sábado, 31 de julio de 2010

Las veladas del jardín: Tiempo tendrás

¡Pessoa! ¡Pessoa! –exclamó el conde, asustándonos a todos— ¡Siempre Pessoa! Nadie me pregunta por mi vida, siempre por la suya. ¿Y quién era ese hombrecillo portugués? Una cabeza sin cuerpo, alguien que todo lo aprendió en los libros, que nunca fue capaz de enfrentarse a sus fantasmas. Se ha contado muchas veces la historia de cómo nos conocimos, pero hay cosas que no se han contado nunca. Cuando se publicaron mis Confesiones, a finales de los años veinte, escribió a la editorial, The Mandrake Press, solicitando un ejemplar. Luego volvió a escribir explicando que algunos de los datos astrológicos estaban equivocados. A mí me hizo gracia aquella impertinencia y comencé a cartearme con él. Me envió unos folletos de poesía inglesa. Eran versos muy correctos, pero bastante artificiosos. Les faltaba vida. Al viajar a Portugal tuve el capricho de conocerle. Me dijo que por esas fechas –yo no había indicado la fecha— estaría fuera de Lisboa, que mejor posponer el encuentro para cuando viniera a Londres. En agosto de 1930, le envié un telegrama: “Crowley arriving by Alcantara. Please meet”. Sé que se asustó mucho, que hizo lo posible por no verme. Una niebla espesa detuvo el barco durante un tiempo. Nada más saludarle en el muelle le dije que seguramente la había enviado él y no sonrió ante aquella broma: se puso a temblar. Tembló todavía más cuando le presenté a mi acompañante, Hanni Larissa Jaeger, una adolescente de diecinueve años, alta y rubia, de aspecto andrógino. Yo la llamaba el Monstruo, porque lo era, y no voy a contar por qué. Nos alojamos primero en Lisboa y luego en Estoril. Pessoa vino una vez a visitarnos y le pedí que subiera a la habitación. Vestía siempre muy formal, como era costumbre entonces, y yo le recibí de la misma manera, elegantemente trajeado. Estábamos hablando de los sonetos de Shakespeare, modelo de los suyos, cuando se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció Hanni completamente desnuda. “The master-mistress of my passion”, le dije señalándola. Él palideció, estuvo a punto de desmayarse, abandonó la habitación de un salto. No volvimos a vernos en privado, a partir de aquello me citaba en algún café. Su educación era victoriana, como la mía, pero yo me había rebelado y él no. A los nueve años me inicié sexualmente con una criada; a los doce, una palafrenero me enseñó otras sutilezas. Él tenía más de cuarenta y solo había sido iniciado en el ocultismo. Con Hanni, que no respetaba la orden de no hacer el amor con nadie sin mi aprobación y participación, tuve grandes altercados. Una vez armamos tal jaleo en el hotel que nos expulsaron a media noche. Le conté a Pessoa mis problemas con aquella muchacha –que traía alborotada a media Lisboa— y él aludió a un poema de Browning, “Mi última duquesa”, y yo entendí que me recomendaba una discreta eliminación, que no sería difícil, porque era aficionada a ciertas drogas y yo era quien le proporcionaba las dosis adecuadas. Pero por una vez, por una única vez, una mujer fue más lista que yo: se largó inesperadamente llevándose toda mi farmacopea y todo mi dinero. En compensación me dejó un montón de deudas. Mi magia no servía de nada en aquellos momentos, pero a Pessoa se le ocurrió una idea salvadora. Feliz porque había desaparecido la encarnación del demonio que le atraía y le repelía al mismo tiempo, me propuso un plan alambicado, una de esas novelas detectivescas que proyectaba y nunca era capaz de finalizar (nunca fue capaz de llevar nada a buen fin). Fingimos mi suicidio en la Boca do Inferno, en Estoril y provocamos un buen revuelo periodístico. Él aprovecharía todo aquel escándalo para escribir un libro sensacionalista en portugués y en inglés. Con nombre falso, salí de Portugal por Fuentes de Oñoro mientras Pessoa disfrutaba como un niño jugueteando con la realidad. Yo me fui a Berlín, que me fascinó, pero antes pasé por París, donde participé en una cena organizada por Victoria Ocampo. Éramos muy pocos los invitados: Madame de Noailles, Cocteau, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna y yo. Todos representábamos a lo que entonces era la modernidad, salvo la condesa de Noailles, una gran mariposa de gasas y sedas negras que iba a todas partes acompañada de su doctora. El francés pintoresco de Gómez de la Serna le hacía mucha gracia a ella, tan redichamente clásica: “Je vous defend de toucher le français de Ramón… Ne pas le corriger jamais!... Son français est un français plastique que j’aime”. Algún día os contaré aquella cena. Cocteau me pidió una prueba de mis poderes mágicos y yo les dije que cerraran los ojos. Al abrirlos todos estaban desnudos –la condesa, una gallina desplumada—, salvo Cocteau y yo. Perdón, dije, el truco ha salido mal. Hice otro gesto y todos respiraron aliviados dentro de sus ropas mientras el poeta, que acababa de estrenar La voz humana, y yo nos mirábamos divertidamente desnudos. De inmediato desaparecimos por una puerta para que la magia continuara en privado. Pero no es eso lo que quería contaros. París estaba bien, pero era demasiado formal, con una vanguardia que hacía sus juegos de manos en salones de la belle époque. Berlín era otra cosa: un inmenso cabaret donde cualquier fantasía podía hacerse realidad. Cierto que ya se oía en las calles el taconeo de las botas nazis, pero por entonces todos las oíamos como quien oye llover. Desde allí volvía escribir a Pessoa. Le invité a visitarme. Cualquier extranjero era rico en aquella época de inflación galopante. Apelé a su vanidad: “Esta ciudad es hoy la capital de Europa; quien triunfa aquí, triunfa en el mundo”. Y también a los impulsos oscuros que él se negaba a reconocer: le escribí en el reverso de una postal publicitaria de un bar solo para hombres. Y un día, aquel hombrecillo portugués que se aterraba al ver una mujer desnuda, tomó un tren en la estación del Rossio sin avisar a nadie y días después apareció en las habitaciones que yo tenía alquiladas en Unter den Linden. “No soy Fernando Pessoa, me dijo, Fernando se ha quedado tomando su café en el Martinho y en A Brasileira o contestando a la correspondencia comercial en la Rua dos Douradores; yo soy Álvaro de Campos, que quiere sentirlo todo de todas las maneras”. Y lo sentimos todo de todas las maneras, ciertamente, pero no voy a entrar en detalles: estábamos en el Berlín de los años treinta, no hace falta añadir más. Gracias a eso aquel atildado hombrecillo que todo lo aprendió en los libros pudo escribir algo que valiera la pena: los poemas de Álvaro de Campos (el resto no son más que aplicados ejercicios de redacción). Lo curioso es que, mientras Álvaro entraba arrebatadoramente vestido de mujer en un local berlinés (donde por cierto sedujo a un don Juan cojo y lenguaraz que pronto se haría famoso: el doctor Goebbels), Fernando seguía su vida en la Lisboa pachorrienta del salazarismo. No sé cuál de los dos era el verdadero y cuál una proyección astral. Ni sé tampoco por qué interesa ese oscuro escritor que nunca fue capaz de concluir nada. Por vuestros ojos incrédulos compruebo que esto que os cuento os parece eso: un cuento. Y quizá lo sea. Tantos años después, ¿quién es capaz de distinguir entre lo soñado y lo vivido? Pero vamos a ver si la magia funciona. Voy a llamar a Lucas, a Mariana, a toda la servidumbre del pazo, jóvenes y viejos. Luego cerraremos un momento los ojos y al abrirlos, zas, como en la cena de París, todos desnudos, ellos y nosotros. Y luego que cada uno se acomode con quien le venga bien. Ya veo que José Luis, o Martín, como le llamáis, huye. No se cree lo que digo, pero por si acaso… Recuerda los versos de Auden, amigo Martín: “No dejes escapar la hermosura que pasa. / Vive con audaz alegría. / La vida es corta, goza / con todo lo que tiente tu carne / sin esperar al día de mañana. / Tiempo tendrás de ser casto en la tumba”.

2 comentarios:

  1. ...A fin de cuentas, como escribió Álvaro de Campos, sólo los que nunca se han atrevido a hacer el ridículo son verdaderamente ridículos.
    Dominio público (J.L.García Martín)

    No es el tiempo
    el que pasa.
    Eres tú
    que te alejas
    apresuradamente
    hacia la sombra...

    Meira del Mar

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  2. Qué bien te sienta la mirada de Ernesto. Besos
    Elena

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