miércoles, 25 de febrero de 2009

Colección particular: De miradores, plazas y casas con jardín

MIRADORES

Tienen también los lugares su aire de familia. Siempre que se menciona Santa Luzía, con su rebuscamiento neobizantino, se recuerda al Sacre Coeur, en París, y muy semejantes resultan las explanadas y las escaleras que se extienden ante ellos. Pero qué distinto el panorama. Abajo está Viana do Castelo, blanca y alargada, y luego el estuario del río Lima, con su puente de hierro y su puerto, y al fondo la tierra verde y feraz y a la derecha el Atlántico incansable.

En el puerto, desde lo alto de Santa Luzía, distingo con sorpresa a un viejo amigo. ¿No es esa la esbelta silueta del Creoula? Ciertamente no puede ser otro: es el único lugre de cuatro palos que sigue navegando por el mundo. Y este mirador me recuerda entonces otro: la ermita de la Luz, en Avilés, desde la que se divisa entero el casco urbano y a un lado la ría y al fondo el Cantábrico con su blanco festón de olas. Desde esa altura, unos días antes de embarcarme, vi al Creoula recostado en la dársena de San Agustín; lo vuelvo a ver ahora, inesperadamente, haciendo escala en su ruta hacia Lisboa. Y vuelvo a ser el adolescente que sueña con cumbres y abismos, con nubes de espuma, peligrosos arrecifes, imprevistos pecios, tesoros y tormentas… Y con un naufragio como el que llevó a los protagonistas de La isla de coral a un paradisíaco lugar fuera del mundo: “¡Qué alegre es despertarse con la fresca mañana! ¡Qué hermoso es oír cantar a las aves en las ramas y escuchar el murmullo de un riachuelo o el ruido de las olas al morir en la playa! Cuando me desperté, a la mañana siguiente del día del naufragio, me hallaba en el más delicioso estado y mientras que echado en mi cama de hojas contemplaba el cielo claro que se distinguía entre el ramaje de los cocoteros y observaba las nítidas y blancas nubecillas que pasaban lentamente, mi corazón se henchía más y más de una alegría que jamás he vuelto a sentir de modo semejante”.

Desde este otro mirador, el del monasterio de la Serra do Pilar, no se ve el mar, solo la ciudad, enfrente, y el río entre dos grandes puentes, el Luis I, abajo, y el de Arrábida, al fondo, borrándose entre la niebla. Nunca había subido hasta aquí, aunque estaba harto de contemplar la rara silueta del monasterio coronando Vila Nova de Gaia desde la otra orilla. Esta explanada, con sus inmóviles parejas de enamorados, me recuerda la del monasterio de San Martino, sobre el bullicio de Nápoles y las siluetas de Capri y el Vesubio. Allí, en lo alto, estaba vigilándonos el castillo de Sant’Elmo; aquí, tras de nosotros, están los cañones, no sé si de un cuartel o de un museo. Qué lugar mejor que este para dominar Oporto; me imagino, al futuro duque de Wellington, planificando desde espléndida terraza la mejor manera de liberar la ciudad de los franceses.


CASAS CON JARDÍN

Añado a mi colección, una casa entrevista en Puebla de Sanabria desde los adarves del castillo. Está abandonada, casi en ruinas. En el jardín o huerto trasero, separado de la calle por un algo muro de piedra, crecen tres o cuatro árboles entre los hierbajos y arbustos. Parece que hace siglos que nadie ha entrado allí. ¿Nadie? A la galería de madera, por el hueco de un cristal roto, se asoma un gato. Es blanco, luminoso, lleva un collar al cuello, no es, sin duda alguna, un gato callejero. Me mira largamente, o eso creo yo, y luego desaparece en el interior.

La casa está en venta. En la cercana Posada de las Misas pregunto si saben algo de ella. No, no saben nada. Pero de pronto, uno de los clientes de la cafetería, se ofrece a enseñármela, si me interesa. Conoce a quien guarda la llave. Y yo me entero del precio, astronómico, o eso me parece, y recorro con precaución aquella ruina, salgo al jardín, o lo intento, resulta difícil adentrarse en semejante jungla. Busco al gato blanco que me miraba desde la galería, pero no lo encuentro.
Ignora quien me la enseña que me llevo esta casa conmigo, que la recorreré muchas veces, en sueños y despierto, que volveré a encontrar a ese gato blanco, con una cinta azul al cuello. Una cinta azul como la que recojo del suelo al salir de la casa, digna de ceñir el delicado cuello de una de esas hermosas damas que entretienen su melancolía en los jardines del romancero antiguo.


PLAZAS

¿Por qué suelen defraudarnos tanto las letras de las canciones que más nos gusta escuchar? Sin la música, suelen quedarse en cuatro tópicos, en tres o cuatro trivialidades.
¿Por qué suelen defraudarnos los lugares entrevistos si volvemos a ellos y nos detenemos el tiempo suficiente? Quizá por la misma razón.

Detesto los lugares de veraneo, la pegajosa indolencia playera, casi todo lo que tenga que ver con el folclore, y sin embargo qué grato volver a Viana do Castelo, recorrer la ancha avenida que lleva de la estación al muelle, adentrarse por las frescas callejuelas, sentarse en una de las terrazas de la Praça da República… Escucho el rumor renacentista de la fuente, admiro las raras cariátides del hospital de la Misericordia, los arcos góticos del antiguo ayuntamiento, los operarios que aguardan (indolentemente amontonados en una esquina) a que se reanuden las obras del Museo del Traje, y no sé por qué recuerdo los versos de Camoens que hablan de héroes sufridos y de mares “nunca antes navegados”.
De las letras de las canciones, decía Auden, solo oímos una de cada tres o cuatro palabras. El resto es obra de nuestra imaginación ayudada por la música. De los lugares entrevistos, como esta plaza de Viana do Castelo, lo mejor no son iglesias, caserones y palacios, sino lo que no se ve, la función que siempre está a punto de comenzar.
Si quieres escribir una buena canción, afirmaba Auden, renuncia a la imaginería complicada, a los matices, y recurre a palabras como luna, mar, amor y muerte. Son las más eficaces. Esas son las palabras que murmura incansable el agua de la fuente en esta Praça da República y en esta tarde de julio en la que no pasa nada, salvo el tiempo, pero donde todos los sueños por un momento parecen posibles.

1 comentario:

  1. SÁBADO TARDE EN VIANA

    Es sábado a primera hora de la tarde.
    Apenas si hay gente por las calles.
    Los comedores están cerrando
    y al sol, aun andando en lo más alto,
    le cuesta alcanzar
    los rincones más turbios
    de la vieja ciudad.
    El viento dispersa el agua de las fuentes
    y pone en vuelo por sorpresa
    una gran sombrilla blanca
    en la plaza de la República.
    Esta brisa atlántica
    que llega encanallada desde el puerto
    se ha vuelto más astuta que la luz.
    Le levanta las faldas a las muchachas
    y le busca las vergüenzas
    a las sombras más perdidas.

    © JCD

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