jueves, 2 de abril de 2009

En cualquier parte

Siempre me han puesto triste, no sé por qué, las fiestas populares, y aquellas tómbolas y tiovivos que llenaban la plaza de la Compañía, a la sombra del inmenso monasterio y junto al río Cabe, eran especialmente melancólicas, o eso me parecieron a mí. Atravesé la ciudad, subí las polvorientas calles de la judería, llegué hasta la fortaleza. No era muy agradable la perspectiva que me esperaba: beber solo hasta que me entrara el sueño y luego dormir solo, y no eternamente, como a mí me gustaría. No estaba del mejor humor, cierto, pero soy de los que se regodean con su tristeza y la perspectiva de pasarlo tan mal, pero sin ningún motivo concreto, en el fondo me hacía sentirme bien. El hombre es así de complicado.


Me senté en el claustro del parador, un antiguo monasterio, y pedí un whisky. Sobre la mesa dejé el libro que había paseado conmigo, una reciente edición de las Canciones, de António Botto, editadas por Eduardo Pitta, y ese fue el pretexto para que otro solitario, que acababa de bajar de sus habitaciones, comenzara a hablar conmigo. Primero intercambiamos frases triviales –él conocía a “o Eduardo”, yo también: habíamos coincidido en Royemount- y luego la conversación se fue haciendo más íntima. Le acabé confesando la razón por la que estaba en Monforte, que ni siquiera me había atrevido a confesar del todo a mí mismo, y él me contó que recorría Galicia con un amigo, que habían discutido y que pasaba la noche en el parador antes de regresar al día siguiente a Lisboa y luego a Nueva York, donde vivía. También en Nueva York teníamos amigos comunes. Hablamos de ellos, seguimos bebiendo y acabamos contándonos la vida.
---Mi padre era periodista. Trabajaba en el Jornal de Notícias. La mayor aventura de su vida ocurrió en 1937 cuando él tenía veinte años y fue invitado, junto con otros periodistas portugueses y extranjeros, a acompañar al presidente Carmona en un viaje por las colonias portuguesas. Viajaban cuarenta personas en total en un barco de ocho mil toneladas en el que muy bien podían viajar quinientas. Llevaban una excelente orquesta y solían ser más los músicos que los oyentes. A veces, en medio de la noche, sobre la cubierta completamente iluminaba se veía a un hombre solo que fumaba vestido de frac. Mi padre me contó muchas veces ese viaje y yo, de niño, me lo imaginaba como un viaje al paraíso. Fueron recibidos espléndidamente en todas partes, como era de esperar. Lo que más le sorprendió a mi padre fue un almuerzo en plena selva virgen. Para obsequiar al presidente enviado por Salazar (y mi padre creía que Salazar había sido enviado por Dios) se construyó una carretera, luego un comedor al aire libre, entarimado y alfombrado, con árboles gigantescos por paredes, con techo de ramas que apenas si dejaban ver el cielo. En medio de la selva, como en el jardín de un palacio. Manteles impolutos, cristalería transparente, vajilla de plata. Y sigilosos sirvientes con casaca que servían los platos, lo mejor de la cocina portuguesa, como traídos directamente del mejor restaurante de Lisboa. Hubo brindis, discursos. Y al final una orquesta invisible se puso a interpretar a Schubert. El anfitrión, don Federico Carvalho, uno de los más ricos propietarios de las colonias, sonreía complacido, como un mago que muestra sus infinitos poderes. Mi padre tenía veinte años, creía vivir un cuento de hadas. Se hizo muy amigo del periodista alemán, un aventurero rubio y saludable, al que luego, después de la guerra, tuvo algún tiempo escondido en casa, antes de que pudiera escapar a Sudamérica. Siempre soñó con volver a aquel lugar, con volver a ver a aquel héroe que entonces encarnaba para él lo mejor del mundo. No consiguió nunca regresar, pero sí volvió a ver, como ya te dije, al héroe derrotado. Cuando yo fui a Angola, en plena guerra, no parecía el lugar más apropiado para encontrar el paraíso. Pero yo lo intenté. Los sueños de mi padre eran, en buena parte los míos. Allí se convirtieron en una pesadilla. Maté, no me mataron. Lo demás carece de importancia. Pero a pesar de todo, aquel lugar en la selva, con el que tantas veces soñé de niño (le pedía a mi padre que me contara la historia una y otra vez) sigue siendo mi idea del paraíso. A veces sueño que vuelvo a estar allí, en un lugar que no está en ninguna parte. Yo admiraba a mi padre como nunca he vuelto a admirar a nadie. Un día supe que, además de periodista, era informante de la Pide. Varios compañeros del partido fueron detenidos, al parecer por culpa suya. Yo me libré, a mí no quiso entregarme, y en una reunión secreta un grupo de exaltados decidió que había que darle un escarmiento y que yo debía ser quien se ocupara de ello, o ellos se ocuparían de mí. Me encargaron que lo matara y yo acepté el encargo. Éramos unos chiquillos, a pesar de haber estado en la guerra, unos ilusos que creíamos que el carnicero Stalin era mejor que el sacristanesco Salazar. Mi padre me avisó que la policía andaba tras de mí, me escondí unos días y luego me ayudó a pasar a Francia. Él siguió siendo fiel hasta el final. El 27 de abril, con la pistola que me habían entregado para que lo matara, y que había quedado en casa, se pegó un tiro. Tenía la edad que yo tengo ahora. Y es curioso que cuando pienso en él lo que me viene a la cabeza es aquel joven fascinado que cena en medio de la selva con el presidente de la República, mientras escucha a Schubert en un rincón del paraíso tan falso como son todos los rincones del paraíso.
También, casualmente, sonaba Schubert, muy bajito, en el claustro dieciochesco de San Vicente del Pino. Los dos nos quedamos callados, hacía tiempo que habían cerrado el bar, pero ninguno tenía ganas de subir a la habitación. Se estaba bien allí. Casi se oía, bajo la fresca enramada a la que se asomaban las estrellas, entrechocar de copas y las risas felices de la comitiva presidencial.
No muchos meses después el azar me hizo volver a Nueva York. Venía conmigo un amigo que no conocía la ciudad y tuve que acompañarle a las inevitables visitas turísticas, algo que no me desagrada demasiado. Al pasear por Coney Island, un día de lluvia y sol, me vino a la memoria de pronto toda la melancolía de Monforte y el recuerdo del encuentro con Pedro Moura. Como soy hombre de impulsos repentinos, busqué en la cartera la tarjeta que me había dado. La llevaba conmigo. Al hablar con él por teléfono, tuve la impresión de que apenas se acordaba de mí, pero fingió alegrarse y quedamos citados para unos pocos días después, cuando mi amigo ya hubiera regresado a España y yo quedara liberado de mis labores de acompañante y guía.
Pedro Moura era profesor en Columbia y vivía en Riverside Drive, muy cerca de la Universidad, en un historiado edificio que miraba al río. Me invitó a su casa y quedó en esperarme en una cafetería muy cerca de la parada del metro. A mí gustaba mucho aquella parte alta de la ciudad, con sus librerías de viejo y sus locales llenos de estudiantes, sin olvidar claro el recuerdo de Juan Ramón Jiménez que por allí vivió un tiempo y habló de aquellos lugares en el poema “Espacio”.
Nos saludamos un poco distantes, con cierta temerosa timidez. Aquella noche los dos bebimos demasiado y no recordábamos al detalle las confidencias que nos habíamos hecho; parecía como si nos avergonzáramos de aquella momentánea debilidad. Casi me arrepentí de haberle llamado; él seguramente no pensaba volverme a ver. Unas copas, ya en su casa -desde la que se divisaba un paisaje muy neoyorquino de tejados y depósitos de agua y, al fondo, el dibujo en tinta china del puente de Washington-, restableció la cordialidad.


----He encontrado a un nieto de aquel periodista alemán que acompañó a mi padre al viaje a África. Él también oyó hablar muchas veces en su casa de aquel viaje. Vamos a volver juntos en busca de aquel lugar. Ha buscado documentación, casi está seguro del sitio exacto.
Poco después apareció por la casa Friedrich, a quien había invitado para que yo le conociera. Con cerca de treinta años, rubio y atlético, recordaba a los personajes de las películas propagandísticas de Leni Riefenstahl. Me dieron ganas de apuntarme yo también a aquel viaje absurdo en busca de un sueño.
Friedrich hablaba perfectamente español; su familia había vivido largos años en Argentina. Le volví a ver algunas veces. Su carácter contrastaba con su apariencia: era tímido y delicado.
----Mi abuelo me entrenó rudamente desde que yo era pequeño; quería hacer de mí un hombre como él, quizá porque adivinó enseguida que yo era distinto. Creo que, al final, aunque yo nunca me habría atrevido a decirle nada, sospechó mis preferencias eróticas, y eso le amargó los últimos días. También le amargó haber salvado la vida, no haber muerto con los suyos. Sospechaba que, en el fondo, era un cobarde y no quería que yo fuera como él. Nunca se arrepintió de nada ni reconoció haber hecho otra cosa que defender la civilización occidental de la barbarie rusa. Curiosamente, al final, consiguió morir en la guerra, con las armas en la mano, como le habría gustado. Un día, al salir de casa, se encontró, en pleno Nueva York, con las aceras levantadas, tanques en medio de la calle, tiendas saqueadas. Algo le dio un vuelco en la cabeza y volvió a encontrarse en el Berlín de 1945. Regresó a casa en busca de una vieja pistola que guardaba desde entonces. La cuidaba con mimo, a mí me la enseñó más de una vez desde que yo tenía apenas diez años, por supuesto a escondidas y sin que se enteraran mis padres. “Los judíos están en todas partes”, me solía repetir. “Hay que estar siempre alerta”. Y aquel día salió a la calle gritando contra los judíos y los rusos. Disparó un único tiro, con tan mala suerte que hirió a uno de los policías que acudían a detenerle. Murió con una sonrisa, dando vivas a Hitler.
----Yo leí la noticia en un periódico sensacionalista, que la titulaba “Muere el último nazi”. Pude haber sido testigo de ella. Unos días antes pasé por esas mismas calles preparadas para rodar los exteriores de Soy leyenda. Luego vi la película de Hill Smith en un cine de Oviedo y me resultó fascinante pasear por las calle de un Nueva York sin nadie y poco a poco volviendo al estado de naturaleza, con la hierba creciendo entre el pavimento y fieras en las calles.


----El apartamento donde yo vivo, en Washington Square, no es tan grande como el del protagonista de la película, pero tiene la misma vista sobre el arco. Cuando quieras, puedes pasar a comprobarlo.
----¿No se enfadará Pedro Moura? ¿Cuándo pensáis hacer el viaje a África?
----Es una vieja obsesión suya. Yo me limito a seguirle la corriente. Pero he recogido mucha documentación de aquel viaje. Entre ella, un libro de un periodista español, Francisco de Cossío, que también estuvo allí y lo contó en África. Impresiones de un viaje presidencial, publicado en 1938. Lo compré en la Strand por diez dólares. Me emocionó encontrarme con que habla de mi abuelo cuando era más joven de lo que yo soy ahora. Lo presenta como un joven simpático y atolondrado, como uno de esos periodistas del cine, siempre llegando tarde a todas partes, siempre a punto de perder el barco. Incluso en el momento solemne de la partida tiró por la borda un carrete de fotografías para que lo revelasen y lo enviaran a su periódico.
Más de una vez estuve luego en el apartamento de Friedrich y allí pude ver fotocopias de los periódicos de la época sobre el viaje del Ángola, que así se llamaba el barco, y buscar en el libro de Cossío las líneas que hablaban del periodista alemán: “Muy rubio, casi rojo, es como un chico mayor, de estos que se han quedado en el colegio un poco retrasados, pero que juegan con los pequeños. Por la noche, el frac le da una seriedad inusitada; pero a veces se olvida de que está de frac y se mueve y acciona como si vistiese una camisa de deporte. Es maestro en mímica y, sobre todo, en exclamaciones. Con una sola exclamación dice cuanto tiene que decir. Eck es un hombre que se entera de todo a fuerza de exclamaciones. En la fiesta se portó bien. Hizo un discurso en alemán, y lo preparó con la misma seriedad que si todos lo fueran a entender. ¿Qué impresión le producirán a Eck, tan rubicundo y tan propenso a ruborizarse, los negros?”
Las primeras veces me encontré con Friedrich en el Pier 17, en el mismo lugar en que el protagonista de Soy leyenda, frente a un destruido puente de Brooklyn, espera la llegada de algún superviviente en aquella Nueva York evacuada y llena de alimañas. Comíamos allí –el profesor Moura detestaba aquel lugar bullicioso, siempre con aire de berbena- y charlábamos agradablemente de cosas sin importancia, en las terrazas que miraban al río, mientras se acercaba el día en que yo tendría que volver a España. A la vuelta, siempre entrábamos un rato en la librería Strand, de Fulton Street. Casi nunca comprábamos nada, pero nos gustaba hojear los libros, leer algunos versos de acá y de allá. Recuerdo que el último día, que yo no sabía que iba a ser el último, me vino a la memoria un epigrama de Ernesto Cardenal: “Si tú estás en Nueva York, / en Nueva York no hay nadie más. / Si tú no estás en Nueva York, / en Nueva York no hay nadie”.


Dejó de acudir a las citas, dejó de responder al teléfono –nunca supe la razón, pero la sospeché: tampoco Pedro Moura respondía al teléfono- una semana antes de que yo regresara a Oviedo. Una semana que no me gusta recordar. Cuando vuelvo a ver Soy leyenda es a mí mismo a quien veo paseando desesperado por una amenazadora ciudad sin nadie.
Quizá tuvo que marchar antes de lo previsto a África, sin tiempo para avisarme, en busca de un paraíso que no está en ninguna parte. O que puede estar en cualquiera, lo mismo en Nueva York que en Monforte de Lemos, igual que ocurre con el infierno.

1 comentario:

  1. Hermosa
    prosa luminosa,
    más que tu perverso verso,
    rosa olorosa,
    estro.

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