domingo, 31 de octubre de 2010

Al otro lado: Tontería y vanidad

Viernes, 22 de octubre
EN LA TERTULIA

“¿Es cierto lo que se dice?”, me preguntan al llegar encorbatado a la tertulia después de la entrega de los premios Príncipe de Asturias. “¿Es cierto que este año, en la comida del Reconquista, nadie hacia caso de los príncipes ni de la reina, que todo el mundo esperaba ansioso la llegada de los futbolistas? ¿Es cierto que Leticia pasaba inadvertida en un rincón, que Felipe se paseaba de un lado a otro con el plato de comida en una mano y la copa de cerveza en la otra, que la reina se aburría sentada entre un Víctor de la Concha que no paraba de hablar y un adormilado Manuel Fraga? ¿Es cierto que todo el mundo hacía cola para adorar a Sara Carbonero que, entronizada en el centro del patio, con la copa del mundo en el regazo, era la verdadera reina de la fiesta? ¿Es cierto que cuando por fin, a última hora, llegó Iker Casillas, en medio del resto de los jugadores, fue como si de pronto apareciera Cristo entre sus discípulos?”.
“Pues si ocurrió eso, que lo dudo, yo no me enteré de nada”, les digo.
“Tú no te enteras de lo que no te conviene. ¡La crónica que habrías hecho en el tiempo de los Cuadernos de Oliver! ¡Lo que habría contado Víctor Botas! Quién te ha visto y quien te ve. Un viejo republicano (sobre todo viejo, pienso yo) haciendo reverencias en la corte por un plato de lentejas: lo que te pagan por ser jurado…”
“Si no pagan nada…”
“Pues peor aún. Ahora podrías citar los versos de José Emilio Pacheco que tanto te gusta repetir: Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”.
¿Ya soy todo aquello contra lo que luché a los veinte años? Es posible. Es cierto que a la reina la vi un poco aburrida, entre el director de la Academia y el pertinaz político, que el príncipe se paseaba con su plato en la mano sin el corrillo habitual, que Leticia no despertaba, ni mucho menos, la expectación de otras veces, que todos los ojos se iban tras de la periodista que, en su trono televisivo, se abrazaba al Santo Grial, que se formaban largas colas para fotografiarse con la dorada reliquia, hecha de la misma materia que los sueños. Pero yo prefiero hablar de los buenos amigos con los que compartí mesa. No sé si con la edad uno se va haciendo más sabio o simplemente más conformista, pero para mí no hay premio mayor.
Por eso acepto cada año la invitación a la entrega de estos mediáticos galardones. Por eso, desde hace treinta años, solo he faltado tres viernes –y por causa de fuerza mayor— a la tertulia de los viernes.


Sábado, 23 de octubre
PROVERBIOS BÚLGAROS

Enciende una vela a Dios y dos al diablo.

La buena palabra llega lejos, pero a la mala no hay quien la alcance.

Si no pruebas el mal, no conocerás el bien.

Hasta que no comas un kilo de sal con alguien no sabrás qué clase de persona es.

Si tienes vino bueno y buenos amigos, no eches en falta a ninguna mujer.

Quien dos liebres persigue no caza ninguna.

Es mejor estar en el infierno con gente inteligente que en el paraíso con los tontos.

Los sabios estropean el mundo.

El que todo lo ignora, mucho sabe.

Si el matrimonio fuera cosa buena, Dios tendría esposa.



Domingo, 24 de octubre
LOS TRES JUGADORES

Esa escena de caza que te contaron en el Colonial –me telefonea un amigo— me recuerda mucho a un cuento de Amelia Edwards, “El coche fantasma”. Incluso creo recordar que el menú que sirven a los dos cazadores extraviados, huevos fritos con jamón y una botella de jerez, es el mismo. No sé yo si tu interlocutor no confundirá viejas lecturas con la realidad. Aunque la realidad, lo sé por experiencia, no siempre es realista. Yo también tuve, hace algunos años, una experiencia que no he contado a nadie. Te la voy a contar a ti, pero que quede entre nosotros. A mí entonces me interesaba mucho lo paranormal. Fui varias veces a casas abandonadas a grabar psicofonías, ya sabes esos raros sonidos que a veces se escuchan donde no debería escucharse nada. Fui también con mi grabadora al cementerio de San Lázaro. Casi siempre me acompañaba algún amigo; el que menos miedo tenía era Pelayo. Pero una vez fui solo. Era una noche de verano, con luna llena, con música de grillos, muy agradable, nada fantasmagórica. Yo había bebido un poco, todo el mundo había tenido que irse, no me apetecía volver a casa (todavía vivía con mis padres), así que sin pensarlo mucho me fui hasta San Lázaro a seguir haciendo experimentos. Ya había saltado las tapias cuando me di cuenta de que no llevaba conmigo la grabadora. Era igual, pasearía entre las tumbas, imaginaría algún poema. Ya sabes que entonces yo era muy byroniano. Me acerqué hasta la tumba de Clarín y de pronto vi que muy cerca, sobre una lápida, tres individuos parecían jugar a las cartas. ¿Creerás que me asusté? Bueno, un poco sí, pero antes de que pudiera pensar en nada uno de ellos alzo la vista y dijo: “Nos hace falta uno más para la partida. ¿Te apuntas?”. “Vale”, respondí. Aquella voz aguardentosa me era familiar y en seguida reconocí al hijo de un profesor de Derecho, y abogado famoso, que alguna vez nos encontrábamos en el Apolo, no recuerdo ahora su nombre. Los otros dos, el uno con su barba blanca, el otro con sus gafas a lo Woody Allen, se parecían extrañamente a Ángel González y a Víctor Botas. Estaban muy callados, con la vista baja. “No tengo dinero”, dije. “No importa, jugaremos a las prendas”. Y partida tras partida fui perdiendo toda la ropa. “Bueno, hasta otra noche”, dijo el más joven, el único que hablaba. Y los tres se pusieron en pie y desaparecieron dejándome allí atónito y desnudo. De pronto, sentí frío. Comencé a temblar. Me vestí rápidamente y regresé a casa. A la mañana siguiente, pensé lo que tú, que todo había sido una alcohólica alucinación.


Pero unos días después, vino Ángel González a Oviedo. Lola Lucio y Juan Benito nos invitaron a cenar con él en su casa. Estabas tú, Almuzara, López-Vega, creo que también Silvia. Cenamos, charlamos, y luego nos fuimos a tomar unas copas. Todo el mundo se fue retirando, tú el primero, y yo acompañé a Ángel hasta las cuatro. A esa hora lo dejé en el Paraguas. Al día siguiente, recuerda que estábamos en la tertulia, y nos llamó Lola Lucio preocupada: Ángel no había regresado a casa, nadie sabía nada de él. Una juerga de más de veinticuatro horas era demasiada juerga, incluso para un poeta de los cincuenta. Ya sabes el final de la historia: había entrado en la catedral y se había quedado dormido en uno de los bancos, cuando despertó decían misa y él pensó que había muerto y que asistía a su funeral. Lo que no sabes es lo que me dijo nada más verme: “A ver cuándo echamos otra partida, pero procura llevar dinero”. Víctor Botas no me dijo nada, Víctor Botas por las fechas en que jugó conmigo al póquer sobre una tumba de San Lázaro llevaba ya dos años muerto, exactamente debajo de esa tumba: la reconocí por el epitafio.



Lunes, 25 de octubre
ELOGIO DEL PLANETA

“Haces mal en meterte con el Planeta”, me reprocha otro amigo. “¿Que no acierta siempre? Ningún premio lo hace. Ahí tienes el Nobel. Ahora todo el mundo habla de Vargas Llosa, es la noticia del siglo, sobre todo para El País y Alfaguara. ¿Pero quién se acuerda del Nobel del año pasado, una tal Herta Müller? Tu amigo Colinas acaba de publicar dos libros suyos. Los títulos ya lo dicen todo: El guarda saca su peine y En el moño mora una señora. Escritura automática, como la que propugnaban los dadaístas hace un siglo. Aburridos juegos de salón. No sé yo por qué tiene tan mala fama el Planeta y tan buena el Nobel: en ambos casos aciertan por casualidad. Y no es cierto eso que dices de que el Planeta, cuando premia a un buen escritor, lo hace siempre por su peor novela. Si fuera así, Millás no lo habría obtenido con El mundo, sino quizá con Lo que sé de los hombrecillos, aunque bien mirado tiene otras novelas dónde escoger”.


Martes, 26 de octubre
MIENTRAS SE ESPERA

Conmigo el tiempo / se sienta a esperar / que pase el tiempo.

Cuántas palabras / pero yo solo escucho / viejos silencios.

Espérame. / De donde no se vuelve / he de volver.

La noche llega / y escondido tras ella / el nuevo día.

¿No los sabías? / Cuando más solo estoy / estás conmigo.

Pocas palabras. / Lo que importa lo dice / siempre el silencio.

El tiempo pasa / arrastrando los pies / como otro enfermo.

En el jardín / desperdician su olor / todas las flores.

Suena el teléfono / en la casa sin nadie / todas las noches.

Nunca te he visto / y en las noches de insomnio / aún te recuerdo.

¿Sabes quién soy? / La mitad de tu alma / y no lo sabes.

Di que me quieres. / Tras de tantas mentiras / una verdad.


Miércoles, 27 de octubre
TODAVÍA APRENDO

No soy de las personas que se elogian a sí mismas, no soy de los que dicen: “Mi último número está gustando mucho”. Soy demasiado vanidoso para incurrir en semejante ingenuidad, o en la de reproducir los elogios que recibo (no hay escritor que no reciba elogios, generalmente de otros escritores que esperan que les sean devueltos de inmediato y con intereses). Lo que sí suelo enseñar son las diatribas con las que mis enemigos me halagan no con tanta frecuencia como a mí me gustaría. De sobra sé que esos son los verdaderos elogios. Nadie se toma la molestia de arremeter contra quien no cree importante, contra quien no le hace sombra. Últimamente a todo el mundo le enseño la andanada que encontré en el más reciente libro de Miguel d’Ors (gran poeta, pero tan facha que hasta le parecen tibios los contertulios de la COPE).
No lo haré más. Releyendo Un invierno en Mallorca, de George Sand, me encuentro con estas líneas del prólogo: “Si hay tontería y vanidad en publicar los halagos que se reciben, ¿no hay mayor tontería y vanidad en alardear de los ataques de que se es objeto?”.
Bajo la cabeza avergonzado. Espero no volver a incurrir en semejante tontería y vanidad.

domingo, 24 de octubre de 2010

Al otro lado: Medias verdades

Viernes, 15 de octubre
UN CAZADOR

Tomo el café de la mañana en mi exilio del Colonial. Al cliente de al lado le llama la atención uno de los libros que tengo sobre la mesa (la primera cosecha del día, por la tarde llegarán otros): Cartas a la duquesa de Aveiro, de Juan José Viola Cardoso. “Le conozco”, me dice, “en los Ancares hemos cazado corzos, y conejos en La Zafra, cerca de Alburquerque. ¿Me permite hojearlo?”. Pasa las páginas, sonríe ante algún fragmento, me lee un párrafo: “La caza, Duquesa, tiene el don de llevar algunas veces a quien la practica por lugares donde a los otros mortales ni se les ocurriría poner los pies, y de encontrar, por esos mundos de Dios, a sujetos increíbles”. “¡Qué razón tiene!”, añade tras dejar el libro sobre la mesa y anotar el título y la editorial.


----A mí me ocurrió una vez uno de esos encuentros que no se pueden contar a nadie si no quieres que te tomen por loco. Me había pasado fuera toda la jornada y no había conseguido ni una pieza. Era el mes de diciembre y me encontraba en un páramo vasto y frío del norte de Inglaterra, donde residí algunos años. Nubes algodonosas, que anunciaban nieve, descendían sobre los brezales; la noche plomiza comenzaba a caer sobre los campos, y yo temí haberme perdido. No se veía ni una columna de humo, ni un cercado, ni un rebaño, nada que pudiera orientarme. Continué caminando, con la escopeta al hombro, mientras la nieve comenzaba a caer. Pronto la oscuridad se hizo completa. Me acordé entonces de esos viajeros que caminan bajo la nieve hasta que caen extenuados para no levantarse más. Después de muchas millas de marcha, iba ya a tenderme en el suelo para aceptar mi destino cuando me pareció divisar una luz. Desapareció en seguida, pero yo fui hacia donde había brillado y, no mucho después, me encontré ante un oscuro caserón. Salté la cerca y un perro se abalanzó inmediatamente sobre mí. Me habría destrozado si una voz no lo hubiera detenido. En el portal había un hombre que me apuntaba con una escopeta. “¿Quién es usted? ¿Qué busca?”. De no muy buen grado, cuando le conté mi situación, accedió a dejarme pasar. En la cocina, un criado silencioso me dio de cenar. Lo recuerdo bien: un plato de huevos y jamón, un trozo de pan de centeno y una botella de excelente jerez. Nunca he cenado con más apetito: desde el desayuno, un café solo, no había vuelto a probar bocado. Fui luego, antes de tenderme en el jergón que me habían destinado en la misma cocina, a agradecerle al dueño sus atenciones. Estaba en una habitación extraña: a un lado de la chimenea, había unas estanterías llenas de grandes libracos; al otro, un pequeño órgano decorado con coloreadas figuras de santos y demonios; en un armario, con la puerta entreabierta, se veían crisoles, retortas y tarros farmacéuticos; sobre el estante de la chimenea, lleno de objetos, un mapamundi; buena parte de los muros estaban cubiertos con extraños diagramas; había libros y papeles esparcidos por el suelo y también un gran compás de madera; parecía el gabinete de un sabio medieval o de un alquimista. Di las gracias, dije mi nombre, mi profesión de ingeniero, mi dirección en Inglaterra y en España, pero mi anfitrión no levantó los ojos, que tenía fijos en el fuego. Me acerqué más a él, pensando que se había dormido, pero de pronto volvió el rostro hacia mí, irritado. “¿Con qué derecho se atreve usted a molestarme? Vuelva a la cocina y salga de mi casa en cuanto deje de nevar”. Balbuceé alguna excusa y me dispuse a regresar a mi rincón. Fue entonces cuando me fijé en el fuego que ardía en la chimenea. La danza hipnótica de las llamas siempre me ha fascinado, pero allí había algo más. Me vi a mí mismo, tendido sobre la nieve, desangrado, rodeado de alimañas; vi a mi mujer, de negro, en mi funeral, aquí muy cerca, en la iglesia de San Juan. “Ya lo sabe usted todo”, me dijo mi anfitrión. “Bienvenido al reino de los muertos. Ahora váyase a descansar”. Y lo curioso es que era tal mi estado de ánimo que no me extrañaron aquellas palabras. Regresé a la cocina, me tomé una copa más de vino y me dormí como un bendito. Cuando desperté lucía un sol espléndido, la nieve se había derretido casi por completo y en la casa, que parecía abandonada desde hacía tiempo, no había nadie. Me puse a caminar y no tardé en encontrarme con otros cazadores. Cuando llegué a la residencia que compartía con varios ingenieros me extrañó que nadie me preguntara nada, que no estuvieran preocupados por mi ausencia. Tenían la impresión de que había estado mucho tiempo ausente, pero era el mismo día en que había partido al amanecer, solo, como me gusta cazar a veces, para despejar la cabeza. Aquel día de diciembre, que se anunciaba soleado, había hecho honor a su promesa y había sido uno de los más hermosos del año, según me confirmaron. Esta historia nunca se la conté a nadie. Veinte años después, tras haberle dado muchas vueltas en la cabeza, sigo sin encontrarle ninguna explicación.


Sábado, 16 de octubre
LA GENTE NORMAL

Es tiempo de regresos. Vuelvo, tantos años después, al cine de mi infancia, el Marta y María, milagrosamente aún abierto en el caserón barroco en que Palacio Valdés situó una de sus novelas, aunque haya perdido a María por el camino. Ya quedan pocos cines así, a pie de calle (de mi calle Rivero), sin el envoltorio de un centro comercial.


Veo La red social, la película de David Fincher sobre el origen de Facebook. A mí con Facebook me pasa lo que con Belén Esteban: no le veo el interés por ninguna parte, aunque es seguro que lo tiene, millones de personas lo confirman cada día.
¿El origen de Facebook? A un estudiante de Harvard, Mark Zuckerberg, para vengarse de una chica que le ha rechazado, se le ocurre piratear los archivos informáticos de la Universidad y organizar un concurso en el que las alumnas son comparadas con animales. Los orígenes de Belén Esteban parece que son no menos pintorescos: estuvo casada con un torero.
Millonarios por accidente se titula el libro de Ben Mezrich en que se basa el guión. Y un inexplicable –para mí— accidente es el que convierte en reyes del mambo a un estudiante que no despega la nariz de su ordenador y a una pizpireta ama de casa. ¿Qué interés puede tener que una señora gritona ventile en público sus triviales conflictos familiares? ¿Qué interés puede tener que un montón de amigos o de simples conocidos me cuenten lo que hacen o me envíen las fotos de sus vacaciones? Para mí, ninguno; para la mayoría de la gente, al parecer mucho.
La verdad es que tengo fama de raro, pero me temo que es una fama inmerecida. Porque para rara, pero rara de verdad, la gente normal.


Domingo, 17 de octubre
TODAVÍA

“Algo le falta al hombre que no ha conocido la enfermedad, la desgracia o la prisión”, afirma Emmanuel Mounier. Más le falta –preciso yo— al hombre que no ha conocido la felicidad.
Yo la he conocido y aunque últimamente parece haberme vuelto la espalda, todavía viene, de vez en cuando, a darme un beso antes de buenas noches.


Lunes, 18 de octubre
ELOGIO DEL PESIMISMO

Ser pesimista tiene sus ventajas. Siempre que intento algo, un negocio o un amor, doy por descontado el fracaso. Así nunca me llevo sorpresas desagradables. Lo que me sorprende siempre es el éxito. Que de pronto, entre las nubes negras de estos días, asome el sol. “¿Sabes que tienes exactamente tres veces la edad que yo tengo? Yo también nací un 17 de junio”.
Lo sé de sobra: sé sumar, restar, multiplicar y dividir. Y cerrar los ojos cuando me conviene y disfrutar del presente –sin pasado ni futuro— que de pronto se me ofrece.


Martes, 19 de octubre
EL AMANTE IMAGINARIO

“No haces más que contar cuentos. Yo creo que todos tus amores son imaginarios”, me dice un amigo escéptico. “Pues yo creo que todos los amores son imaginarios, salvo quizás los imaginarios”, le respondo.



Jueves, 21 de octubre
UN PREMIO

Me entrevistan en un rincón del Reconquista sobre Amin Maalouf y me da la impresión de que ni siquiera las dos locutoras de una radio sin demasiados oyentes que me hacen las preguntas escuchan lo que digo. Y no me extraña ¿qué puedo decir sino amables banalidades? Pero de pronto se mencionan otros premios y aparece mi monstruo favorito. “¿Y qué opina de que le hayan concedido el Planeta a Eduardo Mendoza?”.
----El Planeta nunca se equivoca. Las últimas novelas de Mendoza cada vez tenían menor interés, el premio certifica que la decadencia es irreversible. Recuerdo que, en una reunión del jurado de los Príncipe de Asturias, se hablaba del eterno candidato, Juan Marsé. “Es incomprensible que un novelista de su categoría no tenga ningún premio”, dijo no sé quién, quizá Rosa Montero. “No es cierto que no tenga ningún premio, tiene el Planeta”, respondió alguien. Y entonces yo: “Pero eso no es un galardón, sino un baldón”. Desde mi derecha y desde mi izquierda sentí dos miradas asesinas. Resulta que cuando hice esa gracia estaba sentado precisamente entre dos premio Planeta, Sánchez Dragó y Fernando Delgado, dos ilustres novelistas, como es bien sabido. La historia de ese presunto premio es puro surrealismo. Pronto se verá en los tribunales la acusación de plagio contra Camilo José Cela. Pero lo más curioso es que le acusan de haber plagiado, no cualquier obra, sino una novela inédita presentada al mismo premio que le concedieron a él. Que las novelas del Planeta se encargan expresamente a un autor de renombre y suele entregarla fuera de plazo no es un secreto para nadie. Yo fui testigo directo de uno de esos casos. “Martín, Martín”, me telefoneó un joven novelista que ahora luce orondo en los programas más fachas de la televisión nacional, “que el próximo Planeta va a ser para mí”, “Martín, Martín, que el primer capítulo le ha gustado mucho a Carlos Pujol”. “Martín, Martín, que ya casi la tengo terminada”, me dijo dos meses después de concluido el plazo de entrega. Normal resulta (normal para los ejecutivos de Planeta) que a un novelista que ha perdido su capacidad de fabular, si es que alguna vez la tuvo, pero no su amanerado estilo, le faciliten el cañamazo argumental para una de sus estilizadas virguerías, pero que le pasen uno de los originales inéditos presentados al mismo premio que pretenden concederle parece que supera cualquier nivel de estupidez. Pero, en fin, todo es posible en un premio que nunca se equivoca: incluso si se lo dan a un buen escritor (a veces ocurre), seguro que es por su peor novela.

domingo, 17 de octubre de 2010

Al otro lado: Otro regreso

Miércoles, 6 de octubre
DONDE LAS ÁGUILAS

Bajo la lluvia mansa, tengo toda la ciudad en torno mío. Allá al norte brillan entre lo gris las cúpulas de oro de la catedral; a la derecha, más cerca, la mole desmochada (le falta la gran estrella roja) de la antigua sede del Partido; al sur, más mamotrético aún, con su modernidad envejecida, el Palacio Nacional de Cultura. Y por todos lados, un laberinto de desvencijadas alturas, de terrazas y mansardas, avenidas y callejuelas, el manchón verde de los grandes parques o de los pequeños espacios arbolados.
Este lugar, en lo alto del Ministerio de Transportes, antes reservado para los jerarcas del Partido, es ahora un restaurante al alcance de quien pueda permitírselo. Pocos, parece: apenas hay dos mesas ocupadas. Los ojos se alimentan de melancolía.
El Palacio Nacional de Cultura fue el último delirio del antiguo régimen. La ministra que lo construyó era hija del dictador; aspiraba a ser una nueva Eva Perón; murió, dicen que asesinada, antes de verlo terminado. Tiene infinitas salas, pasillos, ascensores, escaleras que van a ninguna parte. Es fácil perderse en él. Lo sé por experiencia. En mis pesadillas, al abrir una de sus alas, clausurada durante un tiempo por falta de personal o de dinero para pagar luz y calefacción, encuentran un cadáver: el mío. A vista de águila, no da miedo.
Trato de reconocer, en esta neblina impresionista, algunos lugares. Por allá, al final del Zhenski Pazar, del Mercado de las Damas, está el Puente de los Leones, y al otro lado, cerca de la Universidad, el Puente de las Águilas. Sobrevuelo, como un águila más, los rincones familiares, y especialmente una calle arbolada y sigilosa donde, tras cruzar un descuidado patio, subir unas escaleras, recorrer un pasillo oscuro, hay una puerta que esconde, o escondía, toda la luz del mundo.
Escucho a Liliana Tabakova contarme la historia de Orlín Vasilev, su padrastro, un escritor marginado en tiempos del comunismo por querer seguir siendo fiel a los ideales del comunismo y hoy doblemente olvidado. Anoté uno de sus títulos: “Guarda bien el tesoro de tu infelicidad”. ¿Estará correcto? ¿No debería decir felicidad?
Yo guardo bien el tesoro de mi infelicidad. Prefiero ser infeliz y haberte conocido, que ser feliz y haber pasado de largo, aquel día de ayer mismo o de hace una eternidad, por una calle penumbrosa; no haber buscado una dirección temblorosamente apuntada en un papel; no haber llamado a un timbre que no sonaba, no haber golpeado con la mano en la puerta… Liliana Tabakova sigue hablando, pero yo apenas escucho; me dedico a emborracharme de melancolía mientras en mi memoria resuenan unos versos de Verlaine: “Il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville…”. Sí, llora mi corazón como llueve sobre la ciudad.



Jueves, 7 de octubre
ANIMAE RERUM

A punto de entrar en el Museo Arqueológico, me sorprende el estridente ronroneo de una procesión. Pero no es una procesión lo que se acerca por la gran avenida, aunque la encabeza una tosca cruz de madera y los participantes lleven una especie de túnica morada: son los sindicatos de izquierda que se manifiestan contra la intención del gobierno de retrasar la edad de jubilación y otras medidas anticrisis. Junto a la cruz, veo la bandera de Bulgaria. Hay también otras banderas, pero ninguna roja, ningún signo de su reciente pasado comunista. Tampoco en el museo hay muestras de los largos siglos islámicos. O sí: el propio museo, la Bujuk Mezquita, la Gran Mezquita, tan admirable como la más admirable de las piezas que contiene. Y cuántas maravillas encierra: las armas de los tracios que lucharon en los versos de Homero; estelas funerarias donde rostros anónimos nos dañan con su serenidad; la máscara de oro que pudo llevar Agamenón; el bajorrelieve que, a modo de cartel, anuncia el espectáculo del anfiteatro de Serdika, la Sofia romana (sobre los restos, recién descubiertos, han construido un hotel); el prodigioso busto de un rey refinadamente bárbaro… Pero a mí lo que más me ha llamado la atención es una pieza que no lleva indicación ninguna (o al menos yo no la he encontrado): un hombre y una mujer detrás, con los rostros borrados, que parecen avanzar hacia nosotros. Quizá se trate de Orfeo que vuelve gozoso del infierno con una Eurídice que se desvanecerá para siempre en cuanto él vuelva la mirada. No lo sé, lo que sí sé es que desde ahora ese hombre y esa mujer van a seguir caminando incansables por mis sueños.
En el café del Museo, mientras la lluvia cae sobre el jardín, pienso en mi vida, en el sinsentido de cualquier vida, y recuerdo versos de un poeta olvidado: “Al mirar del paisaje la borrosa tristeza / y sentir de mi alma la sorda pena oscura, / ya no sé, confundido de terror y de espanto, / si lloro su agonía o si él mis penas llora”.


Qué irreal resulta todo: los manifestantes que han sustituido la hoz y el martillo por una tosca cruz, los soldados con su uniforme de opereta que hacen guardia frente al palacio presidencial, los rostros del museo que me siguen mirando como si me reconocieran, este tranquilo café fuera del mundo donde anoto unos versos que no sé dónde leí y se me han quedado para siempre en la memoria: “Ya no sé si es la sombra quien invade mi alma / o si es que de mi alma va surgiendo la sombra”.


Viernes, 8 de octubre
KOPRIVSHTITSA

Este soleado día de otoño, por una carretera entre montañas (a un lado los Balcanes, al otro la cordillera del Medio) llego hasta Koprivshtitsa, un pueblo cuya arquitectura me recuerda a la del viejo Plovdiv. Me cuentan que es uno de los lugares sagrados de la historia búlgara: aquí tuvo lugar, en 1876, la revuelta de abril que supuso el comienzo de la liberación; desde aquí se mandó la “carta de sangre”, escrita con la sangre de un turco asesinado, animando a otras ciudades a sublevarse. La gran estatua de Todor Kableshkov, uno de los héroes, suicidado en prisión a los veinticinco años, empuña una pistola. ¿Héroe? Héroe tras la independencia. Antes, un terrorista al que denunciaron sus propios convecinos –ricos comerciantes— para evitar que la ciudad fuera destruida por los turcos y para poder seguir siendo ricos comerciantes (se arruinaron al separarse del imperio).
“Esta es la verdadera Bulgaria”, me dicen, pero yo veo un parque temático, un museo etnográfico, el colorista escenario de un patriótico cuento. La iglesia de la Asunción, que casi diluye su azul en el azul del cielo, fue construida en once días, según la leyenda, y parece una frágil maqueta; en su penumbra coloreada enciendo un par de velas. No pido nada: si existiera Dios, sabría de sobra lo que deseo más que nada. Junto a la iglesia está el cementerio. Que felices estos muertos ajenos, acariciados por el esplendor del otoño. Junto a la tumba del poeta Dimcho Debelyanov, una estatua de su madre, que le sigue esperando como cuando en la guerra soñaba con que volvía y ella salía a recibirle al patio de casa. Un hermoso patio, donde aún resultaría posible ese encuentro. No conozco ningún poema de Debelyanov, pero aquí, junto a su tumba, no me resulta difícil imaginarme alguno: “Silencio… Ni una hoja se estremece en el viento. / Todo duerme en la calma de la tarde silente. / Se oye crecer la hierba y en el alma se siente / abrirse como flor un dulce pensamiento”.



Sábado, 9 de octubre
POSIBLES PARAÍSOS

Con sus acristaladas fachadas y todas sus luces encendidas, en las heladas noches de invierno parece una imagen del paraíso. Y de alguna manera lo es: del paraíso capitalista en que este país sueña con entrar.
Pero es solo un centro comercial, el Mall of Sofia, el primero que se abrió en la ciudad. Por fin consigo tomarme un café en él (mis amigos búlgaros, como mis amigos españoles, detestan estas catedrales del consumo). Los ventanales dan al Boulevard Stambolisiiski, donde vive Rada Panchovska, que ahora me acompaña; una de las paredes la ocupan estanterías con libros. Se está bien aquí, con buena luz, calor adecuado, y agradable compañía. También estaría a gusto solo, como tantas veces en tantos otros centros comerciales. Si viviera en esta ciudad, vendría todos los días a leer un rato y a sentir pasar la vida. Soy un solitario, pero no me gusta estar solo a solas, prefiero estar solo entre la gente.


Damos una vuelta por los diversos pisos. “No sé qué te puede interesar; todos estos sitios son iguales”. Iguales y distintos, como los seres humanos. Miro la cartelera de los cines, y en parte coincide con la de Los Prados. Me gusta estar en casa, tan lejos de casa.
De vuelta al hotel, en la recién abierta estación de metro junto a la Universidad, Rada nos muestra una nueva librería. Es grande y acogedora y tiene una sección de viejo que es como un laberinto atiborrado de tesoros. ¿De tesoros? Acaricio los libros, según costumbre, pero apenas si con dificultad puedo deletrear algún título. Qué extraño estar rodeado de libros y no poder leer ninguno. Pienso en Tántalo, muerto de sed junto a una fuente, y en Borges, a quien la ironía de Dios le dio a la vez la ceguera y la dirección de la Biblioteca Nacional.


Domingo, 10 de octubre
DOS CIUDADES HAY

Siempre que vuelvo a estas tierras, me empeño en ir a Plovdiv mientras mis anfitriones se esfuerzan por llevarme a otros lugares. A Veliko Tarnovo, por ejemplo, que se alza entre los meandros del río Yantra y fue destruida por los turcos en 1393. Pero yo soy la persona menos aventurera del mundo. Nunca voy por primera vez a ninguna parte, salvo por obligación. A este país me trajeron Cervantes y Víctor Botas, y fue un amor a primera vista. Vuelvo siempre que puedo, pero al mismo hotel, frente a un parque con restos arqueológicos, a tres o cuatro rincones de Sofía, y a Plovdiv. Me gustan sus calles peatonales, la plaza con la estatua de Filipo sobre el anfiteatro romano, la mezquita Dzhumaya, uno de esos lugares donde se calma el dolor, el río Maritsa y el Gran Teatro.


Desciendo por las empinadas graderías hasta el escenario, y allí juego a representar (unos niños, allá en lo alto, son los únicos asombrados espectadores) Los intereses creados. “Gran ciudad ha de ser esta, Crispín, en todo se advierte su señorío y riqueza”. “Dos ciudades hay, quiera el cielo que con la mejor hayamos dado”, me responde Crispín, quiero decir, Almuzara. “¿Dos ciudades dices? Ya entiendo, antigua y nueva, una de cada parte del río”. “¡Qué importa el río ni la vejez ni la novedad! Digo dos ciudades como en toda ciudad del mundo: una para el que llega con dinero y otra para el que llega como nosotros”.


Dos ciudades hay en toda ciudad del mundo. Una para los que viven en ella y otras para los que pasan por ella. A veces solo a estos últimos, si saben escuchar con los ojos, les revela su secreto.

sábado, 9 de octubre de 2010

Al otro lado: Viejos sueños

Jueves, 30 de septiembre
UNA SONRISA

“¿No me reconoces? ¿De verdad no me reconoces?”. No, no le reconocía, y me estaba comenzando a cansar de su insistencia. Nada me fastidia más que esa gente que parece que quiere poner en evidencia tu mala memoria y lo único que pone en evidencia es su mala educación. El portal estaba abierto y había llamado directamente a la puerta del piso. Llevaba a la espalda una mochila y se apoyaba en un bastón; tendría más o menos mi edad. Seguía insistiendo en que debía reconocerle y a punto estuve de darle con la puerta en las narices, pero de pronto se fijó en el libro que coronaba uno de los montones que había cerca de la puerta (libros recién llegados que estaban esperando su destino) y dijo: “¿Todavía te sigue interesando Jung? ¿Todavía sigues anotando tus sueños?”. Y esas palabras me llevaron a un verano de los años setenta y a un albergue en Florencia y a una de esas historias que uno se ha contado tantas veces que ya no sabe distinguir sueño y realidad. Por aquel tiempo pasé muchos fines de semana en Florencia. Casi siempre, en un albergue estudiantil bastante barato; muy céntrico, sin embargo, y desconchadamente suntuoso, con techos palaciegos y paredes que conservaban restos de antiguos frescos. Las habitaciones eran colectivas y muy espaciosas; una de ellas parecía haber sido el antiguo salón de baile. Los hombres se alojaban en un piso y las mujeres en otro. Damián había llegado con su novia; no conocían la ciudad; yo les hice un entusiasta resumen de lo que no podían perderse. El primer día, el día que nos conocimos, eran la viva imagen de una pareja feliz; yo los miraba con envidia. La noche siguiente, cuando coincidimos a la hora de acostarnos, le pregunté qué tal lo habían pasado. Me respondió hoscamente; parecía otro. Yo me volví a un lado y no le hablé más, un poco molesto. Tardé en dormirme; él tampoco podía dormir, se le sentía dar vueltas. De pronto se levantó de un salto. “¿A dónde vas?”, le dije. “A tirarme al río; Lucía me ha dejado”. No me pareció que hablara en broma, así que me vestí y salí tras él. Paseamos por la orilla del Arno, cruzamos varios de sus puentes. Era una hermosa noche de verano. La luna llena se reflejaba en las aguas y parecía acompañarnos donde quiera que fuéramos. Yo hablaba y hablaba, tratando de distraerle. Damián no decía nada. “Nunca nos habíamos peleado, nunca habíamos discutido, pero la otra soñé que me dejaba”. Yo me puse entonces a hablarle del mundo de los sueños y a explicarle aquel que había tenido: en su subconsciente se había dado cuenta de que algo iba mal. Le hablé de Jung, a quien leía mucho aquellos días, y distinguí entre los sueños personales, como el suyo, y los grandes sueños, que se relacionan con el inconsciente colectivo y están en el origen de los mitos. Yo entonces era algo pedante y tenía esa manía, tan propia de los profesores, de ponerme a dar lecciones en los momentos más inoportunos (manía que se ha ido acentuando con los años). Estuvimos caminando y hablando –hablando yo— toda la noche. Comenzaba a amanecer y la ciudad sin nadie parecía más seductora que nunca. “¿Sabes una cosa? –me dijo de pronto Damián—. Ya no tengo ganas de tirarme al río; ahora lo que me apetece es tirarte a ti para que dejes de darme la tabarra de una vez”. Y ante mi cara de susto soltó de pronto una carcajada. Desayunamos en la cafetería de la estación (el albergue estaba muy cerca de Santa María Novella). Cuando fuimos a recoger nuestras cosas, Lucía ya se había marchado. Había dejado una nota en recepción para Damián, que la rompió sin leerla. “Agua pasada”, dijo. “Y no te preocupes por mí, que no serán muchas noches las que duerma solo”. De momento, la noche siguiente la durmió conmigo en Perugia: quedaba una cama libre en la casa que tenía alquilada, con otros estudiantes, en Via Garibaldi. Le enseñé la ciudad, paseamos el Corso Vannucci, dejamos pasar el tiempo sentados en las escaleras del Duomo, escuchamos jazz en la Piazza del IV de Novembre, sentados en el suelo con la espalda apoyada en el Palazzo dei Priori, y luego, tras intercambiar teléfonos y direcciones, él siguió su camino y yo mis clases de literatura italiana. “En cuanto regrese a España, iré a verte”, me dijo. “Te debo la vida”, añadió sonriente. “¿Todavía te sigue interesando Jung?”, me dice ahora. Todo ha cambiado. ¿Qué pueden tener en común un joven de veinte años con un anciano de sesenta? Nada, nada en absoluto. Pero la sonrisa sigue siendo la misma.



Viernes, 1 de octubre
ELOGIO DE LA INTELIGENCIA

Rodrigo Olay, que tiene esa inagotable curiosidad que yo tenía a los veinte años, me dice que en una de las revistas que le he prestado, Paraíso, dirigida por Juan Carlos Abril, hay un artículo de Carlos Pardo en que alude a una discusión que tuvimos hace algún tiempo en la Universidad Menéndez Pelayo. Es raro que se me pasara esa mención: el nombre propio suele siempre brillar con luz propia en cualquier página. Recuerdo con tedio infinito aquel encuentro de unos pocos críticos y una docena de poetas jóvenes en Santander. Fue entonces cuando todo lo que tuviera que ver con antologías de gente nueva, tendencias, panoramas, dejó de interesarme.
Qué aburridas, qué previsibles, que ajenas a cualquier ejercicio de la inteligencia la mayoría de las reseñas poéticas. Voy contra mi interés al confesarlo, ya lo sé: he incurrido en ellas semanalmente durante más de veinte años. Me vi en el espejo de Luis García Jambrina, de Túa Blesa, incluso de Prieto de Paula, y me retiré asustado. Qué contento estoy de no jugar ya en ese equipo. Y el terreno de las antologías de poesía joven se lo dejo entero a Luis Antonio de Villena, con el que alguna vez parecí competir. Que sea él quien dictamine la moda joven de cada nueva temporada.
Rodrigo me pasa también una conferencia de Guillermo Carnero, “El poeta subterráneo o mis tres criptomanifiestos”, que yo no conocía. Nunca he sentido especial simpatía por Carnero (en las guerrillas poéticas de los últimos años ha solido tenerme enfrente), pero siempre he admirado su inteligencia. Habla ahora de sus primeros trabajos críticos –sobre la poesía prerromántica, Espronceda, el grupo Cántico— y de cómo en realidad eran más o menos velados manifiestos de su manera de entender la poesía.
Mi manera de entender la poesía y la crítica de poesía está muy clara: si no son una manifestación de la inteligencia, no me interesan. La poesía debe ir más allá de la buena prosa, no quedarse más acá. En la poesía, como en cualquier actividad humana, el órgano principal es el cerebro. Y qué poco lo usan la mayoría de los escribidores de versos o de reseñas que conozco.



Sábado, 2 de octubre
UN VERSO CLARO

Instintivamente, cuando un poeta muere, lo primero que hacemos es abrir uno de sus libros: “Oh muerte soberana, señora de mis rimas, / hoy vengo aquí a pediros un favor, el primero / que, creo, os he pedido y el último que os pida. / Dadme un poco de tiempo para decir mi vida, / la vida de mis muertos y el amor de mi amiga. / Luego podéis venir a buscarme; os prometo / no haceros esperar, y confío en tener / pensado un verso claro, para vos, ese día”.
¿Qué verso claro tendría pensado Miguel Ángel Velasco este día en que la muerte soberana se presentó repentinamente a buscarlo? No me imagino ningún verso, no me imagino nada. Solo siento terror ante las balas que silban cerca; quizá ya está en el aire la que me está destinada.
Ningún verso claro ante el último trago. Solo un negro terror. Todo lo demás es literatura.



Domingo, 3 de octubre
NO DESESPERAR

Creo que tengo olfato para detectar la inteligencia. Me basta una conversación, leer unas pocas páginas, escucharle en una entrevista para saber si alguien es más o menos inteligente que yo. Y siempre, al principio, me fastidia un poco, para qué negarlo, pero pronto puede más la admiración.
Me fascina la inteligencia ajena y por eso me alegra encontrarla en los lugares más inverosímiles. Soy (pero nunca se lo he dicho a nadie: no me gusta meterme en líos) de los que dudan de que en determinados ámbitos, como el Tribunal Supremo o el Constitucional, haya vida inteligente. Y es posible que no la haya, no soy experto en la materia, pero de lo que estoy seguro es de que en el Constitucional la habrá pronto. De Francisco Pérez de los Cobos, el candidato de consenso propuesto por los dos partidos mayoritarios, he leído los aforismos de Parva memoria y también los “cuentos prácticos” que reúne en No hay derecho: pocas veces he encontrado juntas tanta capacidad satírica y tanta bien humorada inteligencia. El que políticos de uno y otro partido puedan ponerse de acuerdo en alguien así, ayuda a no desesperar.



Martes, 5 de octubre
UNA SORTIJA

Anoche no podía dormir. Para espantar los negros pajarracos que daban vueltas en torno a mi cabeza, decidí levantarme y salir a dar una vuelta. Lo hago a menudo. Me gustan las calles desiertas, el aire frío de la noche. Camino a buen paso y cuando vuelvo a casa cansado, si hay suerte, el sueño viene conmigo. Al subir la cuesta de Víctor Chavarri me sorprendió la silueta de una mujer sentada en un portal. Comprobé, extrañado, que vestía traje de noche, los hombros desnudos, alguna relumbrante joya. Era rubia, de una belleza delicada. Me extrañó tanto que volví sobre mis pasos para preguntarle si podría ayudarla. Me imaginé que habría extraviado la llave de casa; quizá su acompañante hubiera ido a buscar un cerrajero. “Perdone que la moleste. ¿Puedo ayudarla en algo?”. Alzó hacia mí los ojos y eran los ojos verdes más mansamente hermosos que yo haya visto nunca. No dijo nada, pero se me quedó mirando un buen rato. Luego susurró: “¿De veras no te acuerdas de mí?”. Se puso lentamente en pie, empujó la puerta (que, contra lo que yo creía, estaba abierta) y desapareció tras ella. Yo traté de seguirla, pero ahora la puerta había quedado cerrada y no sabía a qué timbre llamar. Al retirarme vi que, sobre el escalón en que la mujer había estado sentada, brillaba algo. Lo recogí, era un anillo. La piedra me pareció un zafiro. Recordé entonces el comienzo de una de las obras teatrales de Azorín, el auto sacramental Angelita. Un desconocido le regala a la protagonista una sortija con un zafiro “único, extraordinario, maravilloso”. Al darle la vuelta hacia la derecha avanza el tiempo; hacia la izquierda, retrocede. Yo me puse el anillo en el dedo, pero no me decidí a hacer el experimento.
Esta mañana volví al portal de Víctor Chavarri y hablé con el portero. No conocía a la mujer. “Si alguna mujer así hubiera pasado por esta puerta estando yo delante, no se me habría olvidado”. “Pues pasó por mi vida y yo ni siquiera me fijé en ella; seguramente estaba distraído con un libro”, pensé. Le dejé mi teléfono por si alguien le decía que había perdido una sortija.

domingo, 3 de octubre de 2010

Al otro lado: Contra las confidencias

Viernes, 24 de septiembre
EL ÚNICO TEMA

Me paso el día recibiendo confidencias, y nada detesto más. Antes creía que los amigos que me pedían consejo me pedían consejo. Creía que confiaban en mi buen criterio. Soy así de vanidoso: creo tener buen criterio. Pero no: quien te pide consejo solo quiere que le escuches y le reafirmes en su opinión. Y tú le escuchas una y otra vez, y él nunca se cansa de aburrirte con sus tribulaciones. Pero yo soy aún más egoísta que vanidoso, y he aprendido a aparentar que escucho atentamente mientras pienso en otra cosa. “Cada día me aguanta menos mi mujer; vamos a separarnos”. “Tiene suerte. Yo a quien cada día aguanto menos es a mí mismo, pero no hay separación posible”. Exagero un poco, claro. Solo algunos días “no me puedo sufrir a mí conmigo”, como escribió Villamediana y a mí tanto me gusta repetir.


“Debería inventarse algún sistema para poder tomarse vacaciones de sí mismo”, digo luego en la tertulia. “Ya se ha inventado. ¿No has oído hablar del alcohol? ¿Cómo soportaría sin él sus pobres vidas la mayoría de la gente? Pero tú no lo pruebas y me parece que es por miedo a lo que vas a encontrar cuando aflojes el férreo control que mantienes sobre ti mismo”. “¿Tú crees? Yo pienso que es más bien porque para decir babeantes tonterías y hacer el ridículo no necesito ningún estimulante externo”. “Martín se toma vacaciones de sí mismo abriendo un libro”. “Eso era antes. Ahora todos los libros hablan de lo mismo: de mí mismo”. “¿Y todavía no te has aburrido de leer? ¿No te cansa el tema?”. “Debería cansarme, ya lo sé. Pero es el único tema que nunca me cansa, aunque me tenga harto”.


Sábado, 25 de septiembre
UN PASEO

Salí a caminar por las afueras, a respirar un poco de aire fresco después de varios días de encierro, y distraído con mis pensamientos me aparté de la ruta habitual. Cuando me quise dar cuenta, no sabía muy bien dónde estaba. No reconocí aquella villa en lo alto de una colina ajardinada. No era una de las fantasiosas casonas de indianos que tanto abundan por estos lugares. Tenía una sobriedad elegante y un empaque clásico que recordaba a la arquitectura de los cuadros renacentistas. En el jardín, muy cuidado, se escuchaba el susurro de una fuente. Y nada más. La verja estaba abierta. Yo entré sin pensarlo dos veces. Temí que me ladrara algún perro, según es habitual. Pero no fue así. Llegué hasta la puerta y busqué el timbre. No había timbre. La puerta estaba entreabierta. La empujé un poco y se abrió del todo silenciosamente, como invitándome a pasar. No me atreví a hacerlo. Me quedé en el umbral, sin decidirme a marcharme. En ese momento pasó un jardinero. Me saludó con amabilidad y siguió su camino hacia la parte de atrás del edificio. Yo le seguí con la vista, mientras me inventaba una excusa para estar allí: diría que buscaba la casa de un amigo. Sentí que me tiraban de la cazadora. Era un niño, de unos dos o tres años, que de esa manera trataba de llamar mi atención. Me miraba sonriente, con el rostro embadurnado de chocolate. Detrás apareció una mujer, con cofia y delantal, como las criadas antiguas, y se lo llevó en brazos diciendo: “Vamos, Jimmy, no molestes a este señor”. Todavía me quedé algunos minutos ante aquella puerta abierta. Al fondo, tras una cristalera, me pareció entrever una silueta femenina y hasta mí llegaron algunas notas musicales. Creí reconocer el “Pur ti miro, pur ti godo”, de Monteverdi, pero quizá solo resonaba en mi cabeza (lo hace a menudo desde que el otro día lo escuché en el Campoamor). Regresé a casa con la sensación de que mi verdadera casa era aquella apacible villa renacentista donde la vida no duele como una postura incómoda, donde es posible ser feliz.



Domingo, 26 de septiembre
LOS TRES CAMARADAS

Hace exactamente cincuenta y tres años vi por primera vez el mar. Ocurrió un dorado día de otoño, como el de hoy, allá por 1957. Lo sé no por mi buena memoria sino porque muy pronto tuve la costumbre de anotar las fechas memorables, y aquella amarillenta y quebradiza hoja no se ha hundido en el mar del tiempo y ha reaparecido junto al recordatorio de la primera comunión. Desde entonces no había vuelto a pisar las dunas de San Juan de Nieva. Ahora han colocado pasarelas de madera. En la arena hay unos pocos bañistas. A la derecha, vigilando la salida de la ría, se alza el faro en una estampa hopperiana. A la izquierda, a contraluz, la urbanizada y menguante playa de Salinas. Para llegar hasta aquí hay que atravesar un laberinto de naves, humos y desechos industriales. Ellos son las que han mantenido intacto este lugar.


Es un hermoso atardecer. El mar, azul y plateado, viene a lamerme los pies, como un perro fiel que me reconoce. Ya no recuerdo lo que pensó aquel niño asombrado que anotó una fecha y escribió con mejor caligrafía (y peor ortografía) que la del hombre de hoy: “beo elmar”. Tras caminar lentamente por la arena subo hasta el mirador que forma una de las pasarelas y allí me quedo largo tiempo, sin ganas del volver. ¡Cuántas cosas tenemos que decirnos los tres: el niño que fui, el hombre que soy, el mar innumerable! Pero no nos decimos nada. Nos contentamos con estar juntos y en silencio, saboreando la dulzura inagotable de la tarde, muy conscientes de cómo la noche acecha. Y que de los tres, muy pronto, solo quedará uno, siempre recién nacido.


Lunes, 27 de septiembre
TÁNGER-NUEVA YORK

“La gente dice que lo importante es vivir, pero yo prefiero leer”, escribió Logan Pearsall Smith. Yo nunca estoy más vivo que cuando estoy leyendo. Me gustan los libros que son puertas y ventanas, que me permiten asomarme a otras gentes, a otros mundos. Hombres blancos en los trópicos, de Erling Bache, que el azar me regala en la librería de viejo del Pasaje, y que comienzo a leer en Las Salesas, comienza así: “Me había quedado sin empleo. Como un furioso vendaval, se presentó en todas partes del mundo la crisis del mercado de caucho, en el año 1929; con aterradora rapidez bajaron los precios, hasta llegar a igualarse a los gastos de producción; de manera que en las plantaciones se redujo el número de personal, se anularon miles y miles de contratos…”. Paso las páginas: Bali, Singapur, Shangai…, y de pronto me encuentro, como hace treinta años, en un cine de Tánger: “En el Capitol, el cine más grande de Tánger, desfila por la sucia pantalla una especie de noticiario. El salón está abarrotado, el calor resulta insoportable. Entre el público hay franceses, judíos, españoles, árabes, negros, griegos y una docena de otras naciones y razas. El aspecto de algunos es descuidado, con sus tacones torcidos y sus ropas descoloridas, otros, en cambio, destacan por la impecable raya de su pantalón y la americana de anchos hombros algodonados”. De la mano de Erling Bache paseo por Tánger en los años de la guerra civil: “El Zoco Chico reúne todas las naciones del mundo, y puede uno tomar allí un café o un aperitivo en medio de una multitud cosmopolita, como apenas puede haberla en otro lugar del planeta. El Zoco Chico está dividido en dos partes. A un lado de la calle, están los restaurantes fascistas y al otro los comunistas. Al estallar la guerra de España, la poliforme población de Tánger se repartió los cafés. Y nadie puede frecuentar unos y otros indistintamente. Si por acaso un turista inocente se sienta por la mañana en el Café España (que es rojo) para beber cualquier cosa, no le servirán en el Café Central (que es fascista) si se sienta allí por la tarde, y viceversa”. En aquel Tánger donde hay más espías y aventureros que en cualquier otro lugar del mundo y en el café de todos los días, me encuentra mi amigo Hilario Barrero, al que la Universidad de Nueva York le ha concedido un año sabático y viene a pasar unos meses en Asturias. Me trae, como regalo, un frasco de mi colonia favorita, Fierce, de Abercrombie & Fitch, cuyas dos tiendas, en el Pier 17 y en la Quinta Avenida, tienen algo de penumbroso paraíso custodiado por arcángeles.


Sigo siendo el niño fantasioso que siempre fui: me basta abrir un libro para estar en el Tánger turbio de 1936; me basta oler un fresco aroma juvenil para regresar a la inagotable maravilla de una ciudad, como el mar, siempre recién nacida. Y sin dejar Oviedo, donde tantos días –y este es uno de ellos— es posible ser feliz.



Martes, 28 de septiembre
TELÓN

“Mañana ya no abrimos; cerramos definitivamente”, me dice la camarera al dejar Los Porches, mi oficina matinal en Las Salesas. Me cuesta tanto estos días mantener cualquier costumbre que lo que en otro momento hubiera sido una catástrofe ahora apenas me sorprende. “Lo echaré en falta, vengo desde hace bastante tiempo”. Bastante, ciertamente: desde octubre de 1982. La camarera seguro que ni había nacido.
Ahora debería ponerme elegíaco. Pero me limito a encogerme de hombros y a trasladar mis rutinas al Café Colonial, a dos pasos. Allí me encontrará cada mañana quien quiera verme.
Cuántos malabarismos hay que hacer para hacerse la ilusión de que los días se suceden confortablemente iguales, de que no rodamos cuesta abajo, y cada vez a mayor velocidad, hacia el precipicio.


Miércoles, 29 de septiembre
SAN JULIÁN Y SANTA TERESA

En la librería Santa Teresa encuentro el libro de Fortunato Selgas sobre San Julián de los Prados, la iglesia prerrománica que contemplo cada mañana nada más levantarme. Me reconforta verla ahí, firme y sólida como el primer día, allá por el siglo IX, cuando se alzaba junto al palacio del rey en lo que entonces era un rincón rural en las afueras de Oviedo. Las fototipias de Hauser y Menet me enseñan como era antes de la restauración, con su maquillaje barroco no exento de encanto. Al cementerio de la parte de atrás llegué yo a conocerlo. Mil doscientos años hace que esta iglesia parroquial cumple con su trabajo. Y no parece que tenga intención de jubilarse. Yo la tomo cada día como modelo.


La librería Santa Teresa es de las pocas que todavía no permiten el acceso a los libros, hay que pedirlos en el mostrador. Así de incómodas eran todas las librerías de mi juventud; ahora apenas queda esta reliquia, con su encanto antiguo. Allá por los sesenta se convirtió de pronto para mí en una gruta del tesoro. En el escaparate aparecieron, a bajo precio, algunos ejemplares de la colección Universal. “Tenemos más. ¿Quiere verlos?”. Y me llevaron a una trastienda donde estaba la colección casi completa. Entre tantos deslumbramientos, recuerdo la Segunda antología poética, de Juan Ramón Jiménez: “Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando”.