado, Paraíso, dirigida por Juan Carlos Abril, hay un artículo de Carlos Pardo en que alude a una discusión que tuvimos hace algún tiempo en la Universidad Menéndez Pelayo. Es raro que se me pasara esa mención: el nombre propio suele siempre brillar con luz propia en cualquier página. Recuerdo con tedio infinito aquel encuentro de unos pocos críticos y una docena de poetas jóvenes en Santander. Fue entonces cuando todo lo que tuviera que ver con antologías de gente nueva, tendencias, panoramas, dejó de interesarme.
Qué aburridas, qué previsibles, que ajenas a cualquier ejercicio de la inteligencia la mayoría de las reseñas poéticas. Voy contra mi interés al confesarlo, ya lo sé: he incurrido en ellas semanalmente durante más de veinte años. Me vi en el espejo de Luis García Jambrina, de Túa Blesa, incluso de Prieto de Paula, y me retiré asustado. Qué contento estoy de no jugar ya en ese equipo. Y el terreno de las antologías de poesía joven se lo dejo entero a Luis Antonio de Villena, con el que alguna vez parecí competir. Que sea él quien dictamine la moda joven de cada nueva temporada.
Rodrigo me pasa también una conferencia de Guillermo Carnero, “El poeta subterráneo o mis tres criptomanifiestos”, que yo no conocía. Nunca he sentido especial simpatía por Carnero (en las guerrillas poéticas de los últimos años ha solido tenerme enfrente), pero siempre he admirado su inteligencia. Habla ahora de sus primeros trabajos críticos –sobre la poesía prerromántica, Espronceda, el grupo Cántico— y de cómo en realidad eran más o menos velados manifiestos de su manera de entender la poesía.
Mi manera de entender la poesía y la crítica de poesía está muy clara: si no son una manifestación de la inteligencia, no me interesan. La poesía debe ir más allá de la buena prosa, no quedarse más acá. En la poesía, como en cualquier actividad humana, el órgano principal es el cerebro. Y qué poco lo usan la mayoría de los escribidores de versos o de reseñas que conozco.
Sábado, 2 de octubre
UN VERSO CLARO
Instintivamente, cuando un poeta muere, lo primero que hacemos es abrir uno de sus libros: “Oh muerte soberana, señora de mis rimas, / hoy vengo aquí a pediros un favor, el primero / que, creo, os he pedido y el último que os pida. / Dadme un poco de tiempo para decir mi vida, / la vida de mis muertos y el amor de mi amiga. / Luego podéis venir a buscarme; os prometo / no haceros esperar, y confío en tener / pensado un verso claro, para vos, ese día”.
¿Qué verso claro tendría pensado Miguel Ángel Velasco este día en que la muerte soberana se presentó repentinamente a buscarlo? No me imagino ningún verso, no me imagino nada. Solo siento terror ante las balas que silban cerca; quizá ya está en el aire la que me está destinada.
Ningún verso claro ante el último trago. Solo un negro terror. Todo lo demás es literatura.
Domingo, 3 de octubre
NO DESESPERAR
Creo que tengo olfato para detectar la inteligencia. Me basta una conversación, leer unas pocas páginas, escucharle en una entrevista para saber si alguien es más o menos inteligente que yo. Y siempre, al principio, me fastidia un poco, para qué negarlo, pero pronto puede más la admiración.
Me fascina la inteligencia ajena y por eso me alegra encontrarla en los lugares más inverosímiles. Soy (pero nunca se lo he dicho a nadie: no me gusta meterme en líos) de los que dudan de que en determinados ámbitos, como el Tribunal Supremo o el Constitucional, haya vida inteligente. Y es posible que no la haya, no soy experto en la materia, pero de lo que estoy seguro es de que en el Constitucional la habrá pronto. De Francisco Pérez de los Cobos, el candidato de consenso propuesto por los dos partidos mayoritarios, he leído los aforismos de Parva memoria y también los “cuentos prácticos” que reúne en No hay derecho: pocas veces he encontrado juntas tanta capacidad satírica y tanta bien humorada inteligencia. El que políticos de uno y otro partido puedan ponerse de acuerdo en alguien así, ayuda a no desesperar.
Martes, 5 de octubre
UNA SORTIJA
Anoche no podía dormir. Para espantar los negros pajarracos que daban vueltas en torno a mi cabeza, decidí levantarme y salir a dar una vuelta. Lo hago a menudo. Me gustan las calles desiertas, el aire frío de la noche. Camino a buen paso y cuando vuelvo a casa cansado, si hay suerte, el sueño viene conmigo. Al subir la cuesta de Víctor Chavarri me sorprendió la silueta de una mujer sentada en un portal. Comprobé, extrañado, que vestía traje de noche, los hombros desnudos, alguna relumbrante joya. Era rubia, de una belleza delicada. Me extrañó tanto que volví sobre mis pasos para preguntarle si podría ayudarla. Me imaginé que habría extraviado la llave de casa; quizá su acompañante hubiera ido a buscar un cerrajero. “Perdone que la moleste. ¿Puedo ayudarla en algo?”. Alzó hacia mí los ojos y eran los ojos verdes más mansamente hermosos que yo haya visto nunca. No dijo nada, pero se me quedó mirando un buen rato. Luego susurró: “¿De veras no te acuerdas de mí?”. Se puso lentamente en pie, empujó la puerta (que, contra lo que yo creía, estaba abierta) y desapareció tras ella. Yo traté de seguirla, pero ahora la puerta había quedado cerrada y no sabía a qué timbre llamar. Al retirarme vi que, sobre el escalón en que la mujer había estado sentada, brillaba algo. Lo recogí, era un anillo. La piedra me pareció un zafiro. Recordé entonces el comienzo de una de las obras teatrales de Azorín, el auto sacramental Angelita. Un desconocido le regala a la protagonista una sortija con un zafiro “único, extraordinario, maravilloso”. Al darle la vuelta hacia la derecha avanza el tiempo; hacia la izquierda, retrocede. Yo me puse el anillo en el dedo, pero no me decidí a hacer el experimento.
Esta mañana volví al portal de Víctor Chavarri y hablé con el portero. No conocía a la mujer. “Si alguna mujer así hubiera pasado por esta puerta estando yo delante, no se me habría olvidado”. “Pues pasó por mi vida y yo ni siquiera me fijé en ella; seguramente estaba distraído con un libro”, pensé. Le dejé mi teléfono por si alguien le decía que había perdido una sortija.
También fue desde que conocí Florencia.
ResponderEliminarMe asalta a veces un sueño recurrente, de una pasmosa identidad del material onírico: pasan meses entre cada sueño pero son tan iguales que parece que Delvaux fuese el escenógrafo que congeló en un lienzo el primero de ellos y que se diviertiese mostrándomelo de vez en cuando, mientras duermo y las defensas se relajan.
Veo en el sueño una desierta Piazza della Signoría. Veo el mármol grisáceo del Neptuno de Ammannati recortarse sobre la pietra serena del Palazzo Vecchio. Veo al tosco hijo de Saturno que mira de soslayo a David, que parece, ceñudo y despectivo, reparar en la fealdad de Hércules y de Caco...
Súbito, aprecio un temblor amenazador en el deforme brazo derecho de Neptuno..., y es entonces cuando se desencadena el paroxismo de la pesadilla que hace que me despierte en un espasmódico rictus de terror, bañado en sudor e insomne para el resto de la noche.
Me dice un psicólogo que conozco, que en el sueño va implícito el rechazo que me producen las deleznables estatuas que flanquean al David de Michelángelo... Otra vez David en la jaula de las fieras; aunque creo recordar que quien peligraba en la jaula de los fauves era Donatello, no David... Cosa de sueños.
Habiendo leído "La interpretación de los sueños", de Freud, me cuesta creer que la motivación latente de mi sueño sea tan expresa y tan al alcance del observador atento, pues sostenía el maestro que casi siempre el móvil yacía sepultado debajo de una maraña de ideas que, aparentemente, poco tenían que ver con el sueño expreso.
De lo que sí estoy seguro es de que tanto Bardinelli como Ammanatti eran unos manazas.
Buscando la crítica de un libro que he de regalar, descubro por azar tu blog. Es excelente.
ResponderEliminarGracias
ResponderEliminarJLGM
A modo de comentario de UN VERSO CLARO, copio aquí unos versos que escribí esta mañana:
ResponderEliminarORACIÓN
Señor, si llego a ver una señal que indique
con claridad que el fin es inminente,
te haré una petición, un ruego vehemente;
espero no te escueza ni te pique:
“Déjame con mi cuerpo, y a esa mi alma di que
nunca la quise: fue una carga ingente
que me aplastó y hundió continuamente.
Quédatela y que no te perjudique.
Mientras yo, con mi cuerpo, me reintegro a la Tierra.
Ella fue hermosa madre; y yo fui lindo hijo.
Ella me quiso siempre… Mira cómo se aferra
a este cuerpo yacente, de su entraña retoño;
mira cómo, buen hijo, en ella me cobijo,
abrigado en las hojas caídas del otoño.”
Me alegro que mi nota haya provocado un poema, un conmovedor soneto. Gracias por el envío.
ResponderEliminarJLGM
También a mí me agobiaba de niña la sombra de la muerte. Ahora comprendo que es porque fui a un colegio católico, y esas angustias existenciales las sufría en verano, lejos de ese edén protector. Para consolarme pensaba que, en unos años, envidiaría el momento presente por ser yo más joven. Dejo otro verso claro, de JCereijo:
ResponderEliminarYa te has ido, tan pronto.
Ya te tiene la muerte.
Al menos, sé que cuando también
yo mismo tenga que marcharme,
ella, gracias a ti, me será acogedora.