Sábado,
11 de junio
BAILO SOLO
Este viernes, la tertulia tuvo un raro final. Me avisó Leti de que su grupo, “Comala en llamas”, actuaba en La Salvaje e iba a interpretar la canción “Remedio para melancólicos”, basada en un poema mío. Prometí asistir, pero no conseguí que nadie de la tertulia me acompañara, Y allí estaba yo, en aquel antro oscuro de la calle Martínez Vigil, entre un público algo más joven que yo (medio siglo, como media). Pensaba escuchar mi canción y marcharme, pero resulta que era la última, su mayor éxito. No sabía si iba a aguantar, pero aguanté perfectamente y, además, poco a poco me fui animando y, al final, yo también tocaba palmas cuando correspondía y hasta me sumé al baile cuando el ritmo era más movido. Solo he bailado o cantado en sueños (mis sueños tienen mucho, a veces, de cine musical). Bueno y también al final de aquella travesía en velero por el Atlántico. Pero en La Salvaje estaba oscuro, salvo el escenario, no me conocía nadie y era divertido viajar en el tiempo a un tiempo que para mí no ha existido nunca.
Domingo,
12 de junio
CONTRA LOS RECITALES
Si algo detesto, es leer mis poemas en público. Lo hago solo por compromiso inevitable y procuro no hacerlo demasiado bien. No me gusta convertirme en juglar de mis penas y alegrías. Hoy tuve que leer en una sidrería, La Pumarada. Lo organizaba Sai Ruiz, de cuyo gato, Jung, soy padrino. Me lo pidió y yo al mágico Jung no puedo negarle nada. Leí un poema de Li Po, muy sentimental, como los que a mí me gustaría y no me atrevo a escribir, y otro mío, un monólogo dramático en el que parece que está hablando un enamorado y al final resulta que está hablando Judas de Jesucristo. A los cinco minutos me marché, había pretextado un compromiso ineludible, y la fiesta siguió. La verdad es que si algo detesto más que leer mis poemas en público es que me lean los suyos los demás. La poesía la leo a solas, a mi aire, siempre paladeando las palabras y marcando el ritmo, y la leo en el momento propicio. Nada empacha más: un poco de poesía basta para perfumar la tarde, un recital es como una rociada de pachulí.
Lunes,
13 de junio
PARA SER FELIZ
Tal día como hoy,
festividad de San Antonio, patrono de Lisboa, siempre dedico un recuerdo al
poeta que tiene, entre los poetas míos, el altar principal: Fernando Pessoa. Ha
estado a punto de morir de éxito. Dejó buena parte de su obra póstuma, como es
bien sabido, y con el tiempo acabó publicándose cualquier garabato que hubiera
escrito. Cada vez me interesan menos los nuevos descubrimientos sensacionales
sobre la obra de Pessoa. Me quedo con aquellas ediciones de Ática que me
deslumbraron a finales de los setenta y comienzos de los ochenta y con aquel
verano en Coìmbra en que por el día pasaba las horas en la biblioteca de la
Faculdade de Letras, tan Estado Novo, y por las noches “andaba como un gato en
celo / en busca del amor”, para decirlo con palabras de Pasolini.
Al entrar en el kiosco para comprar
la prensa (un lujo del que no pienso prescindir), me encuentro con un regalo de
cumpleaños —en junio no hay
día en que no reciba alguno—, que me agrada
especialmente. En la portada de El
Comercio aparezco, libro en
mano, leyendo un poema en la sidrería y detrás se reconoce atento a mi admirado
Amancio Prada. Sonrío.
Luego, tomando el primer café con el
primer libro del día, se me ocurre anotar las cosas que necesito, a estas
alturas de la vida, para ser feliz: los libros nuevos de cada mañana y cada
tarde, algún elogio (a ser posible involuntario), un rato de debate con alguien
inteligente, ver el cielo entre las ramas de los árboles, pasear de noche
acompañado solo por la luna, no
incumplir ningún encargo (pero aceptar solo los encargos que me gustan), ver
feliz a toda la gente que quiero.
Martes,
14 de junio
AL CAPONE Y LA CONSTITUCIÓN
“¡Deja ya de dar la
tabarra con lo de la inviolabilidad del emérito! No sé si te das cuenta de que
con ese tema aburres hasta las ovejas”, me repite a menudo mi amigo Abelardo
Linares.
¿Pero cómo no voy a volver sobre el
tema si hoy leo en El País, que los miembros de la Comisión de Asuntos
Constitucionales, al redactar el artículo 56.3, nunca pensaron en los actos
privados del monarca, sino solo los actos públicos del jefe del Estado?
¡Cuánto cuesta aceptar lo obvio! Pero se acabará aceptando. Lo que yo no estoy tan seguro es de que algún día se exijan responsabilidades a quienes utilizaron torticeramente la Constitución para proteger a un delincuente cada vez menos presunto.
Miércoles,
15 de junio
PACTA SUNT SERVANDA
Llega el nuevo Clarín, con su cubierta
Frankenstein, y al volver de la redacción, aprovecho para hacerle algunas fotos
en el Campo de San Francisco. Se me acerca un joven al que he visto en alguna
presentación, pero del que no conozco el nombre. “¡Maravillosa revista! Mi padre la leía cuando yo
era niño y ahora la leo yo. Parece eterna”, “Pero no lo es. Ya tiene los
números contados. Acabará a final de año, con el 162”, “¡Qué pena!”.
Yo no lo veo así. Ha cumplido con creces el proyecto inicial. A finales de 1995 me llamó Graciano García. “Quiero editar una revista literaria y quiero que tú la dirijas”. Nos reunimos tres o cuatro veces, no más. Yo puse mis condiciones y las fue aceptando todas. Una de ellas era que no debía durar unos pocos números, como suele ser habitual en las revistas literarias, que había que garantizar su permanencia. “Para que deje alguna huella debe durar por lo menos cinco años”, dije yo. “Te garantizo veinticinco”, dijo él. Y yo: “Hecho”. Y nos dimos la mano como dos paisanos que cierran un trato en una feria de ganado y no necesitan firmar nada para que su acuerdo sea firme. Cumplió Graciano su palabra, a pesar de lo que ha llovido desde entonces, y además añadió tres años de propina. Todo tiene su principio y su fin, y el fin ha de llegar a su debido tiempo, no antes de tiempo ni después de un tiempo vegetativo. A comienzos del próximo año, la Biblioteca de Asturias le dedicará a la revista una exposición.
Jueves,
16 de junio
BOSTEZO MUCHO
Voy a ver María Moliner, “ópera documental” con música de Antoni Parera
Fons y libreto de Lucía Vilanova, temiéndome lo peor y no me defrauda. No
importa que la música no moleste, casi siempre resulte grata y, a ratos,
brillante; no importa la espléndida dirección de escena ni la atinada
escenografía; bostezo a los pocos minutos y no dejo de hacerlo a lo largo de
toda la función. Los problemas de María Moliner para hacer su diccionario
interesan tan poco como que no la eligieran académica. No tienen tensión
dramática o la libretista no ha sabido dársela. Y qué pronto dejaron de hacer
gracia los tres personajes que aparecen por los pasillos de la platea o en un
palco cantando los santos del día y los días que faltaban para que se publique
el diccionario. Relleno, relleno. ¿Y a qué viene esa escena de la quema de
libros? ¿En 1965 los censores entraban en las casas para hacer una hoguera con
los libros comprometedores? ¿Y esos libros “comprometedores” eran solo los
escritos por mujeres como Carmen Laforet o Carmen Martín Gaite? Panfleto,
panfleto. Y qué ingenuidad cuando, antes de que a la aspirante a académica se
le aparezcan Emilia Pardo Bazán, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Isidra de
Guzmán y Carmen Conde, un personaje nos advierta que esa escena no ocurrió nunca
o solo ocurrió en su imaginación. Pero tampoco hay que exagerar, no todo fue un
desastre: la caricatura de la reunión académica tiene gracia y las variaciones
sobre la palabra silencio con que termina la obra, emoción.
Viernes,
17 de junio
AÚN EL CIELO ES AZUL
Coincide el día de mi cumpleaños con la tertulia y se me
ocurre pensar que, cuando comenzaron estas reuniones de los viernes, yo tenía
treinta años. Ahora tengo cuarenta y dos más. La costumbre de tomar café y
comentar libros y planear revistas ocupa ya la mayor parte de mi vida.
Cumplir
años es un buen momento para repensar la vida. ¿Hice bien en ser tan
conservador, tan poco aventurero? ¿No debería haberme convertido en un escritor profesional? ¿No debería haberme
dedicado a hacer dinero y no a vivir al día y a librarme pronto del que no
necesitaba? ¿No debería haberme casado o al menos buscar una relación duradera?
Cumplo 72
años (me lo repito continuamente para acabar de creérmelo) y mi vida no es
perfecta. La de nadie lo es. Pero los males que me acechan, y que irán aumentado
con la edad, son los propios de la condición humana. Ni el premio Nobel —que
para algunos es la cima del éxito literario— ni una pareja joven (o una Preysler, qué
horror) contribuirían a aliviarlos. “Negros nubarrones se ciernen sobre el
horizonte”, cierto. Pero puedo asegurar que no se deben a malas decisiones
mías. Lo que soy se parece bastante a lo que siempre quise ser.
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