domingo, 11 de septiembre de 2016

Sin trampa ni cartón: Libertad, libertad querida


Viernes, 2 de septiembre
UNA CIUDAD PEQUEÑITA

Al sentarme a desayunar en el café de costumbre, y en el sitio de siempre, recordé una frase que había subrayado con cierta incredulidad en el diario de André Maurois: “Nueva York es una ciudad pequeñita, donde pueden salvarse a pie la mayor parte de las distancias útiles”.
            Ahora sé que tiene razón. Una ciudad, por grande que sea, no es más que una colección de pequeñas ciudades anudadas entre sí por el transporte público.
            Me alojo por unos días en casa de un amigo y todo lo que necesito lo tengo cerca: la biblioteca pública, sobrio art déco en el que solo destacan las doradas alegorías de la gran puerta de entrada; el parque, el jardín botánico, el museo; la calle llena de pequeñas tiendas que lleva hasta Fulton Street y sus centros comerciales y el que sería mi restaurante de los domingos, el Junior’s, con sus fotos de los clientes ilustres –Barbra Streisand, Bill Clinton– decorando las fachadas. Muy cerca está Montegue Street, con el Teresa’s, un restaurante polaco y también por eso muy neoyorquino, que se ha convertido en un ritual de cada visita, y el Promenade para pasear contemplando el puente de Brooklyn y el perfil de Manhattan. Como me gusta caminar, hasta allí iría a pie. Al metro solo subiría para acudir a la ópera, en el Lincoln Center, o cuando llegaran a visitarme algunos amigos y tuviera que acompañarlos hasta el Central Park o el Empire State o cualquier otro de los habituales sitios turísticos.
            Para leer o escribir versos no iría al Prospect Park ni al rincón japonés del jardín botánico (ni siquiera si se trataba de escribir haikus), sino al Mount Prospect Park, escondido entre ambos sobre una pequeña colina, que tiene un aire descuidado y suburbial, lleno de encanto. Parece que un tiempo fue lugar de trapicheo y vidas oscuras, como todos los parques urbanos, pero ahora hay madres con niños, jubilados, y en un banco a la sombra, distraída, una joven con un libro. Yo ya tengo mi rincón preferido, una especie de glorieta semicircular protegida por las verjas del botánico y a la que se llega por una pequeña escalinata.
            Soy animal de costumbres y por eso mismo soporto muy bien los cambios de escenario; en seguida las adapto al nuevo decorado.


Sábado, 3 de septiembre
REGALADA  SOLEDAD

Creo que soy la persona que más regalos ha recibido en la vida. Grandes o minúsculos, pero siempre motivo de agradecido asombro. Un amigo me regala su barrio por unos días y yo paseo por él como un residente de toda la vida. Las calles arboladas y sigilosas de Park Slope me recuerdan, sin demasiada razón, al Vedado habanero y a la carretera de mi pueblo, Aldeanueva del Camino, cuando yo era niño. Entre los edificios más sobrios, a los que solo el color de la piedra les distingue de sus equivalentes londinenses, algunos neoclásicos o fantasiosos palacetes. Uno de ellos, con fachada al parque, recrea un palazzo veneciano, Ca d’Oro; a otro lo he visto en las ilustraciones de algún cuento de hada.
            Me gusta detenerme ante mi sinagoga favorita, Beth Elohim, de judíos reformistas. Siempre he sentido simpatía por el mundo judío (pero ninguna por la extrema derecha que gobierna Israel o por los fundamentalistas que marginan a la mujer y apedrean a los coches que circulan durante el sabbat), siempre me he sentido uno de los suyos y quizá por eso, mientras camino por la Octava Avenida, me encuentro sobre la acera, junto a unas cuantas viejas revistas, dos libros que parecen estar esperándome. Uno de ellos en perfecto estado e intonso, Dans le ventre de la baleine, de Fela Perelman (curiosamente acabo de comentar con mi amigo Hilario uno de los relieves de la sinagoga: Jonás devorado por la ballena); el otro, también en francés, es un libro de versos, Poèmes d’icí et de là-bas, de André Spire, editado en Nueva York en 1944.
            Como vivimos en un mundo mágico, me basta sacar el teléfono para saber que no me han regalado cualquier cosa. Fela Perelman, Félicie Perelman, nació en una familia rabínica en Lodz, Polonia, en 1909; desde los diecinueve años vivió en Bélgica. En el otoño de 1942, con su marido y otras personas, creó el Comité de Defensa de los Judíos. Salvó a cientos de niños, siguió ocupándose de los supervivientes judíos después de la guerra. Aparte de varios estudios históricos, solo publicó este libro, aparecido en Bruselas en 1947, donde cuenta sus actividades clandestinas. Lo hace en tono ligero, sin cargar las tintas, y por eso en el prólogo pide disculpas “a quienes la Gestapo ha roto las piernas, quebrado las costillas durante los interrogatorios, a quienes han pasado años atroces en los campos de exterminio y han vuelto de milagro”. También las ilustraciones de Tjinke Dagnelie, que luego destacaría como fotógrafa, son amables, en paradójico contraste con aquellos años de horror.
            André Spire había nacido en 1868. Durante el affaire Dreyfus se batió en duelo con un periodista que había atacado a los judíos que formaban parte de la administración del Estado; fue herido en un brazo. En 1940, tras la debacle, logró escapar a Estados Unidos. Detestaba a André Maurois, que también llegó por aquellas fechas, y que, con el pretexto de la reconciliación entre los franceses, se mostraba ambiguo con el gobierno de Petain y le disculpaba de sus medidas antisemitas porque con ellas intentaba evitar males mayores.
            Mis mañanas son de Brooklyn, pero luego quedo con los jóvenes amigos de la revista Maremagnum para patear Manhattan. Quedamos en encontrarnos junto a la fuente de City Hall. Hoy se retrasan y eso me da tiempo para hojear el libro de André Spire. Es una antología que entremezcla los viejos textos, de raíz simbolista (su primer libro es de 1903, como el de Antonio Machado), con los escritos en Nueva York. Estos últimos son los que más me interesan. Los voy leyendo, y entre uno y otro, levanto la vista para distraerme con el paso de la gente y con el imaginario coloquio, como en el poema de García Montero, de los dos rascacielos que parecen observarme: a mi derecha, el Woolworth, con su minucia plateresca; al otro lado, la torre de Frank Gerhy, esbelta y curvilínea, cien años más joven.
            André Spire, que ya ha cumplido los setenta (vivirá casi un siglo) pasea por las calles de Nueva York como un ocioso transeúnte más que se entretiene contemplando los escaparates: “Petites fleurs, / petites bouquets jaune vieil-or / a la vitrine d’un fleuriste, / Fifty-three West Fifty-eighth Street, New York City, New York, / j’ignore votre nom, / mais vous êtes pareilles / a celles de ma voisine Cécile, dans mon village”.
            De vez en cuando, me acerco hasta un Starbucks cercano para piratear su wifi y ver si los amigos que se retrasan me han enviado algún mensaje. Otro regalo, este rato de soledad y versos franceses: “Liberté, liberté chérie”.


Domingo, 4 de septiembre
PLAZA EN FORMA DE LÁGRIMA

Cruzo por delante de la iglesia de San Pablo, ahora cerrada y en obras, y al doblar la esquina contemplo por primera vez cicatrizado el dolorido desgarrón del 11 de septiembre, que parecía destinado a ser eterno.
            La nueva estación de Calabrava, encajonada entre los edificios, es un ave gigantesca con una de las alas cortadas. Mientras trato de acostumbrarme al nuevo panorama, hacia la Torre de la Libertad, esbelta y resplandeciente, se acerca un avión.
Por un instante, solo por un instante, parece que todo va a repetirse y se me acelera el corazón.
            Entro en la nueva estación, una especie de blanco huevo inmenso de útero protector, y salgo por el otro lado, donde se alzaban las Torres y ahora los monumentos conmemorativos. Las fotografías que había visto no les hacen justicia: dos rectángulos del mismo tamaño que las Torres y en el mismo lugar; en el borde, los nombres de todas las víctimas; en el interior, una cascada sobre las cuatro paredes y un cuadrado negro en el centro en el que se sume el agua, como una especie de llanto interminable.
            Me acerco al árbol que sobrevivió a la catástrofe, cierro los ojos para recordar como era este lugar hace quince años, cuando estuve aquí por última vez con los amigos de la tertulia,  y luego subo hasta lo alto de la nueva torre que sustituya a las gemelas, sin ocupar exactamente su sitio.
            Quince años después, por fin puedo volver a ver la ciudad desde lo más alto, desde el piso 102. Ahí está el acristalado Jardín de Invierno, que se cubrió de cenizas, y el Hudson turbio juanramoniano; al otro lado, los puentes de Manhattan y Brooklyn, el dedo del antiguo Williamsburgh Bank que se alza desde 1929 señalando el centro del barrio, y al norte el inmenso caserío con las siluetas familiares del Empire State, del Chrysler, del Citycorp y su uña resplandeciente… Nada que no nos resulte familiar, que no hayamos visto cien veces en el cine y en la televisión.
            Respiro aliviado,  un capítulo se cierra. Durante tantos años esta inmensa cicatriz era un involuntario homenaje a los asesinos, que parecían haber dejado para siempre la huella de su zarpa sobre la piel de la ciudad. Ahora Nueva York vuelve a alzar orgullosa la cabeza. Y yo estoy aquí para celebrarlo, otro regalo del azar.
            Cuando bajo, acaricio los nombres de los desconocidos, bien conocidos para familiares y amigos, y el día se oscurece. Pienso tembién en todo el vengativo dolor que vino después para otros miles de desconocidos cuyos nombres no están aquí ni quizá en ninguna parte.
            Está hecha de fango y sangre la historia. Pero yo vuelvo a Brooklyn como quien vuelve a casa,  atravieso la Grand Army Plaza (que tiene la forma de una lágrima que cae del Prospect Park), me detengo ante la fuente Bailey, con sus mitológicos desnudos a los que acaricia el agua y dora el sol, y me siento lleno de gratitud porque la vida a veces nos trata mejor de lo que merecemos. Sé de sobra que no siempre será así. Pero esa misma certeza me hace disfrutar más de este momento.




4 comentarios:

  1. Sorpresa muy agradable, la de ver citado a André Maurois ahora que tan pocos se acuerdan de él. Lo frecuenté en mi juventud a pesar de la mácula de conservador que siempre arrastró por haber exaltado en algunos libros las virtudes del mando, un poco en la línea Kipling. Pero sus textos más especulativos, como Entre la Vida y el Sueño, El Pesador de Almas o Los Silencios del Coronel Bramble eran deliciosos, imaginativos, papinianos. Aún conservo unas cuantas obras suyas en ediciones precarias de Plaza, y sigo consultando con provecho su Historia de Inglaterra.

    Climaco Acosta

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  2. Llegado el caso de un Farenheit 451, en esa víspera sombría en la que como en las catacumbas nos daríamos las manos y recitaríamos en oración- cada uno un libro-, haría todo lo burocráticamente posible para no tener que memorizar una línea de André Maurois, pero si el compañero de cultura apocalíptica, tirándome del sayo, me rogara encarecidamente que no fuera terco, que lo hiciera y, con palmada en la espalda, concediera olvidarme del respetable académico con la Gran Cruz de la Legión de Honor, y me señalara, sobre el catálogo de Galaxia Gutenberg, uno cualquiera de los miles de libros escritos sobre o por judíos, rogándome que considerara que no hay meta intelectual ni editorial que no hayan estos alcanzado siendo como son,junto al catalán, el pueblo elegido, asentiría, depondría toda resistencia, cogería aire y sujetando, a un tiempo, con fuerza y levedad el último ejemplar de Sem Tob de Carrión, recitaría : "porque pisan poquiella sazón tierra,parlando, omres..." Y así parlaría y parlaría, sciente de que luego es ella la "que pisa...para siempre, callando" - ¡Tate,sus!- dando la razón al discreto judío de los "enxenplos buenos".

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  3. Pura envidia extrañamente agradecida y finalmente llena de alegría simple es lo que me transmiten estos textos neoyorkinos, que por h o por b, y también por mención expresa y lecturas cruzadas, me conectan con un mundo que aún no he vivido pero de algún modo ya está en mí. Disculpe el embrollo y el pequeño remedo del "roman à clé", que confío no resulte del todo ajeno, y mucho menos fastidioso, a su afrancesado espíritu, al fin y al cabo gemelo del que, en forma femenina y con antorcha alzada, preside desde hace muchos años las aguas del Hudson y los sueños más nobles de la ciudad, amén de este escrito suyo. En suma, que de buena gana me hubiera cambiado por usted, más que nada para ser capaz de decir las cosas que dice. Y también, a qué negarlo, para provocar la posibilidad de que en un no muy lejano futuro pueda yo mismo recordar este momento como la semilla de un tiempo feliz. Enhorabuena por el disfrute y gracias por compartirlo con tanta generosidad. Y disculpe la barroquería y alguna redundancia.

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  4. Alegran comentarios como el tuyo, Alfredo. Gracias

    JLGM

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