Aquel barrio, tan cerca del Museo Británico, tan lleno de
recuerdos literarios, con su arbolada plaza y el ir y venir de los estudiantes
de la universidad, es verdaderamente agradable, y pronto se convertiría en uno
de mis rincones favoritos del viejo Londres. Pero la primera vez llegué al
anochecer, cansado del viaje y con un estado de ánimo no demasiado bueno. La
silueta del Hotel Russell, recortándose en el cielo oscuro, resultaba más
amenazante que acogedora. Era un edificio victoriano que parecía el escenario
de una película de terror o un melodrama del estilo de Luz que agoniza.
Tardé en
dormirme aquella primera noche y, para escapar de los fantasmas del insomnio,
decidí bajar al bar del hotel a tomarme una copa. Se trataba de un local muy
agradable que, no sé por qué, me recordó al club Diógenes en el que vivía el
hermano de Sherlock Holmes. Al lado había un salón con chimenea y una buena
biblioteca. Me fui allí con mi copa y cogí un libro. No podía leer. Pedí otra
copa. El camarero tuvo que avisarme de que iban a cerrar el bar. Yo era el
único cliente.
Al día
siguiente, se repitió la operación y esta vez el camarero, tras indicarme en
inglés que era la hora de retirarse, me sorprendió hablándome en español. “Si
no tiene ganas todavía de ir a la cama, le invito a venirse conmigo; conozco un
lugar verdaderamente divertido”. El camarero, que tenía la apariencia de un
perfecto mayordomo inglés, era en realidad de Badajoz. Me llevó a un local
oscuro y ruidoso, eso es todo lo que recuerdo. Me desperté tarde, con un gran
dolor de cabeza. No sé cómo volví al hotel.
Acabé
haciéndome amigo de Jesús, que así se llamaba el camarero, y un día, en la
habitación en que vivía de un piso compartido, me enseñó un libro que, según
él, había pertenecido al doctor Watson, el ayudante de Sherlock.
“¿Se trata
de una broma?”, le dije. “A mí también me gusta mezclar la realidad con la
ficción”.
“John H. Watson
no existió, por supuesto. Pero este Watson, el verdadero doctor Watson, amigo
de Sir Conan Doyle, sí que existió”.
El libro se
titulaba Demeter and other poems, era
de Alfred Tennyson y estaba editado por Macmillan and Co. en 1889. En el
exlibris se leía: “Thomas Carrick Watson”.
Este doctor
Watson, modelo del personaje de ficción, fue compañero de estudios de Conan
Doyle y un gran admirador suyo, desde bastante antes de que se convirtiera en
célebre escritor. A Conan Doyle le exasperaba un poco porque tenía demasiado
sentido común y todo lo tomaba al pie de la letra; jamás entendía los chistes
ni las agudezas verbales a las que el futuro escritor era tan aficionado. Le
tomaba con frecuencia como objeto de sus bromas, algunas algo pesadas. Ya
habían dejado de verse cuando se le ocurrió la figura del detective que le
haría famoso y que acabaría por hartarle. No pensó conscientemente en su
antiguo amigo al darle el nombre de Watson al ayudante un poco lerdo que
subrayaba la genialidad del héroe, pero seguro que su borroso recuerdo tuvo
algo que ver.
Cuando
Thomas Carrick le citó en el Hotel Russell, que entonces acababa de
inaugurarse, temió por un momento que le hubiera molestado aquella coincidencia
y que viera en ella la continuación de las antiguas bromas.
Pero no era
así, sino todo lo contrario. Estaba orgulloso de que se hubiera acordado de él
y le permitiera compartir un poco de su gloria.
“¡Traigo un
problema para Sherlock!”, dijo de pronto Thomas interrumpiendo la charla sobre
los viejos tiempos. “Se lo pasaré”, respondió sonriendo el escritor.
“Es un
grave problema y tiene que resolverlo pronto. Todo el mundo piensa, salvo los
lectores más ingenuos, que Sherlock Holmes es un personaje de ficción. Yo sé
que no, al menos en lo fundamental, Sherlock eres tú y el doctor Watson soy yo.
Podrán ser falsas a veces las aventuras que nos inventas para entretener al
personal, pero los personajes son verdaderos. La inteligencia de tu personaje
es la tuya y la admiración de su ayudante es la que yo siento por ti, la misma
que sentía cuando éramos jóvenes e inseparables. El problema que me ha traído
hasta ti es grave, de los que no pueden aparecer en la prensa porque está en
juego el honor de una dama y los más altos intereses de la nación. El caso es
el siguiente. Esa dama quedó viuda hace algún tiempo; estaba muy enamorada;
entró en una depresión. Todos los intentos de los doctores para sacarla de ella
fueron vanos. Y entonces volvió a hacer su aparición el amor, aunque esta vez un
amor más maternal que otra cosa. La dama le cogió cariño a un joven sirviente
recién llegado de la India. Y
le hizo regalos y le escribió algunas cartas que podrían ser mal interpretadas.
No hubo nada inmoral entre ellos, nada obsceno, pongo mi mano en el fuego por
esa dama, daría mi vida por ella. El caso es que ese joven sirviente estableció
relaciones formales con una muchacha de su edad y de su misma clase social.
Cuando estaban a punto de casarse, ella descubrió las cartas. No solo las
cartas antiguas, sino otras recientes, llenas de cariño y deseos de que
siguieran viéndose. Eran cartas maternales, ya dije, la dama dobla en edad al
muchacho, pero su prometida no lo entendió así y le armó un escándalo y
acabaron rompiendo el compromiso. Como venganza, la muchacha se llevó algunas
de aquellas cartas. Su actual novio las ha ofrecido, por una abultada suma de
dinero, a varios periódicos extranjeros y a la embajada alemana. Si esas cartas
se publican, el daño será irreparable, no solo para su autora, también para
nuestro país”.
En ningún
momento dijo Thomas el nombre de la dama, pero no hacía falta. Conan Doyle
estaba al tanto de determinados rumores y en seguida supo quién era ella y
quién el hermoso sirviente indio, de religión musulmana, que le había robado el
corazón: Karim Abdul. “Si no tenía más que tocar una campanilla, de día o de
noche, para tenerle a su lado, ¿a qué escribirle cartas? La señora ha sido un
poco indiscreta”.
“Yo no soy
nadie para juzgarla, querido Arthur. ¿Recuperarás esos papeles? Mis informes
dicen que ya han encontrado comprador y que se está a punto de llegar a un
acuerdo sobre el precio”.
“Dentro de
tres días, a esta misma hora, nos volveremos a encontrar aquí y te diré lo que
he podido hacer”.
Cuando se
despidieron, Thomas Carrick Watson no las tenía todas consigo. “No sé si me has
tomado en serio, pero ya sabes que yo siempre hablo en serio. Te preguntarás,
aunque tu discreción te ha impedido decirme nada, que por qué me intereso yo
por este asunto. Por supuesto que también andan en ello los mejores agentes de
la policía. Pero un alto empleado de palacio, paciente mío, que sabe de mi
relación contigo, me ha pedido ayuda. Y yo he creído entender que no hablaba en
nombre propio. Confío plenamente en ti”.
Tres días después, un cuarto de hora antes de la hora
convenida, llegó Thomas al bar del hotel. Pasó ese cuarto de hora, pasó un
cuarto de hora más y nadie aparecía.
De pronto, cuando ya estaba
desesperado, cuando un sudor frío comenzaba a correrle por la frente y estaba a
punto de desmayarse pensando que había fallado a la dama que había confiado en
él y a su país, entró Sherlock Holmes, no su amigo Conan Doyle, sino el propio
detective, con su gorra inconfundible y su pipa y su nariz aguileña. Le saludó
cortésmente y le entregó un pequeño envoltorio que Thomas abrió con mano
temblorosa para reconocer de inmediato unas cartas escritas con la letra
inconfundible que firmaba los decretos del gobierno. Sherlock, sin añadir
palabra, hizo ademán de marcharse.
“Pero, ¿no me va a explicar cómo
lo ha conseguido?”
“Elemental, querido Watson”,
respondió el detective con una sonrisa antes de desaparecer.
“Esa es una
frase que nunca dice el verdadero Sherlock Holmes, sino el actor que lo
encarnaba en las adaptaciones teatrales de sus aventuras”, añadió Jesús. Conan
Doyle le había gastado una última broma a su viejo amigo.
Los asuntos
que me había llevado a Londres acabaron pronto y mal. Seguí, sin embargo, en
contacto con Jesús, ahora profesor de inglés en Soria. Él me informó de la
publicación del libro de Sharabani Basu Victoria
and Abdul, que tanta luz aporta sobre tan insólita relación. Pero lo que
nunca se pudo averiguar es cómo Sir Arthur Conan Doyle, el verdadero Sherlock
Holmes, recuperó las cartas comprometedoras. Jamás se refirió en sus escritos a
aquella aventura. “Los secretos de una dama siempre están seguros cuando se
confían a un caballero”, fue todo lo que se le oyó decir.
por esta entrada tan bella, gracias. también por haberme hecho recordar los cafés intermedios entre las clases, sentada en el parque de rusell square, que parece que pasó una eternidad y sólo fue ayer, en algún lugar del pasado que todavía vive conmigo. a.r.
ResponderEliminarMe alegra comprobar que alguien recuerda con agrado Russell Square.
ResponderEliminarJLGM