Sábado, 5 de junio
SOGA Y CUCHILLO
El crimen ocurrió
en esta misma plaza. Por entonces no estaba abierta al mar y en el lado junto al puerto se encontraba la Gran Fonda, el mejor alojamiento de la ciudad.
Allí, en el cuarto número diez, se alojó un estudioso alemán que vivía en Roma
y que ya era famoso en toda Europa por sus estudios sobre el arte clásico, que por
entonces –tras el asombroso descubrimiento de Pompeya y Herculano-- se había
vuelto a poner de moda. Se llamaba Johann Joachim Winckelmann. Venía de Viena,
de entrevistarse con la emperatriz y volvía a Roma, donde ocupaba un alto cargo
como encargado de las antigüedades.
Antonio Arcangeli, que había llegado a Trieste el mismo día que
Winckelmann, se alojaba en el cuarto de al lado. En seguida, se hicieron
amigos, aunque poco parecían tener en común. Uno era un célebre erudito que
viajaba de incógnito; el otro, un aventurero veneciano, que había llegado a
pie, sin equipaje, pero que se daba aires de gran señor. Winckelmann buscaba un
barco que estuviera a punto de partir para regresar a Roma; Arcangeli se
ofreció a proporcionárselo. Ese fue el comienzo de su insólita amistad.
Paseaban juntos, tomaban café juntos, cenaban en la habitación de Arcangeli. A
Winckelmann le gustaba jugar a intrigar a su compañero: no le dijo quién era, pero
sí que era una persona de importancia que se había entrevistado con la
emperatriz y que esta le había regalado unas monedas de oro y plata. Arcangeli
quiso verlas, Winckelmann se las enseñó y le pregunto que cuánto creía que
valían.
La tarde antes de la partida, Arcangeli compró un cuchillo y una
cuerda. Cenaron juntos como siempre, como los mejores amigos. Al día siguiente,
Arcangeli entró en el cuarto de Winckelmann. Una criada estaba terminando de
arreglarlo. Los oyó charlar amigablemente. Luego Winckelmann se despidió de su
amigo y se sentó en la mesa que estaba entre las dos ventanas que daban al
puerto. Tenía que terminar unas anotaciones para la nueva edición de su
historia del arte clásico. Pero Arcangeli no abandonó el cuarto. Se abalanzó
sobre su amigo y le colocó la soga al cuello. Winckelmann, más fuerte que él,
se puso en pie, lucharon, cayeron al suelo con tal mala suerte que quedó bajo Arcangeli,
que le sujetó con sus rodillas y le apuñaló repetidas veces.
Un criado oyó el ruido de la pelea. Se acercó a la puerta y escuchó
durante un rato, luego entró. El agresor estaba de rodillas junto a su víctima.
Al ver al camarero salió huyendo. Todo lo que ocurrió después tiene la absurda
lógica de los sueños. El camarero, en lugar de atender al herido, marcha en
busca de un médico. Winckelmann baja las escaleras tras él. Una criada lo ve
ensangrentado y en lugar de socorrerle sale corriendo aterrada. Winckelmann
tiene todavía al cuello la soga con la que han intentado estrangularle. Va
hasta la habitación del posadero. Está cerrada. Todos los que le ven se quedan
espantados, sin atreverse a acercarse a él. Un hombre corre en busca de un
cura. Por fin a alguien se le ocurre ayudarle y lo primero que hace es quitarle
la soga que todavía lleva al cuello.
Cuando llegó el médico, Winckelmann, que podía haberse salvado, solo
tuvo tiempo de dictar su testamento. Murió a las cuatro de la tarde. Llevaba
consigo un reloj de oro, una lupa enmarcada en plata, dos bolsitas de seda
verde con 81 ducados del emperador y 27 monedas de oro.
¿Quién era Antonio Arcangeli? Tenía
38 años, el rostro picado de viruela, había sido pinche de cocina, había
cometido muchos pequeños hurtos, había estado en la cárcel, tenía cierta labia
y la utilizaba para engatusar a quienes después estafaba.
Sentado en el Caffè degli Specchi, en la Piazza Unitá d’Italia, antes plaza de San Pedro, me parece escuchar todavía los gritos de Johann Joachim Winckelmann que baja las escaleras con la soga al cuello, ensangrentado y espantando a todos los que deberían ayudarle. Nunca había estado en Trieste, no tenía ninguna razón para acercarse a esa ciudad, no era el mejor camino para regresar a Roma, pero allí le esperaba el ángel de la muerte, Antonio Arcangeli, que ni siquiera tenía la hermosura adolescente que a él tanto le había fascinado, en el arte y en la vida.
Domingo, 6 de junio
AMIGO FEITO
“De la vida, en los
libros, / solo queda la ceniza” escribió Xuan Bello en un poema que a mí me gusta
citar añadiéndole unos versos: “Y fuera de los libros / ni la ceniza queda”.
De la vida de José Manuel Feito, el
cura de Miranda, quedan poemas, infinidad de papeles eruditos y el recuerdo
agradecido de todos los que le conocieron. Y ahora queda algo más: una vida
rescatada del olvido en sus propias palabras. Hoy me llegan los primeros
ejemplares de Hecho y dicho, su autobiografía hablada, contada a Saúl
Fernández.
Para mí, José Manuel Feito, con
quien comía regularmente todos los sábados en Avilés, era el interlocutor
ideal. No había nada que no le interesara, en eso coincidíamos, y no estábamos
de acuerdo en casi nada. Recuerdo que muchas veces me pasaba las cuartillas con el sermón que iba a pronunciar el domingo. No se limitaba a
la rutina consabida, buscaba siempre un enfoque original, le gustaban las
anécdotas históricas y citar a escritores. Yo discrepaba a veces en algún
punto, pero no de las referencias literarias, sino de las afirmaciones
teológicas. Así soy yo, me gusta cuestionar lo que parece evidente, detectar la
imprecisión, poner en apuros a un especialista.
José Manuel Feito tuvo mucha paciencia conmigo (como con todo el mundo). Ahora abro este libro y vuelvo a escuchar su voz, como en tantas sobremesas. De la vida, en los libros, amigo Xuan, algo más que la ceniza queda. La muerte, que todo lo puede, contra tu voz, amigo Feito, no puede.
Lunes, 7 de junio
MINÚSCULA MONEDA
Me envía Rosa
Navarro Durán un libro de título poco prometedor, Ensayos hispano-ingleses, editado
en 1948 como homenaje a Walter Starkie. Cree que me puede interesar. Lo abro y
con lo primero que me encuentro es con un soneto de Manuel Machado que no está
en sus poesías completas, que ha escapado a la perspicacia de estudiosos como
Fernández Ferrer o Miguel d’Ors. Y muy probablemente son los últimos versos que
escribió. Aluden al propio volumen en que se insertan: “En este libro, suma de
señores / del Arte puro y la sublime Ciencia, / es mi pobre presencia la
presencia / de un humilde juglar entre doctores”,
El soneto no añade nada a la gloria del poeta, pero no deja de ser un hallazgo que me alegra el día, como una minúscula moneda de hace siglos que brilla de pronto entre las piedras del camino.
Martes, 8 de junio
TAL DÍA COMO HOY
Tal día como hoy,
un ocho de junio de 1768, fue asesinado Winckelmann por el hombre que le
acompañó de la mañana a la noche en sus últimos días. Pero yo prefiero no
pensar en la absurda e inexplicable tragedia de la Gran Fonda, en la plaza de San
Pedro (¿por qué se encaprichó el asesino con las medallas que le había regalado
la emperatriz y no se limitó a hurtarle alguna de las monedas de oro que el
sabio llevaba consigo?), y volver a pasear por el Giardino del Capitano, junto
a la catedral y el castillo de San Giusto, donde está su tumba, donde se le conmemora
de la más hermosa manera posible.
Entre el verdor y las rosas, en esta tarde de finales de primavera,
parecen dorarse al sol de la historia capiteles, columnas, restos de lápidas
conmemorativas. Al fondo, el templete neoclásico donde se guarda el cenotafio
de Winckelmann. Sobre él, un ángel melancólico que apoya una mano en la frente
y otra sobre un medallón con el rostro del sabio. Le rodean hermosos fragmentos
escultóricos, el mejor homenaje a quien nos descubrió la hermosura del arte
antiguo.
Quiero no pensar en ella, pero una vitrina me trae de nuevo a la
memoria la tragedia de la Gran Fonda: en ella se reproducen las actas del
proceso y el cuchillo que dio muerte al incógnito viajero.
Antonio Arcangeli era un pillo de
poca monta. Condenado por pequeños hurtos, nunca se había mostrado violento. Durante
el juicio, no fue capaz de explicar por qué había hecho lo que había hecho. Dijo
que perdió la cabeza. Pero su acción no tuvo nada de arrebato. Había comprado
el cuchillo y la soga el día antes.
Quizá él también se ilusionó con Winckelmann, le propuso convertirse en su sirviente, que le llevara a Roma, soñó con ser el Crispín –recordemos Los intereses creados-- de este Leandro. Pero Winckelmann no aceptó la oferta. Se había cansado de este acompañante de los días tristes de Trieste, ya solo quería regresar a Roma, reanudar su vida de antes junto al cardenal Albani. Y la desilusión de Arcangeli, un pobre hombre que nunca había tenido suerte en la vida, al que la amistad de Winckelmann llenaba de orgullo, lo convirtió en el ángel de la muerte.
Miércoles, 9 de junio
UNA ESPOSA EJEMPLAR
Compro, en la
librería Don Quijote, por cincuenta céntimos (dos libros, un euro), el André Maurois de Jacques Suffel. Maurois compartió la fama, en los años veinte y
treinta, con Stefan Zweig, pero su vida sin misterio y sin tragedia no ha
facilitado, al contrario de lo ocurrido con el escritor austriaco, su rescate
del purgatorio. Del libro de Suffel, lo que más me interesa son las notas con
que Maurois comenta cada capítulo de la hagiografía. Y lo que más me sorprende, una líneas sobre
Simone Maurois, que trabaja largas horas en la habitación contigua a la de su
marido: “También allí los libros cubren las paredes hasta el techo. Pero, cerca
de la ventana, puede verse una gran mesa dotada de un mecanismo que hace surgir
o desaparecer una máquina de escribir. La que el escritor llama ‘mi otro yo’
permanece en esta austera mesa siete u ocho horas al día. Copia a máquina la
fina escritura de André Maurois y sigue, día tras día, la creación de su obra”.
Y esa imagen de colaboración “ejemplar” es precisamente la que el editor ha
querido llevar a la cubierta del volumen, aparecido en una colección muy
popular en los sesenta y setenta.
Ya no quedan mujeres así. Ahora el bueno de Maurois, si no sabía escribir a máquina, no tendría más remedio que contratar a un mecanógrafo o mecanógrafa, con sueldo y derecho a vacaciones pagadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario