sábado, 13 de julio de 2013

Historias de hotel: Elemental, querido Watson

 

Aquel barrio, tan cerca del Museo Británico, tan lleno de recuerdos literarios, con su arbolada plaza y el ir y venir de los estudiantes de la universidad, es verdaderamente agradable, y pronto se convertiría en uno de mis rincones favoritos del viejo Londres. Pero la primera vez llegué al anochecer, cansado del viaje y con un estado de ánimo no demasiado bueno. La silueta del Hotel Russell, recortándose en el cielo oscuro, resultaba más amenazante que acogedora. Era un edificio victoriano que parecía el escenario de una película de terror o un melodrama del estilo de Luz que agoniza.
            Tardé en dormirme aquella primera noche y, para escapar de los fantasmas del insomnio, decidí bajar al bar del hotel a tomarme una copa. Se trataba de un local muy agradable que, no sé por qué, me recordó al club Diógenes en el que vivía el hermano de Sherlock Holmes. Al lado había un salón con chimenea y una buena biblioteca. Me fui allí con mi copa y cogí un libro. No podía leer. Pedí otra copa. El camarero tuvo que avisarme de que iban a cerrar el bar. Yo era el único cliente.
            Al día siguiente, se repitió la operación y esta vez el camarero, tras indicarme en inglés que era la hora de retirarse, me sorprendió hablándome en español. “Si no tiene ganas todavía de ir a la cama, le invito a venirse conmigo; conozco un lugar verdaderamente divertido”. El camarero, que tenía la apariencia de un perfecto mayordomo inglés, era en realidad de Badajoz. Me llevó a un local oscuro y ruidoso, eso es todo lo que recuerdo. Me desperté tarde, con un gran dolor de cabeza. No sé cómo volví al hotel.
            Acabé haciéndome amigo de Jesús, que así se llamaba el camarero, y un día, en la habitación en que vivía de un piso compartido, me enseñó un libro que, según él, había pertenecido al doctor Watson, el ayudante de Sherlock.
            “¿Se trata de una broma?”, le dije. “A mí también me gusta mezclar la realidad con la ficción”.
            “John H. Watson no existió, por supuesto. Pero este Watson, el verdadero doctor Watson, amigo de Sir Conan Doyle,  sí que existió”.
            El libro se titulaba Demeter and other poems, era de Alfred Tennyson y estaba editado por Macmillan and Co. en 1889. En el exlibris se leía: “Thomas Carrick Watson”.


            Este doctor Watson, modelo del personaje de ficción, fue compañero de estudios de Conan Doyle y un gran admirador suyo, desde bastante antes de que se convirtiera en célebre escritor. A Conan Doyle le exasperaba un poco porque tenía demasiado sentido común y todo lo tomaba al pie de la letra; jamás entendía los chistes ni las agudezas verbales a las que el futuro escritor era tan aficionado. Le tomaba con frecuencia como objeto de sus bromas, algunas algo pesadas. Ya habían dejado de verse cuando se le ocurrió la figura del detective que le haría famoso y que acabaría por hartarle. No pensó conscientemente en su antiguo amigo al darle el nombre de Watson al ayudante un poco lerdo que subrayaba la genialidad del héroe, pero seguro que su borroso recuerdo tuvo algo que ver.
            Cuando Thomas Carrick le citó en el Hotel Russell, que entonces acababa de inaugurarse, temió por un momento que le hubiera molestado aquella coincidencia y que viera en ella la continuación de las antiguas bromas.
            Pero no era así, sino todo lo contrario. Estaba orgulloso de que se hubiera acordado de él y le permitiera compartir un poco de su gloria.
            “¡Traigo un problema para Sherlock!”, dijo de pronto Thomas interrumpiendo la charla sobre los viejos tiempos. “Se lo pasaré”, respondió sonriendo el escritor.
            “Es un grave problema y tiene que resolverlo pronto. Todo el mundo piensa, salvo los lectores más ingenuos, que Sherlock Holmes es un personaje de ficción. Yo sé que no, al menos en lo fundamental, Sherlock eres tú y el doctor Watson soy yo. Podrán ser falsas a veces las aventuras que nos inventas para entretener al personal, pero los personajes son verdaderos. La inteligencia de tu personaje es la tuya y la admiración de su ayudante es la que yo siento por ti, la misma que sentía cuando éramos jóvenes e inseparables. El problema que me ha traído hasta ti es grave, de los que no pueden aparecer en la prensa porque está en juego el honor de una dama y los más altos intereses de la nación. El caso es el siguiente. Esa dama quedó viuda hace algún tiempo; estaba muy enamorada; entró en una depresión. Todos los intentos de los doctores para sacarla de ella fueron vanos. Y entonces volvió a hacer su aparición el amor, aunque esta vez un amor más maternal que otra cosa. La dama le cogió cariño a un joven sirviente recién llegado de la India. Y le hizo regalos y le escribió algunas cartas que podrían ser mal interpretadas. No hubo nada inmoral entre ellos, nada obsceno, pongo mi mano en el fuego por esa dama, daría mi vida por ella. El caso es que ese joven sirviente estableció relaciones formales con una muchacha de su edad y de su misma clase social. Cuando estaban a punto de casarse, ella descubrió las cartas. No solo las cartas antiguas, sino otras recientes, llenas de cariño y deseos de que siguieran viéndose. Eran cartas maternales, ya dije, la dama dobla en edad al muchacho, pero su prometida no lo entendió así y le armó un escándalo y acabaron rompiendo el compromiso. Como venganza, la muchacha se llevó algunas de aquellas cartas. Su actual novio las ha ofrecido, por una abultada suma de dinero, a varios periódicos extranjeros y a la embajada alemana. Si esas cartas se publican, el daño será irreparable, no solo para su autora, también para nuestro país”.


            En ningún momento dijo Thomas el nombre de la dama, pero no hacía falta. Conan Doyle estaba al tanto de determinados rumores y en seguida supo quién era ella y quién el hermoso sirviente indio, de religión musulmana, que le había robado el corazón: Karim Abdul. “Si no tenía más que tocar una campanilla, de día o de noche, para tenerle a su lado, ¿a qué escribirle cartas? La señora ha sido un poco indiscreta”.
            “Yo no soy nadie para juzgarla, querido Arthur. ¿Recuperarás esos papeles? Mis informes dicen que ya han encontrado comprador y que se está a punto de llegar a un acuerdo sobre el precio”.
            “Dentro de tres días, a esta misma hora, nos volveremos a encontrar aquí y te diré lo que he podido hacer”.
            Cuando se despidieron, Thomas Carrick Watson no las tenía todas consigo. “No sé si me has tomado en serio, pero ya sabes que yo siempre hablo en serio. Te preguntarás, aunque tu discreción te ha impedido decirme nada, que por qué me intereso yo por este asunto. Por supuesto que también andan en ello los mejores agentes de la policía. Pero un alto empleado de palacio, paciente mío, que sabe de mi relación contigo, me ha pedido ayuda. Y yo he creído entender que no hablaba en nombre propio. Confío plenamente en ti”.
            Tres días después, un cuarto de hora antes de la hora convenida, llegó Thomas al bar del hotel. Pasó ese cuarto de hora, pasó un cuarto de hora más y nadie aparecía.
De pronto, cuando ya estaba desesperado, cuando un sudor frío comenzaba a correrle por la frente y estaba a punto de desmayarse pensando que había fallado a la dama que había confiado en él y a su país, entró Sherlock Holmes, no su amigo Conan Doyle, sino el propio detective, con su gorra inconfundible y su pipa y su nariz aguileña. Le saludó cortésmente y le entregó un pequeño envoltorio que Thomas abrió con mano temblorosa para reconocer de inmediato unas cartas escritas con la letra inconfundible que firmaba los decretos del gobierno. Sherlock, sin añadir palabra, hizo ademán de marcharse.
“Pero, ¿no me va a explicar cómo lo ha conseguido?”
“Elemental, querido Watson”, respondió el detective con una sonrisa antes de desaparecer.
            “Esa es una frase que nunca dice el verdadero Sherlock Holmes, sino el actor que lo encarnaba en las adaptaciones teatrales de sus aventuras”, añadió Jesús. Conan Doyle le había gastado una última broma a su viejo amigo.
            Los asuntos que me había llevado a Londres acabaron pronto y mal. Seguí, sin embargo, en contacto con Jesús, ahora profesor de inglés en Soria. Él me informó de la publicación del libro de Sharabani Basu Victoria and Abdul, que tanta luz aporta sobre tan insólita relación. Pero lo que nunca se pudo averiguar es cómo Sir Arthur Conan Doyle, el verdadero Sherlock Holmes, recuperó las cartas comprometedoras. Jamás se refirió en sus escritos a aquella aventura. “Los secretos de una dama siempre están seguros cuando se confían a un caballero”, fue todo lo que se le oyó decir.



            

2 comentarios:

  1. por esta entrada tan bella, gracias. también por haberme hecho recordar los cafés intermedios entre las clases, sentada en el parque de rusell square, que parece que pasó una eternidad y sólo fue ayer, en algún lugar del pasado que todavía vive conmigo. a.r.

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  2. Me alegra comprobar que alguien recuerda con agrado Russell Square.

    JLGM

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