sábado, 9 de julio de 2011

Nueve enigmas con jardín: La madonna y el templario


En un relato de Cortázar, “El otro cielo”, un hombre entra por unas galerías de Buenos Aires, el Pasaje Güemes, al lado mismo de la calle Florida, y sale por la Galerie Vivienne, en París, cerca de la Ópera, entre mitológicas figuras de yeso que el gas llena de temblores. Yo sé que hay pasajes así, que llevan de un país a otro, de un tiempo a otro.
Mientras el pasado fin de semana caminaba por tierras leonesas con los amigos del Círculo Cultural de Valdediós creí reconocerlos varias veces: en el castaño de las Médulas que abombaba su tronco como un gigante de cuento de hadas y abría en él una negra boca dispuesta a tragarme para siempre; o en el convento de la Anunciada, en Villafranca, donde si yo siguiera a esa monja que desaparece tras una puerta sigilosa me encontraría de pronto con el bullicio barroco y napolitano de Via Toledo y con Luca y su pistolón de sicario y su mellada sonrisa; o en la herrería de Compludo, con su rueda hidráulica y su trompa de Venturi y su fresco río rumoroso donde nadie se baña dos veces, pero que es el mismo donde yo, de niño, me bañé tantas veces.
Tengo miedo a lo inexplicable que acecha en el lugar más inesperado, me aferro a la razón como un niño a la mano de su madre; sé que la realidad está llena de hendiduras.
El restaurante donde cenamos en Ponferrada estaba situado enfrente del castillo. Al salir, ya cerca de medianoche, ante él se celebraba no sé qué fiesta: había docena de figurantes disfrazados de templarios, una orquesta, juegos de luces, una voz engolada que hablaba de la ciudad del puente de hierro, del mágico lugar en que se encuentran dos ríos, del Arca de la Alianza y del Santo Grial. Contemplé desdeñosamente lo que me pareció una de esas presuntas tradiciones milenarias inventadas para el turismo, y me fui hacia el hotel, abriéndome camino entre el vulgo “municipal y espeso”, como en el soneto de Rubén. Un reiterado redoble de tambores, al que siguió un súbito silencio, me hizo volver la cabeza. El castillo, que parecía arder, las nubes teñidas de rojo, y las antorchas que alzaban los cruzados de la túnica blanca formaban un extraño espectáculo. A mi pesar, me quedé quieto, seducido por la magia del momento; bajo el puente las negras aguas del Sil también se había vuelto rojas. Mis acompañantes, Ana y Martín Caicoya, desaparecieron entre la multitud.


Supe de pronto que algo iba a ocurrir, y que esta vez, al contrario que cuando resistí la tentación de adentrarme en el hueco negro del castaño, no iba a ser capaz de cerrar los ojos y continuar con mi vida confortablemente rutinaria y esforzadamente razonable.
De pronto me dieron un empujón que casi me tira al suelo. Me volví irritado. Era un tipo de mi edad, con el pelo blanco y la capa y la cruz colorada que parecía el disfraz obligado de aquella noche. “A ver si miramos por dónde vamos”, dije. Al desconocido le cambió de pronto la cara. “¿Pero eres tú? ¡No me lo puedo creer!”. A aquel tipo no le conocía de nada, ¿por quién me tomaría? El día había sido fatigoso, estaba deseando regresar al hotel, que por cierto se llamaba del Temple, y tumbarme a dormir. “Naturalmente tú no te acuerdas de mí y a lo mejor no te hace ninguna gracia que te recuerde el tiempo en que fuimos muy amigos y tú me hablabas de Ariadna y de Teseo”.


El pasaje que une dos mundos se abrió súbitamente bajo mis pies y yo caí por él y rodando, rodando, como la Alicia de Lewis Carroll, fui a dar al patio de una cárcel en la España en blanco y negro de 1974. “No había vuelto a saber de ti…”, “No te haría mucha gracia recordar aquellos tiempos. Yo en cambio tengo casi todos tus libros y un vecino, que es profesor en el Instituto, y que estudió contigo, me ha dado incluso tu dirección de correo, pero no me decidía a escribirte, no quería molestar. Pero acompáñame a casa a tomar algo”. “No puedo, he venido con unos amigos, y mañana marchamos temprano”.
Le acompañé, a pesar de todo. Sentía curiosidad. Su casa estaba aislada en lo alto de una colina; detrás tenía una huerta y un  pequeño jardín, con un mirador desde el que se divisaba el río. Allí nos sentamos. El día había sido caluroso, pero la noche, de agradable frescura, invitaba a conversar sin prisa.


A Antonio el Lobo, nunca supe su apellido, lo conocí en Carabanchel, cuando yo pasé una temporada detenido por motivos que no son del caso. Me ayudó a salir con bien de una pelea que tuve por motivos que tampoco son del caso, y luego me fue dando los consejos precisos para desenvolverse en un lugar que se regía por rígidas leyes no escritas. Los días allí, sin nada que hacer más que rumiar la propia desesperación, eran infinitos (solo casi al final logré que me dieran trabajo en el taller de manipulado), y uno se los pasaba dando vueltas arriba y abajo en el patio. Antonio se había criado en un orfanato y había pasado casi toda su vida en cárceles y reformatorios. Pero le gustaba leer y le fascinaban las historias de la mitología. Me escuchaba hablar de Teseo y del Minotauro con grandes ojos asombrados. Y también le gustaba que le ayudara a planificar un golpe que cambiara su suerte. Él estaba allí porque había atracado una gasolinera con escasa fortuna y más escaso botín. “Para todo hay que tener cabeza –me decía-, para todo hay que saber”. Y por eso además de hablarle de mitología le daba clases de matemáticas. Pero lo que más le fascinaba era el arte. Una vez había visto una película sobre un ladrón de guante blanco que robaba un cuadro muy valioso y toda su ilusión era ser como él. A mí, que siempre he sido poco fantasioso pero bastante imaginativo, me divertía planear un robo en el Prado. Había que escoger una obra de pequeño tamaño y me decidí por el Mantegna que le gustaba tanto a Eugenio d’Ors, El Tránsito de la Virgen, que a mí me ha fascinado siempre por el paisaje de la laguna de Mantua que se divisa al fondo. No recuerdo los detalles, pero sí que era un plan ingenioso y minucioso.


Luego, ya libre, para sobrevivir, borré por completo de mi memoria aquellos meses infinitos en los que no todos fueron agradables charlas de mitología. Pero de Antonio no me olvidé del todo, e incluso hablo de él en un poema, creo que de Tinta y papel, que he preferido no reeditar.
“Ahora vivo bien, como ves. Mi mujer da clases de lengua y literatura; a mí me faltan tres asignaturas para ser licenciado, ¿te lo puedes creer?, a mí que cuando nos conocimos apenas si sabía leer y escribir. Yo quería dar un buen golpe y retirarme, y eso es lo que hice. Y todo gracias a ti. Si me hubieran detenido, y yo fuera una mala persona, habría podido delatarte como cómplice. ¿Recuerdas la de vueltas que dimos a la mejor manera de robar en el Prado? Tú lo hacías por juego, como quien planifica una partida de ajedrez. Pero yo no perdía detalle, y me sirvió de mucho en Venecia aquella noche del primero de marzo de 1993. En Arco del Paraíso hablas de un cuadro de Bellini y del presunto plagio de Juan Manuel de Prada en La tempestad cuando se refiere a esa Madonna y dice que no se sabe si el Niño Jesús está a punto de ahogarse o de saltar al cuello de su madre. Yo pensaba que ibas a contar también el procedimiento con que el que podía haber sido substraído. No te habría costado mucho adivinarlo: lo inventaste tú. Sonríes, piensas que estoy borracho, y un poco sí lo estoy. Fui yo, yo solo, quien se llevó ese cuadro de la iglesia de la Madonna dell’Orto por encargo de un coleccionista. Allí sigue el hueco en el altar de la izquierda y la foto de la Madonna con Niño y el cartel que recuerda el robo. En el primer plan hacía falta una réplica, y se le encargó al mejor copista; no fue necesaria: tu estratagema era más sencilla y segura. Aparte de los dólares, que me permitieron rehacer mi vida e ir a la Universidad, mi gran sueño de siempre, me guardé la copia. Luego la verás. Es tan fiel que hace falta ser muy experto para diferenciarla del original. A veces pienso que hasta es posible que yo me confundiera cuando entregué el cuadro. Pero el arte es ilusión y mientras el banquero madrileño crea que tiene el auténtico Bellini tendrá el auténtico Bellini”.

5 comentarios:

  1. Que me perdone JLGM porque le incomode con una nueva tontería (no deja de serlo que no haga referencia a su post actual) sino que divague sobre la pedestre actualidad). Pero es que leía en La N.E. de hoy una entrevista a un recién (creo) licenciado en Filogía Clásica -Agustín García Calvo- que pese a su bisoñez apunta maneras y fuste intelectual.
    Decía en ella García Calvo que el calado del movimiento llamado del 15-M estaba lejos de ser algo oportunista y efímero, y que respondía a un malestar acumulado en los últimos tiempos que surgía de manera mucho menos espontánea de lo que pudiera parecer. Y él lo apoyaba sin ambages.
    Pese a que hallaba algunos puntos débiles en la praxis de una parte de este colectivo (protestaba porque se le calificase de "joven"), tal como que tratara de marcarse objetivos puntuales, lo que significaría -en su opinión- que seguían moviéndose por los parámetros de la "democracia" que tenemos (parlamentarismo, votación, manifestación...).
    Pero mejor que Martín lo lea (si le interesa) y juzgue. Aunque debe ser indulgente con estos jóvenes intelectuales que carecen del pragmatismo atemperador que tanto se necesita en la situación que se vive hoy. Discúlpesele que las hormonas le obnubilen un tanto el recto juicio.
    Pero, pese a su comprensible impericia, no me negará Martín que lo que dice tiene una frescura y un optimismo que es de agradecer, hartos como estamos de dómines que auguran toda clase de desastres... si no se continúa por los trillados, corruptos y desprestigiados senderos que -generosos ellos- nos vienen desbrozando ,para que no nos extraviemos, los filántropos de siempre, que tanto miran por nuestro bienestar.
    Ya lo veo venir: García Calvo es otro soñador (que dice tonterías, claro) que no sabe articular su pensamiento, que no plasma en programas sus propuestas, que sólo el paso de los años hará de él un ciudadano responsable y docto, capacitado entonces para dirigirse a la plebe con propuestas...de gente seria.

    Salud.

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  2. Pues como Agustín García Calvo, ya jubilado, no se dé prisa en convertirse en "un ciudadano docto y responsable" "con el paso de los años", igual se le hace un poco tarde...

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  3. Gracias por esta entrada, tan necesaria. Aún hay mucha gente que tiene a Bellini por un pintor "menor", lo cual es no sólo falso, sino absurdo. Ramón Gaya, por ejemplo, lo ponía, dentro de la pintura, sólo por debajo de Velázquez.
    Y aun a riesgo de que alguien me tilde de "baboso" debo felicitarle por mantener ese altísimo nivel de sus entradas.

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  4. No tildaré a mi suplantador, que -quizá por desesperación- ha fusilado una entrada mía relativa a Murillo en el blog de Ángel Ruiz, "En Compostela", de "baboso": ese lenguaje se lo dejo a él; me parece que le conviene enteramente. Pena del bajísimo nivel de sus suplantaciones.

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  5. Luego me hice escritor y empecé a conocer a escritores y a observarlos, y llegué a la conclusión de que la única diferencia entre ellos y los demás, el único y exclusivo aspecto en que eran mejores residía en que eran mejores escritores. Quizá, en efecto, fueran sensibles, perceptivos, sabios, capaces de generalizar y de captar lo particular, pero sólo ante sus escritos y en sus libros. Cuando se aventuran en el mundo, suelen comportarse como si toda su comprensión de la conducta humana se hubiera quedado atascada en sus máquinas de escribir.

    Nada que temer (Julian Barnes)

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