Viernes, 2 de septiembre
UNA CIUDAD PEQUEÑITA
Al sentarme a desayunar en el café
de costumbre, y en el sitio de siempre, recordé una frase que había subrayado
con cierta incredulidad en el diario de André Maurois: “Nueva York es una
ciudad pequeñita, donde pueden salvarse a pie la mayor parte de las distancias
útiles”.
Ahora
sé que tiene razón. Una ciudad, por grande que sea, no es más que una colección
de pequeñas ciudades anudadas entre sí por el transporte público.
Me
alojo por unos días en casa de un amigo y todo lo que necesito lo tengo cerca:
la biblioteca pública, sobrio art déco en el que solo destacan las doradas alegorías de la gran puerta de entrada; el
parque, el jardín botánico, el museo; la calle llena de pequeñas tiendas que
lleva hasta Fulton Street y sus centros comerciales y el que sería mi
restaurante de los domingos, el Junior’s, con sus fotos de los clientes
ilustres –Barbra Streisand, Bill Clinton– decorando las fachadas. Muy cerca
está Montegue Street, con el Teresa’s, un restaurante polaco y también por eso
muy neoyorquino, que se ha convertido en un ritual de cada visita, y el
Promenade para pasear contemplando el puente de Brooklyn y el perfil de
Manhattan. Como me gusta caminar, hasta allí iría a pie. Al metro solo subiría
para acudir a la ópera, en el Lincoln Center, o cuando llegaran a visitarme
algunos amigos y tuviera que acompañarlos hasta el Central Park o el Empire
State o cualquier otro de los habituales sitios turísticos.
Para
leer o escribir versos no iría al Prospect Park ni al rincón japonés del jardín
botánico (ni siquiera si se trataba de escribir haikus), sino al Mount Prospect
Park, escondido entre ambos sobre una pequeña colina, que tiene un aire
descuidado y suburbial, lleno de encanto. Parece que un tiempo fue lugar de
trapicheo y vidas oscuras, como todos los parques urbanos, pero ahora hay
madres con niños, jubilados, y en un banco a la sombra, distraída, una joven
con un libro. Yo ya tengo mi rincón preferido, una especie de glorieta
semicircular protegida por las verjas del botánico y a la que se llega por una
pequeña escalinata.
Soy
animal de costumbres y por eso mismo soporto muy bien los cambios de escenario;
en seguida las adapto al nuevo decorado.
Sábado, 3 de septiembre
REGALADA SOLEDAD
Creo que soy la persona que más
regalos ha recibido en la vida. Grandes o minúsculos, pero siempre motivo de
agradecido asombro. Un amigo me regala su barrio por unos días y yo paseo por
él como un residente de toda la vida. Las calles arboladas y sigilosas de Park
Slope me recuerdan, sin demasiada razón, al Vedado habanero y a la carretera de
mi pueblo, Aldeanueva del Camino, cuando yo era niño. Entre los edificios más
sobrios, a los que solo el color de la piedra les distingue de sus equivalentes
londinenses, algunos neoclásicos o fantasiosos palacetes. Uno de ellos, con
fachada al parque, recrea un palazzo veneciano, Ca d’Oro; a otro lo he visto en
las ilustraciones de algún cuento de hada.
Me
gusta detenerme ante mi sinagoga favorita, Beth Elohim, de judíos reformistas. Siempre
he sentido simpatía por el mundo judío (pero ninguna por la extrema derecha que
gobierna Israel o por los fundamentalistas que marginan a la mujer y apedrean a
los coches que circulan durante el sabbat), siempre me he sentido uno de los
suyos y quizá por eso, mientras camino por la Octava Avenida, me encuentro
sobre la acera, junto a unas cuantas viejas revistas, dos libros que parecen
estar esperándome. Uno de ellos en perfecto estado e intonso, Dans le ventre de la baleine, de Fela
Perelman (curiosamente acabo de comentar con mi amigo Hilario uno de los
relieves de la sinagoga: Jonás devorado por la ballena); el otro, también en
francés, es un libro de versos, Poèmes d’icí
et de là-bas, de André Spire, editado en Nueva York en 1944.
Como
vivimos en un mundo mágico, me basta sacar el teléfono para saber que no me han
regalado cualquier cosa. Fela Perelman, Félicie Perelman, nació en una familia
rabínica en Lodz, Polonia, en 1909; desde los diecinueve años vivió en Bélgica.
En el otoño de 1942, con su marido y otras personas, creó el Comité de Defensa
de los Judíos. Salvó a cientos de niños, siguió ocupándose de los
supervivientes judíos después de la guerra. Aparte de varios estudios
históricos, solo publicó este libro, aparecido en Bruselas en 1947, donde
cuenta sus actividades clandestinas. Lo hace en tono ligero, sin cargar las
tintas, y por eso en el prólogo pide disculpas “a quienes la Gestapo ha roto
las piernas, quebrado las costillas durante los interrogatorios, a quienes han
pasado años atroces en los campos de exterminio y han vuelto de milagro”. También las ilustraciones de Tjinke Dagnelie,
que luego destacaría como fotógrafa, son amables, en paradójico contraste con
aquellos años de horror.
André
Spire había nacido en 1868. Durante el affaire Dreyfus se batió en duelo con un
periodista que había atacado a los judíos que formaban parte de la
administración del Estado; fue herido en un brazo. En 1940, tras la debacle,
logró escapar a Estados Unidos. Detestaba a André Maurois, que también llegó
por aquellas fechas, y que, con el pretexto de la reconciliación entre los
franceses, se mostraba ambiguo con el gobierno de Petain y le disculpaba de sus
medidas antisemitas porque con ellas intentaba evitar males mayores.
Mis
mañanas son de Brooklyn, pero luego quedo con los jóvenes amigos de la revista Maremagnum para patear Manhattan.
Quedamos en encontrarnos junto a la fuente de City Hall. Hoy se retrasan y eso
me da tiempo para hojear el libro de André Spire. Es una antología que
entremezcla los viejos textos, de raíz simbolista (su primer libro es de 1903,
como el de Antonio Machado), con los escritos en Nueva York. Estos últimos son
los que más me interesan. Los voy leyendo, y entre uno y otro, levanto la vista
para distraerme con el paso de la gente y con el imaginario coloquio, como en
el poema de García Montero, de los dos rascacielos que parecen observarme: a mi
derecha, el Woolworth, con su minucia plateresca; al otro lado, la torre de
Frank Gerhy, esbelta y curvilínea, cien años más joven.
André
Spire, que ya ha cumplido los setenta (vivirá casi un siglo) pasea por las
calles de Nueva York como un ocioso transeúnte más que se entretiene
contemplando los escaparates: “Petites fleurs, / petites bouquets jaune
vieil-or / a la vitrine d’un fleuriste, / Fifty-three West Fifty-eighth Street,
New York City, New York, / j’ignore votre nom, / mais vous êtes pareilles / a
celles de ma voisine Cécile, dans mon village”.
De
vez en cuando, me acerco hasta un Starbucks cercano para piratear su wifi y ver
si los amigos que se retrasan me han enviado algún mensaje. Otro regalo, este
rato de soledad y versos franceses: “Liberté, liberté chérie”.
Domingo, 4 de septiembre
PLAZA EN FORMA DE LÁGRIMA
Cruzo por delante de la iglesia de
San Pablo, ahora cerrada y en obras, y al doblar la esquina contemplo por
primera vez cicatrizado el dolorido desgarrón del 11 de septiembre, que parecía
destinado a ser eterno.
La
nueva estación de Calabrava, encajonada entre los edificios, es un ave
gigantesca con una de las alas cortadas. Mientras trato de acostumbrarme al
nuevo panorama, hacia la Torre de la Libertad, esbelta y resplandeciente, se
acerca un avión.
Por un instante, solo por un
instante, parece que todo va a repetirse y se me acelera el corazón.
Entro
en la nueva estación, una especie de blanco huevo inmenso de útero protector, y
salgo por el otro lado, donde se alzaban las Torres y ahora los monumentos
conmemorativos. Las fotografías que había visto no les hacen justicia: dos
rectángulos del mismo tamaño que las Torres y en el mismo lugar; en el borde,
los nombres de todas las víctimas; en el interior, una cascada sobre las cuatro
paredes y un cuadrado negro en el centro en el que se sume el agua, como una
especie de llanto interminable.
Me
acerco al árbol que sobrevivió a la catástrofe, cierro los ojos para recordar
como era este lugar hace quince años, cuando estuve aquí por última vez con los
amigos de la tertulia, y luego subo
hasta lo alto de la nueva torre que sustituya a las gemelas, sin ocupar
exactamente su sitio.
Quince
años después, por fin puedo volver a ver la ciudad desde lo más alto, desde el
piso 102. Ahí está el acristalado Jardín de Invierno, que se cubrió de cenizas,
y el Hudson turbio juanramoniano; al otro lado, los puentes de Manhattan y
Brooklyn, el dedo del antiguo Williamsburgh Bank que se alza desde 1929 señalando
el centro del barrio, y al norte el inmenso caserío con las siluetas familiares
del Empire State, del Chrysler, del Citycorp y su uña resplandeciente… Nada que
no nos resulte familiar, que no hayamos visto cien veces en el cine y en la
televisión.
Respiro
aliviado, un capítulo se cierra. Durante
tantos años esta inmensa cicatriz era un involuntario homenaje a los asesinos,
que parecían haber dejado para siempre la huella de su zarpa sobre la piel de
la ciudad. Ahora Nueva York vuelve a alzar orgullosa la cabeza. Y yo estoy aquí
para celebrarlo, otro regalo del azar.
Cuando
bajo, acaricio los nombres de los desconocidos, bien conocidos para familiares
y amigos, y el día se oscurece. Pienso tembién en todo el vengativo dolor que
vino después para otros miles de desconocidos cuyos nombres no están aquí ni
quizá en ninguna parte.
Está
hecha de fango y sangre la historia. Pero yo vuelvo a Brooklyn como quien
vuelve a casa, atravieso la Grand Army
Plaza (que tiene la forma de una lágrima que cae del Prospect Park), me detengo
ante la fuente Bailey, con sus mitológicos desnudos a los que acaricia el agua
y dora el sol, y me siento lleno de gratitud porque la vida a veces nos trata
mejor de lo que merecemos. Sé de sobra que no siempre será así. Pero esa misma
certeza me hace disfrutar más de este momento.
Sorpresa muy agradable, la de ver citado a André Maurois ahora que tan pocos se acuerdan de él. Lo frecuenté en mi juventud a pesar de la mácula de conservador que siempre arrastró por haber exaltado en algunos libros las virtudes del mando, un poco en la línea Kipling. Pero sus textos más especulativos, como Entre la Vida y el Sueño, El Pesador de Almas o Los Silencios del Coronel Bramble eran deliciosos, imaginativos, papinianos. Aún conservo unas cuantas obras suyas en ediciones precarias de Plaza, y sigo consultando con provecho su Historia de Inglaterra.
ResponderEliminarClimaco Acosta
Llegado el caso de un Farenheit 451, en esa víspera sombría en la que como en las catacumbas nos daríamos las manos y recitaríamos en oración- cada uno un libro-, haría todo lo burocráticamente posible para no tener que memorizar una línea de André Maurois, pero si el compañero de cultura apocalíptica, tirándome del sayo, me rogara encarecidamente que no fuera terco, que lo hiciera y, con palmada en la espalda, concediera olvidarme del respetable académico con la Gran Cruz de la Legión de Honor, y me señalara, sobre el catálogo de Galaxia Gutenberg, uno cualquiera de los miles de libros escritos sobre o por judíos, rogándome que considerara que no hay meta intelectual ni editorial que no hayan estos alcanzado siendo como son,junto al catalán, el pueblo elegido, asentiría, depondría toda resistencia, cogería aire y sujetando, a un tiempo, con fuerza y levedad el último ejemplar de Sem Tob de Carrión, recitaría : "porque pisan poquiella sazón tierra,parlando, omres..." Y así parlaría y parlaría, sciente de que luego es ella la "que pisa...para siempre, callando" - ¡Tate,sus!- dando la razón al discreto judío de los "enxenplos buenos".
ResponderEliminarPura envidia extrañamente agradecida y finalmente llena de alegría simple es lo que me transmiten estos textos neoyorkinos, que por h o por b, y también por mención expresa y lecturas cruzadas, me conectan con un mundo que aún no he vivido pero de algún modo ya está en mí. Disculpe el embrollo y el pequeño remedo del "roman à clé", que confío no resulte del todo ajeno, y mucho menos fastidioso, a su afrancesado espíritu, al fin y al cabo gemelo del que, en forma femenina y con antorcha alzada, preside desde hace muchos años las aguas del Hudson y los sueños más nobles de la ciudad, amén de este escrito suyo. En suma, que de buena gana me hubiera cambiado por usted, más que nada para ser capaz de decir las cosas que dice. Y también, a qué negarlo, para provocar la posibilidad de que en un no muy lejano futuro pueda yo mismo recordar este momento como la semilla de un tiempo feliz. Enhorabuena por el disfrute y gracias por compartirlo con tanta generosidad. Y disculpe la barroquería y alguna redundancia.
ResponderEliminarAlegran comentarios como el tuyo, Alfredo. Gracias
ResponderEliminarJLGM