Domingo, 16 de
diciembre
SÉ QUE SÍ
Nunca le he contado a nadie lo que le voy a contar a usted.
¿Para qué? Nadie me creería. Usted tampoco. O quizá sí. A fin de cuentas, si es
verdad lo que escribe, le pasan cosas semejantes.
Iba yo a Madrid en coche, por
asuntos de trabajo, la semana pasada. Entre Zamora y Benavente tomé una pequeña
desviación hacia el pueblo de mi mujer. Tenía que entregarles un paquete a unos
parientes suyos. Cien veces he hecho yo
ese camino. Podrá hacerlo con los ojos cerrados Y sin embargo esta vez me
perdí. Se tarda poco más de quince minutos en llegar al pueblo y yo llevaba más
de media hora y ni siquiera divisaba las pequeñas lomas que lo preceden.
La carretera comarcal continuaba
recta, no se divisaba ni un árbol ni una casa por ninguna parte. En el
horizonte apareció de pronto una inmensa luna amarilla, como una moneda de oro.
En el aire sentí una vibración extraña. Detuve el coche. Comencé a dar la
vuelta. Regresaría al punto de partida y continuaría hacia Madrid. Era lo
mejor. No quería llegar demasiado tarde. A fin de cuentas, el paquete podía
perfectamente entregarlo a mi vuelta, dos días después. El sol ya se había
puesto hacía rato, pero aún había bastante claridad. De pronto la luz comenzó a
cambiar de color y los campos a mi alrededor se fueron tiñendo de rojo, de
verde, de un intenso azul. Bajé del coche sorprendido y algo asustado.
Y entonces los vi. Eran tres o
cuatro, de aspecto muy extraño y a la vez familiar, no sé bien por qué. A su lado estaba la nave, sin puertas ni
ventanas, cuyas superficies reflejaban lo que había alrededor como un espejo.
Yo vi mi coche y mi rostro atónito en ellas. Uno de aquellos individuos alargó
su mano hacia mí. El brazo se estiró, como si fuera de goma, y sin él avanzar
un paso comenzó a acariciarme la cara. Yo no sabía si gritar o echar a correr.
Pero como en los sueños no podía hacer nada. Lo que ocurrió entonces fue
sorprendente. La cara de aquel ser que me acariciaba, una cara impersonal como
la de un maniquí, comenzó a parecerse a la mía; pronto no hubo diferencia entre
la que reflejaba la superficie de la nave y la suya. Pero la del espejo tenía
un gesto de terror mientras que la otra sonreía plácidamente. “No temas”, me
dijo. Otro de aquellos seres alargó uno de sus brazos hasta tocar mi coche.
Comenzó a pasear la mano por su superficie y otro coche idéntico fue
apareciendo junto a la nave. Toda esta operación duró menos de lo que tardo en
contarlo. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Cerré los ojos asustado y los abrí al
instante. A mi alrededor no había nadie, comenzaban a aparecer las primeras
estrellas y a soplar un viento frío. Yo parecía estar en medio de ninguna
parte. Me metí en el coche, di la vuelta y menos de diez minutos después
(aunque recordaba perfectamente que había tardado más de media hora en llegar
hasta allí) estaba en la carretera general camino de Madrid. Antes de llegar ya
me reía yo mismo de lo que presuntamente me había ocurrido. Tengo que descansar
más o acabaré majara, me dije. Y es que últimamente, con esto de la crisis,
tengo que trabajar más del doble para ganar menos de la mitad. Soy comercial,
ya se imagina usted.
No le dije a nadie, ni siquiera a
mi mujer, lo que me había pasado, o lo que yo creía que me había pasado.
Alucinaciones causadas por la fatiga, sin duda. Pero desde entonces ocurren cosas
raras, muy raras. Alguien me cuenta que se encontró conmigo en Barcelona cuando
yo no me moví de Oviedo, o mi mujer me habla de una película que vimos juntos y
que yo no recuerdo haber visto jamás. De esto último le echo la culpa a mi mala
memoria, pero no sé. Es como si alguien se dedicara a suplantarme. ¿Pero por
qué iba a hacer nadie nada semejante?
Le cuento esto porque, según su diario,
usted ve el programa Alienígenas, del
canal Historia, aunque me parece que solo para reírse. ¿Usted cree que habrá
algo de verdad en lo que cuentan? Por supuesto que yo también, como usted y
todas las personas sensatas, creo que no. Creo que no, creo firmemente que no,
pero sé que sí.
Lunes, 17 de diciembre
EN CENTRAL PARK
La historia es conocida, bien conocida. Una noche de abril
de 1989 una mujer blanca, soltera, de veintinueve años, analista de
inversiones, salió a correr después de la larga jornada de trabajo por Central
Park, como solía hacer casi todos los días. La encontraron a la una y media de
la madrugada con la ropa arrancada cerca del camino de conexión con la Calle 102. Tenía el cráneo
aplastado, había sido violada. “Pesadilla en Central Park” fueron los titulares
del día siguiente en todos los periódicos.
Ese crimen
marcó un antes y un después en la percepción que los neoyorquinos tenían de su
ciudad. Por todas partes aparecieron patrullas de ciudadanos para devolver el
parque a la gente, para liberarlo de las pandillas de salvajes merodeadores.
Joan Didion lo analiza en uno de los capítulos de Los que sueñan el sueño dorado. Y muestra cómo un crimen real fue
convertido en una narración simbólica. Todos los problemas de Nueva York podían
desaparecer con un gesto mágico: entrar de noche en el parque cogidos de la
mano, encender velas, expulsar con la sola presencia de los ciudadanos
honrados, blancos en su mayor parte, a los depredadores, negros en su mayoría.
Después de
leer a Joan Didion, yo mismo veo la ciudad de otra manera. Los hechos, incluso
los más violentos, no son nada si no se insertan en una narración que les da
sentido, que les convierte en parte de un cuento con el que nos abren los ojos
o, más a menudo, nos adormecen.
Jueves, 20 de diciembre
UNA NOCHE EN LA ÓPERA
¡Qué mundo tan ridículo el de los aficionados a la ópera!,
pienso tras soportar en el Campoamor el primer acto de Agrippina.
“¡Es una
ópera antigua y muy larga!”, parece que pensó la directora, Mariame Clément.
“Para hacer que el público no se aburra demasiado y entienda algo, voy a
trasladar la acción a los años ochenta, voy a convertirla en un remake de las
series televisivas Dallas o Dinastía”.
En la ópera
se llama “actualizar la acción” a cambiar de trajes. Clément además llena de
pantallas la mitad del escenario. En ellas aparece de todo en revuelto y a
menudo repugnante revoltijo, desde rascacielos hasta huevos fritos, desde una
grúa hasta una fabada.
Y los
cantantes han de hacer continuamente el ridículo mientras cantan maravillosamente.
En un diminuto despacho, que si nada tiene que ver con el mundo romano menos
tiene que ver con el de los ejecutivos del petróleo, uno de los personajes
viola a Agrippina sin quitarse los pantalones, y luego se sube la cremallera de
la bragueta mirando al público (estos torpes pegotes escandalosos gustan mucho
a los programadores). Tras quedarse sola junto a la bañera que Claudio acaba de
abandonar (se baña con el sombrero tejano puesto, sin duda para hacer más
gracia), Agripina juega con la espuma del agua sucia y luego vacía en ella una
botella de champán (sé a quien le haría beber yo el mejunje resultante). Nerón
se reúne a charlar con sus amigos en un coche abandonado en un desguace. De vez
en cuando nos encontramos en un pueblerino restaurante… Nada de esto aparece,
por supuesto, en el libreto de Vincenzo Grimani.
En los
actos siguientes ya lo pasé algo mejor. Encontré el remedio casi perfecto.
Cerré los ojos y me dediqué a escuchar la música. Y a fantasear una escenografía
a mi gusto. Como se estrenó en Venecia a comienzos del XVIII, me inspiré en el
Veronés para los trajes fantasiosos y en Tiépolo para las arquitecturas
palaciegas. Ottone y Nerone se escondían entre cortinajes, por supuesto, no en
un armario ropero.
Claro que
de vez en cuando me podía la tentación y abría un instante los ojos: ver hacer
el ridículo también tiene su gracia, sobre todo si quien lo hace es alguien,
Mariame Clément, con muchas pretensiones, como demuestra en el programa de
mano. Pero podía más la música y la historia tragicómica y en seguida volvía a
cerrarlos.
Luis
Vázquez del Fresno, que se sentaba a mi lado, dijo con resignación: “Esto es
muy frecuente. Hay que acostumbrarse. A saber lo que harán algún día con mi
ópera La dama del alba”. Y yo pensé
que a lo mejor, para que el público no se aburra, trasladan la acción al Madrid
de Aquí no hay quien viva o La que se avecina.
“Pues a mí
me gusta”, me dice una señora de la fila de atrás (a su acompañante, en cambio,
se le escapó un “putos vídeos” que a punto estuvo de provocar una general carcajada).
Pero no se
trata de que guste o no, sino de un desprecio a la obra representada que
debería ser inaceptable. Es como si al comisario de la exposición de Matisse
que acaba de inaugurarse en el Met de Nueva York le diera por pensar que la
pintura de Matisse es aburrida y anticuada para el público actual, acostumbrado
al cómic, y encargara que dibujaran graciosos monigotes en el cristal de los
cuadros para que los visitantes se aburrieran menos.
Viernes, 21 de
diciembre
RECUERDE ESE NOMBRE
Ganas me dan de organizar una asociación de damnificados por
la función de anoche. Yo apenas pude dormir, tuve pesadillas, me levanté con
dolor de cabeza. Catarina Valdés tampoco se encuentra bien, Esther García
promete no volver a repetir, Rodrigo Olay dice que pasó las peores horas de su
vida… Coincidimos en Avilés, donde Marian Suárez nos ha invitado a leer poemas
en la iglesia de Sabugo. Allí charlo con otras víctimas. Unos amigos me repiten
la frase “los matrimonios decentes solo duermen juntos en el palco de la
ópera”, y añaden: “Pues nosotros estuvimos a punto de vomitar juntos”. Luego
cada uno va contando el mayor disparate que recuerda y acabamos riéndonos a
carcajadas. ¡Cuántos sacrificios hay que hacer para que no le tomen a uno por
anticuado y provinciano! Pero no todos los aficionados son tan masoquistas y
acomplejados como piensan los programadores: casi la mitad abandonó la función.
Yo resumo mi experiencia en una advertencia que convendría grabar a la entrada
de cualquier teatro:
“Mariame
Clément. Mariame Clément. Recuerde ese nombre. Y huya de inmediato en cuanto lo
vuelva a escuchar”.
Sábado, 22 de
diciembre
APRETAR UN BOTÓN
Ayer no se acabó el mundo. Lástima. Porque era una buena
manera de terminar con tanto dolor, tanta sangre injustamente derramada. Si en
un platillo de la balanza pusiéramos a toda la gente feliz y en la otra a los
que sufren, ¿qué lado pesaría más?
Cierto
místico judío afirma que el mundo es un borrón que Dios, en un momento de
descuido, dejó caer en la página en blanco de la nada. Y que más pronto o más
tarde –para Él mil años duran un segundo– se decidirá a borrarlo. Entonces la
humanidad volverá al paraíso sin desesperación ni conciencia del que no debería
haber salido. Ahora lo hacemos de uno en uno, dejando en herencia nuestra
angustia a los que quedan.
Irse todos
de una vez, sin darnos cuenta… “Si bastara apretar un botón, ¿tú qué harías?”,
me pregunto. Mejor que no me encuentre nunca en una situación semejante.
felices fiestas y feliz año nuevo.
ResponderEliminarGracias, anónimo lector. Lo mismo digo.
ResponderEliminarJLGM
No abominemos, Kurtz del hecho de estar vivos: es nuestro único patrimonio. Decantados en un sinfín de combinaciones fabulosas, somos el poso que se adhiere al fondo de la redoma. Y ya que se nos ha invitado al prodigio de la existencia, espectadores perplejos al borde del abismo, asistamos al espectáculo hasta que alguien -no nosotros- detenga el proyector y nos invite a salir a la intemperie de una noche fría sin estrellas. No cunda la impaciencia, apúrese el cáliz hasta las heces. Que si agrio es el brebaje, nos queda una eternidad que nos resarza del mal trago. Deja de lado el botón, buen Kurtz.
ResponderEliminarFeliz Navidad.
Bueno, lo de la experiencia UFO me queda descolorado. Comprendo la pesadez de la Opera, pero no sé porqué me parece que usted lee los libretos y que en general le da miedo a admitir que le gusta la Opera más de lo que dice. Algo así cómo el falso ateísmo de algunos y que rezan a escondidas a Dios sin que nadie les vea.
ResponderEliminarPerdone mi locuras UFO, de todas formas me entretiene en sus post y eso ya hay que agradecerlo. Feliz Navidad.
Me gustan las óperas que me gustan en lo que se canta y en lo que se cuenta. Son "teatro musical" y no soporto la costumbre de hacer cualquier cosa en el escenario en lugar de represetar de la mejor manera posible (y todo lo moderna que ese quiera)la obra. La falta de respeto que hay hacia la parte teatral de las ópera no se admitiría en ningún otro género. Pero los aficionados a la ópera tragan con cualquier cosa con tal de no parecer "anticuados".
ResponderEliminarJLGM
Lo del Campoamor fue un verdadero horror; hay que verlo.
"Se que sí" me evoca escenas de "Carretera perdida" de Lynch.
ResponderEliminar"En central Park" veo reminiscencias de "American Psycho" de B. Ellis o de su adaptación cinematográfica...
"Una noche en la opera", sobra decirlo, al absurdo de los Marx.
“Recuerde ese nombre" pudiera colar como un micro-relato buñuelesco.
Y en "Apretar un botón" encuentro similitudes con "Teléfono rojo, volamos hacia Moscú"
Al final, deben de tener razón esos trillados diretes: "la vida es sueño" y "los sueños cine son".
Muy entretenidas las historias de esta semana. Gracias.
Un saludo.
La memoria es libre.
ResponderEliminarJLGM
Esperemos que esa parcela de libertad nadie sea capaz de acotarla jamás. Aunque no estoy yo muy seguro de ello...
ResponderEliminar"- ¿Tienen cámara de vídeo?
- No, Fred las odia
- Me gusta recordar las cosas a mi manera
- ¿Qué quiere decir?
- Las recuerdo a mi modo, no necesariamente como hayan pasado".
A Eugenio Bueno no se le ve; no podrías arreglarlo? Este no es necesariamente para publicarlo, sólo para saber si reparaste en ello. Tal vez no quedó muy bien en la foto, pero estaba allí
ResponderEliminarNo quedaba muy bien y no se habla de él. Es deliberado. Gracias por darte cuenta.
ResponderEliminarJLGM