jueves, 5 de noviembre de 2009

Lecturas y lugares: Incidente en Livorno

Aunque me esfuerce en parecer racional y equilibrado, soy persona propensa a los ataques de pánico. Recuerdo bien el último, en un taxi que compartía con un norteamericano borracho, mientras dábamos vueltas y más vueltas por el puerto de Livorno, sin encontrar a nadie a quien preguntar, sin ser capaces de dar con la dársena en que estaba atracado nuestro barco.


Me había distraído en Florencia, dejé escapar el autobús y el único modo que tenía de llegar a tiempo era un taxi, que costaba una pequeña fortuna, bastante más de lo que llevaba conmigo. Afortunadamente apareció un americano que se encontraba en mi misma situación y se ofreció a compartirlo conmigo. No dejó de hablar un momento, de farfullar más bien, en una mezcla de español e italiano. Al principio no me molestaba demasiado, aunque me distraía de la contemplación del pictórico paisaje de la Toscana, pero ya en el caótico laberinto del puerto, con sus infinitas naves, aparcamientos de coches relucientes, murallas de contenedores que parecían contener mercancías de todas las partes del mundo, contribuyó no poco a aumentar mi angustia. Hasta el taxista le tuvo que pedir que se callara. Pero él seguía y seguía con su historia, ocurrida al parecer hacía más de treinta años en las aguas del golfo de Tonkín. “Mi amigo Johny era como un hermano. Cayó por la borda en la toldilla una noche de tormenta. Le arrojamos el equipo y tuvimos tiempo de verle nadar hacia él antes de perderse en la oscuridad. Estábamos en aguas enemigas y no se pudieron encender las luces. No se volvió a saber nada más de mi amigo. Su última mirada, llena de confianza, fue para mí que le había visto caer y que haría lo posible por salvarle. No pude hacer nada”.


Dimos por fin con el barco cuando ya habían demorado todo lo posible la retirada de la escala. Observé desde lo algo la lenta ceremonia de desatraque sin que me desapareciera del todo la angustia. Para distraerme me senté en cubierta y abrí un libro, Byron in Love, de Edna O’Brien, que volvía a contar la historia de mi personaje favorito. En esta biografía el gran escritor aparece a menudo, demasiado a menudo, como un pequeño canalla. Y de pronto las páginas que refieren la muerte de Shelley me devuelven al puerto de Livorno. Yo sabía que su esquife –una embarcación poco marinera de seis metros de eslora— había naufragado frente a La Spezia, algunas millas al norte, cerca de Génova. Lo que no sabía es que el poeta, Edward Williams y el grumete Charles Vivian habían embarcado en el puerto de Livorno, contra el consejo del capitán retirado Daniel Roberts, que les señalaba los jirones de nubes negras que colgaban del cielo y presagiaban tormenta. Pero Shelley y Williams tenían prisa por volver a La Spezia, donde les esperaban sus mujeres. “En cuanto abandonaron la costa, bajó la niebla y empezaron los rayos y los truenos. Desde una torre de Livorno, Roberts fue el último en ver la embarcación, que dio fuertes cabeceos hasta desaparecer en las encrespadas aguas”.
Los cuerpos se encontraron diez días después, mutilados y esparcidos. A Shelley lo reconocieron porque llevaba en el bolsillo un ejemplar de los poemas de Keats y a Williams por su corbata de seda negra, anudada al modo de los marineros.


Cuando le conté la historia al norteamericano que compartió conmigo el taxi, y que me buscó para sentarse a mi lado en la cena, él volvió a su tema: “Tuvieron más suerte que Johny, del que no quedó rastro. Podía haberse salvado. Al día siguiente volvimos por aquella zona y encontramos restos del equipo de salvamento. ¿Llegó a utilizarlo? Quizá perdió los nervios al ver que el barco se alejaba en la noche y que su mejor amigo le volvía la espalda. El miedo a lo desconocido es el mayor peligro con que uno puede encontrarse en la mar. El miedo sin esperanza. No hacen falta tiburones ni heridas. La oscuridad lo mismo que la monotonía del cielo y las aguas bajo un sol enloquecedor pueden matar. Lo que no mata son los remordimientos. En caso contrario, hace tiempo que yo estaría muerto”.

1 comentario:

  1. Ay, el miedo a la desconocido... siempre va conmigo, aunque esté aletargado dentro de mi. Saludos.

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