domingo, 24 de mayo de 2009

Para entregar en mano: Diez razones para ser feliz

Viernes, 15 de mayo
PARQUE FERRERA

Cuando el sueño se hace de rogar, cada uno tiene sus remedios para conseguir que acuda a la cita. El mío consiste en evocar momentos en que he sido feliz. Yo soy feliz muy a menudo, supongo que como casi todo el mundo, o al menos como casi todos los niños (también muy desdichado, pero de eso prefiero no hablar). He aprendido a aparcar los problemas, aunque no siempre se dejan aparcar fácilmente.
Con la felicidad no se hace literatura, cuando se es feliz apenas se tiene nada que contar. Yo soy feliz cruzando cada sábado el parque de Ferrera para acercarme un rato a la biblioteca. Esta última vez había llovido hasta poco antes y estaba desierto. Caminé más lentamente que de costumbre por los senderos solitarios, admirando los infinitos matices del verde, los árboles floridos.


Para que algo sea mío, no necesito ningún título de propiedad. Es mío este parque y esta biblioteca, son míos docenas de jardines y bibliotecas repartidos por el mundo. Por ejemplo, aquel jardín secreto, entre altos muros, con la puerta siempre cerrada, en la empinada callejuela de Coimbra que lleva a la Torre do Anto. La última vez que pasé por allí la puerta estaba sorprendentemente abierta. Entré sin dudarlo y el jardín era un pequeño patio, con tres o cuatro árboles, unos cuantos tiestos, un pozo y la ropa tendida de las casas de vecinos en que se había dividido el viejo caserón palaciego. Pero no me sentí desilusionado, sino feliz como un niño que ha descubierto por fin un viejo secreto. Otro momento cotidiano de felicidad es cuando me siento en mi mesa favorita de la cafetería del Rosal y leo los libros que llevo conmigo y charlo con algún amigo que se acerca un momento y luego, antes de volver a casa, me quedo un rato solo y miro a la gente que pasa y a la noche que llega y no hace falta que escuche música en el iPod porque claramente suena la música del mundo.


Sábado, 16 de mayo
FUNAMBULISTAS

La felicidad no se fabrica en serie, es un traje hecho a medida. Tampoco es llamativa, por eso nadie la envidia. Lo que se envidia son otras cosas, que a mí me sobran todas. La noche antes de que le entregaran el Cervantes, Juan Marsé sangró varias veces, hubo que llamar al médico, su familia estaba angustiada. Lo ha contado su hija en un conmovedor artículo. Leyó el discurso con miedo a que comenzara de nuevo la hemorragia, a desmayarse, a deslucir la ceremonia. Se sentía ridículo con el frac, le molestaban los zapatos. Solo la alegría de sus nietos le compensaba de aquel tormento. Cuántos envidiaban al escritor en aquellos instantes y él lo único que deseaba es estar en casa, con una copa en la mano, charlando con un amigo o dándole los últimos retoques a una página recién escrita.
“Yo me moriría de aburrimiento con una vida como la tuya”, me dice una amiga que por fin se ha convencido de que conmigo no hay nada que hacer. “¿No te cansa hacer siempre lo mismo y a la misma hora?”
No, no me cansa, y no sé de aventura más difícil. Recuerdo la hazaña de aquel funambulista que caminó sobre un estrecho cable que unía las Torres Gemelas. Todos somos ese funambulista, a cada instante podemos dar un traspié y despeñarnos. Silban las balas a nuestro alrededor. Llegar a la noche sin daño es una hazaña tan grande como cruzar de una torre a otra de esas torres que parecía que iban a durar siempre. Recuerdo la última vez que subí a ellas, con Marcos y Almuzara, mientras Martín López-Vega, Xuan y Silvia se quedaban paseando por los alrededores. “No tengo ganas de hacer cola en el ascensor, ya subiré otro año, no se van a caer”, dijo López-Vega, y apenas una semana después el mundo atónito contempló la catástrofe.
¿Poner un poco de aventura en mi vida? El orden es la mayor aventura. Lo que parece rutina visto desde fuera y por gente sin imaginación no es más que una hercúlea sucesión de hazañas.



Domingo, 17 de mayo
FUENTE Y NUBES

Uno de mis amigos de la infancia ocupa, desde hace años, no sé qué cargo importante en la curia vaticana. Cuando éramos niños, nos gustaba jugar a la búsqueda del tesoro. Uno de nosotros lo enterraba y el otro tenía que encontrarlo a través de una serie de pistas. Cuando nos volvemos a ver, muy de tarde en tarde, seguimos jugando, aunque ahora de manera más erudita.
Ángeles y demonios, la película de este domingo, recordaba sorprendentemente uno de esos juegos, que tuvo como premio que un sonriente guardia suizo, Philippe, me invitara a recorrer pasillos y estancias vedados a los profanos. El juego erudito que mi amigo me propone no necesita de sanguinarios aditamentos e inverosímiles camarlengos como el de Dan Brown. El punto de partida venía indicado por una cita de Jean Rousset: “Los pináculos, las caídas de agua, la cúpula, los brazos levantados de las estatuas, las ondulaciones de la fachada, se mezclan, se responden en un diálogo danzante de formas sinuosas o rotas. Si a ello añadimos los toques dispersos de la luz, el juego imprevisto de las sombras y, si es posible, algunas nubes en marcha que prolonguen, al hacerlo fluctuar, el perfil recortado de los cimborrios, nos hallaremos ante el más hermoso conjunto de arquitectura en movimiento. El mismo espíritu creó la fuente, la fachada y las nubes”.


La solución a este primer enigma era muy fácil: Piazza Navona. Luego vinieron otros que me llevaron al Panteón y al lugar que señalaba, a una determinada hora, la luz que entraba por el óculo, y también intervinieron ángeles con espadas como en la película, y unos versos latinos: “Sic et rapinam vivimos et fugan, / nostri ladronis”. El final de la búsqueda era una máscara que había utilizado Lord Byron en un carnaval romano: “Ipsique nunquam et semper ipsi”. Fui capaz de encontrarla, no diré dónde por si alguien quiere jugar al mismo juego, y el sonriente Philippe me dejó como premio entrar en el más inagotable laberinto. “Siempre nosotros y nunca nosotros mismos. / Nuestra vida no es más / que rapto y huida”, decían los versos latinos.
Veo Ángeles y demonios y lo que veo, como siempre, es mi propia película transcurriendo en idénticos fascinantes escenarios.



Lunes, 18 de mayo
NEGRA VERDAD

Cuando aparece imprevistamente Silvia, recién llegada de Buñol, tengo sobre la mesa de la cafetería Un armario lleno de sombras, de Antonio Gamoneda “¿Qué, preparándote para darle un buen palo?”, me dice.
Pocos libros tan secamente hermosos, tan conmovedores como estas memorias. Un hombre cuenta su verdad, el dolor y la humillación que le han hecho ser lo que es. El adulto puede recibir todos los homenajes del mundo (y Gamoneda los ha recibido), pero nada de eso borra la vergüenza del niño que es humillado por su pobreza en medio de la clase. “Yo no tenía calzado para el invierno leonés. Mi madre no encontró otra solución que mandar rebajar el escaso talón de unos viejos zapatos de mi abuela y calzarme con ellos”. Un compañero hizo correr la voz de que iba calzado con zapatos de mujer. Todavía le parece escuchar las risas de los otros niños.
A menudo hacen daño estas memorias. Hablan de un mundo sin piedad y el autor tampoco tiene piedad consigo mismo. Las páginas en que cuenta el hurto de que hace víctima a su abuela, con su negrura escatológica, no desentonarían en El Buscón. Y casi insoportable resulta el feroz maltrato a una perra callejera, maltrato del que no es testigo, sino protagonista principal. Duele leer esas líneas y nos imaginamos lo que le habrá costado al autor escribirlas. La oscuridad de estas páginas, en las a veces parece que cuesta respirar, concede algún respiro: una experiencia casi mística en las cuevas de Valporquero, la inesperada tormenta en el campo que vuelve la realidad deslumbrante, como una inédita joya.

Martes, 19 de mayo
PENTIMENTO

“Te estás volviendo un blando”, me dice Silvia, “Quién te ha visto y quién te ve. Ya hasta elogias al pobrecito Gamoneda, que ha sufrido mucho”.
La verdad es que el poeta Gamoneda vale lo que vale, pero el polemista literario a mí me parece que no vale nada. Solo tiene dos o tres ideas toscamente repetidas (“El realismo es el lenguaje del poder. La poesía no es literatura”) y un claro resentimiento contra los poetas coetáneos, tan dados a la ironía y a apurar la noche. De su pobreza conceptual es de lo que me burlado yo, del abanderado de una concreta camarilla poética, no de los poemas, ni menos de la persona.
No todos somos igualmente sensibles a los ataques literarios. Yo lo soy poco. Los denuestos de los poetastros me divierten más que otra cosa. En literatura, como en lo demás, si no molestas es que no existes.
Pero hay gente más sensible. A mí me gusta jugar a pelear. Discutir de todo y con todos, sin que llegue la sangre al río. Y no me molesta, cuando me equivoco, rectificar.
Las memorias de Gamoneda me han hecho recordar la vez en que le acompañé por Oviedo, cuando vino a tratar de la reedición de los poemas de su padre en Llibros del Pexe. Entró, emocionado, en el portal de la casa en que había nacido y también en una barbería de la plaza del Ayuntamiento, en la que habían trabajado sus familiares, y que ya no existe. Me dijo que muchos días los pasaba en el fondo de un pozo y que allí, su posible éxito literario, le servía de poco.
Comprendo ahora su resentimiento hacia mí. De alguna manera traicioné su amistad. Pero yo nunca he creído que discrepar de las ideas de los amigos sea incompatible con la amistad. Lo único que resulta completamente incompatible es no admirar su poesía.


Miércoles, 20 de mayo
OJOS

“Ojos que no son tus ojos / dime para qué los quiero”, canta una voz en el sueño. Y sigue cantando, no sé dónde, muy lejos y muy cerca, cuando despierto. Para las noches de insomnio anoto este otro momento de felicidad.

5 comentarios:

  1. Espero que no se vuelva usted blando, que perderíamos mucho.
    Un saludo admirado.

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  2. Por cierto, Felipe Benítez también habla recientemente en su blog, aquí de Gamoneda.

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    1. Vaya, a ver si Felipez Benítez va a ser un heterónimo poco sutil de Andrés Trapiello.

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