jueves, 9 de julio de 2009

Borges, Calvino y un experimento

Hay quien dice que no se puede vivir sin leer. Hasta hace poco yo pensaba lo mismo. Pero se puede. Lo acabo de comprobar.
Me gusta viajar sin libros. En realidad, apenas viajo. Solo me desplazo de un rincón a otro de mi biblioteca y en cualquiera de ellos encuentro, bien a la vista, tentadoras ofertas.
Como quien va al mercado y compra la apetitosa fruta fresca que ha de servir a mediodía o en la merienda, así yo cuando llego a una ciudad entro en las más apetitosas librerías que me salen al paso y compro los libros que he de mordisquear en la terraza de un café, saborear por la noche antes de que llegue el sueño.
La primera vez que estuve en París mi sorpresa mayor fue que allí había librerías abiertas a las doce de la noche, incluso los domingos. En España, por entonces, los domingos había que comer el pan duro del día anterior.
¿Quién me iba a mí a decir que la abierta Ginebra tenía algo en común con aquella España cejijunta? Llego el sábado al atardecer y al día siguiente me encuentro con todas las librerías cerradas y ni siquiera un mercadillo callejero. Me preocupa un poco, no en exceso. También la ciudad es un libro que se puede leer y yo comienzo a hacerlo muy temprano. Mi primera visita es para un buen amigo al que me sé de memoria: “No sé de quién recuerdo mi pasado, / de cual de los que fui, del ginebrino / que labró algún hexámetro latino / que los lustrales años han borrado”.
Salgo temprano del hotel, muy cerca de la estación de Cornavin, camino al azar por las calles desiertas y llego hasta el río. Cruzo uno de los puentes sobre el Ródano y en seguida me encuentro con una plaza, a uno de cuyos lados se alza una silueta inconfundible: la sinagoga y al otro, al fondo de la calle, una arboleda. Sí, es el cementerio de Plainpalais y allí me espera Borges.


No hay nadie en aquel recinto ajardinado, al que parecen asomarse curiosas las casas cercanas, como en el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires, pero aquí no hay pretenciosos monumentos funerarios. Tardo en dar con Borges, aunque su piedra sepulcral la he visto reproducida infinitas veces. Entre la hierba verde, bajo hermosos árboles, quiere pasar inadvertida. Muy cerca hay otra tumba aún más discreta. En la pequeña y tosca piedra, qué lejos mármoles y oros, solo dos iniciales: J C. Tardo en caer en la cuenta de que se trata de Jean Calvino, que sigue dando en la muerte la misma lección de austeridad que dio en la vida (pienso en las elefantiásicas tumbas de los papas a los que se enfrentó).
¿De qué hablarán el escritor y el teólogo tan cerca uno del otro, en este apacible lugar? Recuerdo una fotografía del libro Atlas en la que Borges está sentado frente al Muro de los Reformadores y parece dialogar con un inmenso Calvino.
Yo paso media mañana sentado en un banco, cerca de ambos, sin pensar en nada, escuchando aislados gorjeos, contemplando a algún gorrión que se posa sobre las tumbas del uno o del otro y luego se acerca a mí como si quisiera susurrarme algún secreto.
Entre Calvino y Borges hay tres historiadas lápidas. Me acerco con curiosidad. La del centro es la tumba de Leo Ferrero Lombroso, que nació en Turín y murió en Santa Fe, Nuevo México. A la derecha está la de su padre, a la izquierda la de su madre, que le sobrevivieron. Leo murió a los treinta años, en accidente de automóvil, y la inscripción de la lápida parece resumir su idea del paraíso: “Una mujer que me quiera, un poco de música, mucho silencio”.


Silencio es lo único que no te ha de faltar, pienso yo, mientras los ojos se me llenan de lágrimas.
Busco luego el Muro de los Reformadores, en la Promenade des Bastions, para charlar un rato, como antaño Borges, con el calumniado Calvino. Pero se celebran los quinientos años de su nacimiento y frente a las esculturas, que sirven de fondo al escenario, han levantado un graderío metálico: todas las tardes se representa allí una pieza teatral sobre Calvino y su época, Ginebra en llamas.


Dejo que el azar siga guiándome en este día sin libros, fatigo las callejas montañosas de la Vieille Ville, escucho las campanas y las fuentes, una lápida señala la casa en que nació Rousseau y yo recuerdo con una sonrisa el comienzo de sus Confesiones. Dice que quiere mostrar un hombre con toda la verdad de la naturaleza y que ese hombre será él. Y lo primero que cuenta es una bonita mentira sobre una doble boda celebrada el mismo día entre sus padres y entre la hermana de su padre y el hermano de su madre. “No es exacto”, informa la nota de la edición que yo leí. Pero no siempre la verdad de los documentos vale más que la verdad de la memoria.
A partir de cierta edad es imposible estar solo: vaya uno donde vaya lleva consigo un mundo de fantasmas. Deambulo por calles y por plazas sin miedo a equivocarme; si me pierdo, en seguida alza el lago su inmenso dedo de agua para indicarme el camino.
De vez en cuando, me siento en la terraza de un café y compenso la falta de libros con un poco de música. ¿Qué tal suena Andreas Scholl en la plaza del Bourg-de-Four? Pues casi tan maravillosamente como la fuente dieciochesca entre el apacible rumor de las conversaciones.


Trato luego de subir a la torre de la catedral. Pero no es posible porque hay una solemne ceremonia religiosa. Como este es un domingo como los de mi interminable infancia, con todo cerrado (yo era de esos niños que se aburren si no hay escuela), decido hacer lo que hacía entonces: ir a misa. Hoy predica Henry Orombi, arzobispo de Uganda. Me conmueve el canto de los himnos. Recuerdo que una de las reformas de Calvino consistía en que el canto en la iglesia fuera claro y distinto, sin murmullos ni borrosos latines.
Mi infancia fue contrarreformista y eso añade un componente de transgresión a esta inocente ocupación de un domingo sin libros. Muchas veces me he referido a aquella vez en que unos predicadores fueron casa por casa, en Aldeanueva, tratando de vender la Biblia. No creo que vendieran ninguna, pero luego pasó, también casa por casa, una pareja de la guardia civil con orden de requisar los ejemplares que pudieran haberse comprado. “¿Pero la Biblia no es un libro sagrado?”, pregunté yo tras aquella asustadora visita. “Sí, pero esta era la Biblia del demonio, la Biblia protestante”, me respondieron.
Sonrío y pienso en lo raro de este domingo sin libros en que comienzo visitando la tumba de Calvino y acabo asistiendo a una ceremonia religiosa en su honor. Más tarde, en el auditorio en que él predicó y en el que John Knox tradujo por primera vez la Biblia al inglés, escucho cantar los salmos a un coro con las más hermosas voces del mundo. Y vuelven a llenárseme los ojos de lágrimas, como en el cementerio ante la tumba de Leo Ferrero Lombroso. Dios existe en la música, sí, como decía Ángel González, y también cuando alguien nos ama y en el silencio.
Dios existe y habita en el mismo lugar en el que ahora dialogan Borges y Calvino, interrumpidos a veces por un iracundo Miguel Servet: en ninguna parte que no sea la memoria de los hombres.
Entre las calles que se entrecruzan laboriosamente, de pronto la sorpresa de una colina arbolada. Como este Promontorio del Pino, donde junto al alto pino, entre la fronda, dos mujeres avanzan majestuosamente. Me acerco y leo: se trata de un homenaje a Ferdinand Hodler, el pintor de los lagos y de las figuras que danzan y de la agonía de la mujer que amaba: murió de cáncer y él fue dejando, casi día a día, constancia de su deterioro. Pero mejor no pensar en cosas tristes, en todo lo que más pronto o más tarde se nos ha de echar encima.
Después de cenar, paseo por la orilla del lago, siempre con bullicio de fiesta. No me decido a utilizar los baños turcos, les Bains des Pâquis, pero camino por el estrecho espigón que lleva hasta el faro. Todavía hay gente que se baña, conviviendo pacíficamente con los patos y otras aves marinas. Anochece sigilosamente. Detrás de las montañas asoma una inmensa y dorada luna. Las ascuas del crepúsculo se van apagando sin prisa sobre los aguas. Se está bien aquí, en medio del lago, con la ciudad toda entera en torno mío. Soy de los últimos en regresar.


En el hotel, antes de dormirme, escucho el silencio y la música de mis pensamientos, luego dejo constancia –como cada día, desde que me acerco a los sesenta-- de mi aprendizaje del día. Sí, todavía aprendo. Hoy he aprendido que es perfectamente posible no leer y sobrevivir. Al menos durante veinticuatro horas.

1 comentario:

  1. Me agrada poder viajar con la lectura de sus escritos, pues leerle puede transportarme a lugares y personajes desconocidos por mí y que terminan haciéndose cercanos.
    Sus últimas frases me convencen, pero es más difícil, creo yo, leer y no vivir.
    Un cordial saludo.

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