domingo, 14 de agosto de 2011

Nueve enigmas con jardín: La llave

Solo, en la terraza de este café que es también hostal, entre bebedores de cerveza y jugadores de cartas, pienso en el comienzo de un libro que quizá comenzó a escribirse, o al menos a soñarse, en este mismo sitio: “Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres: no soy como ninguno de cuantos vi, y aun me atrevo a creer que como ninguno de los que existen. He aquí lo que hice, lo que pensé, lo que fui. Lo bueno y lo malo, descubiertos con la misma franqueza. Nada malo oculté, ni me atribuí nada bueno. Si hay algún pormenor erróneo, se debe únicamente a confusión de la memoria”.
            Yo, como Rousseau, me atrevo a creer que soy como ninguno de los que existen, y que no me atribuí nada bueno, aunque algo malo oculte. Cuando cuento mi vida, cuando enseño mi casa, siempre dejo de mostrar ciertos rincones, un cuarto que he cerrado con llave y esa llave la he arrojado lejos, donde nadie pueda encontrarla. Ni yo mismo sé lo que aguarda tras esa puerta oscura, bajo la que en mis pesadillas asoma un charco de sangre.


            Dos días estuvo hospedado Rousseau en este mismo lugar, una placa lo recuerda en su fachada, y esos dos días, en los que no vio a nadie, pero fue feliz, le acompañaron para siempre en la memoria.
            Durante unos días he estado yo también hospedado en esta hostería de Vevey, en un cuarto desde el que se ve el azul cambiante del lago y, al otro lado, las ásperas montañas de la dulce Francia. Bajé en la estación, me atrajo el nombre, “La Clef”, y solo después de decidir quedarme me enteré de que tan ilustre huésped me había precedido. En su inquieto deambular por el mundo, se imaginaba aquí el Paraíso: “Cuando el ardiente deseo de una vida feliz y dulce, que huye de mí y para la cual he nacido, viene a inflamar mi imaginación, siempre me la represento en el país de Vaud, a orillas del lago, en medio de campiñas deliciosas. No puedo prescindir de un huerto junto a este lago, no junto a cualquier otro. Necesito un amigo seguro, una mujer amable, una vaca y una barquilla. No gozaré de felicidad verdadera hasta que no tenga todo esto”.


            ¿Qué necesito yo para gozar de felicidad verdadera? No necesito más que lo que tengo, o eso quiero creer. Paseo por la empedradas y frescas calles, por la orilla arbolada del lago; alguna vez, en una lenta caminata de cerca de dos horas, me acerco hasta Montreux, que durante muchos años fue para mí solo un nombre al comienzo de un poema de Pere Gimferrer, un poema que leí deslumbrado a los veinte años y que todavía me acompaña en la memoria: “Aquí, en Montreux, / rosetón de los ópalos lacustres…”
            Sentado inquieto en una silla, en una terraza dedicada a las grandes figuras del jazz, a las que no parece admirar demasiado, me encontré a uno de los más ilustres residentes de la localidad, Nabokov, delante de su hotel inmenso y deslumbrante de oros. Y en el cercano Château de Chillon, otro amigo admirado grabó su nombre sobre una de las columnas que se hunden en la profundidad de los antiguos calabozos: “Siete columnas macizas y grises, / vagamente iluminadas por un cautivo / rayo de sol que parece / haber perdido su camino, / haber caído en la mazmorra / y agonizar en ella, / arrastrándose sobre el suelo húmedo / como un fuego fatuo sobre una ciénaga”.
Llegué al castillo cuando estaban a punto de cerrar. Al entrar yo en cada estancia, salían los últimos visitantes. Me entretuve largo tiempo admirando desde las altas murallas el lago cada vez más oscuro, y en la que fue prisión de Bonnivard, mientras contemplaba el nombre de Byron inscrito a punta de navaja, escuché un chirrido de pesadas puertas y, por un momento, temí quedarme encerrado para siempre.


            ¿Qué necesito yo para gozar de felicidad verdadera? Encontrar la llave que tiré lejos, abrir las mazmorras del alma, limpiar aquellos sótanos oscuros, dejar entrar la luz a iluminar el rostro del prisionero.
            Delante de la estatua de Chaplin, en Vevey, donde vivió los últimos años y está enterrado, un gran tenedor se hunde en las aguas. Me divierte esa imagen surrealista, y frente a ella me siento cada tarde, oyendo resonar de vez en cuando la sirena de los barcos que pasan y queriendo irme con cada uno de ellos a un lugar en que todo es “lujo, calma y voluptuosidad”, como en el poema de Baudelaire, a cualquier lugar en el que no esté yo.


            Una noche, antes de volver a mi solitaria buhardilla roussoniana, entré en el jardín del Hôtel des Trois Couronnes, que daba sobre el lago. Estaba solitario. Me apoyé en el tronco de un árbol a contemplar las estrellas, reflejadas sobre la cabrilleantes aguas.
            “Hermosa noche”, escuché decir en español, y yo no supe al principio si aquella tenue voz la había oído o imaginado. Tardé un rato en descubrir a aquella mujer todavía hermosa, pero más o menos de mi edad, fumando distraída y en traje de fiesta.
            “Nos conocimos hace mucho tiempo. Veo que ya no te acuerdas de mí”.
            “Lo siento, tengo mala memoria”.
            “Solo para lo que te conviene”, sonrió.
            Aquella sonrisa me resultaba familiar, aunque seguía sin reconocerla, y en lugar de irme con una vaga excusa, como pensé al principio, acepté la invitación a sentarme a su lado.
            “Estás buscando algo que has perdido, y eres un hombre con suerte porque eso que buscas lo tengo yo”.
Me pasó un brazo en torno al cuello y quiso besarme en los labios. Solo entonces me di cuenta de que estaba bastante bebida. Me puse tenso y me eché hacia atrás.
            “No has cambiado nada”, dijo ella, a la que no pareció ofender mi gesto de rechazo. Me cogió de la mano y me llevó hasta la orilla del agua. Allí comenzó a desnudarse. “Pero ¿vas a bañarte ahora?”, dije yo asustado. “Me sentará bien, estoy un poco borracha”. “Es peligroso”. “He sido campeona de natación, ¿recuerdas? Tú en cambio nunca te metías en el agua más allá de donde hicieras pie. Siempre fuiste muy cauteloso, querido. Demasiado. Recuerda el consejo de lady Ottoline Morrell a Bertrand Russell: Debes dejar en tu vida un lugar para lo salvaje”.
            Puso el collar, la pulsera y el negro traje de noche cuidadosamente a mi lado (no llevaba ningún anillo), y su cuerpo brilló un momento sobre la roca antes de arrojarse al agua.
            “Acompáñame. Sé valiente por una maldita vez”.
            “No sé nadar. Sabía, pero lo he olvidado”.
            “Esas cosas no se olvidan. Y si se olvidan, mejor. Ahoguémonos juntos, allá en el centro del lago. ¿Qué mejor final para la biografía de un hombre sin biografía?”
            No, nos ahogamos juntos, por supuesto. Y yo, bastante rato después, tuve que ir hasta el hotel en busca de una toalla con que secarla. Se había levantado el viento, la noche había enfriado de pronto; aquella loca podía coger una pulmonía.
            La abracé para que entrara en calor, allí a la orilla del lago. El raro tenedor que pinchaba las aguas brillaba a la luz de la luna y, muy cerca, Chaplin parecía mirarnos con gesto burlón. La acompañé luego hasta su cuarto. Nada más tumbarse sobre la cama, se quedó dormida. Arropé su cuerpo desnudo y volví a mi solitaria habitación en La Clef.
            Un momento antes de dormirme recordé su nombre. No la había vuelto a ver desde hacía exactamente cuarenta años. Compartimos apuntes y confidencias durante los cinco cursos de la licenciatura. “Tengo prisa”, me dijo cuando terminamos el último examen, con el profesor Martínez Cachero. No volví a saber de ella.
            Aquella noche soñé que había encontrado la llave y que la había vuelto a perder.


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