domingo, 18 de enero de 2009

Para entregar en mano: Por si acaso

LA NUEVA ESPAÑA - 18.01.2009.

Sábado, 10 de enero: Carta de Sofía.

“Tengo entendido –me escribe Liliana Tabakova— que España vive unas raras jornadas con nieve. Anoche me divertí mucho viendo cómo en la televisión los políticos y los meteorólogos se estaban echando la culpa los unos a los otros. Eso es porque a nadie se ha ocurrido visitar Bulgaria por estas fechas para ver lo que son los fríos polares y la administración inepta. Todo ello, unido a la mano del Kremlin que nos cortó el gas y nos dejó sin calefacción con veinte grados bajo cero, nos está poniendo una vez más a prueba. El señor Putin tuvo la delicadeza de decir que lo sentía por Bulgaria, pero una semanita así y habrá no solo gente muerta por hipotermia, sino también por hambre, ya que se ha paralizado la industria y han despedido a decenas de miles de trabajadores. Bueno, más exactamente les han dado vacaciones, lo cual con hambre es lo mismo. Este es un país que se hunde al mínimo soplo del viento porque nadie nunca prevé nada… No había reservas de gas, las centrales no estaban acondicionadas para funcionar con otras fuentes de energía, etc, etc. No pasa temporada sin algún cataclismo”.


Domingo, 11 de enero: Becario.

“Ahora estoy de becario en El País –me cuenta un antiguo alumno—, de vez en cuando escribo alguna cosilla, pero casi siempre sin firma. Lo último que he escrito es esa carta al director que aparece hoy en la que un admirador de Javier Marías se sienta a leer su artículo en la mesa camilla y, de tan entusiasmado, se convierte en un peligro público y deja caer el cigarrillo y hace arder la casa. No sé si sabes que en el contrato de Marías, según se dice, figura que todas las semanas hay que publicar alguna carta elogiosa, pero suelta tantos disparates en sus semanales desahogos de viejo malhumorado que o no llega ninguna o las que llegan no son precisamente elogiosas. Entonces tenemos que redactarlas nosotros. Nos divertimos mucho, sobre todo yo, son mi especialidad. Él nunca sospecha nada, siempre se las toma muy en serio. A veces incluso nos pide alguna dirección y entonces nos pone en un compromiso”.

Lunes, 12 de enero: Trauma.

Subrayo unas líneas en Trauma, la novela de Patrick McGrath que estoy leyendo: “La falsificación del recuerdo –el ajuste, la abreviatura, la invención y hasta la omisión de la experiencia— es algo que hacemos todos, es el trabajo de la vida psíquica, y a mi nunca me molestó demasiado. Sé cómo de veleidosa es la mente humana, y cómo de maleable, cuando tiene que hacer sitio para la creencia, o bien negar lo que resulta intolerable”.
Poco después de dejar a Antón García, que me acompaña un rato tras el homenaje a Ángel González, suena el teléfono y una voz desconocida me dice: “¿Tardarás mucho? Te espero en casa”. Al llegar a la calle Murillo, compruebo que la luz del salón está encendida. Devuelvo la llamada: “Perdona, no entendí tu nombre. ¿Dónde dices que me esperas?”. “¡Sigues tan bromista como siempre! ¿Dónde va a ser, cariño? En casa”. Doy vueltas por la calle sin atreverme a subir, sin saber que hacer. Vuelve a sonar el teléfono, impaciente. No respondo, pero de pronto la voz desconocida deja de serlo. Hace años, no muchos, perdí la cabeza, pero, como siempre me ocurre, la recuperé a tiempo. Y todo acabó no de demasiada mala manera. Incluso seguimos siendo amigos. Luego, tras un traslado por motivos laborales, dejé de tener noticias suyas. Ahora incluso me ha costado recordar su nombre. ¿Qué hace en mi casa? ¿De dónde ha sacado las llaves? En el bar de la esquina recuperé fuerzas. Por supuesto, no encontré a nadie, todas las luces estaban apagadas. Busqué señales de que por allí había pasado algún extraño. No, todo estaba en su sitio. Respiré tranquilo y, de pronto, sin transición, como una pesada manta húmeda, me cayó encima la angustia. Recordé aquel final, que no fue fácil. El daño que me hicieron, el daño que hice. Todo lo había borrado de la memoria, o eso creía yo: alguna ensoñación quedó flotando en ella. Y por eso me esperaban en casa, según el futuro que nunca llegó a ser.
Me cuento mi vida, antes de dormirme, y sé que me cuento un cuento. Me da miedo el desconocido que me mira cuando me miro en el espejo.

Martes, 13 de enero: Fiesta.

¿Conoces a Berta Piñán? –me pregunta un colega de la Universidad de Navarra—. Hace unos meses, tuve que pasar algunas semanas en Valencia. Desde el balcón del hotel, veía el jardín de la casa de enfrente, protegido por altos muros. Un jardín pequeño, sin árboles ni apenas flores. En la casa no parecía vivir nadie. Nunca se encendió una luz, solo vi cruzar el jardín a algún gato indolente. Pero un domingo, después de cenar fuera, al entrar en mi habitación me sorprendió un discorde barullo. Era verano, había dejado el balcón abierto. Me asomé. En el caserón de enfrente celebraban una fiesta. Todas las ventanas estaban iluminadas, también el jardín. Una mujer alzó la vista y me vio mirar envidioso. Me gusta la soledad, pero llevaba demasiados días viviendo solo, casi sin hablar con nadie. De la universidad donde se celebraba la oposición al hotel, del hotel a la universidad. No me llevaba demasiado bien con mis colegas del tribunal. Ellos eran amigos y tenían más o menos amañadas las plazas. Yo quería ser justo, escuchar a todos, sin tener nada decidido de antemano. Discutí con el presidente el primer día, todos se pusieron de su parte. Ahora nuestra relación era falsamente cordial. Nos veíamos lo justo. Yo pasaba bastantes ratos solo. La mujer me hizo un gesto, me invitó a que bajara, a que me reuniera con ellos. Seguramente estaba un poco bebida y no había que hacerle caso. Pero yo se lo hice sin pensarlo dos veces, aunque siempre he detestado las fiestas. Me costó encontrar la puerta, que estaba en otra calle. Llamé, nadie vino a abrirme. Empujé y entré. Seguía oyéndose música, conversaciones, risas, pero yo crucé varias habitaciones sin encontrar a nadie. Un largo pasillo me llevó al jardín. “Seguro que allí están todos”, me dije, “hace una noche muy agradable”. Pero tampoco había nadie, salvo, en un rincón, pensativa, la mujer que me había invitado con un gesto. Ni siquiera levantó los ojos al acercarme yo. No era tan joven como me había parecido. Debía de tener más o menos mi edad, cuarenta o cuarenta y pocos, pero muy atractivos. Ya no se oía ninguna música ni tampoco el murmullo de las conversaciones. No había luz en las habitaciones de la casa. Alcé los ojos y vi el balcón abierto de mi cuarto. Era una hermosa noche de verano, lucían todas las estrellas. Volví los ojos hacia la mujer, pero en aquel rincón no había nadie. La busqué por toda la casa, me perdí en un laberinto de habitaciones, tuve un poco de miedo. Dejé de buscarla a ella, me conformaba con la puerta de salida. Por fin la encontré. En cuando pisé la calle volví a escuchar el rumor de la fiesta. Di la vuelta a la esquina. Subí a mi habitación. La mujer seguía allí y volvía a hacerme señas, a invitarme a que bajara. Cerré el balcón, tardé en dormirme. La música me parecía que sonaba cada vez más alta y más incitadora. Al día siguiente, apenas fui capaz de atender a las tediosas disertaciones de los opositores. Solo podía pensar en lo que me había pasado, pero no tenía confianza con nadie como para contárselo. La pesadilla duró una semana más y las plazas fueron para quien estaba previsto desde el principio, pero no hubo otra noche de fiesta, salvo la que armaron algunos gatos en celo. De día llamé algunas veces a la casa, pero nadie contestó. Me asomé a alguna ventana de la planta bajo: no había ninguna duda de que llevaba tiempo abandonada. He soñado tantas veces con aquella mujer que ya no sé si fue realidad o sueño. ¿Sabes a quien se parecía? A una poeta asturiana que me sorprendió este domingo en la última página del periódico, a Berta Piñán.

Miércoles, 14 de enero: Puerta.

Una mirada, una sonrisa, unas palabras al azar, una puerta que se abre. No sé si poner en marcha mis gastadas estrategias de seducción. Sé que todavía funcionan si no me empeño demasiado. Lo malo es que esta clase de juegos siempre acabo tomándomelos en serio. Y es entonces, precisamente entonces, cuando suelen darme con la puerta en las narices.
¿Echaré a rodar la nueva historia? Tal vez. A fin de cuentas, enamorarse no hace feliz, pero entretiene.

Jueves, 15 de enero: Sin esperanza.

Olmert, en su despacho, se pasea de un lado a otro y cuenta los muertos que lleva, los muertos que le faltan para que Gaza sea lo que tiene que ser: un lugar libre de indeseables miserables, una tierra próspera gracias a los laboriosos colonos israelíes. Sueña con pasar a la historia por haber aplicado, sin que le tiemble el pulso, la solución final. “Dicen que matamos niños –le grita a su Ministro de Defensa, que quiere parar ya la ofensiva—, pero los niños de hoy son los terroristas de mañana”. Le echan del gobierno de Israel por corrupto, pero el sabe que la sangre –si es sangre de los otros— lo limpia todo.

Avanzo lentamente y en silencio por la calle Uría. Delante de mí camina un joven árabe con un cartel que dice: “Ni Dios os perdonará”. Desde la acera, un amigo me saluda con burlona condescendencia: “¿Y tú crees que sirve de algo manifestarse?”
No, no sirve de nada. Pero, a pesar de eso, aquí estoy. Sin esperanza, con convencimiento, como diría un poeta amigo que también estaría hoy aquí si no estuviera donde ya nada importa nada.

Viernes, 16 de enero: Yo, vivo.

Me maravillo de cosas que a nadie asombran. De que a la noche le suceda el día, por ejemplo. Soy de los que siempre se despiertan de buen humor. Me alegra el olor del café, el rumor de la ciudad, el cielo azul o encapotado. Me alegra que las calles estén en su sitio, que a las doce tenga que hablar de Galdós o de Cernuda, que un amigo me aguarde en un café o que no me aguarde nadie, salvo un libro nuevo y la música del iPod. Me gusta comer siempre a la misma hora, ver la televisión después de cenar, hablar por teléfono, contestar al correo electrónico, darme una vuelta por el inagotable laberinto de Internet. Me gusta enamorarme, pasarlo mal, subir a la montaña rusa, ir del cielo al infierno, y caer de pronto, sin hacerse demasiado daño, con mucho que contar. Me gusta la vida que llevo, ¿para qué lo voy a negar? En un mundo inestable, yo me esfuerzo por estar siempre en mi sitio.

¿Soy feliz? Soy todo lo feliz que un hombre puede ser, que no es mucho. Me aterra que la muerte aceche a la gente que quiero; me angustia la angustia sin causa y sin pausa de algún amigo; me salpica la sangre inocente.

Pero cada amanecer, por unos momentos, antes de escuchar las noticias, siento que el universo entero ha vuelto a ser creado para mí. Me gusta ver salir el sol, respirar hondo y sentirme el primer hombre, el rey del mundo.

1 comentario:

  1. Viernes, 16 de enero: Yo, vivo. Es muy bonito, un diario hecho poema.

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