jueves, 2 de julio de 2009

Elogio del turista

Los caminos que más me gusta frecuentar son los que llevan de la realidad a la ficción, de la ficción a la realidad. Venecia no sería Venecia sin los libros que hablan de Venecia, sin los personajes reales o imaginarios que han navegado por sus canales y por nuestros sueños.
La mitad del encanto de las novelas de Donna Leon se debe al escenario en que transcurren, una ciudad que nada quiere tener que ver con la que soñaron Ruskin y Proust, Thomas Mann y Henry James, una secreta Venecia verdadera que trata de seguir con su vida cotidiana al margen de las hordas de turistas.
Toni Sepeda, en un libro escrito sin grandes preocupaciones literarias, Paseos por Venecia, nos hace acompañar al comisario Brunetti en su diario caminar de la prefactura hasta su apartamento cerca del campo San Polo y en las incursiones que por los distintos barrios para resolver los casos que le son encomendados, casos que –salvo quizá en la entrega inicial de la serie— nada tienen que ver con los sofisticados enigmas de la tradicional novela policíaca y mucho con una literatura de denuncia desde una perspectiva ecologista y feminista.
Frente al teatro de La Fenice, donde Brunetti se enfrentó a su primer caso, comienzan estos paseos. El primero nos lleva, por algunas de las plazas más concurridas de Venecia, hasta el mercado de Rialto. En el campo de San Bartolomeo, lugar de encuentro de los venecianos, está una estatua de Goldoni; el teatro que lleva su nombre, y en el que se estrenaron algunas de sus obras, se encuentra muy cerca del campo de San Luca.
Brunetti gusta de su ciudad, pero no de las iglesias y museos que atraen a los turistas; él prefiere los bares y restaurantes tradicionales que poco a poco van desapareciendo. Por ellos nos guía esta guía que, como tantas otras, va destinada especialmente a los turistas que no quieren parecer turistas, o sea, a cualquier turista.


No comparto yo la generalizada animadversión hacia el viajero de paso. Quien está solo unos días en una ciudad ve lo que quien ha vivido toda la vida en ella es incapaz de ver. Muchos venecianos consideran la suya una ciudad especialmente incómoda, no especialmente hermosa. La vida cotidiana requiere allí el doble de esfuerzo que en cualquier otro lugar. Por eso los venecianos sin especial vocación heroica, en cuanto pueden se van a Mestre, a “terra ferma”, donde es posible llevar la vida que lleva todo el mundo. Las calles que más disfrutan quienes viven en la ciudad todo el año son las convencionales avenidas –la Strada Nuova, Via Garibaldi— que construyó Napoleón desecando canales, eliminando pintorescas callejuelas, las únicas donde se puede comprar, pasear, charlar tranquilamente, dejar que los niños correteen.
No tiene demasiada razón Brunetti al abominar del turismo. Si Venecia sigue viva, si no es un montón de ruinas sepultadas por el “acqua alta”, es porque desde finales del siglo XVIII, desde el momento en que desaparece como República independiente, un puñado de extranjeros se enamoraron de ella, la ensalzaron en sus versos y en sus prosas, pasaron allí largas temporadas, impidieron que se derrumbaran sus palacios.
Claro que no todos los enamorados de Venecia se llaman Lord Byron o Peggy Guggenheim, que no todos alquilan un palacio o pasan las noches charlando en el Florian. Existe también el turismo de masas que se aglomera en la plaza de San Marcos y ni siquiera duerme en la ciudad. Pero quien habla de la masificación de Venecia, qué insuficientemente conoce Venecia. Pocos lugares más adecuados para la ensoñación solitaria, en pocas ciudades es posible caminar tanto sin encontrar un alma. Y no solo en los días de invierno, con mal tiempo, con la insidiosa niebla temprana o con noche cerrada y casi la entera ciudad vacía a las seis de la tarde. También en plena temporada, con las calles que rodean San Marcos abarrotadas como pasillos del metro en hora punta, es posible, en apenas cinco minutos, llegar a una placita solitaria donde juegan unos niños y una vacía iglesia de desnudo ladrillo esconde un Tiziano y tres o cuatro Tintorettos.
Hay muchas Venecias en Venecia. Donna Leon subraya la extrañeza de Brunetti en ciertos barrios, en ciertas islas. Para los buenos venecianos, la Giudecca, a pocos minutos de la plaza de San Marcos, está tan lejos como Abisinia; solo se acercan a ella durante la fiesta del Redentor, cruzando el puente de barcas, y allí no ponen el pie más que en el templo de Palladio. El viajero de paso puede así descubrir rincones de Venecia que ignoran la mayoría de sus amigos venecianos.


Donna Leon, por boca de Brunetti, se lamenta de que desparezcan las pequeñas tiendas tradicionales –ultramarinos, mercerías— donde compraba la gente del barrio y de que vayan siendo sustituidas por establecimientos para turistas; especialmente la escandalizan los locales de comida rápida. La profanación máxima para ella está en campo San Luca, donde un viejo palacio ha sido ocupado por una cadena de hamburgueserías y otra de pizzería. Pero con todas las ventanas iluminadas, a las siete de la noche en la invierno, cuando el bullicio de la plaza hace tiempo que ha cesado, cuando cierran las otras tiendas, puedo asegurar que no hay rincón más acogedor para el viajero solitario. Yo he cenado allí a menudo y casi siempre era el único turista. Alguna familia con niños, grupos de adolescentes ruidosos, el italiano alternando con el dialecto véneto… Bastante más fácil resulta encontrarse en aquel local con la Venecia cotidiana que en los restaurantes tradicionales que Donna Leon hace frecuentar a Brunetti. Luego, antes de regresar al hotel, me iba a leer a uno de los gabinetes del Florian. Casi siempre estaba solo, a veces, en otro rincón, un grupo de viejos venecianos hablaba de sus cosas. Sin los turistas que, con buen tiempo, se sientan en la terraza a escuchar a la orquesta, sin los que toman allí un caro café como pretexto para hacerse una foto (y los camareros están tan acostumbrados a retratar parejas que se han convertido en excelentes fotógrafos) el Florian hace tiempo que habría cerrado, como habría cerrado Venecia.


Acompañando a Guido Brunetti nos encontramos con una Venecia no más verdadera que otras aparentemente opuestas. Hay tantas Venecias como enamorados de Venecia. Quien mejor la conoce no es quien más tiempo ha vivido en ella, sino quien más la ha soñado.

2 comentarios:

  1. Yo he sido en Venecia turista de un día, pernoctando en una ciudad dormitorio cercana. Y, con ese mínimo contacto, guardo para siempre el callejeo en torno a San Marcos, los encuentros imprevistos con una esquina iluminada por un solitario rayo de sol último, las salidas hacia el mar al fondo de un callejón, los puentes de ensueño y piedra. Sí señor.

    ResponderEliminar
  2. Qu´e buen final para este art´iculo! Tambi´´en servir´´a como declartaci´ion de amor a una mujer (o un hombre): Quien mejor la conoce no es quien más tiempo ha vivido con ella, sino quien más la ha soñado.

    ResponderEliminar