sábado, 10 de agosto de 2013

Historias de hotel: Un secreto


Un viernes apareció por la tertulia un poeta argentino que estaba haciendo los cursos de doctorado en la Facultad de Psicología. Los poemas, muy derramados y crípticos, me interesaron poco, al contrario que las historias que contaba. Antes de recalar en España, había ejercido mil y un oficios, entre ellos, como no podía ser de otra manera, el de psicoanalista. A mí me vio muy tenso, muy huidizo, con no sé qué tensiones no resueltas y se ofreció a ayudarme. Me atendería gratuitamente, según repitió, pero yo sabía que andaba mal de dinero, así que acepté –me divertía ser psicoanalizado como un personaje de Woody Allen– con la condición de abonarle su trabajo razonablemente.
            Para mí aquello era un juego. Me tumbaba los martes y los jueves en el sofá de mi casa (previamente había que quitar los libros que lo llenaban casi por completo) y el se sentaba, a mi cabecera, en el único sillón que hay para las visitas.
            No tardé en sentirme algo incómodo con aquel juego. Yo le contaba la mezcla de medias verdades y completas mentiras que suelo contar habitualmente cuando escribo de mí mismo (no tengo otro tema), pero él sabía hábilmente separar unas de otras.
            “Encuentro muchas resistencias”, me dijo. “Eso es señal de que estoy poniendo el dedo en la llaga”. Sí, lo estaba poniendo y a mí eso no me gustaba mucho. Me acordé de Rilke, que no quiso someterse al psicoanálisis porque temía que si se libraba de sus conflictos y de sus angustias ya no podría escribir. Un viaje que me surgió por entonces fue un buen pretexto para interrumpir las sesiones, que ya no se reanudaron.
            Recuerdo bien que la última tarde en el sofá habíamos estado hablando de Coimbra y de un encuentro en el parque da Sereia. Él quería seguir indagando, intuía que allí había algo importante, pero yo me negaba a entrar en más detalles.
            Esto fue hace algunos años. Últimamente se me ha acentuado el desasosiego, el malestar, la sensación de que en alguna encrucijada tomé el camino equivocado.
            Decidido a enfrentarme con mis fantasmas, volví a Coimbra. Me alojé en un hotel que siempre me había fascinado, el Astória, cuyo perfil, que algo me recordaba al Flatiron neoyorquino, se recortaba en el Largo da Portagem, entre la calle que bajaba hacia la estación y el río.
Llamaron a la puerta de mi habitación ya bien entrada la noche. No conocía a nadie en aquella ciudad que me había sido tan familiar hacía treinta años y naturalmente me asusté. “Soy yo, abre”. Me levanté a abrir, en pijama, pensando en que sería alguien que se había confundido de habitación. En el pasillo había una mujer muy joven, sonriente, que no se extrañó al verme. Como si no se percatara de mi extrañeza, me dio un beso y entró decidida.
            Yo había llegado a Coimbra aquella misma mañana. Al abrir la ventana de mi habitación me sorprendió un panorama de tejados que iban ascendiendo hasta la poderosa mole de la Universidad, un panorama muy semejante al que vi el primer día tras un interminable viaje en tren. Entonces la ciudad estaba llena de promesas, ahora de recuerdos, reales o inventados.


            Me había pasado el día acariciando los lugares conocidos: la Rua Ferreira Borges, el café de Santa Cruz, la Praça da República, la Sé Velha, la Porta Ferrea, la Via Latina, el Jardín Botánico… Pero tras la ilusión del reencuentro todo me parecía el desconchado decorado de una obra que hacía tiempo que había dejado de representarse.
            Muchas cosas habían cambiado desde que yo fui estudiante en Coimbra. Ya no cruzaba el tranvía la larga calle que iba desde el Largo da Portagem, junto al río, hata la Igreja da Santa Cruz, ya no existía O Mandarim, en la Praça da Republica, ni el Café Arcádia, ni tantos otros lugares. Seguía existiendo, sin embargo, la librería en el Arco da Almedina donde compré aquellas sobrias primeras ediciones de los diarios de Torga, que él mismo editaba.
            La ilusión de la llegada se fue desvaneciendo a lo largo del día, Al final, de regreso al hotel, tras una cena ligera, a la memoria me venían insistentes unos versos: “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver”. Y menos si se trababa de resolver enigmas sin solución.
            Me acosté borracho de melancolía. Tardé bastante en dormirme. Apenas había comenzado a coger el sueño cuando llamaron a la puerta. “¿Quién será?”, pensé. Y recordé un poema de Álvaro Pombo: “No tengo aquí ni amigos ni fantasmas”. Amigos no, ni siquiera conocidos, después de tanto tiempo, pero fantasmas tenía muchos. Pero los fantasmas no llaman a la puerta. O sí.
            La mujer se desnudó y se metió en la cama. Con un gesto me invitó a acompañarla. Yo no sabía qué hacer.
            Recordé una escena de treinta años atrás. Yo me alojaba en una pensión de la Rua Antero de Quental, muy cerca de la Praça da Republica, donde los estudiantes de la Universidad se reunían a beber y conversar hasta altas horas, y del parque da Sireia, lugar de encuentros furtivos. Estuve yo charlando aquella noche con algunos compañeros del curso de Férias; poco a poco se fueron yendo todos. No tenía yo ninguna gana de retirarme al estrecho, caluroso cuarto de la pensión. Era una noche hermosa y llena de estrellas, con una gran luna en lo alto. La plaza se había ido quedando vacía.
Una joven pasó a mi lado, me sonrió y, sin decir palabra, se dirigió hacia la entrada del parque, cuyos tres arcos orientales  parecían abrirse a un mundo donde todo era posible.
            Entré inmediatamente tras ella, pero en la avenida que hay ante la gran fuente barroca no vi a nadie. Me extrañó. No había tenido tiempo para llegar hasta el fondo y desaparecer en la oscura arboleda. Miré a mi izquierda, donde se encuentra el busto de Camilo Pesanha, y a mi derecha, sin verla. Noté de pronto algo extraño y me volví: allí estaba, a mi espalda, muy cerca, casi rozándome con su aliento. “¿Te he asustado?”. Sentí de pronto unos bultos que se movían sigilosos entre las sombras del parque y me asusté aún más. Rápidamente me dirigí hacia la salida y ella me miró triste, sin intentar detenerme.
            No la volví a ver. No tardé en olvidarme de ella, o eso creía. Pronto comenzó otra historia, también en el parque, que me tuvo entretenido hasta que llegó la hora de volver a Asturias.
            Desde aquel largo verano de hace más de treinta años no había vuelto a dormir en Coimbra. Alguna vez pasé por ella, camino de Lisboa, de Oporto o de Aveiro, pero siempre tenía prisa por marchar, me resultaba imposible soportar más de unas horas el peso de tanta melancolía.


            El hotel Astória, con su algo marchita elegancia de los años veinte, me pareció el mejor lugar para firmar una tregua con mis fantasmas. Cumplía además un viejo sueño: en mis tiempos de estudiante siempre había querido alojarme en él.
            Me recosté en una esquina de la cama, sin atreverme a acercarme a la mujer. Se acercó ella y me abrazó con fuerza. No era tan joven como me había parecido en la penumbra. Debía de tener unos cuarenta años.
            Volvieron a llamar a la puerta. Esta vez con mayor intensidad. “Abra o llamo a la policía. Sé que mi mujer está ahí”. La historia de fantasmas que yo me imaginaba se convertía de pronto en una comedia bufa. Seguían golpeando, cada vez con más fuerza. Iban a despertar a todo el hotel.
Me levanté a abrir. Un hombre me apartó de un empujón y fue directo hacia la cama. Estaba vacía. Como había visto tantas veces hacer en el teatro de vodevil y en las películas españolas de los años setenta, registró los armarios, apartó las cortinas del ventanal, entró en el baño. Me miraba luego desconcertado. “Habría jurado que estaba aquí”. Salió deshaciéndose en disculpas. Tendría más o menos mi edad, pero conservaba el pelo y se notaba que frecuentaba el gimnasio. Respiré tranquilo cuando abandonó la habitación.
Lo volví a encontrar a la hora del desayuno. Estaba sentado, solo, en la mesa de la redondeada esquina, una especie de proa que avanzaba sobre la plaza. Me hizo un gesto sonriente y me invitó a acompañarle. Todo el resto del salón estaba vacío. Pensé que querría disculparse. “Usted no se acordará de mí”. ¿Cómo no iba a acordarme? “Coincidimos aquí en los tiempos de estudiante, allá por 1980”. De pronto me volvió a la memoria aquella misma sonrisa, con treinta años menos, y no pude evitar ruborizarme. Él lo notó: “Veo que ya me recuerda”.
Recordaba, recordaba, pero no me encontraba muy a gusto con ese recuerdo y prefería hablar de otra cosa. “Siento lo que ha ocurrido esta noche”, dije. “¿Ha ocurrido algo?”, “Usted vino a mi habitación pensando que su compañera se encontraba en ella”, “¿Mi compañera? Yo he venido solo. Dormí de un tirón toda la noche. Entre sueños creí oír que alguien alborotaba y golpeaba una puerta, pero yo seguí durmiendo tranquilamente”. “Yo probablemente también, pero no tranquilamente.  Tuve un sueño raro. Su mujer se metía en mi cama y usted entraba a buscarla. Qué raro que apareciera en mi sueño si es ahora cuando le veo por primera vez”. “Por primera vez no…”, “Bueno, aquello no cuenta”. Volvió a sonreír. “Quizá me vio en algún momento y la imagen quedó grabada en el subconsciente”.
Esa palabra me trajo a la memoria al poeta y psicoanalista argentino. “Tienes que atreverte a bajar al sótano, tienes que atreverte a enfrentarte con lo que allí vas a encontrar”, me dijo en una de las últimas sesiones. Pero yo, como Rilke, el mayor miedo que tengo es a perder mi miedo, librarme de mi angustia, ver las cosas claras. ¿De qué iba a escribir si no tuviera un secreto del que no me atrevo a escribir?




30 comentarios:

  1. Ya decía Freud que el español es inmune al psicoanálisis.

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  2. La creación, la fabulación, la literatura también es una terapia
    .

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  3. Nabokov (que consideraba a Freud como una especie de charlatán de feria) habría pensado que en lo que dice Menganito hay un elogio inmerecido al español. Yo también considero a Freud más o menos así, pero le reconozco el don de la palabra: es un charlatán muy entretenido, y a veces hasta convincente. Claro que luego...

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  4. F. (Sturm und Drang for ever).11 de agosto de 2013, 14:50

    ¿Y quién coño es Nabokov -y mucho menos usted, mosén "el otro"- para cuestionar desde su evidente ignorancia la obra ingente y valiosa de S.Freud? Y esto se lo dice y se lo censura quien ha leído su obra completa, servidor de usted.
    Aunque sólo fuese un extraordinario rasgo de rigor y de capacidad intelectual, habría que destacar el hecho de que Freud hubiese aprendido a hablar y a escribir en español para poder leer el Quijote en lengua original (!!!). Esto -a veces- es un blog que se ocupa de la Literatura; se supone entonces que aquí se va a dar el valor pertinente a semejante gesto(a).
    Algunos colegas del profesor austríaco (Stekel) llegaron a decir que "Freud era un gigante y ellos unos enanos subidos a sus hombros", queriendo significar con ello que -pese a que cuestionaban algunas de las conclusiones del maestro- había sido él quien fundamentó la escuela psicoanalista, lo que supuso una apertura del campo visual inusitada.
    Que en este café un mindundi anónimo llame charlatán al gran hombre es para mandarlo a la mierda directamente. Ya se habrá notado que soy hombre pacífico y que me conformo con puniciones de tono menor.
    Salud y buen Día de la Cultura, en la carbayera del Tragamón: es gratis la entrada.

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  5. Nabokov, amigo F., es un escritor ruso, exiliado con su familia a raíz de la revolución, y autor de una serie de libros (fundamentalmente novelas, aunque no sólo), que es usual considerar de algún valor, precisamente, literario. Y yo reconozco no haber leído su obra completa; ignoraba hasta ahora que sólo se pudiera formar opinión de un autor habiendo hecho eso, y por tanto que casi nadie pudiese tenerla de Lope, o muy poca gente de Góngora o Quevedo, o del mismo Cervantes, o, en fin, de la mayoría de los escritores. Como ignoraba también que bastase conocer una lengua extranjera para quedar a salvo de toda crítica (lo que es una mala noticia para mí, que leo varias y, por tanto, he perdido todo derecho a ser criticado; lástima).

    Por lo demás, me alegro de que F., tal como se manifiesta, declare ser hombre pacífico; si, para nuestra desgracia, no fuera así, quién sabe qué hubiéramos podido esperar. Es también una suerte que Nabokov, muerto en 1977, haya podido con eso librarse de sus iras justicieras; le queda, eso sí, el recurso de maldecir su memoria (aunque para eso, y siguiendo sus propias convicciones, deba leerse previamente su obra completa).

    En fin, puesto que mi ignorancia es "evidente", quizá no sea necesario que F. se tome el trabajo de mandarme a sitios tan... distinguidos; con no dar ninguna importancia a lo que digo, seguramente bastaría.

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  6. Otra vez se vuelve a confundir el culo con las témporas; las moras (Mora nigrum o, si se prefiere, Rubus ulmifolius) con los moros (homo magrebiensis)...
    Vamos a ver, amigo: claro que no es igual leer la obra completa de un CIENTÍFICO que no hacerlo para valorar su aportación a la ciencia. Por el contrario, de un literato no se necesita tanto para tener opinión fundamentada: basta con conocer las obras más señeras, las cumbres que su talento ha logrado alcanzar. De los literatos no se exige rigor, de los científicos es esperable. Así, a Cervantes -que usted cita- se le puede perdonar buena parte de su poesía y algunas obritas menores porque escribió el Quijote. Un científico que haya dedicado los esfuerzos de toda su vida profesional a sesudos estudios, ensayos y a escribir un montón de libros sobre un asunto pudiera darse el caso de que fuese un esfuerzo baldío (vea si no en que quedaban la erudición de los alquimistas o los sofismas de los teólogos). Y, le pese a quien le pese, hubo un antes y un después de Freud en lo referido a la interpretacion de los procesos mentales, especialmente referidos al subconsciente. Lo mismo ocurre con Karl Marx, a quien pretenden mostrar algunos (interesadamente) como un teórico fracasado, cuando -y pese a las explicables deficiencias- se está acreditando -sobremanera hoy en día- como un lúcido analista de la sociedad humana y de los móviles que la condicionan. Y, claro, estos críticos tan listos no habrán leído más que alguna reseña ya digerida sobre el tema. Y luego pontifican.
    Así que, amigo, pocos quilates tiene un literato como Nabokov para denostar la obra de un científico de la talla de S. Freud.
    Mi referencia a su afán por aprender la lengua de Cervantes para mejor comprenderlo no hablará nada de lo atinado de su teoría psicoanalítica, pero no me negará que a un hombre que obra así se le ha de suponer una mente superior y un talento que supongo que no va a quedar sólo en este detalle anecdótico. Por el contrario, si Nabokov se hubiese molestado en profundizar (por ejemplo leyendo las obras completas del austríaco) me merecerían más respeto sus descalificaciones, a todas luces impertinentes.
    Y sí; soy un poco desconsiderado con mis interlocutores; es un defecto mío: no se puede tener todo.
    Un saludo cordial, amigo.

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  7. Yo ignoro si Nabokov leyó o no la obra completa de Freud; desde luego leyó mucho, aunque es fácil que, dada su opinión sobre él, no estuviera el vienés entre sus lecturas de cabecera. Sigo pensando, no obstante, que se puede tener una opinión sobre él (o sobre Marx, o Darwin), a todos los cuales he leído, aunque no su obra completa. Y, cómo lo diría yo, no es imprescindible tener "todo" para que una cierta (¿educación? ¿gentileza? ¿simple amabilidad?) le evite a uno ciertas intemperancias tan injustificadas como poco gratas. Por lo demás, los "quilates" de un literato, supongo yo, habrán de medirse por su literatura, como los de un científico por su ciencia. Y la obra de Nabokov se ha ganado un respeto y estimación públicos que hacen, al menos, discutible eso de que "le falten quilates". Tiene exactamente los mismos (que, en mi opinión, no son pocos) que tendría si su opinión sobre Freud fuera positiva, o si sencillamente se hubiera abstenido de opinar sobre él. Tampoco era positiva, por ejemplo, la opinión de Borges a su respeto (al de Freud, digo). Y tampoco me parece a mí que le falten "quilates". Ni derecho a tenerla. Cosa distinta es que no coincida con la de otros; eso me parece a mí de lo más natural, y no me alarma ni me enfurece nada. Una actitud ésta, la de tomarse las cosas con calma, que me parece de lo más recomendable. Debería probarla, amigo F.

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  8. Aquí alguien tiene las entendederas anquilosadas. Vuelve el "otro" amigo con la cantinela de que Nabokov era un magnífico escritor, como si ello implicase que de ahí se derivara alguna ventaja para opinar sobre psiquiatría o psicología. Si encima el ruso tiene la desfachatez de llamar charlatán a Freud ya es el colmo. Como en su caso, estimado amigo. O como en el del señor Borges, que sería un literato como la copa de un pino pero que tenía una clarividencia para lo que trascendiese de lo literario bastante cuestionable, como cuando dio la bienvenida al golpe criminal de Videla, cosa -hay que reconocérselo- por la que pidio perdón a posteriori, cuando había unas cuantas toneladas de cadáveres en el Mar de la Plata. Fíjese, si no, en lo parecido del caso que concierne a Unamuno, que bendijo la rebelión de Franco y demás secuaces, aunque -en asombroso paralelo con Borges- lo lamentara amargamente después (seguro que después de "lo" de Badajoz: así cualquiera). Lo que queda claro es que la donosura literaria NO va unida necesariamente a idéntico desarrollo de las otras facultades intelectuales. Tenemos aquí el caso del patrón de este blog que, pese a su talento literario, no da pie con bola cuando se discute de política..., digamos que actual.
    Y le aseguro que -pese a las apariencias- suelo escribir estas bagatelas la mar de tranquilo. Si resulto a veces poco agradable, lo mismo me resulta a mí leer que alguien lego llame charlatán a un hombre del mérito de Sigmund Freud.

    PD.- Creo que hay que dar por finalizado el debate, que si no Martín se puede disgustar de tanta cuña ajena.

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  9. No pienso yo que Martín se disguste. En todo caso, imagino, hay que concluir que, en opinión de F., sólo capacita para disentir de Freud... nada. Ni Jung, o Adler, o quien sea: qué ignorante atrevimiento. Es posible, en resumidas cuentas, que por ejemplo la Biblia, o Dios mismo, no sean Sagrados (con mayúscula); pero Freud sí (o Marx, supongo). Y quienes no lo acepten son herejes, y deben ser, si no quemados (hay que ahorrar energía) al menos despreciados.

    Bien, pues no me importa nada ser hereje (al revés, me divierte), ni compartir mi ignorante herejía con "mindundis" (para emplear su propio lenguaje) como Borges o Nabokov. O sea, no sólo ignorante (lo que aún podría disculparse: no todos podemos ser Freud, o ni siquiera F.), sino orgulloso de la propia ignorancia. Merece uno todo lo que le pase, diga usté que sí.

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  10. F. (The end, part two)12 de agosto de 2013, 14:14

    Aquí nadie sostiene que las teorías de Freud sean absolutamente certeras, sin errores de interpretación y no sujetas a posterior revisión. Habría que ser un necio contumaz para no admitir desajustes tales como el que deriva de una sobredimensión del plano sexual en las neurosis, etc., etc., etc...
    Pero entre esto y llamar charlatán al insigne investigador hay un mundo. Y ustedes están en el bando (banco) de los ligeros que insultan sin mayor conocimiento (hacerlo con conocimiento es casi virtud, dada la escasez del género: digo de la escasez de conocimiento).

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  11. Bueno, pues nada; dado que ese plural me pone, al parecer, en el mismo "bando (banco)" que a Nabokov o Borges, no puedo por menos de agradecer tan exagerada deferencia. Que a cambio le llamen a uno "ligero" (y, para eso, incluyéndolos también a ellos en esa "ligereza") es casi un elogio. Mil gracias.

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  12. Si se conforma con semejante ilusión allá usted, don Otro. Pero yo sólo lo emparento con ellos por su obstinación en el desdén ignorante. En lo demás, en lo que pisaban fuerte, poco le toca, amigo: a la vista está.

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  13. En fin, como decía el amigo F., ahora reconvertido en Anónimo, "no se puede tener todo". Uno, quizás equivocadamente, prefiere compartir la letrada ignorancia de Borges y Nabokov que la sabiduría, tan despreciativamente descalificadora, de mi contradictor. Por lo demás, es difícil sentirse vejado por alguien que no sólo pone en duda las humildes capacidades de uno, sino también las "otras facultades intelectuales" ("donosura literaria" aparte) de B. y N. Lo de "pisar fuerte" en lo intelectual es, desde luego, cosa bien difícil; en su propio caso, lo único de lo que cabe dar fe es de que utiliza un lenguaje que, algo más arreglado sin duda, no se diferencia en lo sustancial del de algunas personas que conozco, y cuya formación y competencia en ese terreno son más bien escasas. Pero ellas lo hacen por no poder más, y el anónimo F., seguramente, por no poder menos -que son cosas bien distintas, y hasta contrarias.

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  14. ¿No es la misma voz en hábil pero detectable circunloquio? Será quizá la esperanza aquella de hablar con Dios un día, que suponía Manchado.

    AJR

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  15. No, amigo anónimo, ni somos el mismo ni sé quién sea "F." más de lo que de sí mismo dice; imagino que a él le pasará igual conmigo. No hay que ser tan malicioso, hombre.

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  16. Cierto; "el otro" es más educado y tiene más temple que un servidor: yo no tendría la flema de él si me hablaran en los términos en que yo le rebato sus opiniones. Eso tiene en su favor, pero mis convicciones siguen intactas, entre ellas la de no estar siempre en el justo término. Pero creo que gano en las distancias cortas, aunque estas sean intransitables en un blog. Pero si me quieren mis mujeres y los amigos son leales, basta para que se me atenúe el atisbo de mala conciencia que repunta algunas veces. Soy de fiar; os lo aseguro, colegas.

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  17. No es una cuestión de flema (que el Diccionario de la Academia define como "calma excesiva, impasibilidad"). Algunas personas que me conocen discutirían, (yo creo que con razón, ay) eso de que mi calma sea "excesiva". Y, desde luego, de "impasible" tiene uno poco. Por lo demás, estoy convencido de que F. tiene razón, en lo de ganar en las distancias cortas. Yo procuro, simplemente, ser más o menos el mismo, en unas y en otras, y no encenderme con facilidad. Decía mi madre que el que se enfada tiene dos trabajos, enfadarse primero y desenfadarse luego. Yo los acepto, qué remedio, pero sólo cuando me parecen inevitables. Y la mayor parte de las veces no me lo parecen.

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  18. Este circunloquio,poniéndolo en el paisaje de Nabokov que habéis propuesto, estaría sin duda mejor en boca de Lolita que del honorable viejo escritor(que sin duda tendría entre sus lecturas a Freud).

    Si lo sé, no digo nada.

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    1. Sí. Contra la pesadez, contra la gravedad de tanto yo dentro.

      A las palabras sacarles todo el plomo de las entrañas.

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    2. "Que sais-je?", tiene Montaigne por lema casero. Sin embargo siempre sospecharemos que algo debía de saber.

      "Cuando las cosas llegan al alma, las palabras salen solas" (Séneca, Controversias, III), cita Montaigne en sus Ensayos.

      "(...) salen solas", ¡y sin plomo!, aéreas más bien. La gracia del alma frente a la gravedad, un tanto obscena, de las entrañas.

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  19. Llegados al punto de los dos trabajos míticos que el otro exhibe como herencia de su madre, tópico añejo donde los pudiera haber habido (ambos), no sólo insisto en conjeturar que todos son lo mismo, sino que hasta empiezo a entrar en trance de sospechar si no seré yo también uno de ustedes.

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  20. Qué lección de modestia estos comentarios. El texto es solo un pretexto que los comentaristas olvidan pronto para dedicarse a hablar de sus cosas.

    JLGM

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  21. Es cierto lo que dices, Kurtz, y bien que me jode. Pero no es por inmodestia sino porque cada uno es como es. Además, aquí se han dicho cosas que no son para ufanarse de ellas precisamente.
    Desde luego que tu texto es lo importante.
    Sorry.

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  22. Como podrá verse, en un comentario suyo F. decía en una posdata que, copio, "Creo que hay que dar por finalizado el debate, que si no Martín se puede disgustar de tanta cuña ajena". Yo le contesté que "no creía que se disgustara". Lo dije así porque lo pensaba, sinceramente, pero a la vista está que me equivocaba; no debí, por tanto, contestarle. Pido perdón por mi error, y aseguro que no volverá a ocurrir.

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  23. Por supuesto que no me molesto, amigo JC, solo me burlo de mi vanidad herida: nada nos gusta más que ser el centro de atención. Y si no, que se lo pregunten a F.

    JLGM

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    1. (...) EN ESA ESCUELA del trato con los hombres, he observado a menudo este vicio, que en lugar de sacar conocimientos de los demás, sólo intentamos hacer gala de los nuestros; y nos esforzamos más en soltar nuestra mercancía que en adquirir una nueva. El silencio y la modestia son cualidades muy convenientes para la conversación. Se enseñará a este niño a que ahorre su saber, sin abusar de él cuando lo haya adquirido; a no exasperarse con las necedades o fábulas que en su presencia se digan, pues es muy inoportuno e incivil oponerse a todo cuanto no es de nuestro gusto.

      M.de Montaigne, Ensayos, Capítulo XXVI: "De la educación de los hijos".

      Buen abrevadero tiene este señor de la montaña...

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    2. Creo que mi señor Michel de Montaigne hubiese hecho cambios en su ensayo de haber nacido en la pedregosa España. La moderación y el respeto para con la opinión ajena y el recato en la propia cuadran mal en esta taifa cainita y asilvestrada que es España. Somos tataranietos de espadones fratricidas y nos han calentado el biberón en el rescoldo de las piras inquisitoriales. Falaces y orgullosos de nuestras miserias, nos hemos decantado en esta triste realidad de guijarros mondos y sin el menor atisbo de musgo que atempere la aridez que nos requema.
      Vaya mi señor de Montaigne a salmodiar a pueblos más civilizados, que aquí corre riesgo de que lo lapiden. Y yo, me temo que el primero.

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    3. Puede ser bien cierto; ya lo dijo Juvenal: "nec minimo sane discrimine refert / Quo gestu lapores, et quo gallina secetur". "Pues no es poco saber distinguir el despiece de una liebre y de un pollo". Cita de nuevo el de Burdeos, en el capítulo intitulado "De la vanidad de las palabras".

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  24. ¿Salmodiando Montaigne? Mantras chirriantes, más bien; aunque quizás no tanto como los de su admirador, "artista de la exageración", Thomas Bernhard, cuando dice:

    "Huí de mi familia y, por consiguiente, de mis torturadores a un rincón de la torre y, sin luz y, por consiguiente, sin hacer que los mosquitos enloquecieran contra mí, cogí de la biblioteca un libro que, tras haber leído en él unas frases, resultó ser de Montaigne, de quien estoy muy próximo, de una forma más íntima y realmente iluminadora que de cualquier otro".

    Reveladora confesión sobre sus afinidades electivas, si además se tienen en cuenta otras consideraciones que aparecen en "El sobrino de Wittgenstein:

    "Y hoy pienso que las personas que han significado realmente algo en nuestra vida podemos contarlas con los dedos de una mano, y muy a menudo esa mano se rebela incluso contra la perversión que consiste en creer que tenemos que recurrir a toda una mano para
    contar a esas personas, cuando, si somos sinceros, podríamos arreglárnoslas con un solo dedo".

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