miércoles, 25 de marzo de 2009

Café con libros: Carretera y manta

MARCOS.— ¿Dónde escribió Pessoa que el mundo es más hondo que extenso? Antes lo citabas mucho, cuando decías que no te gustaba viajar.

MARTÍN.— Pessoa creía que los viajes eran para gente sin imaginación. A mí lo que me gusta no es ya no salir de casa, sino no salir de mi biblioteca. Lo que pasa es que, cuando uno crece, la casa y la biblioteca se van haciendo más grandes. Pero la naturaleza me dice poco. Del gran libro del mundo prefiero las páginas que han sido escritas por el hombre.

ALMUZARA.— Unamuno decía que viajar en tren o en coche no es propiamente viajar, que quien no es capaz de soportar “unas horas de diligencia, de carro, a caballo, en burro o a pie” nunca podrá conocer el mundo.


MARTÍN.— A Unamuno lo he tenido como guía constante en este último viaje que he hecho por los estantes de mi biblioteca. Comenzó en Urueña, una villa medieval encaramada sobre un cerro en la paramera castellana. Encerrada entre sus murallas, está llena de tesoros: libros, música y silencio. En la más antigua de sus librerías, Alcaraván, compré, como no podía ser de otra manera, un libro sobre libros de Anne Fadiman, y Carretera y manta, de Manuel Vicente González, un viaje por rincones perdidos de la frontera entre Badajoz y el Alentejo como los que le gustaban a Unamuno.

HERME.— Ex Libris, de Anne Fadiman, no es ninguna novedad. Yo lo leí hace tiempo. Se titula “Confesiones de una lectora” y me pareció fascinante. Los libros que hemos leído forman parte de nuestra biografía, los volúmenes concretos, con su olor y su color, y el lugar en que los leímos. Hay a quien no le gustan los libros viejos, los libros usados, a mí me encantan. El nombre de un antiguo poseedor, sus anotaciones en los márgenes, una postal o un billete de tranvía que se dejó olvidado entre sus páginas para mí constituyen auténticos tesoros. Le añaden otra historia, que yo puedo soñar a mi manera, a la historia que cuenta el libro.

ALFONSO.— Tampoco es novedad Carretera y manta. Yo también, cuando vivía en Madrid, una semana que tuve libre quise imitar esas andanzas por ventas y castillos al margen del tiempo. Pero me cansé pronto. Fui tan poco aventurero que solo llegué hasta Elvas. Al lado mismo de Badajoz, está siempre llena de turistas de paso, pero no importa. Españoles y portugueses se mueven a ritmos distintos, son como dos mundos que no acaban de mezclarse del todo. Subí al castillo, paseé por sus estrechas calles, me senté a tomar un café en la plaza de la República, dejé pasar tranquilamente las horas y decidí que allí acababa mi viaje. Busqué un hotel con ventanas que daban a la misma plaza y me quedé la semana entera. Fue, claro, antes de que naciera Ernesto.

MARTÍN.— Demasiada tranquilidad para mi gusto. Yo estuve unas horas en Urueña, paseé por sus calles acompañado del fresco viento, subí a la muralla, me emborraché de monotonía y tome el camino de Arévalo, de Peñaranda de Bracamonte, de Madrigal de las Altas Torres, de esos nombres que resuenan en la historia que aprendimos de niño y que parecen hechos solo de ensoñación y literatura.


HERME.— Me han contado que en Arévalo se comen los mejores cochinillos.

MARTÍN.— De Arévalo me gustaron sus plazas y sus soportales. La plaza del Real, con un verde quiosco modernista y un busto de Eulogio Florentino Sanz, la plaza de la Villa, la más hermosa, con las dos torres de San Martín y el ábside mudéjar de Santa María la Mayor, y el recuerdo de quienes se pasearon por sus calles en el revuelto siglo XV: el desdichado Enrique de Trastámara, la ambiciosa y usurpadora princesa Isabel, el rey sin reino Alfonso XII... En el cercano Madrigal de las Altas Torres, un pueblo que lo único bonito que tiene es el nombre, hay un monumento a Isabel la Católica, que allí nació, donde se la considera “fundadora de España”.

ALMUZARA.— El nacionalismo, cualquier nacionalismo, necesita de mitos y de cuentos. El azar de la historia hizo lo que llamamos España, el azar de la historia la hace y la rehace continuamente. Y el mundo ni se enturbia ni se acaba.

HERME.— Mejor no entrar en política. Con la historia en la mano se puede probar cualquier cosa. Los hombres hacen lo que más les conviene, las sociedades se unen o se desunen, y luego buscan justificaciones en la historia.

MARTÍN.— Nunca había estado en Yuste. Es un hermoso lugar, ciertamente. Pero un lugar remoto, perdido, de difícil acceso hasta casi ayer mismo. ¿Qué llevó al emperador a morir allí? A la entrada del palacio, que no es tal, sino unas pocas habitaciones adosadas al monasterio, en las que lo único hermoso es la vista, hay una copia de “La vida retirada”, de Fray Luis de León. Pero ¿no tenía otros lugares Carlos V para huir del mundanal ruido que aquel perdido lugarejo que no conocía y al que se tardaba en llegar, desde Laredo, donde desembarcó tras su abdicación, casi dos meses? Y encima, cuando se acercaba, le avisaron que aún no estaban listas sus habitaciones, y tuvo que quedarse largo tiempo a la espera en el palacio de los condes de Oropesa, en Jarandilla.

ALFONSO.— Quizá su retiro fue, en realidad, un destierro ordenado por su hijo, el cauteloso Felipe II. En aquella familia de usurpadores nadie se fiaba de nadie. La bisabuela, Isabel la Católica, le había robado el trono a su sobrina, la Beltraneja; a la abuela, Juana I de Castilla, le había quitado el trono su propio hijo, el emperador Carlos (y como a los disidentes soviéticos la había recluido en un psiquiátrico). Felipe II, que mandó matar a su propio hijo, el príncipe don Carlos, no se fiaba demasiado de la abdicación de su padre. Por eso le mandó lejos y a un lugar insalubre, para que muriera pronto. Pero aún tuvo tiempo de reconocer a otro hijo, don Juan de Austria, del que Felipe II siempre tuvo celos.


MARCOS.— Qué imaginación.

ALFONSO.— Hay que tener en cuenta además que Carlos V no murió de gota, que era de lo que estaba enfermo, sino de paludismo, una enfermedad endémica en la zona. No desapareció hasta bien entrado el siglo XX.


MARTÍN.— Toda aquella zona de la Vera es, como decía Unamuno, “una delicia de fresco verdor”. Qué transparente el agua de las gargantas rocosas que bajan de la alta sierra... Pero lo que más me impresionó de aquel lugar en que la naturaleza y la historia caminan de la mano fue el cementerio alemán de Cuacos, en la bajada del monasterio. Allí están enterrados soldados alemanes que murieron en la primera y en la segunda guerra mundial. Sobre la planicie rodeada de olivos se alza la simetría de las cruces, todas iguales, todas con un nombre y una fecha. Muchos de esos soldados fueron nazis, pero ya no importa. Algunos quizá fueran verdugos, pero de lo que no cabe duda es de que todos fueron víctimas.


MARCOS.— A uno de esos soldados le dedicaste un poema. Creo que en Treinta monedas.

MARTÍN.— Sí, y allí busqué su tumba, la primera a la derecha, con la inscripción ya casi borrada. He vuelvo a releer el poema. “In memoriam Ernst Rduch (1909-1944)” se titula. Dice así: “El azar se ha mostrado generoso conmigo. / Cuando se tambalean los cimientos / de mi mundo y del mundo / y el lodo anega el corazón de Europa, / ¿cabe mejor destino / que no seguir viviendo para verlo?”

ALMUZARA.— Una idea muy tuya. Mejor morir que seguir viviendo y ver el derrumbe de todo aquello por lo que luchamos.

MARTÍN.— De Yuste volví a Aldeanueva, donde la historia se vuelve íntima, y luego a Béjar.


HERME.— ¿Cuánto tiempo estuviste fuera? ¿Una semana?

MARTÍN.— Un día o dos. Soy un lector voraz y veloz. En Aldeanueva del Camino volví a pasear por las calles que me vieron de niño, me acerqué a la escuela, acaricié el tronco de los inmensos olmos, ya secos, que hay ante ella, me acerqué hasta el río Ambroz, al charco del puente donde me bañé tantas veces... Pero nadie se baña dos veces en el mismo río. De mi infancia ya no sé distinguir entre lo que he vivido y lo que he fantaseado. Toda historia es ficción, se reescribe desde el presente, lo mismo la gran historia que la pequeña historia de cada uno.

HERME.— Conozco Béjar, y los alrededores. Qué maravilla Candelario.


MARTÍN
.— Béjar, la ciudad roja del primer tercio del siglo XX, sigue su crisis perpetua. Qué melancolía pasear por su calle mayor, que recorre todo el largo espinazo de la colina en que se encarama. Casas en ruinas, tiendas a la moda de hace medio siglo... Pero también súbitos miradores a la ladera del Castañar y a la azul serranía. Béjar con sus 2.210 encristalados balcones y 144 miradores sigue siendo para mí una ciudad erguida y encantada, la primera que conocí. Como Unamuno, vuelvo siempre que puedo “a aquellas alturas de silencio y libertad, protegidas por el manto de la nieve”. Sus hondos telares, junto al río Cuerpo de Hombre, siguen para siempre laborando al fondo de mis sueños.

2 comentarios:

  1. hola!!!soy bejara y me ha encantado el comentario.Béjar es una gran ciudad,no de tamaño,sino de corazon.la historia que sus calles esconde es maravillosa.Estoy muy orgullosa de ser bejarana y formar parte de ella.Me siento privilegiada.Gracias a esa gente que habla tan bien de un lugar con tanto encanto.

    ResponderEliminar
  2. Puff... Béjar no vale para nada. Gente orgullosa... ¿de qué? Bejar va a pique.

    ResponderEliminar