jueves, 30 de julio de 2009

Lecturas y lugares: Foxá en Filipópolis

Caminaba yo por la indolente avenida que une los restos del foro romano con los del estadio (réplica del de Delfos, con capacidad para treinta mil espectadores) cuando, desde una especie de palco teatral, sentí que me llamaban.
“Profesor, profesor”, gritó uno de los jóvenes que tomaban cerveza mientras disfrutaban del espectáculo callejero. Hizo un gesto para que le esperara y bajó a saludarme. Se llamaba Mois, había escuchado mi charla sobre Pedro Salinas y se ofreció a servirme de guía por la ciudad.
“En casa tengo el libro de romances que un escritor español, Agustín de Foxá, le dedicó a mi abuelo. También recortes de los artículos que publicó después de su visita”.
Agustín de Foxá encontró en Bulgaria a los judíos sefardíes y quedó fascinado con su parla antigua y su nostalgia de Toledo. Allí oyó cantar romances que parecían venir del fondo de los siglos: “El rey estaba jasino / de dolor de corazón. / Ya llaman a los dotores / cuantos por el mundo son”.


Foxá vino a Plovdiv a dar una conferencia sobre Judá-Halevi, “el héroe de los judíos españoles porque nació en Toledo, pero murió ante los muros de Jerusalén, uniendo así la nostalgia sefardita de España con el sionismo de Palestina”. Allí le mostraron la mesa sobre la que un día se había subido Teodor Herlz para gritar: “Volvamos a Jerusalén”. Después de la última guerra, casi todos le hicieron caso y ahora resulta difícil, casi imposible, escuchar ladino en Plovdiv. “Es buena para los territemblos”, le dijeron a Foxá señalándole una casa baja y maciza. Y él apuntó en su cuaderno “esa palabra maravillosa, estremecida y rajada, llena de tierra y de azogue”.
Con Mois y sus amigos visito la sinagoga, luego la mezquita, al otro lado de la plaza que muestra en sus abiertas entrañas los restos del estadio. Foxá la describe en los amarillentos recortes de periódico: “Un alminar adornado como una banderilla de lujo, recto, luminoso, que sube hacia el cielo; empotrado en la mezquita un café, turcos con fez y pereza y un líquido espeso que convierte las tazas en tinteros. Toldos de colores chillones en torno del templo, que aletean como si la mezquita quisiera volar, y puestos de frutas, de flores, bazares modestos… Estampa del Oriente, cuadro al óleo de un pintor romántico que mancha, como un borrón, ese taxi negro que espera a la sombra”.


El exterior sigue casi idéntico y la fervorosa penumbra de dentro continúa idéntica. Me descalzo, según costumbre y Mois, judío, no duda en descalzarse conmigo. Poco después, en la iglesia ortodoxa de la Santa Virgen, encendemos una vela con idéntico recogimiento. Algo de la mítica España de las tres religiones se conserva aquí.
Paseamos luego por la orilla del Maritza. Filipo de Macedonia fundó esta ciudad y “bajo su cielo riente y su vega clara y florecida galopó Alejandro adolescente, sobre Bucéfalo, potro todavía”.
Curioso personaje Agustín de Foxá. En Bulgaria se enamoró del mundo judío, pero cuando ese mundo comienza a ser minuciosamente masacrado él se dedica a cazar en los bosques rumanos con el jefe de los Guardias de Hierro, quien “vertía el champaña helado en la calavera del venado y armaba caballero de San Humberto al cazador novel que derribaba una res”.
El Foxá que paseó por Plovdiv no era todavía el ardoroso fascista al servicio del Cara al Sol ni el escéptico final: “Soy gordo, soy conde, soy embajador, ¿cómo no voy a ser de derechas?”.
Aquí vino a hablar de Judá-Haleví, autor del más sombrío madrigal que jamás se haya escrito: “Oh amada, a través de tu carne palparé tus huesos / para reconocerte en el día de la Resurrección”. Por aquí dejó, desperdigadas, un puñado de brillantes metáforas que Mois me muestra con gentileza antigua.

domingo, 26 de julio de 2009

Esbozos y fantasmagorías

Henri de Régnier (1864-1936) es un escritor de otro tiempo que, como tantos, no ha sobrevivido a su tiempo. Quiso ser original, refinado, preciosista, y ya antes de su muerte –con el cambio de estética que siguió a la primera guerra mundial— pareció rebuscado y amanerado. Quincallería simbolista resultan hoy sus versos y sus novelas, ilegibles cuando no risibles. Pero Henri de Régnier, como tantos estetas del fin de siglo, como tantos autores de antes y después, fue un enamorado de Venecia y a ese amor le debemos un puñado de páginas que se siguen leyendo con gusto.


Detrás del palacio Darío, en los muros del jardín que dan sobre el Campiello Barbaro, una placa reproduce unos versos que hablan de Venecia, “sinuosa y delicada”, y nos recuerda que allí “Henri de Régnier / poeta de Francia / venecianamente vivió y escribió”.
En ese palacio, cuya colorista fachada de mármol da sobre el Gran Canal, descubrió la “altana”, terraza de madera que se alza sobre los tejados de la ciudad, y que le sirvió para titular el mejor de sus libros, uno de los más fascinantes que se hayan dedicado a Venecia: L’altana ou la vie vénitienne, de 1928. Una noche en que no podía dormir decidió aventurarse por una empinada escalera. No tarda en encontrarse con una plataforma de madera sobre el techo. Desde allí contempla un ángulo centelleante del Gran Canal, los tejados y las chimeneas con turbante, la cúpula de una iglesia, “todo ello bañado de la luz de una luna esplendente, envuelto en un silencio profundo, en el cual percibo a veces, lejano y como sordamente rimado, un susurro que es una presencia y que solo más tarde sabré que es el murmullo del mar en las playas del Lido”. Desde entonces, esas terrazas sobrepuestas a los tejados y que permiten a los venecianos tomar el sol y respirar el libre aire marino, por encima de las estrechas calles, se convierten para él en símbolo de la ciudad.


El libro mayor de Henri de Réigner sigue inédito en español. Con el título común de Venecia (Cabaret Voltaire) se reúnes, traducidas por Juan José Delgado Gelabert, otras dos obras suyas: Cuentos venecianos, de 1927, y Esbozos venecianos, de 1906. De los primeros sobra casi todo lo que tienen de cuentos, los caducos elementos de fantasía. ¿Importa algo la manida historia fantasmagórica –nada que ver con Henry James— de “El aparecido”? No, puesto que resulta cansinamente previsible. Pero qué fascinante nos parece todo lo que tiene que ver con el palacio Altinengo, su descubrimiento en un lugar apartado, sus laberínticos recovecos, su salón fastuoso decorado con estucos. Sabemos que esas páginas son autobiográficas, que ese palacio Altinengo no es otro que el Palazzo Vendramin ai Carmini, en el que residió un tiempo y al que en L’altana dedica un minuciosamente viscontiano capítulo que no necesita ningún elemento de ficción para resultar apasionante.


El misterio de Venecia no precisa de las fantasías dieciochescas en que gusta de incurrir Henri de Régnier. Para que se nos manifieste basta con “la marcha furtiva de un transeúnte, el deslizamiento de una góndola, el ruido de un tacón sobre el pavimento, el goteo de un remo en el agua, una voz, un canto, el silencio, las ventanas todavía iluminadas de las fachadas oscuras…”
De esos elementos se nos habla en los Esbozos venecianos, donde escuchamos, resonando cada día en el aire marino, las campanas de Venecia, “campanas de San Marcos y la Salute, campanas de los Frari y San Giovanni e Paolo, campanas de los Gesuati y San Sebastiano, y vosotras, campanas de San Giorgio Maggiore y la Giudecca, campanas de las islas de la laguna”; o paseamos por las Zattere, desde la punta de la Dogana hasta la Calle del Vento, “ante el ancho canal, enfrente de la Giudecca con las tres iglesias y los jardines de salvias y cipreses”.


Valen estos dos libros ahora reunidos en un volumen como anticipo del sugerente volumen autobiográfico en que Régnier rememora sus visitas a Venecia entre 1899 y 1924. Uno de sus capítulos se titula “Sous le chinois” y en él recuerda la tertulia literaria que tuvo durante muchos años en el Florian. El protagonista de “El aparecido” tiene sus mismos gustos, sus mismas costumbres, y a veces se olvida de que es un personaje de ficción y se limita a describirnos, sin pretensiones poéticas, los lugares amados de la ciudad, como cuando nos habla del Florian y de sus paredes “adornadas de espejos y pinturas al fresco protegidas con cristal para preservarlas del humo y la degradación. Estos frescos representan figuras vestidas con atuendos de diferentes pueblos. Dos de estas figuras, entre otras, me divertían: un turco con turbante y un chino con su trenza. Era debajo del chino donde con mucho gusto tomaba asiento sobre una banqueta de terciopelo rojo, ante una de esas mesas redondas de mármol cuyo tablero gira sobre el único pie que las sostiene”. O cuando se refiere al Campo de Santa Margherita, circundado de pobres casas y pequeñas tiendas de ultramarinos y fruterías, con su vaivén ruidoso, las bandadas de niños andrajosos y sus cabriolas, las mujeres con largos chales que lo cruzan y los vendedores de polenta al aire libre.
La ciudad de Venecia es en sí misma un género literario. Que no envejece, que no pasa de moda, al contrario que las fantasmagorías decadentes y las bisuterías estilísticas de Henri de Régnier.

jueves, 23 de julio de 2009

Lecturas y lugares: Fuera del mundo

En las horas de tedio, Baudelaire soñaba con partir hacia cualquier lugar, siempre que estuviera fuera del mundo. Yo cuando quiero estar fuera del mundo, pero en el centro del mundo, me voy a Roma, y en Roma busco un recinto murado más allá de la Porta San Paolo, junto a la pirámide de Cestio: el Cementerio Acatólico.
“Puede uno identificarse en amor con la muerte si descansa en paraje tan bello”, escribió Shelley cuando enterraron aquí a Keats, no imaginándose entonces que tardaría poco en acompañarle.


Pero no son los versos de los poetas románticos los que me vienen en primer lugar a la memoria cada vez que paso por este lugar lleno de gatos sigilosos y en el que no falta nunca un solitario lector o una joven soñadora que de vez en cuando escribe algo en un cuaderno.
Yo recuerdo a un autor que tuvo su día, el médico sueco Axel Munthe, y que hoy es pasto de las librerías de viejo después de que varias generaciones devoraran con pasmo su Historia de San Michele. “Un hombre puede vivir sin esperanza –escribió-, sin amigos, sin libros, hasta sin música, mientras pueda escuchar sus propios pensamientos y oír el canto de un pájaro y la voz lejana del mar”.
El consultorio romano de Axel Munthe estaba en la misma casa de Piazza de Spagna, junto a las escalinatas de Trinità dei Monti, en que había pasado sus últimos días John Keats. Entre sus clientes abundaban las millonarias histéricas. Él prefería recoger y cuidar animales maltratados, como el mono Billy, gran aficionado al whisky, y Minerva, una lechucita que encontró en Campagna con un ala rota, medio muerta de hambre. Curada, varias veces trató de dejarla en libertad, pero ella volvía siempre a posarse en su hombro. Desde entonces permanecía en la alcándara, en un rincón del comedor, mirándole con sus grandes ojos dorados. Una de las enfermas se volvió tan celosa de la lechuza que un día quiso asesinarla con un ratón muerto lleno de arsénico. Pero la sabia Minerva, después de arrancarle la cabeza de un picotazo, se negó a comerlo.


Axel Munthe amó, sobre todo, dos lugares en el mundo: aquel risco de Anacrapi con su derruida capilla de San Michele, convertida poco a poco en la casa de sus sueños, y este rincón romano, que más tenía para él de jardín que de cementerio: “Lucen las camelias su triste pompa entre laureles y madreselvas, florece el mirto, y los rosales trenzan sus guirnaldas por los troncos de los cipreses. Lirios y narcisos sobresalen entre la alta hierba, y por encima canta el mirlo un melancólico adiós al día”.
También a Baudelaire, que no lo conoció, le habría gustado este herético oasis con sus gatos amigos que se acercan y nos guían por un laberinto de muertos ilustres y anónimas desdichas que hace tiempo han dejado de sangrar. ¿Quiénes fueron Temistocle Miliadis y Angelica Miliadis, uno nacido en Nápoles, la otra en Tesalónica?
No lo sé, quizá sea preferible no saberlo. La vida es una red de triviales miserias, y por eso resulta preferible la ceniza que está hecha de olvido. Quizá por eso mismo yo prefiero, a cualquier lugar del mundo, este lugar fuera del mundo.

domingo, 19 de julio de 2009

La mañana



Llegar a una ciudad donde nadie me espera,
donde todo me espera con colores no usados.
Una ciudad sin nombre que es todas las ciudades
con su río muy lento, sus fastuosos puentes,
la estación que retumba como una catedral,
cafés en cada esquina bulliciosa,
el puerto de las largas travesías,
el tren chirriante en la laguna,
los adolescentes frente a St Etienne,
su parloteo soñador,
el sol madrugador en las terrazas
y el mar resplandeciente bajo un cielo narciso.



Qué bien se saben todos su papel,
los escolares que se pierden en el parque,
el minucioso oficinista, el vendedor de alfombras,
esa mujer tan sola que pasea
su distante hermosura,
los enamorados que arman el paraíso
en un rincón cualquiera, resplandor en la hierba,
las calles que se contonean,
caserones de fresco zaguán
y hondo silencio dieciochesco.



Todo caricia, todo invitación,
aquí estaba la vida mientras tú en otra parte
masticabas una vez y otra vez
la intragable papilla de los días.
Palpita la ciudad desde lo alto,
reconoces las torres y las cúpulas,
el manchón verde de Villa Borghese
y el largo puente naranja sobre el Tajo,
en la plaza de la Sorbona
al lento sol de la mañana
una muchacha lee a los presocráticos
y alza los ojos para verte sonreír
a los adolescentes de St Etienne
que ofrecen la manzana
de su ambigua hermosura
a todos y a ninguno,
y tú muerdes con delicia
la manzana de la ciudad,
su pulpa de perpetuo domingo,
de infancia recobrada,
de teatrillo de titiriteros.



Subes a lo alto de la fortaleza
y sobre los tejados de Alfama o las aguas del golfo,
al fondo la abrupta esmeralda de Capri,
vas dejando caer las tristezas antiguas
y quedas para siempre
desnudo, joven, invulnerable.
La primera mañana en la ciudad
que primero anduviste en sueños,
que antes de ser verdad fue tinta y fue papel,
versos de Baudelaire o de Pessoa,
fotografías sepia,
acariciada fantasmagoría.
La primera mañana en la ciudad,
desconocido entre desconocidos,
Adán de ingenuos ojos
que no se cansa de mirar
un reluciente paraíso,
la primera mañana del mundo.

jueves, 16 de julio de 2009

Cantar de amigo

Sí, como todo el mundo, yo también estuve en Coimbra y siempre que puedo paso de nuevo por allí para emborracharme de melancolía.
Fue en Coimbra donde Eça de Queirós, en el atrio de la Sé Velha se encontró con el mismísimo demonio, un diablo con lentes, con cartera de doctor y sin rabo, que le hizo la oferta que luego contaría en El Mandarín: si con un gesto trivial, por ejemplo tocar una campanilla, muere alguien muy rico a quien no conoces y te deja heredero de toda su fortuna, ¿tocarías esa campanilla?
Fue en Coimbra donde Antero de Quental un día de tormenta subió a una colina, sacó su reloj y con voz firme dijo: “Dios, si existes, te doy cinco minutos para que me lo demuestres enviando un rayo que me destruya”. Pasaron cinco minutos y no pasó nada. Dios, desdeñoso, no quiso tomarse la molestia de hacer lo que el propio Antero haría de un pistoletazo poco tiempo después.
Fue en Coimbra donde un adolescente enamorado, Eugénio de Andrade, encontró el lenguaje de la felicidad: “solo tus manos traen los frutos”.
Sí, yo también estuve en Coimbra y probé de esos frutos. Algo de su sabor me queda todavía en la boca.


Anochece en la colina de la Universidad. Poco a poco ha ido cesando el bullicio estudiantil y ya solo hay lugar para los fantasmas. He subido la escalera monumental y me he detenido frente a la estatua del rey Dom Dinis, un mamotreto que no parece adecuado para quien escribió: “Ai flores, ai flores do verde pino, / si sabedes novas do meu amigo? / Ai Deus, e u é?”
Construir estos edificios que empequeñecen la gracia de la vieja Universidad supuso destruir un ruedo de casucas medievales, como aquella en que vivía Eugénio de Castro, el poeta amigo de Unamuno, al que sacaron con piadoso engaño de su casa y que murió de pena al saber que nunca volvería a ella.
Sí, todo el mundo estuvo en Coimbra, salvo Fernando Pessoa, aunque fue precisamente aquí donde tuvo lugar el comienzo de su gloria. Cuando no era más que un borroso oficinista que perdía su tiempo en los cafés lisboetas, un grupo de inquietos estudiantes supo ver en él al Maestro con mayúscula, al Gran Maestre de la masonería de la modernidad.


Sí, yo también estuve en Coimbra y al pie de la estatua del rey dom Dinis aguardé muchas veces mi ración de felicidad. Mientras esperaba, me repetía los versos del cantar de amigo: “Ai flores, ai flores do verde ramo / si sabedes novas do meu amado”.
Las ascuas del crepúsculo brillan todavía detrás de la torre, sobre la Porta Férrea y la Vía Latina. Como entonces, junto a la estatua del rey, espero. ¿A quién? Al que yo fui hace treinta años que ahora sube apresurado y jadeante la escalera monumental y que pasará a mi lado sin siquiera reconocerme.Sí, yo también estuve en Coimbra y a veces pienso que sigo estando allí contigo, que nunca he estado en ningún otro lugar.

sábado, 11 de julio de 2009

Paisajes con firma: Las horas claras

Paseaba yo por los jardines del museo olímpico, en Lausanne, interesándome menos en las obras de arte dispersas acá y allá que en las cambiantes vistas sobre el lago, cuando oí que una mujer de cierta edad le decía a su marido: “No respetan nada”. Efectivamente, algún gamberro se había entretenido en garabatear el gran muro blanco que cerraba la terraza a la derecha. A mi me pareció que aquel arte espontáneo no desentonaba del arte oficial. Me acerqué y algo me llamó la atención: una placa metálica en el suelo. Pude comprobar entonces que aquello no era una pintada. Era una obra de arte más: era un Tapies.


“El artista nunca ha tenido manos” tituló Nanni Menetti un llamativo artículo publicado en la revista de Franco Maria Ricci. No solo el artista contemporáneo, a la manera de Marcel Duchamp y sus ready-made, sino cualquier artista. Es la firma, es la intención de hacer arte lo que hace la obra de arte. El resto es artesanía.
Algo más allá me encuentro una escultura de arena dedicada al héroe efímero. Casi todos los días hay que retocarla y a veces, cuando cae una imprevista tormenta, rehacerla por completo. Quien lo hace es un buen profesional, pero no un artista: artista es solo quien tuvo la idea, consiguió que fuera aceptada (precisamente porque era un artista, no un artesano) y puso la firma.
Paseo luego por el Quai de Belgique, admirando la belleza tranquila del agua y del cielo, y a la cabeza me viene un verso de Baudelaire: “lujo, calma y voluptuosidad”. No necesita firma para que yo lo admire como una obra de arte, pienso. Pero de pronto me doy cuenta de que sí la hay, y no una sino varias firmas: están apoyadas en el muro, junto a una foto de Winston Churchill en este mismo lugar. “Les têtes couronnées et hôtes célèbres de l’hôtel Beau-Rivage Palace”, se titula la inscripción.


Este paseo a la orilla del lago no es un paseo cualquiera: Charles Chaplin estuvo aquí, y Gregory Peck y Grace Nelly y los duques de Windsor y el rey Leka de Albania y el maharadjah de Baroda y otros personajes de la mitología del gran mundo. Su belleza, un tanto convencional y acuarelada esta llena de historia y de fantasmas.


La naturaleza es en estos parajes otro artificio. Es el gesto que señala, que subraya, lo que convierte un fragmento del heteróclito caos del mundo en algo digno de ser mirado con atención, de ser admirado.
Necesita firma el paisaje, no le basta con su grandiosidad o su pintoresquismo. Por eso siempre las guías copian las líneas, a menudo insustanciales, que un nombre prestigioso le ha dedicado. Mientras camino por el puerto de Ouchy, recuerdo un pasaje de las Confesiones de Rousseau: “El aspecto del lago Leman y de sus admirables orillas tuvo siempre a mis ojos un atractivo particular que no sabría explicarme y que consiste no solo en la belleza del espectáculo, sino en un no sé qué que me conmueve y enternece. Cada vez que me aproximo a él, experimento una sensación compuesta del recuerdo de los muchos viajes de recreo que hice durante mi infancia y me parece que de alguna otra cosa más secreta y todavía más viva. Cuando el ardiente deseo de una vida feliz y dulce que huye de mí y para la cual he nacido viene a inflamar mi imaginación, siempre me la represento a orillas del agua, en medio de campiñas deliciosas. No puedo prescindir de un huerto junto a este lago, de un amigo cierto, una mujer amable, tres o cuatro vacas y una barquilla. No gozaré de una felicidad verdadera en este mundo hasta que no tenga todo esto”.
Si lo tuviera, tampoco sería feliz. Pero yo lo soy ahora, en esta mañana de julio solitaria y fresca, acercándome a la escultura metálica de mi paisano Ángel Duarte para admirar a través de sus óculos la arboleda, los montes cercanos, el cambiante cielo.


En el siglo XIX un funicular enlazaba el pueblo marinero de Ouchy con la villa de Lausanne, medievalmente encaramada en una alta colina y rodeada de dos ríos, el Louve y el Flon. Ahora un tren subterráneo lleva hasta allí. Desciendo en la plaza de Europa, una rara plaza hundida que siempre me había fascinado cuando la contemplaba desde los puentes que la cruzan. Ninguna ciudad tiene una plaza como esta, que parece al fondo de un pozo. El rascacielos de Bel-Air, el único de Lausanne, se eleva al borde para acentuar su profundidad.
Es la mirada del artista lo que convierte a una cosa cualquiera en una obra de arte, es la costumbre lo que convierte para mí el mundo en un lugar habitable. Nunca hago nada por primera vez, si puedo evitarlo. Quien llega inicialmente a cualquier lugar es un explorador que, en mi nombre, abre caminos, establece rutinas. Yo solo llego por primera vez a un sitio cuando vuelvo a él.
Mi rutina en Lausanne es cruzar el Grand-Pont, admirar la neogótica Maison Mercier, que yo me imagino siempre escenario de mil historias, la plaza hundida, la silueta gótica de la catedral, allá en lo alto, y en la plaza de San Francisco, al final del puente, sentarme en el Starbuck que hay frente a la iglesia.
Disfruto una vez más de aquel apacible rincón, del contraste entre la iglesia medieval, que durante siglos marcó el límite de la ciudad, y los aparatosos edificios de principios del siglo XX que parecen querer impedir que el caserío se derrame de cualquier manera hacia el lago. Suena entonces el teléfono. Se trata de una entrevista periodística sobre poesía asturiana para la radio autonómica. La entrevista es en directo y yo respondo las vaguedades habituales. Una observación trivial del periodista (“Es usted el único escritor que colabora a la vez en dos periódicos enfrentados”) y yo suelto de pronto toda mi irritación contra el periódico con el que he colaborado durante más de veinte años. A mí mismo me sorprende el énfasis de mis palabras. Es como una de esas peleas matrimoniales en las que de pronto, por un motivo trivial, reaparecen hasta las más minúsculas y remotas ofensas.
Cuando cuelgo el teléfono, me siento un poco avergonzado. Menos mal que estaba algo apartado de los demás clientes, y que no grité en exceso. Está visto que vaya uno donde vaya siempre lleva consigo sus rencillas aldeanas y sus pequeñas vanidades.
Sigo mi camino, sigo mis rutinas en esta clara mañana que es también una obra de arte, que tiene un plan, una firma de artista, y un marco: el viaje en tren desde Ginebra.
Otro puente, mi favorito, el Pont-Bessières, y otra vez, pero más cerca, sobre su armazón metálica la filigrana de la catedral. Los ríos que debían cruzar estos puentes han desaparecido. Sus cauces los ocupan calles anchas y sombrías, como de industriosos extrarradios. Yo las miro desde lo alto, sin atreverme a descender a ellas. Esta vez, por primera vez, he pisado la plaza de Europa. Poco tiempo, solo el necesario para encontrar una librería y ascender por ella hasta lo alto del Grand-Pont.
Me gustan las asociaciones imprevistas. El pórtico policromado de la catedral me lleva hasta Laguardia, en la Rioja alavesa, y a la iglesia de Santa María, que también conserva el color en sus esculturas. Y el recuerdo de Laguardia me trae el de Baroja, que en esa villa amurallada inicia las aventuras de Avinareta, y sus comentarios sobre los lagos suizos, que el compara con un poema de Lamartine, “El lago”, el más perfecto de los lugares comunes. Así como en los versos de Lamartine no choca ni una idea, ni una frase, no hay nada nuevo ni raro ni inarmónico, tampoco en los lagos suizos hay nada que se salga del guión: el agua, azul transparente; los montes de alrededor, blancos de nieve; las velas latinas de las barcas, las gaviotas de las orillas…
Desde la plaza de la catedral, contemplo resplandeciente el lago tras los irregulares tejados y la torre de San Francisco. “Es posible que nada se salga del guión”, le respondo al cascarrabias de Baroja, “pero ¿qué importa eso si el guión es excelente?”
Cité-Devant y Cité-Derrière se llaman, precisa y hermosamente, las dos calles que llevan de la catedral al castillo. El reloj de sol de su fachada tiene una inscripción no menos precisamente hermosa: “Je ne marque que les heures claires”.
Entro en una librería de viejo, compro el Obermann, de Senancour, tan citado por Unamuno, y al bajar hacia la estación me encuentro con un panel minuciosamente garabateado. ¿Será una obra de arte? Busco en algún lugar la firma, pero no la encuentro. Le hago una foto y soy yo, con mi gesto, quien lo convierte en una obra de arte. Buena o mala, esa es otra cuestión.
Subo al tren, pongo fin a las horas claras de esta mañana en Lausanne. Firmo y las guardo en mi memoria, que de todos los museos del mundo es el que yo prefiero, el único que no contiene ni una sola obra que no sea importante en la historia de mi vida.

jueves, 9 de julio de 2009

Borges, Calvino y un experimento

Hay quien dice que no se puede vivir sin leer. Hasta hace poco yo pensaba lo mismo. Pero se puede. Lo acabo de comprobar.
Me gusta viajar sin libros. En realidad, apenas viajo. Solo me desplazo de un rincón a otro de mi biblioteca y en cualquiera de ellos encuentro, bien a la vista, tentadoras ofertas.
Como quien va al mercado y compra la apetitosa fruta fresca que ha de servir a mediodía o en la merienda, así yo cuando llego a una ciudad entro en las más apetitosas librerías que me salen al paso y compro los libros que he de mordisquear en la terraza de un café, saborear por la noche antes de que llegue el sueño.
La primera vez que estuve en París mi sorpresa mayor fue que allí había librerías abiertas a las doce de la noche, incluso los domingos. En España, por entonces, los domingos había que comer el pan duro del día anterior.
¿Quién me iba a mí a decir que la abierta Ginebra tenía algo en común con aquella España cejijunta? Llego el sábado al atardecer y al día siguiente me encuentro con todas las librerías cerradas y ni siquiera un mercadillo callejero. Me preocupa un poco, no en exceso. También la ciudad es un libro que se puede leer y yo comienzo a hacerlo muy temprano. Mi primera visita es para un buen amigo al que me sé de memoria: “No sé de quién recuerdo mi pasado, / de cual de los que fui, del ginebrino / que labró algún hexámetro latino / que los lustrales años han borrado”.
Salgo temprano del hotel, muy cerca de la estación de Cornavin, camino al azar por las calles desiertas y llego hasta el río. Cruzo uno de los puentes sobre el Ródano y en seguida me encuentro con una plaza, a uno de cuyos lados se alza una silueta inconfundible: la sinagoga y al otro, al fondo de la calle, una arboleda. Sí, es el cementerio de Plainpalais y allí me espera Borges.


No hay nadie en aquel recinto ajardinado, al que parecen asomarse curiosas las casas cercanas, como en el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires, pero aquí no hay pretenciosos monumentos funerarios. Tardo en dar con Borges, aunque su piedra sepulcral la he visto reproducida infinitas veces. Entre la hierba verde, bajo hermosos árboles, quiere pasar inadvertida. Muy cerca hay otra tumba aún más discreta. En la pequeña y tosca piedra, qué lejos mármoles y oros, solo dos iniciales: J C. Tardo en caer en la cuenta de que se trata de Jean Calvino, que sigue dando en la muerte la misma lección de austeridad que dio en la vida (pienso en las elefantiásicas tumbas de los papas a los que se enfrentó).
¿De qué hablarán el escritor y el teólogo tan cerca uno del otro, en este apacible lugar? Recuerdo una fotografía del libro Atlas en la que Borges está sentado frente al Muro de los Reformadores y parece dialogar con un inmenso Calvino.
Yo paso media mañana sentado en un banco, cerca de ambos, sin pensar en nada, escuchando aislados gorjeos, contemplando a algún gorrión que se posa sobre las tumbas del uno o del otro y luego se acerca a mí como si quisiera susurrarme algún secreto.
Entre Calvino y Borges hay tres historiadas lápidas. Me acerco con curiosidad. La del centro es la tumba de Leo Ferrero Lombroso, que nació en Turín y murió en Santa Fe, Nuevo México. A la derecha está la de su padre, a la izquierda la de su madre, que le sobrevivieron. Leo murió a los treinta años, en accidente de automóvil, y la inscripción de la lápida parece resumir su idea del paraíso: “Una mujer que me quiera, un poco de música, mucho silencio”.


Silencio es lo único que no te ha de faltar, pienso yo, mientras los ojos se me llenan de lágrimas.
Busco luego el Muro de los Reformadores, en la Promenade des Bastions, para charlar un rato, como antaño Borges, con el calumniado Calvino. Pero se celebran los quinientos años de su nacimiento y frente a las esculturas, que sirven de fondo al escenario, han levantado un graderío metálico: todas las tardes se representa allí una pieza teatral sobre Calvino y su época, Ginebra en llamas.


Dejo que el azar siga guiándome en este día sin libros, fatigo las callejas montañosas de la Vieille Ville, escucho las campanas y las fuentes, una lápida señala la casa en que nació Rousseau y yo recuerdo con una sonrisa el comienzo de sus Confesiones. Dice que quiere mostrar un hombre con toda la verdad de la naturaleza y que ese hombre será él. Y lo primero que cuenta es una bonita mentira sobre una doble boda celebrada el mismo día entre sus padres y entre la hermana de su padre y el hermano de su madre. “No es exacto”, informa la nota de la edición que yo leí. Pero no siempre la verdad de los documentos vale más que la verdad de la memoria.
A partir de cierta edad es imposible estar solo: vaya uno donde vaya lleva consigo un mundo de fantasmas. Deambulo por calles y por plazas sin miedo a equivocarme; si me pierdo, en seguida alza el lago su inmenso dedo de agua para indicarme el camino.
De vez en cuando, me siento en la terraza de un café y compenso la falta de libros con un poco de música. ¿Qué tal suena Andreas Scholl en la plaza del Bourg-de-Four? Pues casi tan maravillosamente como la fuente dieciochesca entre el apacible rumor de las conversaciones.


Trato luego de subir a la torre de la catedral. Pero no es posible porque hay una solemne ceremonia religiosa. Como este es un domingo como los de mi interminable infancia, con todo cerrado (yo era de esos niños que se aburren si no hay escuela), decido hacer lo que hacía entonces: ir a misa. Hoy predica Henry Orombi, arzobispo de Uganda. Me conmueve el canto de los himnos. Recuerdo que una de las reformas de Calvino consistía en que el canto en la iglesia fuera claro y distinto, sin murmullos ni borrosos latines.
Mi infancia fue contrarreformista y eso añade un componente de transgresión a esta inocente ocupación de un domingo sin libros. Muchas veces me he referido a aquella vez en que unos predicadores fueron casa por casa, en Aldeanueva, tratando de vender la Biblia. No creo que vendieran ninguna, pero luego pasó, también casa por casa, una pareja de la guardia civil con orden de requisar los ejemplares que pudieran haberse comprado. “¿Pero la Biblia no es un libro sagrado?”, pregunté yo tras aquella asustadora visita. “Sí, pero esta era la Biblia del demonio, la Biblia protestante”, me respondieron.
Sonrío y pienso en lo raro de este domingo sin libros en que comienzo visitando la tumba de Calvino y acabo asistiendo a una ceremonia religiosa en su honor. Más tarde, en el auditorio en que él predicó y en el que John Knox tradujo por primera vez la Biblia al inglés, escucho cantar los salmos a un coro con las más hermosas voces del mundo. Y vuelven a llenárseme los ojos de lágrimas, como en el cementerio ante la tumba de Leo Ferrero Lombroso. Dios existe en la música, sí, como decía Ángel González, y también cuando alguien nos ama y en el silencio.
Dios existe y habita en el mismo lugar en el que ahora dialogan Borges y Calvino, interrumpidos a veces por un iracundo Miguel Servet: en ninguna parte que no sea la memoria de los hombres.
Entre las calles que se entrecruzan laboriosamente, de pronto la sorpresa de una colina arbolada. Como este Promontorio del Pino, donde junto al alto pino, entre la fronda, dos mujeres avanzan majestuosamente. Me acerco y leo: se trata de un homenaje a Ferdinand Hodler, el pintor de los lagos y de las figuras que danzan y de la agonía de la mujer que amaba: murió de cáncer y él fue dejando, casi día a día, constancia de su deterioro. Pero mejor no pensar en cosas tristes, en todo lo que más pronto o más tarde se nos ha de echar encima.
Después de cenar, paseo por la orilla del lago, siempre con bullicio de fiesta. No me decido a utilizar los baños turcos, les Bains des Pâquis, pero camino por el estrecho espigón que lleva hasta el faro. Todavía hay gente que se baña, conviviendo pacíficamente con los patos y otras aves marinas. Anochece sigilosamente. Detrás de las montañas asoma una inmensa y dorada luna. Las ascuas del crepúsculo se van apagando sin prisa sobre los aguas. Se está bien aquí, en medio del lago, con la ciudad toda entera en torno mío. Soy de los últimos en regresar.


En el hotel, antes de dormirme, escucho el silencio y la música de mis pensamientos, luego dejo constancia –como cada día, desde que me acerco a los sesenta-- de mi aprendizaje del día. Sí, todavía aprendo. Hoy he aprendido que es perfectamente posible no leer y sobrevivir. Al menos durante veinticuatro horas.

domingo, 5 de julio de 2009

Lecturas y lugares: Siempre de paso

Me gustaría vivir en el mar, estar siempre de paso. Tocar puerto al amanecer, partir a la puesta del sol. Que la mayor parte de mis días transcurran lejos de todo, en medio del océano, a merced del viento, los caprichos del motor, el temporal imprevisto.


Ha sonado insistente la sirena del Sovereing, pero pocos han subido a cubierta. La mayoría del pasaje, que se ha acostado tarde, prefiere seguir durmiendo. No viajan, se desplazan en la ciudad flotante con sus rutinas de perpetuo fin de semana. En cubierta estamos solos el Vesubio y yo.
A la memoria me viene la “odorata ginestra”, la olorosa remata que cantó Leopardi. En una villa de la ladera del volcán pasó los últimos días. Por esos desolados lugares que viste de oscuro “la dura y ondulante lava” le gustaba pasear a solas y, de noche, asomado a la ventana, contemplar el resplandor de las estrellas y su reflejo en el mar lejano.
Cuando ya estaba muy enfermo, su amigo Antonio Ranieri fue a Recanati a hablar con la familia. A la puerta del palacio se encontró con el conde Monaldo, el padre del poeta: “Señor conde, soy un amigo de su hijo Giacomo…”, “Lo siento, pero tengo que ir a misa a San Agustín”. La gente de bien, y sus familiares lo eran, no quería saber nada con el réprobo que había dado en la funesta manía de pensar y poner en cuestión las verdades sagradas.


Amanece en la más hermosa bahía del mundo. Los primeros rayos del sol, que aún se esconde tras el monte, iluminan el agua, las mesas solitarias de la cafetería, las grúas del puerto. “Un paraíso habitado por diablos”, afirma un viejo dicho sobre Nápoles. Cuando Leopardi, el hombre más sabio de su tiempo y el más desgraciado, vino aquí a morir, una epidemia de cólera –no era la primera, no sería la última— devastaba la ciudad. Quiso vivir de acuerdo con la filosofía y al final desengañado escribió: “Pretender que la vida sea sabia y filosófica es muestra de escasa filosofía y sabiduría”.
Ya no echa humo la doble cima del volcán, ya no amenaza las rientes villas de sus laderas. Es un venerable gigante dormido, no sabemos hasta cuándo.
Llego a una ciudad, entro en la biblioteca de mi memoria. El canto de las sirenas y los marineros se entremezcla con las desengañadas estrofas de Leopardi, la sangre y el fango de la Gomorra camorrista con las erudiciones de Benedetto Croce, los versos de Garcilaso a una belleza esquiva con el proverbio popular que habla de “uochie” que son “peggio d’scuppettate”, de miradas que matan.
Me gustaría vivir en el mar, estar siempre de paso. Pero de sobra sé que no hace falta vivir en el mar para estar siempre de paso.

jueves, 2 de julio de 2009

Elogio del turista

Los caminos que más me gusta frecuentar son los que llevan de la realidad a la ficción, de la ficción a la realidad. Venecia no sería Venecia sin los libros que hablan de Venecia, sin los personajes reales o imaginarios que han navegado por sus canales y por nuestros sueños.
La mitad del encanto de las novelas de Donna Leon se debe al escenario en que transcurren, una ciudad que nada quiere tener que ver con la que soñaron Ruskin y Proust, Thomas Mann y Henry James, una secreta Venecia verdadera que trata de seguir con su vida cotidiana al margen de las hordas de turistas.
Toni Sepeda, en un libro escrito sin grandes preocupaciones literarias, Paseos por Venecia, nos hace acompañar al comisario Brunetti en su diario caminar de la prefactura hasta su apartamento cerca del campo San Polo y en las incursiones que por los distintos barrios para resolver los casos que le son encomendados, casos que –salvo quizá en la entrega inicial de la serie— nada tienen que ver con los sofisticados enigmas de la tradicional novela policíaca y mucho con una literatura de denuncia desde una perspectiva ecologista y feminista.
Frente al teatro de La Fenice, donde Brunetti se enfrentó a su primer caso, comienzan estos paseos. El primero nos lleva, por algunas de las plazas más concurridas de Venecia, hasta el mercado de Rialto. En el campo de San Bartolomeo, lugar de encuentro de los venecianos, está una estatua de Goldoni; el teatro que lleva su nombre, y en el que se estrenaron algunas de sus obras, se encuentra muy cerca del campo de San Luca.
Brunetti gusta de su ciudad, pero no de las iglesias y museos que atraen a los turistas; él prefiere los bares y restaurantes tradicionales que poco a poco van desapareciendo. Por ellos nos guía esta guía que, como tantas otras, va destinada especialmente a los turistas que no quieren parecer turistas, o sea, a cualquier turista.


No comparto yo la generalizada animadversión hacia el viajero de paso. Quien está solo unos días en una ciudad ve lo que quien ha vivido toda la vida en ella es incapaz de ver. Muchos venecianos consideran la suya una ciudad especialmente incómoda, no especialmente hermosa. La vida cotidiana requiere allí el doble de esfuerzo que en cualquier otro lugar. Por eso los venecianos sin especial vocación heroica, en cuanto pueden se van a Mestre, a “terra ferma”, donde es posible llevar la vida que lleva todo el mundo. Las calles que más disfrutan quienes viven en la ciudad todo el año son las convencionales avenidas –la Strada Nuova, Via Garibaldi— que construyó Napoleón desecando canales, eliminando pintorescas callejuelas, las únicas donde se puede comprar, pasear, charlar tranquilamente, dejar que los niños correteen.
No tiene demasiada razón Brunetti al abominar del turismo. Si Venecia sigue viva, si no es un montón de ruinas sepultadas por el “acqua alta”, es porque desde finales del siglo XVIII, desde el momento en que desaparece como República independiente, un puñado de extranjeros se enamoraron de ella, la ensalzaron en sus versos y en sus prosas, pasaron allí largas temporadas, impidieron que se derrumbaran sus palacios.
Claro que no todos los enamorados de Venecia se llaman Lord Byron o Peggy Guggenheim, que no todos alquilan un palacio o pasan las noches charlando en el Florian. Existe también el turismo de masas que se aglomera en la plaza de San Marcos y ni siquiera duerme en la ciudad. Pero quien habla de la masificación de Venecia, qué insuficientemente conoce Venecia. Pocos lugares más adecuados para la ensoñación solitaria, en pocas ciudades es posible caminar tanto sin encontrar un alma. Y no solo en los días de invierno, con mal tiempo, con la insidiosa niebla temprana o con noche cerrada y casi la entera ciudad vacía a las seis de la tarde. También en plena temporada, con las calles que rodean San Marcos abarrotadas como pasillos del metro en hora punta, es posible, en apenas cinco minutos, llegar a una placita solitaria donde juegan unos niños y una vacía iglesia de desnudo ladrillo esconde un Tiziano y tres o cuatro Tintorettos.
Hay muchas Venecias en Venecia. Donna Leon subraya la extrañeza de Brunetti en ciertos barrios, en ciertas islas. Para los buenos venecianos, la Giudecca, a pocos minutos de la plaza de San Marcos, está tan lejos como Abisinia; solo se acercan a ella durante la fiesta del Redentor, cruzando el puente de barcas, y allí no ponen el pie más que en el templo de Palladio. El viajero de paso puede así descubrir rincones de Venecia que ignoran la mayoría de sus amigos venecianos.


Donna Leon, por boca de Brunetti, se lamenta de que desparezcan las pequeñas tiendas tradicionales –ultramarinos, mercerías— donde compraba la gente del barrio y de que vayan siendo sustituidas por establecimientos para turistas; especialmente la escandalizan los locales de comida rápida. La profanación máxima para ella está en campo San Luca, donde un viejo palacio ha sido ocupado por una cadena de hamburgueserías y otra de pizzería. Pero con todas las ventanas iluminadas, a las siete de la noche en la invierno, cuando el bullicio de la plaza hace tiempo que ha cesado, cuando cierran las otras tiendas, puedo asegurar que no hay rincón más acogedor para el viajero solitario. Yo he cenado allí a menudo y casi siempre era el único turista. Alguna familia con niños, grupos de adolescentes ruidosos, el italiano alternando con el dialecto véneto… Bastante más fácil resulta encontrarse en aquel local con la Venecia cotidiana que en los restaurantes tradicionales que Donna Leon hace frecuentar a Brunetti. Luego, antes de regresar al hotel, me iba a leer a uno de los gabinetes del Florian. Casi siempre estaba solo, a veces, en otro rincón, un grupo de viejos venecianos hablaba de sus cosas. Sin los turistas que, con buen tiempo, se sientan en la terraza a escuchar a la orquesta, sin los que toman allí un caro café como pretexto para hacerse una foto (y los camareros están tan acostumbrados a retratar parejas que se han convertido en excelentes fotógrafos) el Florian hace tiempo que habría cerrado, como habría cerrado Venecia.


Acompañando a Guido Brunetti nos encontramos con una Venecia no más verdadera que otras aparentemente opuestas. Hay tantas Venecias como enamorados de Venecia. Quien mejor la conoce no es quien más tiempo ha vivido en ella, sino quien más la ha soñado.