domingo, 20 de marzo de 2011

Al otro lado: Nada diré de ti

Domingo, 13 de marzo
AQUEL NIÑO

El otro día, antes de llegar a Burdeos, me detuve en Bayona. Era la segunda vez que lo hacía y, sin embargo, qué sensación de familiaridad, de volver a casa. Con las ciudades me pasa como con las personas: en seguida reconozco a los míos. Claro que quizá eso le pasa a todo el mundo: para saber en qué lugar o con quién se está a gusto no hacen falta muchas elucubraciones.
Y yo estoy a gusto paseando por la orilla de la grácil Nive y del majestuoso L’Adour, asistiendo a su encuentro desde la terraza del café del Teatro, dejándome acariciar por el tímido sol en la place Pasteur, tras de la catedral, después de haber recorrido con meditabundo silencio el claustro.


Entré también, como hago siempre (es la segunda vez, pero yo todo lo convierto inmediatamente en grata rutina) en la biblioteca pública y allí, abriendo un libro cualquiera, dejé que el generoso azar me ofreciera su regalo: “Au vent du souvenir nous parvient le tonnerre / d’und lourd fleuve en rumeur sous l’arbre et sous l’oiseau”.
El viento del recuerdo me empuja hasta un lento río rumoroso, deslumbrante bajo el sol del verano; allí estoy yo, bajo la sombra benévola de un árbol, escuchando el canto de los pájaros… Tengo tres o cuatro años. Las mujeres lavan en el río. Queriendo coger una libélula me caigo al agua y ellas me sacan entre risas. Es mi primer recuerdo. Qué curioso que ese río bañe las páginas de un libro de Jean Tardieu que yo abro al azar una nublada mañana en Bayona y que en sus versos se escuche todavía el canto ensimismado de aquellos pájaros de la orilla del Ambroz.
Ante la biblioteca, frente a la catedral, ya ha florecido el pequeño y exótico jardín que conocí en invierno, presidido por un alto magnolio. Paseo entre sus parterres rumiando vagas lembranzas gratas como si lo hubiera hecho toda la vida.


Mientras como en la Rue du Port-Neuf, mi calle favorita de Bayona, y hojeo el diario Gara (en ciertos asuntos conflictivos, estoy más de acuerdo con él que con mi diario habitual, El País: yo siempre he sido más amigo de la verdad que de Platón) bajo unos carteles de toros, siento que soy un hombre afortunado. Vivo al borde del precipicio, esperando la noticia fatal, y sin embargo no he dejado de ser el niño que se pasma al escuchar el canto de los pájaros, que cae al agua cuando quiere atrapar una libélula, el niño de ojos muy abiertos al que no hay día que no le ofrezca un motivo de asombro y de aventura.



Martes, 15 de marzo
ESCUELA DE ARTE

Para entretener la espera, en este último día interminable, hago de guía de mis sobrinos, Eduardo y Julia, por Avilés, que conocen poco. Delante del palacio de Camposagrado, con su suntuosa fachada barroca, hay coloristas grupos de estudiantes. Más de una vez entré en él, cuando lo ocupaba una ferretería, Los Castros, pero nunca desde que se ha convertido en Escuela de Arte. No dejo pasar la ocasión. En la biblioteca, con maravillosas vistas sobre el parque y el muelle, se acerca una chica joven: “No hay nadie de la dirección, si quiere yo le enseño el edificio”. Y nos lo enseña, y yo disfruto entrando y saliendo de las aulas, de los talleres de grabado, mirando a través de unas ventanas que he visto desde fuera infinitas veces.
Al final resulta que Adriana, que así se llama mi gentil acompañante, me ha confundido con un diseñador italiano. Se desilusiona un poco al saber que soy de Avilés.
Mis sobrinos me han seguido aburridos, pero salgo feliz, contento de haber acariciado por primera vez un rincón desconocido de la ciudad que mejor conozco y que, por eso mismo, nunca acabará de revelarme todos sus secretos.
Mientras volvemos hacia el tanatorio, pienso que soy un hombre con suerte: incluso en los peores días soy capaz de reservar unos instantes para la despreocupada felicidad. Mientras vuelvo para los últimos rituales, alguien –muy lejos y muy cerca: en el centro mismo de mi corazón— me sonríe.


Miércoles, 16 de marzo
EN EL LABERINTO

Abro, en la librería Cervantes, un libro de Marina Gasparini, Laberinto veneciano e inmediatamente me pierdo en ese laberinto: “Una noche de verano caminaba por calles que no sabía adónde me conducirían. Una sucesión inusual de sotoporteghi dejaba en mí la sensación de estar atravesando espacios desconocidos. La poca altura de los soportales me hacía bajar la cabeza con el reverente gesto ritual que acompaña y antecede a la entrada a un recinto sagrado. La luz tenue de faroles aislados cubría de sombra los húmedos rincones”.


Alzo los ojos de la página y sigo caminando por otro laberinto. Era una noche de invierno, gélida y desapacible. No había un alma en las calles, salvo yo, que no iba a ninguna parte, que me resistía a volver al estrecho cuarto del hotel, tenuemente iluminado. Ni siquiera la luna me acompañaba, como otras veces. El cielo estaba cubierto, quizá pronto empezaría a llover. Yo caminaba con prisa, para espantar el frío y el miedo, por estrechos callejones, bordeaba canales oscuros, cruzaba puentes, me adentraba en patios sin salida, volvía una y otra vez sobre mis pasos, no era capaz de reconocer ni uno de los campi, de los palacios, de las iglesias. Como si todo lo que me era familiar en aquella ciudad, se hubiera borrado, diluido en la niebla. De pronto, oigo el murmullo de una fiesta, una música lejos. En medio de tanta desolación aquellos sonidos distantes eran la imagen misma de la felicidad. Escucho atentamente, trato de ir en su dirección. Y después de perderlos y escucharlos con mayor intensidad varias veces, doy con una alta pared que esconde un diminuto jardín, como suelen ser en Venecia. Empujo la puerta, pero a pesar de que la música y las conversaciones parecían oírse allí mismo, el jardín está vacío: cuatro árboles desmedrados, tiestos con plantas secas, un banco de piedra. No me atrevo a entrar en el palazzo, un desvencijado y húmedo caserón, a pesar de que en lo alto hay tres góticas ventanas iluminadas: ahí, sin duda, tiene lugar la fiesta. Las luces se apagan, todo queda en silencio, mientras yo sigo todavía en el jardín, muerto de frío, sin decidirme a hacer nada. Solo se escucha el murmullo del agua que lame los bordes de un canal cercano.
Cierro el libro, abro los ojos, salgo del laberinto del papel y la memoria a otro laberinto, el de mis sesenta años, en el que de pronto me han dejado solo.
¿Me han dejado solo? Como esos días oscuros en que súbitamente se abren las nubes y aparece el sol, así es mi estado de ánimo. Paso de la desesperación al entusiasmo con la misma presteza que el submarinista que asciende para respirar aire puro.
Al salir a la calle, camino de Las Salesas, luce el sol y yo tengo la certeza de que no estoy solo, de que alguien me lleva de la mano, como cuando era niño, y que ya no me soltará nunca.


Jueves, 17 de marzo
EL BIEN QUE TUVE

Andrés Trapiello, que no había querido volver a saber nada de mí desde que le di algunos tirones de orejas por la nueva edición de Las armas y las letras —benemérita y caótica, fundamental y caprichosa indagación sobre la literatura de la guerra civil—, se ha acordado de mí en estos días tristes y me manda un abrazo y dos versos del último libro de Eloy Sánchez Rosillo: “Haber tenido un bien como el que tuve / es poseer un don que no se agota nunca”.
El bien que tuve lo sigo teniendo para siempre.


Viernes, 18 de marzo
SU LEY, NO SU ACCIDENTE

“El hombre más fuerte es el que está más solo”, escribió Ibsen. Estos días he tenido ocasión de comprobar que si no soy precisamente el hombre más fuerte, tampoco soy el que está más solo.
También la verdad se inventa, decía Machado. Y yo me he ido inventando una rara familia en la que los nietos (en la cartera llevo el retrato de Ernesto disfrazado de astronauta publicada en la portada de este periódico el día de carnaval) aparecieron a veces antes que los hijos.
Hoy es el cumpleaños de uno de ellos. Le regalo un tesoro inagotable: nada menos que mil años de poesía española, desde los anónimos cantares medievales hasta Carlos Marzal. “¿Y por qué no estás tú?”, me pregunta. “No te preocupes, que ya estaré y para quedarme para siempre, no como la mayoría de esos antologados finales”, le digo sonriendo, aparentemente en broma.
Es posible que al comenzar a jugar la partida de póquer que es cualquier vida, no me dieran las mejores cartas, pero estoy seguro de que me he esforzado siempre por sacarles el mayor partido posible.
No he cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no haber sido feliz, como se lamentaba Borges en un soneto. Yo he sabido encontrar briznas de felicidad, incluso en estos días en que me he sentido infinitamente desdichado. A veces, bastaban unos versos para traer consuelo, como los que tantas veces he citado de Guillén: “Embiste, justa fatalidad. El muro cano / va a imponerme su ley, no su accidente”.


Sábado, 19 de marzo
SIN LÁGRIMAS

Nada diré de ti. No es necesario. Te transparentas, como bien visible filigrana, en todo lo que hago, estás en lo mejor que soy, en lo mejor que somos tus cinco hijos.
Sé que no te gustaría verme llorar. Por eso no lo hago. En este día azul y luminoso en el que por primera vez no iré a Avilés a verte, como todos los sábados desde hace casi treinta años, te escucho repetirme las palabras de Christina Rossetti: “Más quiero que me olvides y sonrías / que no que me recuerdes y estés triste”.
No estoy triste. Estás conmigo.

18 comentarios:

  1. Nadie como tú encuentra la forma de transmitir emoción en la contención: es una de tus grandes lecciones. Gracias por esta emoción verdadera. un abrazo

    Adolfo

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  2. Emocionante texto y bellísima foto. Un abrazo Herme

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  3. Una entrada verdaderamente emotiva.
    Un abrazo

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  4. Lo siento de veras. Definitivamente se ha quedado triste la carretera con la casa cerrada, la ventana huérfana de geranios y la primavera sin la preciosa sonrisa de su golondrina.
    En lo sucesivo, cuando pase por la puerta, no haré sonar mi bastoncillo en el suelo; pero mis labios musitarán una plegaria.
    Para ti, un fuerte abrazo.
    mamm

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  5. Hace un momento un amigo común me había indicado por carta que te leyera esta entrada. No me arrepiento. Y sobran las palabras. Hay tanta sabiduría como inmenso cariño. Te acompaño.

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  6. Me sumo a lo que han dicho otros. Auténtica emoción sin sentimentalismos, verdad del corazón enunciada con hondura y justeza. Un entrada excepcional; como lector, gracias.

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  7. La foto es preciosa. Un abrazo muy fuerte.

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  8. José Luis, te mando -si es que te llegan estos comentarios- un cariñoso saludo, y mi pésame, con nuestras oraciones.

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  9. Escribir con tanta belleza acerca de un dolor tan hondo, emociona a quien lo lee.
    Siempre he dicho que de un libro sino puedes sacar al menos una frase que poder subrayar no merece la pena; usted hace que mis diarios, mi blog y mi vida se llenen de sus frases. Me emociona cada domingo.
    Estos comentarios, no mitigaran su dolor pero espero que aporte un pequeño consuelo a su gran perdida.

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  10. Muchas gracias a todos los amigos, conocidos o desconocidos, que me han apoyado con sus palabras. Ayudan a superar un trance que no por esperado e inevitable resulta menos doloroso.
    Un abrazo agradecido a todos

    JLGM

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  11. Es emocionante seguirte en tus paseos, en tus reflexiones, en tus tristezas.
    Un cálido abrazo,

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  12. El recuerdo te la traerá cada vez con más frecuencia; estos seres crean lazos indestructibles y están con nosotros incondicionalmente.
    Un abrazo fuerte, amigo

    JLB

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  13. Veo la mirada infantil que se le ha quedado a mi madre. Tiene noventa y cinco años. Hasta hace poco conservaba buena parte de la lucidez. Ahora, noto que me mira como un niño asombrado por las cosas que descubre cada día. Todo es nuevo para ella, aún las cosas que le he contado -y que entendía- hace apenas una hora
    Tiene el iris de los ojos inscrito en un aro blanquecino y una red de finísimas arrugas le cubren el rostro. Sonríe al verme llegar, como nunca lo hacía.
    Hace años, reñía con frecuencia con mi madre; por minucias, por las pequeñas mezquindades de la vida que, pese a despreciarlas en otros, no lograba desprenderlas de los hombros.
    Ahora veo aquella mirada de niña, aquella devoción con que me mira que tal parece que estaba guardada en algún pliegue de su corazón..., para ofrecérmelo ahora, antes de que se me vaya.

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  14. Nada dirás pero callando lo dices todo.

    Un fuerte abrazo.

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  15. Es muy bonita la foto. Tiene cara de sabiduría y de dulzura.
    Será ella sobre todo la que le acompañará en el sentimiento, como seguro que siempre hizo, y le consolará.
    Un abrazo de su lectora
    C.

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  16. lo siento mucho, Sr. García Martín.
    quería enviarle un texto que leí hace tiempo, y que a pesar de no estar bien traducido, en una ocasión me trajo calma y paz. No puedo dejar de enviárselo.
    un abrazo con mucho cariño,
    a.r.

    La Muerte no es nada. Sólo me he ido a la habitación de al lado. Yo soy yo, y tú eres tú. Lo que éramos el uno para el otro, lo seguimos siendo. Llámame por mi viejo nombre, háblame de la misma forma que siempre. No hagas diferencias en el tono. No adoptes un aire forzado de solemnidad o de dolor. Ríete como nos solíamos reír con las pequeñas bromas con las que disfrutamos juntos. Reza, sonríe, piensa en mí, reza por mí. Deja que mi nombre sea la palabra común que siempre fue, deja que se pronuncie sin afección, sin la huella de una sombra sobre él. La vida significa lo que siempre significó. Es la misma que siempre ha sido; hay una continuidad irrompible.
    ¿Por qué deberíamos estar fuera del pensamiento al estar fuera de la vista?
    Te estoy esperando, en un intervalo, en algún lugar muy cerca; justo tras la esquina.
    Todo está bien.

    Death is nothing at all. I have only slipped away into the next room. I am I, and you are you. Whatever we were to each other, that we still are. Call me by my old familiar name, speak to me in the easy way which you always used. Put no difference in your tone, wear no torced air of solemnity or sorrow. Laugh as we always laughed at the little jokes we enjoyed together. Pray, smile, think of me, pray for me. Let my name be ever the household word that it always was, let it be spoken without effect, without the trace of a shadow on it. Life means all that it ever meant. It is the same as it ever was; there is unbroken continuity. Why should I be out of mind because I am out of sight? I am waiting for you, for an interval, somewhere very near, just round the corner.
    All is well.
    Henry Scott Holland
    1847 – 1918
    Canon of St. Paul’s Cathedral

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