Jueves, 21 de abril
DESNUDO DE TODA POSESIÓN
Buscando con mi amigo el poeta Manuel Neila la sede
de la Institución Libre de Enseñanza, me sorprende una placa en el portal de un
sobrio edificio racionalista: “Esta fue la casa / desde 1935 a 1938 / del poeta Luis
Cernuda”.
Fue
la casa de Cernuda, no una de sus casas. A ella le dedica un poema de Ocnos titulado precisamente “La casa”. Antes
vivía de prestado en un semisótano de este mismo edificio de la calle Viriato,
cuyos inquilinos –Manuel Altolaguirre y Concha Méndez (hay otra placa que los
recuerda)– pasaban una temporada en Londres. Ahora tiene un piso alto, con sol,
cielo y árboles, y lo va amueblando poco a poco. Por fin ha conseguido hacer
realidad su sueño: “Desde siempre tuviste el deseo de la casa, tu casa,
envolviéndote para el ocio y la tarea en una atmósfera amiga”. Ningún lujo
necesita: “Solo cuatro paredes, espacio reducido como la cabina de un barco,
pero tuyo y con lo tuyo, aun a sabiendas de que su abrigo pudiera resultar
transitorio; ligera, silenciosa, sola, sin la presencia y el ruido ofensivos de
esos extraños con los que tantas veces ha sido tu castigo compartir la vivienda
y la vida; alta, con sus ventanas abiertas al cielo y a las nubes, sobre las
copas de unos árboles”.
En
esta hermosa tarde madrileña, me detengo largo rato ante el que fue el refugio
del poeta contra las insidias del mundo. Pero ni aún aquí pudo librarse de
ellas. Moreno Villa, que quizá no le visitó nunca, que quizá solo hablaba de
oídas, dice de este piso que “lo amuebló de una manera demasiado femenina;
ahorraba para comprarse un pueblecito o un cacharro antiguo”. La lepra de la
homofobia (y el menosprecio de lo “femenino”) afectaba a los más esclarecidos
varones de entonces.
Pronto
sería expulsado Cernuda de aquel reducido paraíso y tendría que renunciar al
sueño de encontrar otro: “Tu existir es demasiado pobre y cambiante –te dices,
escribiendo estas líneas de pie, porque ni mesa tienes; tus libros (los que has
salvado) por cualquier rincón, igual que tus papeles. Después de todo, el
tiempo que te queda es poco, y quien sabe si no vale más vivir así, desnudo de
toda posesión, dispuesto siempre para la partida”.
Viernes, 22 de abril
LA COMIDA EN PALACIO
Soy el hombre menos aventurero del mundo. Nada me
disgusta más que hacer algo por primera vez. Y con nada disfruto tanto con la
repetición. El año pasado subía con cierto temor esta aparatosa escalera, la
vistosa guardia real firme a un lado y otro como una colección gigante de
soldaditos de plomo. Esta vez me muevo como Pedro por su casa, una casa que es
de todos y por tanto también un poco mía.
Pero
nada más entrar en el primero de los salones en que se hace antesala antes de
pasar al comedor, me llevo un buen susto. "¿Qué es ese horror de
fotografía? El año pasado no estaba”, “Es el famoso cuadro de Antonio López
sobre la familia real, ese que tardo veinte o treinta años en pintar”, me
aclara Sergio Vila-San Juan.
Recordé
entonces una anécdota que cuenta Azaña. Resulta que la primera vez que entró el
gobierno provisional de la República en el palacio real, Fernando de los Ríos
se detuvo ante unas pinturas y exclamó: "¡Vaya cromos! Qué mal gusto
tenías esos Borbones", "Pues esos que usted llama cromos --le respondió
Azaña– son obra de Tiépolo".
Lo haya
pintado Tiépolo o Antonio López este retrato de familia debería estar en una
estancia privada (aunque quizá a ninguno de sus miembros le agradaría tenerlo
en casa) y no en una residencia oficial recibiendo a los invitados. Parece una
composición de esas que antes de la era digital se hacían con fotografías diversas
y que ahora suelen encontrarse polvorientas en el Rastro; desentona con el
empaque barroco de los interiores del palacio. Ni siquiera al pintor debía de
gustarle demasiado, por eso tardó veinte años en entregarlo; si no lo destruyó
sería por exigencias del contrato.
A la
ofensa estética se añade otra. ¿Qué hace ahí, con rosas en la mano, la imputada
doña Cristina? ¿No le han quitado, a pesar de la presunción de inocencia, el
título de duquesa de Palma?
Recuperado
del susto, paso al comedor. Tiene algo de cita ciegas esto de no saber quién va
a sentarse a tu lado en la gran mesa que presiden, uno frente a otro, el rey y
la reina. Me toca entre el premio Planeta, Alicia Giménez Bartlett, y el premio
café Gijón, Miguel Ángel González. Mejor novelistas que poetas: a casi todos he
dedicado alguna perdida reseña, que yo he olvidado, pero ellos no, y esa
memoria infinita para las ofensas puede dar lugar a momentos muy desagradables.
Hablamos de Almodóvar y de Carlos Boyero y de Toro, que yo todavía no he visto, pero Miguel Ángel sí: "Pues
si le encuentras descosidos al guión de Julieta,
ya verás el de la película de Kike Maíllo. Nada se sostiene, a pesar de su
empaque de buen cine comercial".
La
comida en el palacio real es la única en la que no da tiempo a aburrirse: yo
creo que solo en un McDonald's se tarda menos tiempo. Nunca he visto servicio
más eficaz ni raciones –menestra, lubina asada, fragmentos de chocolate– más
adecuadas para guardar la línea. Luego pasamos al salón chino a tomar café. Allí
tengo ocasión de saludar a Juan Manuel de Prada, que fue muy amigo mío en sus
comienzos, hace más de veinte años y luego se enfadó porque no le publiqué en Clarín una conferencia interminable
sobre Vicente Aleixandre. Él no ha sabido nada de mí desde entonces; yo he
seguido admirando su prosa y ríéndome con sus disparates. A Alicia Giménez
Bartlett le extraña que una vez ganara el Planeta. "Sería el Nadal",
dice. Pero yo recuerdo bien La tempestad
y cómo se fraguó aquel premio, según el propio Prada me fue contando paso a
paso.
Por allí
veo a Manuela Carmena, Cristina Cifuentes, Álvaro Pombo, Juan Luis Cebrián y no
sé cuántos ilustres más. Pero a quien más se acerca la gente es a un joven de
facciones un tanto rudas, o eso me parece a mí, y descuidadamente afeitado.
"Es Marwan", me dice Miguel Ángel."Hombre, Marwan, nunca le he
leído, nunca le he oído cantar, pero estoy harto de oír hablar mal de él a
Mario Vega, Miguel Floriano y otros poetas jóvenes que pasan por la tertulia. En
todas las presentaciones de poesía siempre hay alguien que arremete contra los
poetas de Twitter, así los llaman, que son ahora los que al parecer arrasan en ventas”.
Me lo
presentan, me hago yo también una foto con él, como todo el mundo, y charlamos
un rato. No se le ha subido el éxito a la cabeza. "Yo publico en Planeta,
pero si vas a mi casa verás que está llena de libros de Visor y de
Renacimiento. Me gusta mucho Luis Alberto de Cuenca, sobre todo cuando habla de
mujeres, no de Hamlet y de cosas así; también Vicente Gallego, sobre todo los
primeros libros, los últimos me quedan un poco más lejos. Ahora del poeta del
que me siento más cerca es de Karmelo Iribarren. Qué grande es".
A la
conversación se han unido Luis Alberto de Cuenca y Chus Visor; seguimos
hablando de poesía. De pronto, sigiloso, un emisario se acerca a Marwan, le
susurra algo y este se despide con un gesto de extrañeza. Luego le vemos en una
esquina apartada charlando con la reina. “Como en el poema de Manuel Machado
–comento sonriente–, aquel en que un paje se lleva al conde de Villamediana para
una cita secreta”. Luis Alberto de Cuenca, con quien competí una vez en Sofía
recitando poemas, también se lo sabe de memoria: "El conde, orgullo y
gloria, las damas galantea / y a los nobles zahiere --madrigal y epigrama-- /
cuando un paje de lejos y por señas le llama. / No lleva el paje escudo ni
señorial librea".
Mientras
la reina charlaba con Marwan, el rey, que nunca olvida su papel de anfitrión,
entretenía, acurrucado junto a él, a Fernando del Paso, el premiado de este año,
en silla de ruedas. Antonio Gamoneda, solitario, vencido por la edad, paseaba con
gesto entre enfurruñado y ausente. Me habría gustado saludarle, charlar con él
un rato, pero le he dedicado alguna ironía a sus reflexiones sobre el realismo
como lenguaje del poder y es de los que no olvidan ni perdonan.
Sábado, 23 de abril
MIRANDA Y LETIZIA
Viene bien, tras el día de ayer, todo el tiempo con
gente, esta mañana solitaria en el Jardín Botánico. Entro nada más abrir y lo
tengo entero para mí solo. Está en su esplendor primaveral. Miro, admiro, huelo,
sueño, leo, escucho el maravilloso silencio. Por unas horas me siento el rey del
mundo (como me ocurre a menudo, por otra parte: no me puedo quejar).
Ayer,
después de la comida en palacio, tome un café con Juan Manuel de Prada; como la
diplomacia no es lo mío, a punto estuvo nuestra reconciliación de terminar a la media hora de haber
comenzado. Para demostrarle que le leo todas las semanas, no se me ocurrió otra
cosa que recordarle sus disparates a propósito de Internet y otras cuestiones
en las que supera en contundencia y desinformación a Javier Marías, que ya es
decir. Y yo lo hice sin mala intención, solo para discutir un poco, que es lo
que me gusta. No acabo de comprender que ese es un gusto no demasiado
compartido.
Luego,
un paseo por el Retiro con José Luis Morante y Herme G. Donis, amiga desde los
días avilesinos que compartimos con Ana de Valle, antes de visitar la
exposición sobre Borges en la Casa de América. Eché de menos a Víctor Botas,
que la habría disfrutado como nadie.
Morante
se dedica a las mismas cosas que yo, pero es exactamente mi contrario: todo
amabilidad y buen rollismo. Siempre le digo que me gustaría ser como él, pero
la verdad es que me gusta ser como soy. A fin de cuentas, en cualquier película
el papel de malo es siempre el más agradecido.
Ceno
en Villaverde Bajo, invitado por José Cereijo, a quien conozco desde hace más
de veinte años, aunque nunca había estado en su casa, un bajo en una antigua
barriada de ferroviarios. Creo que a Cernuda le habría gustado: muchos libros,
pero cada uno en su sitio, bien seleccionados y perfectamente alineados. Eugenio
d’Ors decía que los invitados a una comida, para que esta resulte agradable,
deberían ser más que las gracias y menos que las musas. En este caso se cumplía
esa condición: éramos exactamente ocho. Entre ellos Javier Lostalé, el único
poeta del que jamás nadie ha sido capaz de hablar mal, ni siquiera yo. Y sin
embargo nos contó –con sonrisa angelical, sin rencor ninguno– una reciente
peripecia de novela negra que a punto estuvo de acabar con él de la misma
trágica manera que con el poeta Luis Miguel Nava, que apareció maniatado y
acuchillado en su piso de Bruselas.
La
cena terminó, como no podía ser de otra manera, con una lectura cervantina: el
prólogo y la dedicatoria del Persiles:
“Puesto ya el pie en el estribo / con las ansias de la muerte…”
Lo
que más envidio de mis dos anfitriones madrileños, José Cereijo y Felipe de
Borbón, que parecían ir para solterones, es que han encontrado a la compañera
adecuada: Miranda y Letizia. “Sin una mujer, ninguna casa es un hogar, solo una
leonera”, le escucho decir a un amigo. Pero a mí lo que me gusta son las
leoneras.
Fue un verdadero placer tenerte como invitado; no sé si en el caso de Cernuda, tan gran poeta, lo hubiera sido tanto, aunque tengo mis dudas. Y, respecto a la "leonera", puedo jurar que, como dicen, no es tan fiero el león como lo pintan. Ni mucho menos. Gracias, en nombre de ambos.
ResponderEliminarJosé Cereijo
Muchas gracias por la mención, José Luis. ¡Ha sido un doble privilegio!
ResponderEliminarMe alegro que no os moleste mi comentario. No sé lo que opinaría el otro anfitrión...
EliminarJLGM
Vaya, vaya..., mira tú por dónde me entero de que mi señora doña Miranda (la que acababa de defender como una leona a su cachorrín de los gorgoritos bodilones) es la compañera del buen Cerezo (bueno lo es, de eso no me cabe duda). Pues que me peta cantidad la buena nueva. Felicidades a ambos villaverdinos abajeros.
ResponderEliminarPues gracias, tanto por una cosa -la felicitación- como por la otra -lo de bueno. Ya quisiera uno.
ResponderEliminarY hablando de la calle Viriato, expongo la desagradable curiosidad de la coincidencia de una página trágica de la historia de mi familia con una de las muchas desconocidas de la guerra civil. Resulta que mis abuelos vivían con mi madre en el número 39 y una noche la aviación alemana bombardeó el edificio hasta dejarlo convertido en una escombrera. Afortunadamente todos los vecinos se salvaron, aunque se quedaron literalmente de patitas en la calle, con lo puesto. En cambio el destinatario de la bomba, un tal Largo Caballero, se había largao horas antes y se evitó el horror. Como siempre, hay unos que viven el drama con más sentimiento democrático que otros.
ResponderEliminarMartín, Carmena nunca diría que comió "en palacio", eso se aproxima a cierta jerga cortesana: la noble alcaldesa diría que comió en el palacio real.
ResponderEliminarY puestos a estremecerse de horrores en esa "casa de todos"... Tan de todos no será, que la última vez me cobraron por entrar. Mi severo padre nunca lo hizo cuando caía servidor por el hogar.
Qué Valle ni qué niño muerto, Martín..., que eso lo puso Rafael Duyos en boca de la infanta Isabel de España, la Chata: "En fin, vamos a Palacio. Ay…. con lo bien que se está en casa.
ResponderEliminarO como mi hermano hacía cenando por esas tascas, de tapadillo", y lo escucharías en la radio de la cocina de tu casa de Valliniello. Era un top en las emisoras vespertinas (siempre era al anochecer) del franquismo, por lo menos en mi manzana mítica, ¿eh?
Así hablan los de la crema real y allegados o meritorios :"He estado en Palacio".
Y en lo de los gastos de comunidad tienes razón, cómo no me habré dado cuenta.
PS.- Fin de semana, Kurtz, y sin una maldita buena película que echarse a los ojos.
Buen finde.
Cada uno tiene sus clásicos; yo dije los míos.
ResponderEliminarJLGM
Mis clásicos, Martín, se despliegan en abanico deslumbrante: de la varilla diestra a la siniestra, del ribete al guardapulgar. Paradoja de abanicos, este romancero falangista ocupa varilla entre Foxá y el buen Borges. No hace falta que explique que los tengo agrupados por afinidades que nada tienen que ver con la bondad literaria: de haberlo hecho así, el Ciego haría compañía a tu Manco (adosados al Manco Supremo) en el segmento opuesto del abanico que habita Duyos. Que no era manco del todo.
ResponderEliminar