Miércoles, 6 de octubre
DONDE LAS ÁGUILAS
Bajo la lluvia mansa, tengo toda la ciudad en torno mío. Allá al norte brillan entre lo gris las cúpulas de oro de la catedral; a la derecha, más cerca, la mole desmochada (le falta la gran estrella roja) de la antigua sede del Partido; al sur, más mamotrético aún, con su modernidad envejecida, el Palacio Nacional de Cultura. Y por todos lados, un laberinto de desvencijadas alturas, de terrazas y mansardas, avenidas y callejuelas, el manchón verde de los grandes parques o de los pequeños espacios arbolados.
Este lugar, en lo alto del Ministerio de Transportes, antes reservado para los jerarcas del Partido, es ahora un restaurante al alcance de quien pueda permitírselo. Pocos, parece: apenas hay dos mesas ocupadas. Los ojos se alimentan de melancolía.
El Palacio Nacional de Cultura fue el último delirio del antiguo régimen. La ministra que lo construyó era hija del dictador; aspiraba a ser una nueva Eva Perón; murió, dicen que asesinada, antes de verlo terminado. Tiene infinitas salas, pasillos, ascensores, escaleras que van a ninguna parte. Es fácil perderse en él. Lo sé por experiencia. En mis pesadillas, al abrir una de sus alas, clausurada durante un tiempo por falta de personal o de dinero para pagar luz y calefacción, encuentran un cadáver: el mío. A vista de águila, no da miedo.
Trato de reconocer, en esta neblina impresionista, algunos lugares. Por allá, al final del Zhenski Pazar, del Mercado de las Damas, está el Puente de los Leones, y al otro lado, cerca de la Universidad, el Puente de las Águilas. Sobrevuelo, como un águila más, los rincones familiares, y especialmente una calle arbolada y sigilosa donde, tras cruzar un descuidado patio, subir unas escaleras, recorrer un pasillo oscuro, hay una puerta que esconde, o escondía, toda la luz del mundo.
Escucho a Liliana Tabakova contarme la historia de Orlín Vasilev, su padrastro, un escritor marginado en tiempos del comunismo por querer seguir siendo fiel a los ideales del comunismo y hoy doblemente olvidado. Anoté uno de sus títulos: “Guarda bien el tesoro de tu infelicidad”. ¿Estará correcto? ¿No debería decir felicidad?
Yo guardo bien el tesoro de mi infelicidad. Prefiero ser infeliz y haberte conocido, que ser feliz y haber pasado de largo, aquel día de ayer mismo o de hace una eternidad, por una calle penumbrosa; no haber buscado una dirección temblorosamente apuntada en un papel; no haber llamado a un timbre que no sonaba, no haber golpeado con la mano en la puerta… Liliana Tabakova sigue hablando, pero yo apenas escucho; me dedico a emborracharme de melancolía mientras en mi memoria resuenan unos versos de Verlaine: “Il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville…”. Sí, llora mi corazón como llueve sobre la ciudad.
Jueves, 7 de octubre
ANIMAE RERUM
A punto de entrar en el Museo Arqueológico, me sorprende el estridente ronroneo de una procesión. Pero no es una procesión lo que se acerca por la gran avenida, aunque la encabeza una tosca cruz de madera y los participantes lleven una especie de túnica morada: son los sindicatos de izquierda que se manifiestan contra la intención del gobierno de retrasar la edad de jubilación y otras medidas anticrisis. Junto a la cruz, veo la bandera de Bulgaria. Hay también otras banderas, pero ninguna roja, ningún signo de su reciente pasado comunista. Tampoco en el museo hay muestras de los largos siglos islámicos. O sí: el propio museo, la Bujuk Mezquita, la Gran Mezquita, tan admirable como la más admirable de las piezas que contiene. Y cuántas maravillas encierra: las armas de los tracios que lucharon en los versos de Homero; estelas funerarias donde rostros anónimos nos dañan con su serenidad; la máscara de oro que pudo llevar Agamenón; el bajorrelieve que, a modo de cartel, anuncia el espectáculo del anfiteatro de Serdika, la Sofia romana (sobre los restos, recién descubiertos, han construido un hotel); el prodigioso busto de un rey refinadamente bárbaro… Pero a mí lo que más me ha llamado la atención es una pieza que no lleva indicación ninguna (o al menos yo no la he encontrado): un hombre y una mujer detrás, con los rostros borrados, que parecen avanzar hacia nosotros. Quizá se trate de Orfeo que vuelve gozoso del infierno con una Eurídice que se desvanecerá para siempre en cuanto él vuelva la mirada. No lo sé, lo que sí sé es que desde ahora ese hombre y esa mujer van a seguir caminando incansables por mis sueños.
En el café del Museo, mientras la lluvia cae sobre el jardín, pienso en mi vida, en el sinsentido de cualquier vida, y recuerdo versos de un poeta olvidado: “Al mirar del paisaje la borrosa tristeza / y sentir de mi alma la sorda pena oscura, / ya no sé, confundido de terror y de espanto, / si lloro su agonía o si él mis penas llora”.
Qué irreal resulta todo: los manifestantes que han sustituido la hoz y el martillo por una tosca cruz, los soldados con su uniforme de opereta que hacen guardia frente al palacio presidencial, los rostros del museo que me siguen mirando como si me reconocieran, este tranquilo café fuera del mundo donde anoto unos versos que no sé dónde leí y se me han quedado para siempre en la memoria: “Ya no sé si es la sombra quien invade mi alma / o si es que de mi alma va surgiendo la sombra”.
Viernes, 8 de octubre
KOPRIVSHTITSA
Este soleado día de otoño, por una carretera entre montañas (a un lado los Balcanes, al otro la cordillera del Medio) llego hasta Koprivshtitsa, un pueblo cuya arquitectura me recuerda a la del viejo Plovdiv. Me cuentan que es uno de los lugares sagrados de la historia búlgara: aquí tuvo lugar, en 1876, la revuelta de abril que supuso el comienzo de la liberación; desde aquí se mandó la “carta de sangre”, escrita con la sangre de un turco asesinado, animando a otras ciudades a sublevarse. La gran estatua de Todor Kableshkov, uno de los héroes, suicidado en prisión a los veinticinco años, empuña una pistola. ¿Héroe? Héroe tras la independencia. Antes, un terrorista al que denunciaron sus propios convecinos –ricos comerciantes— para evitar que la ciudad fuera destruida por los turcos y para poder seguir siendo ricos comerciantes (se arruinaron al separarse del imperio).
“Esta es la verdadera Bulgaria”, me dicen, pero yo veo un parque temático, un museo etnográfico, el colorista escenario de un patriótico cuento. La iglesia de la Asunción, que casi diluye su azul en el azul del cielo, fue construida en once días, según la leyenda, y parece una frágil maqueta; en su penumbra coloreada enciendo un par de velas. No pido nada: si existiera Dios, sabría de sobra lo que deseo más que nada. Junto a la iglesia está el cementerio. Que felices estos muertos ajenos, acariciados por el esplendor del otoño. Junto a la tumba del poeta Dimcho Debelyanov, una estatua de su madre, que le sigue esperando como cuando en la guerra soñaba con que volvía y ella salía a recibirle al patio de casa. Un hermoso patio, donde aún resultaría posible ese encuentro. No conozco ningún poema de Debelyanov, pero aquí, junto a su tumba, no me resulta difícil imaginarme alguno: “Silencio… Ni una hoja se estremece en el viento. / Todo duerme en la calma de la tarde silente. / Se oye crecer la hierba y en el alma se siente / abrirse como flor un dulce pensamiento”.
Sábado, 9 de octubre
POSIBLES PARAÍSOS
Con sus acristaladas fachadas y todas sus luces encendidas, en las heladas noches de invierno parece una imagen del paraíso. Y de alguna manera lo es: del paraíso capitalista en que este país sueña con entrar.
Pero es solo un centro comercial, el Mall of Sofia, el primero que se abrió en la ciudad. Por fin consigo tomarme un café en él (mis amigos búlgaros, como mis amigos españoles, detestan estas catedrales del consumo). Los ventanales dan al Boulevard Stambolisiiski, donde vive Rada Panchovska, que ahora me acompaña; una de las paredes la ocupan estanterías con libros. Se está bien aquí, con buena luz, calor adecuado, y agradable compañía. También estaría a gusto solo, como tantas veces en tantos otros centros comerciales. Si viviera en esta ciudad, vendría todos los días a leer un rato y a sentir pasar la vida. Soy un solitario, pero no me gusta estar solo a solas, prefiero estar solo entre la gente.
Damos una vuelta por los diversos pisos. “No sé qué te puede interesar; todos estos sitios son iguales”. Iguales y distintos, como los seres humanos. Miro la cartelera de los cines, y en parte coincide con la de Los Prados. Me gusta estar en casa, tan lejos de casa.
De vuelta al hotel, en la recién abierta estación de metro junto a la Universidad, Rada nos muestra una nueva librería. Es grande y acogedora y tiene una sección de viejo que es como un laberinto atiborrado de tesoros. ¿De tesoros? Acaricio los libros, según costumbre, pero apenas si con dificultad puedo deletrear algún título. Qué extraño estar rodeado de libros y no poder leer ninguno. Pienso en Tántalo, muerto de sed junto a una fuente, y en Borges, a quien la ironía de Dios le dio a la vez la ceguera y la dirección de la Biblioteca Nacional.
Domingo, 10 de octubre
DOS CIUDADES HAY
Siempre que vuelvo a estas tierras, me empeño en ir a Plovdiv mientras mis anfitriones se esfuerzan por llevarme a otros lugares. A Veliko Tarnovo, por ejemplo, que se alza entre los meandros del río Yantra y fue destruida por los turcos en 1393. Pero yo soy la persona menos aventurera del mundo. Nunca voy por primera vez a ninguna parte, salvo por obligación. A este país me trajeron Cervantes y Víctor Botas, y fue un amor a primera vista. Vuelvo siempre que puedo, pero al mismo hotel, frente a un parque con restos arqueológicos, a tres o cuatro rincones de Sofía, y a Plovdiv. Me gustan sus calles peatonales, la plaza con la estatua de Filipo sobre el anfiteatro romano, la mezquita Dzhumaya, uno de esos lugares donde se calma el dolor, el río Maritsa y el Gran Teatro.
Desciendo por las empinadas graderías hasta el escenario, y allí juego a representar (unos niños, allá en lo alto, son los únicos asombrados espectadores) Los intereses creados. “Gran ciudad ha de ser esta, Crispín, en todo se advierte su señorío y riqueza”. “Dos ciudades hay, quiera el cielo que con la mejor hayamos dado”, me responde Crispín, quiero decir, Almuzara. “¿Dos ciudades dices? Ya entiendo, antigua y nueva, una de cada parte del río”. “¡Qué importa el río ni la vejez ni la novedad! Digo dos ciudades como en toda ciudad del mundo: una para el que llega con dinero y otra para el que llega como nosotros”.
Dos ciudades hay en toda ciudad del mundo. Una para los que viven en ella y otras para los que pasan por ella. A veces solo a estos últimos, si saben escuchar con los ojos, les revela su secreto.
Obreros de rodillas en el cemento del astillero; escapularios, cruces, oraciones, rosarios... Un papa inflamado de soberbia mira aquel mar de cogotes humillados a sus pies. El líder, se acerca reptando al Santo Padre; trenza los dedos crispados y mirando desde al suelo hacia la altura deja ver el blanco inferior de la esclerótica. Así pintaba a sus santos El Greco: daba una pequeña pincelada lineal en la parte baja de los ojos y éstos cobraban la brillante humedad que precede al llanto.
ResponderEliminarAquel polaco , sin embargo, tenía la conjuntiva enrojecida, como las mejillas y el mostacho de guías caídas en las comisuras de la boca.
Asía la mano -para besarla- del Gran Jerarca con la fruición y la vehemencia con que los perdidos en el desierto toman la cantimplora salvadora que les tienden los beduinos.
Muy lejos de allí, otro hombre se había humillado también a los pies de Papa. Era una figura carismática para su pueblo, sí..., pero en esta ocasión el Pontífice blandió sobre su cabeza la batuta amenazadora de un dedo apocalíptico: "Los Cardenales están para obedecerme, déjese de Evangelios", aventuro que le diría.
Ahora, en Bulgaria, los obreros se manifiestan por las calles enarbolando una cruz de madera...
Pero si llevaban togas moradas cabe la esperanza de que se trate de una escenificación sarcástica.
Pero curados de espantos estamos.
Ahora que tanto se habla del genoma humano, ¿habría manera de localizar en la doble hélice los peldaños donde se asientan los atavismos irracionales, la imbecilidad colectiva?
De ser ello posible, no me atrevería a tanto como proponer que a los afectados de tales taras (¿todos?)les fuesen extirpados unos cuantos nucleótidos determinantes, que eso tendría un tufo sospechoso... Pero algo se podría intentar, ¿no?
¿Y qué tal ensayar una vacuna? Me ofrezco como cobaya.
“No pido nada: si existiera Dios, sabría de sobra lo que deseo más que nada.” ¿Seguro? Quizá el tesoro de la felicidad sea querer querer.
ResponderEliminar“Soy un solitario, pero no me gusta estar solo a solas, prefiero estar solo entre la gente.” Yo también, por eso detesto los coches, esos cubiculos.
La palabra "cubiculos" debe aparecer entrecomillada.
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