domingo, 14 de noviembre de 2010

Al otro lado: Retornos

Viernes, 5 de noviembre
UN TESORO


Tras la tertulia en el Oriental, vuelvo a casa por Gascona. Alguien me saluda desde una de las terrazas en que, a pesar de la noche desapacible, se cena al aire libre. “¿No me conoces? Cómo vas a conocerme si hace un siglo que no nos vemos... Soy Salvador, tu mejor amigo de Aldeanueva”. ¡Salvador! Fuimos los mejores amigos del mundo entre los nueve y los doce o trece años. Yo le hacía los deberes de la escuela y él me defendía de los matones del pueblo. Yo de niño era tan inútil como ahora, pero además un poco Quijote. Tres o cuatro chicos ya mayores estaban molestando a una niña en la Pista, frente a la escuela. Otros niños miraban sin hacer nada. Yo, con gafas, el más escuálido y desmadrado de todos, me lancé a defenderla. Dejaron a la niña en paz, que se fue llorando para casa, pero empezaron a jugar conmigo como si fuera una pelota, lanzándome de uno a otro. Fue entonces cuando llegó Salvador. En seguida consiguió que me dejaran en paz, y no solo por sus puñetazos, sino porque era hijo de uno de los guardias civiles del pueblo, un tipo malencarado que no gozaba de muchas simpatías. Desde entonces fuimos amigos. “No tienes media hostia, pero tienes cojones”, me dijo más de una vez. Yo le hacía los deberes y él me ayudaba en otras cosas, como alimentar a los gusanos de seda que guardaba en una caja de zapatos. Comían hojas de morera, que no siempre estaban al alcance de la mano. Había que conseguirlas a pedradas, rompiendo algunas ramas, o subiéndose a los árboles que crecían en el camino de la estación. Yo era un inútil para ambas cosas. Salvador no tardaba ni un minuto en proporcionarme alimento para los insaciables bichitos. También era de los que se lanzaban al río desde lo alto del puente romano mientras que yo apenas si había aprendido a nadar. Pero él me apreciaba porque gracias a mi ayuda comenzó a sacar buenas notas y su padre, que era un bruto, dejó de darle palizas. También porque yo sabía contar historias. Recuerdo las tardes interminables de verano, cuando todo el pueblo dormía la siesta aletargado, y él se llegaba hasta mi casa, un poco más abajo que la suya, también en la carretera, y me llamaba con una piedrecilla que lanzaba el balcón. “¿Vamos a dar una vuelta?”. Y los dos caminábamos aburridos hasta la Pista, donde nos quedábamos a la sombra de uno de los grandes olmos, apoyados en su tronco inmenso y retorcido. “Cuéntame algo”, decía él. Y yo le hablaba de una ciudad sitiada y de un gran caballo de madera lleno de soldados, de un rey al que perseguían sus enemigos y que se salvó porque una araña tejió su tela a la entrada de la gruta en que se había refugiado, de bandidos escondidos en los montes cercanos… Eran las historias que leía en los libros de la escuela, que oía o que soñaba. Escuchaba con los ojos muy abiertos, sin ninguna duda de que todo era verdad. Pero cuando le dije que había encontrado un tesoro cerca del Puente de la Doncella no me creyó. “¡Un tesoro! ¡Qué tontería! Pensarás que soy un crío o, peor aún, que soy tonto”. Le llevé a verlo. Lo había encontrado junto a la carretera, como si lo hubieran arrojado desde algún coche. Como no me atreví a llevarlo a casa, lo oculté tras unas rocas, bajo unas ramas, un poco más allá. Y allí estaba cuando llegué con Salvador. Se trataba de un paquete no muy grande, envuelto en papel de estraza y atado con una cuerda. “¡Vaya tesoro!”, dijo Salvador. Pero el papel tenía una desgarradura y por ella se veía un billete de mil pesetas. Hacía falta poca imaginación para adivinar los fajos de billetes. “¡Una fortuna! ¡Aquí hay millones! ¿De dónde habrán salido?”. “Seguro que de algún atracador de bancos”. “Entonces habrá que entregárselos a la guardia civil”. “¿A mi padre? ¡Antes los quemo!”. Decidimos esconderlos mejor hasta decidir lo que haríamos. Yo quería dar la vuelta al mundo y a Salvador nada le gustaría más que largarse lo más lejos posible, donde su padre no pudiera encontrarle. Pero ¿dónde se compran los billetes para un viaje así? ¿Qué equipaje hay que llevar? En esas dudas andábamos cuando cayó en mis manos un periódico atrasado, uno de los periódicos que desechaba el barbero y que yo leía con avidez. Hablaba de unos timadores que habían estafado a un anciano en Cáceres. Y que lo habían vuelto a intentar en Plasencia. Pero allí alguien los había reconocido y tuvieron que huir. Explicaban en qué consistía el timo. “Me temo que nuestro tesoro se ha hecho humo”, le dije a Salvador. “¿Cómo que se ha hecho humo? ¡Aquí sigue!”. “Ábrelo”. Lo abrió y el sobre estaba lleno, como yo había adivinado, de recortes de periódicos. Salvador me miraba atónito, pero yo entonces tuve una idea y rebusqué entre aquellos papeles hasta que encontré el billete verdadero que habíamos visto por la desgarradura. “No tenemos un tesoro, pero somos ricos”. Por aquel entonces la paga que le daban a un niño los domingos, cuando se la daban, era de una peseta, así que mil constituían una fortuna. ¡La de vueltas que dimos al mundo con esas mil pesetas, la de cosas que compramos, lo que disfrutamos con ese billete que una semana guardaba uno y la siguiente otro!


“Te tocaba a ti guardarlas cuando yo me vine a Asturias. ¿Qué hiciste con ellas?”. “¿Qué querías que hiciera? Seguir guardándolas hasta que volviera a verte. Eran más tuyas que mías. Aquí las tienes”. Abrió la cartera y sacó un arrugado billete de mil pesetas. “No creo que te sirva para comprar muchas cosas”, me dijo sonriendo. Y yo le abracé contento de haber recuperado aquel tesoro olvidado de la infancia.



Lunes, 8 de noviembre
NO PUEDO SER POETA

Paul Brito me envía un libro de variaciones sobre Aquiles y la tortuga, varias de ellas anticipadas en la revista Clarín. Con la famosa paradoja de Zenón me ocurre algo curioso: cuando la escuché por primera vez, era yo un niño, me pareció una tontería, y me lo sigue pareciendo tantos años después. El sentido común afirma que el que corre más alcanza al que corre menos y las reflexiones de Zenón (para recorrer una distancia hay que recorrer primero la mitad y antes la mitad de la mitad y así hasta el infinito) no lo contradicen porque hablan de otra cosa, no de Aquiles y la tortuga.
En El escarabajo de Wittgenstein, Martin Cohen, explica así la aporía de Zenón: “Antes de que Aquiles pueda alcanzar a la tortuga, es evidente que primero necesita llegar hasta el lugar donde esta estaba antes. Y por muy lento que la tortuga avance, seguro que durante ese tiempo se ha movido un poco más en su camino. Y da igual que ahora la ventaja sea solo de algunos metros, Aquiles también tendrá que recorrerlos. Y para cuando lo haga, la tortuga se habrá movido otra vez, aunque solo sea unos pocos centímetros. Y así una y otra vez, en una infinidad de pasos cada vez más pequeños. A primera vista, Aquiles nunca recorrerá la distancia”.
¿A primera vista de quién? Si la tortuga está unos pocos centímetros por delante de Aquiles, a este le basta dar un paso para adelantarla. Eso se lo dije yo, cuando tenía diez años, al maestro que me explicaba la presunta paradoja. “Esta carrera angustió a los filósofos durante muchos siglos”, añade el bueno de Martin Cohen. Pero no hace falta ser Einstein para darse cuenta de que “cuando las proposiciones de las matemáticas se refieren a la realidad, no son ciertas; y cuando son ciertas no se refieren a la realidad”. La línea que tiene infinitos puntos (y una sola dimensión) es una abstracción de la geometría; la pista en la que se celebra la carrera de Aquiles y la tortuga tiene un número limitado de metros y una determinada anchura.
“Alguien con una mente tan apegada a la lógica y tan a ras de tierra no puede ser poeta”, me reprocha un amigo.



Martes, 9 de noviembre
UNA VISITA

Pasadas las doce, cuando estaba a punto de irme a la cama, sonó el timbre. “¿Quién será a estas horas?”, me dije. “Abre, soy yo”. Era una voz de mujer, que no reconocí. “Abre de una vez, que hace frío”. “¿Pero por quién pregunta?”. “Pues por ti. ¿Por quién voy a preguntar? ¿No es este el cuarto derecha?”. Y sin pensarlo dos veces abrí la puerta, pero pensando mirar bien por la mirilla antes de dejar entrar en casa a aquella impaciente desconocida. Abrí, sin embargo, en cuanto oí el sonido del ascensor. Me dio un abrazo y unos besos cariñosos. “No has cambiado nada”. Era morena, no muy alta, no muy guapa, pero de sonrisa agradable, de unos cuarenta años (o quizá más, pero aparentaba menos) y llevaba consigo una pequeña bolsa de viaje. Estaba seguro de no haberla visto en mi vida, pero entró en el piso como si no fuera la primera vez. “Cada vez tienes más libros, pronto no se podrá ir de una habitación a otra”. Se sentó donde yo me siento habitualmente: esa costumbre parecía no conocerla o no le importaba. “Dormiré aquí mismo, no quiero molestar”, dijo. “Es tarde para ti, seguro que ya estabas a punto de irte a la cama. Pues sigue, sigue tus costumbres. Yo leeré un poco antes de dormirme. Dime dónde tienes las mantas para que luego no te moleste”. De la bolsa sacó un libro, las memorias de Harpo Marx, luego se tumbó sobre el sofá, se arropó con la manta que le traje y se puso a leer plácidamente. Yo me había quedado de pie, en la puerta del salón, mirándola sin saber qué hacer ni qué decir. Ella alzó los ojos del libro y me sonrió: “¿No lo has leído? Te gustará. Fíjate cómo comienza: No sé si mi vida ha sido un éxito o un fracaso ni tengo ninguna prisa en averiguarlo. Me tomo simplemente las cosas tal como vienen y por eso me sobra mucho tiempo para disfrutar de la vida”.



Miércoles, 10 de noviembre
REFUGIO CONTRA LA TORMENTA

Esta mañana tenía clase a primera hora. Cuando me asomé al salón, la desconocida seguía allí, durmiendo plácidamente. La manta había caído al suelo, así que me acerqué a arroparla y a recoger el libro que también había dejado caer descuidadamente.
Luego me olvidé de ella, me olvidé de todo inmerso en la grata rutina de todos los días, que hoy, sin embargo, tenía una novedad: comienzo a explicar literatura en Magisterio. Acostumbrado a los pocos alumnos de Filología, me alegra encontrarme de nuevo con un aula llena e inquieta.
Antes de comenzar, mientras tomaba un café en la cafetería, pensé: “La última clase aquí la di en 1993, la primera en 1977 y la primera vez que entré en este edificio, como alumno, fue en 1968”. Sentí un poco de vértigo. Pero en el aula, mientras ponía en juego viejos trucos para atraer la atención de los alumnos, sentí la embriaguez del que comienza una aventura. Yo soy el guía, yo tengo el plano del tesoro, espero ser capaz de descubrirles las maravillas de la literatura. El aula es uno de los lugares donde menos me cuesta ser feliz: los problemas, por graves que sean, siempre se quedan fuera.
Al llegar a casa, poco antes de las dos, con el tiempo justo para meter en el microondas el plato precocinado y ponerme a comer a las dos en punto, como siempre hago, me sorprendió un sabroso olor. La mesa estaba puesta y la desconocida (no me dijo su nombre, no me atrevía preguntárselo porque sin duda yo debía saberlo) había cocinado para mí. “Ya ves que no me he olvidado de la hora en que comes ni de lo que te gusta escuchar mientras comes: he puesto las noticias de Radio Nacional. Aunque si fueras un caballero, deberías apagar la radio y hablar conmigo”.

5 comentarios:

  1. Este relato me trajo a la memoria uno de Stefan Zweig, aunque yo lei la version de Casona,que es "Carta a una desconocida".
    Un saludo

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  2. Tampoco aquí quiero repetirme, y prometo no hacerlo más; pero llamo la atención sobre la "ocurría" de Zenón. Como el DRAE y yo desconocemos el término, lo supongo un lapsus, y te lo envidio: es, imagino, una contaminación entre "ocurrencia" y "aporía", y -también imagino-, involuntaria. Y digo lo de la envidia porque la creo hija de la rapidez (para mí del todo inasequible) con que piensas y redactas. Equivocaciones así son, bien vistas, un auténtico logro.

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  3. Muchas gracias, ignoto marinero. Creo que debería nombrarte mi secretario. Corrijo el nuevo lapsus que me señalas.

    JLGM

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  4. Yo no hubiese corregido, forastero.
    Habría persistido en la erradura (veinte veces o así) y seguro que el DRAE se iba a enriquecer una vez más.

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  5. Sobre realidades y abstracciones: El infinito, por ejemplo, existe aunque no lo podamos percibir con los sentidos: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8... Es decir, las matemáticas no son relativas. Otra cuestión -y fascinante cuestión- es que hay sistemas matemáticos (teóricamente perfectos y, por tanto, reales) para los que no se ha encontrado aplicación en nuestra realidad física. Esa sería la función de los físicos. Yo creo que la diferencia entre matemáticas y física en cuanto a su proximidad a lo material sería parecida a la que se da entre música y poesía. O sea, que los músicos están más en las nubes que los telúricos poetas.

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