domingo, 13 de noviembre de 2011

Razón de más: De bosques y pantanos

Sábado, 5 noviembre
EL ANILLO

Aprovecho para cenar un poco entre el segundo y el tercer acto de Sigfrido. A las heroicas fantasías de Wagner le sienta bien el doméstico barullo del centro comercial. Entre bocado y bocado de la pizza, picoteo alguno de los aforismos de El viajero y su sombra: “El hombre que ha dominado sus pasiones ha entrado en posesión del territorio más fecundo, igual que un colono que se ha adueñado de bosques y pantanos”.
Distraído, a gusto conmigo mismo, no me doy cuenta de que alguien se ha detenido a saludarme. Lo hace con tanta familiaridad que finjo reconocerle. “¿Puedo sentarme un momento? Le voy a enseñar una cosa que le sorprenderá”. Y saca un pequeño sobre con un anillo. Yo le miro extrañado, temiendo que quiera vendérmelo. Él sonríe. “¿Qué le parece?”, me dice alzando el anillo con dos dedos. No me parece gran cosa, un vulgar aro que ni siquiera es de oro. “Con este anillo puede conseguir lo que quiera. Por ejemplo, volverse invisible. No tiene más que colocárselo en el dedo anular, como hago yo ahora, darle tres vueltas y desearlo”. En ese momento se acerca mi amiga Caterina con su novio. Cuando vuelvo la cabeza para presentarles a mi acompañante, éste ha desaparecido. Miro extrañado a un lado y a otro. “¿A quién buscas?”. “A un chiflado que quería venderme un anillo”. “Pues nosotros no vimos a nadie”. “Bueno, se habrá marchado sin despedirse”.
            No pensé más en aquel raro encuentro hasta la hora de dormirme. La música de Wagner y los aforismos de Nietzsche me habían quitado el sueño y el buen humor del día se había retirado, como la marea se retira a ciertas horas, dejando al descubierto no limpia arena, sino barro, suciedad y podredumbre. Si fueran verdad las propiedades de aquel anillo, lo primero que le pediría sería un buen sueño sin sueños.
            Pero no tenía el anillo y, para espantar las alimañas que comenzaban a asomar el hocico amenazador desde todas las esquinas, se me ocurrió pensar en lo que haría si me lo hubiera quedado. ¿Volverme invisible? No, ¿para qué? Ya lo soy. ¿Conseguir que siempre que me enamore sea correspondido? Qué fatiga. Ya me he acostumbrado a la indiferencia o al desdén. Un amor para toda la vida me resulta tan poco atractivo como que me obliguen a leer toda la vida el mismo libro. ¿Qué pediría entonces? ¿Ser más joven? ¿Guapo? ¿Rico? En estas tonterías me entretengo. La verdad es que me gusta contarme cuentos. Y fingir que soy feliz. Finjo tan bien que a veces hasta me olvido de que estoy fingiendo. Salvo en las noches de insomnio. Entonces no puedo dejar de pensar en los versos de Brines: “A debida distancia, / cualquier vida es de pena”.


Domingo, 6 de noviembre
ELOGIO DE LA VEROSIMILITUD

Vuelvo a Los Prados. Al ir hacia las taquillas del cine, me llama la camarera de la pizzería donde cené ayer. “Encontraron esto en la mesa en que estaba usted, me imagino que será suyo”, y me alarga el anillo. “No es mío, es de un amigo”, digo sorprendido. “Ya pasará él a recogerlo”. “Aquí se va a perder, mejor que se lo lleve usted”. Y vi Habemus Papam, de Nanni Moretti, con el anillo apretado fuertemente en la mano, sin atreverme a guardarlo ni a tirarlo ni, por supuesto, a ponérmelo en el dedo.
La película me pareció agradable, pero con fallos de verosimilitud. Por supuesto, nunca he estado en un cónclave, pero sí en otros órganos colectivos que tenían que tomar una decisión y sé que a nadie se le concede un cargo importante o un premio sin previamente haberle preguntado –de manera directa o indirecta— si lo aceptaría. El pobre cardenal al que eligen Papa en la película de Moretti —se asusta cuando tiene que salir al balcón a saludar a los fieles y se esconde y se escapa— jamás habría sido elegido. ¡Buenos son los cardenales! Nadie que no quiera ser Papa será nunca Papa, como nadie que no quiera ser presidente de gobierno será nunca presidente de gobierno (Rajoy no sabe lo que le espera). Soy uno de esos fanáticos de la verosimilitud de los que se burlaba Hitchcock. Me divierte encontrarle descosidos al guión de cualquier película, incluso a la amable fábula de Moretti, y sin embargo aprieto en la mano un anillo que concede todos los deseos. Y sé que no es verdad, pero me temo que sea verdad.
            Cuando vuelvo a casa, resulta que lo he perdido. Tendré que conformarme con no ser ni joven ni guapo ni millonario, con seguir fracasando en el amor y  envejeciendo lentamente y creyéndome más listo que nadie y riéndome de mi propia vanidad y lleno de infantil curiosidad y sin más ambición que la moderada felicidad de cada día, a pesar de alguna que otra noche de insomnio.


Miércoles, 9 de noviembre
EN SILOS

“¿Puedo sentarme un momento?”. Al escuchar aquella frase levanté asustado la cabeza del libro que estaba leyendo, releyendo más bien, Misericordia de Galdós, con su locura y su pobretería. “¿Vendrán otra vez a ofrecerme el anillo?”, pensé.
----Le veo casi todas las tardes, con su café y sus papeles, al pasar por el Rosal, y hoy por fin me he decidido a saludarle. Quería decirle que me gustó mucho lo que escribió sobre Silos. Yo estuve allí hace tiempo,  cuando me encargaron una biografía del más famoso de sus monjes. Llegué solo, una fría mañana, con todo nevado. El portero, risueño y chiquito, parecía un gnomo. Me pidió que me acercara al brasero y se fue a avisar a los monjes. En seguida apareció uno que venía tocando una campanilla. Era la hora de la comida. Me invitaron a acompañarles. Los monjes, de dos en dos, con las capuchas puestas, llegaron cantando salmos y entraron sin mirarme en el refectorio. Primero los padres, luego los legos, finalmente los novicios. A mi lado se colocó un fraile con una jarra de metal, un aguamanil y, colgado del antebrazo, un paño blanco. Cuando entró el Abad, que cerraba el cortejo, el fraile que tenía a mi lado vertió un poco de agua sobre mis dedos y después, con un gesto, me invitó a pasar. El refectorio era inmenso, con el techo sostenido por tres grandes pilares. En la cabecera, bajo un gran cuadro de Cristo crucificado, estaba el Abad presidiendo. En los laterales, los monjes con sus hábitos negros; tras ellos los legos, de color pardo, y en las mesas centrales los novicios. Durante la comida, un novicio va leyendo de un libro con monótonas y largas pausas. Frente a cada cubierto hay una botella de vino. La puerta del refectorio está abierta al claustro románico. Comemos, ellos impasibles, yo aterido de frío, mientras vemos –mientras veo yo, los otros no levantan la vista— caer la nieve en torno al ciprés famoso. Al terminar, nuevos cantos y luego, en fila, vamos hasta la capilla de Santo Domingo, donde se guardan los restos del fundador. Al final, cuando cada uno se retira a sus ocupaciones y yo quería quedarme contemplando el claustro, se me acerca el Abad y me invita a acompañarle a una estancia cercana; allí nos sirven café y unos sorbos de un maravilloso licor. Me trata con tanta cordialidad que al momento me siento como ante un viejo amigo; le hablo de mis estudios, de mi novia, hoy mi mujer, pero no me atrevo a hablarle de lo que me había llevado a aquel lugar, que no solo era el amor al arte, sino buscar datos sobre el famoso monje de Silos, entonces abad del Valle de los Caídos, Fray Justo Pérez de Úrbel. El periodista Cándido había escrito uno de sus libros, Los mártires de la iglesia. Testigos de su fe, un conjunto de veinte biografías de supuestas víctimas de la barbarie roja durante la guerra civil. Eran biografías inventadas o plagiadas, y el periodista se había esmerado en la descripción de los sádicos, y a ratos voluptuosos, martirios. Cándido tenía la impresión de que no era el único caso, de que las docenas y docenas de libros que había publicado el buen fraile tras la guerra civil, así como los centenares de artículos, no eran obra suya. Por entonces ejercía una incesante actividad: Pilar Primo de Rivera le había encargado la dirección espiritual de las mujeres y los niños españoles; ni unas ni otros podía leer nada que no pasara por sus manos, incluso dirigía un tebeo, Flechas y Pelayos. Era procurador en Cortes. En dos meses lo hicieron licenciado, en tres doctor y en cuatro catedrático de Historia Medieval de la Universidad Complutense. El nombramiento de Abad del Valle de los Caídos tuvo lugar en el salón del trono del Palacio Real, en presencia de Franco. Todo un ejemplo de humildad monástica. Aquella noche, a pesar del frío, decidí levantarme y salir a dar una vuelta por el claustro nevado, iluminado por la luna. Paseaba solo, sintiéndome muy cerca del Paraíso, cuando me asustó una figura oscura que parecía haberse materializado de pronto delante de mí. Era uno de los frailes. Le reconocí porque era el único que me había mirado, a hurtadillas, cuando estábamos en el refectorio. “Sé a ha venido usted aquí. Soy el mejor amigo de Fray Justo. Con él hice correr las mulas montado en el trillo, busqué nidos, salté tapias, sufrí los tirones de orejas de nuestro primer maestro de latín, el cura del pueblo, don Victoriano. Ingresamos juntos, a los doce años, en la escuela de esta abadía. A los dos nos gustaba estudiar, pero solo a él le gustaba brillar. Yo le convencí, en los días turbulentos de la guerra, para que aceptara los cantos de sirena de los políticos. Desde este retiro seguí colaborando con su obra. Me imaginaba un nuevo Martín Sarmiento ayudando a otro Feijoo; ahora sé que el diablo se aprovechó de mi vanidad para ofuscarme”.


Eran los últimos años del franquismo. En Ruedo ibérico esperaban la biografía escandalosa de uno de los sostenes espirituales del régimen. Pero decidí no escribirla, y eso que podía haber hecho bastante ruido. ¿Sabe por qué? Por la hospitalidad de los monjes, por el café y el licor que me tomé con el Abad, por la nieve que caía en el claustro… No me sentí capaz de turbar su paz. Vi que a usted también le había impresionado, por eso quise contarle esto que no había contado a nadie.


Jueves, 10 de noviembre
UN LECTOR MENOS

“Yo le tenía por un buen crítico; tras leer hoy su reseña en el periódico, le he perdido el respeto. Habla de un libro que conozco, el diario de Juan Malpartida, y tiene la desfachatez de no mencionar siquiera que en él se le desenmascara. Como los jueces, también los críticos deberían a veces abstenerse. Cuenta que la última vez que habló con Octavio Paz, tras el incendio de su casa, cuando se quemaron libros y cuadros y él escapó por poco, enfermo y con la sonda puesta, le preguntó por la antología que usted acababa de publicar, Treinta años de poesía española. Y le animó a que, junto a Sánchez Robayna,  preparara otra para contrarrestarla, otra que colocara en su lugar a los poetas que usted había querido dejar fuera de la historia de la literatura: José Miguel Ullán, César Antonio Molina, el propio Juan Malpartida. Entre enfermedades y catástrofes, poco antes de morir, con gran generosidad, Octavio Paz se esfuerza en reparar el mal que usted ha hecho. Pero eso no lo cuenta en su reseña, eso se lo calla. ¿Cómo cree que voy a seguir leyéndole?”


Viernes, 11 de noviembre
SPLEEN

“Pero ¿no te aburres?”, le digo a un amigo que se pasa el día sin hacer nada. “Soy demasiado perezoso para aburrirme; el aburrimiento es propio de gente como tú que siempre necesita estar haciendo algo”.
            Tiene toda la razón. Yo siempre ando inventándome cosas que hacer para no aburrirme, y  luego resulta que todo lo hago de prisa y corriendo porque me aburro en seguida de hacerlo.


domingo, 6 de noviembre de 2011

Razón de más: El editor, el amigo, el héroe

Sábado, 29 de octubre
MALA MEMORIA


Comida en el Germán, frente al Niemeyer, con amigos de hace más de treinta años, de los tiempos de Ana de Valle. Regreso luego a casa por la calle de la Cámara rodeado de fantasmas. Al llegar al Parche, se me acerca un desconocido: “¿José Luis García Martín? ¿Tiene un momento? Querría mostrarle algo”. “Espero que no sean poemas”, pienso mientras trato de librarme de él con más o menos cortesía. “Tengo un poco de prisa”. “Es solo un momento”. Y me lleva hasta una casona con escudo de la calle de la Ferrería. Ascendemos por una húmeda y desvencijada escalera hasta una especie de desván. No enciende la luz. Mientras yo espero en la puerta, abre un ventanuco. Los oblicuos rayos del sol iluminan el polvo que flota en el aire y los montones de libros que hay por todas partes. “¿Ve como valía la pena acompañarme?”, me dice sonriendo. Yo ya no le atiendo, de inmediato me puesto a escarbar, como un hurón feliz, en el montón más cercano. Hay de todo. Muchas cosas sin interés (literatura más o menos marxista de la época de la Transición, clásicos en malas ediciones de bolsillo), pero también bastantes primeras ediciones de Galdós, Clarín, Palacio Valdés y un montón de tomos del Teatro crítico, de Feijoo, en ediciones del XVIII. “¿De dónde ha salido todo esto?”, pregunto levantando un momento la cabeza. Y entonces me doy cuenta de que estoy solo. Me asusto, no sé por qué y voy hacia la puerta, temiendo encontrarla cerrada. Al poco reaparece mi anfitrión. “Estoy preparando café. ¿Querrías tomar una taza?”. Le acompaño a una pequeña salita que da a un oscuro patio interior. “Tengo que desalojar esta casa, que van a reformar, y antes de llamar a un librero de viejo para que vacíe el desván se me ocurrió que podría hacerte ilusión quedarte con algún volumen. ¿Te interesa algo?”. Quise saber la historia de aquellos libros.  “Unos, seguramente los menos interesantes para ti, era míos. No quise llevarme ninguno cuando me fui a Madrid. Los otros, de un tío abuelo amigo de Clarín y al que Palacio Valdés menciona en algún artículo”.
            “¿Puedo volver otro día?”, pregunté. “¿Cuándo vas a llamar al librero?”. Tenía que regresar pronto a Oviedo porque desde Nueva York retransmitían Don Giovanni.
            “Lo antes posible”, dijo. “También quería pedirte el teléfono de algún librero”.
            Volví a subir. “¿Cuánto quieres por Feijoo?”, le dije. “Me gustaría que lo aceptaras como regalo”. Y fue entonces cuando la cubierta amarilla de un delgado volumen que asomaba bajo unos tomos de la Gran Enciclopedia Asturiana me llamó la atención. Y era efectivamente lo que me parecía: nada menos que  Marineros perdidos en los puertos, mi primer libro, publicado a comienzos de 1972. Y estaba dedicado. Me ruborizó un poco leer la dedicatoria, y más mirar luego la cara de mi anfitrión. “Sí, soy yo. ¿De veras no me habías reconocido? Creí que estabas disimulando”.
            No, no le había reconocido. En una vida caben muchas vidas. También los recuerdos caducan. De pronto tuve prisa por salir de allí. “No quiero llegar tarde a la ópera —dije—. Si te parece, vuelvo mañana”. Pero llegué tarde a la ópera. Y de sobra sé que mañana no voy a volver.
            ¡Cuántas vidas caben en una vida! Y qué poco orgulloso me siento de alguna de ellas. Afortunadamente, tengo mala memoria.


Domingo, 30 de octubre
CASI TAN BUENO COMO YO

De los amigos que te llaman de vez en cuando y te tienen horas al teléfono, el único del que no me cansa nunca es Abelardo Linares. Discutir con él de literatura o de cualquier cosa es como jugar una partida de tenis con un buen jugador, casi tan bueno como yo. Acepta además bastante bien el que yo nunca me dé por vencido.
Pero yo soy capaz de acabar con la paciencia del más santo, y a veces se harta de mí y desaparece un tiempo. El viernes me tuvo a teléfono durante media tertulia y yo aproveché para arremeter contra lo último que ha publicado, El caracol dorado, de Dionisia García, incluido en la colección de aforismos que dirige Manuel Neila. Le leo dos o tres blandas banalidades escogidas al azar: “Admirable la estudiosa A. Cárceles, cuyo talante y talento van a la par, sin hacer ruido…”, “Preocupantes las agresiones que sufre el lenguaje”, “El tiempo no pasa por los escritores altos”.


“Un libro así no beneficia ni a la editorial ni a la autora”, le digo. “Neila es poco exigente, acepta cualquier cosa. ¿Qué pinta ese cuaderno de notas en una colección que pretende reunir a los mejores aforistas de todos los tiempos?”
            Hoy me encuentro con Manuel Neila y le comento mi opinión sobre El caracol dorado. “Estoy completamente de acuerdo. Pero yo no tengo que ver nada con ello, no estaba previsto para la colección, fue una imposición de Abelardo, por simpatía hacia la autora, o porque paga la edición, no sé”.
             O sea que he metido una vez más la pata. Y volveré a quedarme por una buena temporada sin mi contrincante favorito para jugar al tenis dialéctico. Debería haberme callado, pero sigo pensando que a Dionisia García –buena amiga, una de las mejores personas que he tenido ocasión de conocer— le beneficia tan poco publicar sus ocurrencias sin una exigente criba como a cualquier editor publicar un libro solo porque lo financia su autor, o peor aún, cualquier institución.

Martes, 1 de noviembre
OTRA HISTORIA DE LOBOS


Entretengo en Los Prados las melancolías de esta tarde festiva con un café y tres o cuatro libros. El bullicio del centro comercial no me molesta. Todo lo contrario. Me concentro aquí como en la más apacible biblioteca y cuando dejo de leer y alzo un momento los ojos, para que lo leído sedimente, me siento muy bien acompañado por tantos desconocidos. Me gusta traer conmigo libros que se pueden picotear. Abro el Diario íntimo, de los Goncourt, y me encuentro con la siguiente anotación: “Esta luz implacablemente blanca de la luna en las primeras noches de noviembre, en esta noche del día de los muertos, es verdaderamente espectral. Me parece ver en ella reflejos de sudario”. A través de las cristaleras de la cafetería, trato de distinguir la luna. ¿Tendrá también reflejos de sudario? Y recuerdo de pronto una remota historia que me contó mi abuelo una noche de invierno. Estábamos sentados en la cocina de su casa, en torno a la chimenea; mi abuelo a un lado, mi abuela al otro, y yo frente a las llamas. “Cuando tenía tu edad –comenzó mi abuelo—, una noche de luna llena como esta, en que guardaba ovejas en el monte, me encontré con el lobo”. Yo debía tener entonces seis años, los mismos que cumplió Ernesto el otro día, y seguramente abrí mucho los ojos admirados, como hacía siempre que me contaba alguna historia que le tenía a él por protagonista (las únicas que le gustaba contar, los cuentos de hadas quedaban para mi abuela). “Estaba en el monte, una noche muy fría de luna llena, las ovejas se apretujaban en el redil y yo me acercaba todo lo que podía a la hoguera para tratar de calentarme. A lo lejos creí oír aullidos de lobos, pero no tenía miedo porque me acompañaba Sansón, un perro grande capaz de enfrentarse a cualquier bestia. El sueño me hacía dar cabezadas, y como era un niño tan niño como tú eres ahora acabé quedándome dormido. Me desperté de pronto medio muerto de frío; la hoguera se había apagado y en el silencio se oía una respiración feroz y una ruidosa masticación. Sansón, Sansón, grité. Y de pronto lo vi en el suelo, un gran manchón en la oscuridad, con el cuello lleno de sangre. En medio del rebaño una gran bestia alzó la cabeza y clavó en mí un momento los ojos. Entre las mandíbulas tenía sujeto un sanguinolento corderito. Era el lobo, el lobo más grande que yo hubiera visto nunca (y había visto muchos, aunque todos muertos, arrastrados por las calles del pueblo). Me miró solo un instante y luego siguió con su banquete. Pero yo sabía lo que significaba su mirada: En cuanto acabe con esto, iré por ti. Sabía que debía echar a correr, pero el miedo me tenía inmovilizado. Si estuviera aquí mi padre, pensé; con una sola mano podría acabar con cien lobos como este. Pero mi padre, tu bisabuelo, había muerto un año antes, y por eso yo, en lugar de estar en la escuela, estaba en el monte guardando el rebaño. Me acordé de lo que decía el cura, que si era bueno Dios me concedería todo lo que pidiera. Y yo era obediente y bueno y le pedí a Dios que viniera mi padre a sacarme de aquel apuro, como hacía siempre cuando estaba con vida. Y Dios me oyó, como no podía ser de otra manera, porque yo era un niño pequeño como tú y estaba solo y a punto de ser devorado por el lobo. Una figura apareció de pronto caminando en la oscuridad. Era mi padre. Le reconocí por la ropa que llevaba cuando le enterramos. El lobo huyó espantado al verle, como un perrito faldero, con el rabo entre las piernas. Luego se acercó hacia mí. Era mi padre, de eso no había duda. Aquel era el traje, el mismo del día de la boda, que llevaba cuando yo le había besado por última vez. Pero ahora estaba hecho andrajos, medio podrido. Y cuando alargó los huesos de su mano para acariciarme y cuando la desdentada calavera abrió la boca para decirme algo, yo di un grito, aterrado. Me encontraron a la mañana siguiente, medio muerto de frío, el rebaño destrozado por el lobo y a mi lado (te la voy a enseñar, todavía la llevo conmigo) una estampita de San Blas que yo le había puesto a mi padre en el bolsillo el día que lo enterramos”.


Miércoles, 2 de noviembre
SOÑÉ

Soñé que Dionisia García, siempre tan generosa, me regalaba un libro: Pensar, de Vergílio Ferreira. Al despertar, no lo tenía a mi lado en la mesita de noche, como Coleridge la flor que cortó en el jardín del sueño, pero recordé que ese libro lo había leído hace tiempo y que estaba en un rincón de mi biblioteca. Lo busqué, y al abrirlo al azar lo primero que me encontré fue la siguiente frase: “¿De qué te sirve la inteligencia si no tienes inteligencia para usarla con inteligencia?”. Y luego, en la misma página, unas líneas más arriba: “Es posible que una obra de primera sea considerada de cuarta por un cretino de quinta”.
            Interpreté entonces la sonrisa de Dionisia en el sueño: “¿Ves como yo también puedo ser mala? ¡Es tan fácil! Pero no quiero serlo”.

Viernes, 4 de noviembre
HÉROES


Soy un hombre prevenido. No hay lectura de poemas o conferencia a la que no me lleve un libro. ¡He tenido que aguantar cada cosa! A la lectura de Cristian David López, en Gijón, llevo Los héroes del trabajo, publicado en 1884, una maravillosa colección de mínimas biografías de grandes hombres –escritores e inventores, artistas y militares—  que tuvieron que superar una infancia difícil y que gracias a su esfuerzo llegaron a lo más alto. “A la verdad, maravillan los grandes resultados del trabajo”, nos dije Joaquín Olmedilla, traductor y prologuista. “Solo así se explica el descubrimiento del telégrafo, teléfono, fonógrafo, la locomoción por vapor, fotografía, radiofonía, etc., todo lo cual forma el más brillante diploma que puede ostentar la laboriosa centuria en que vivimos, con cuyos inmarcesibles laureles pasará ciertamente a la historia”. Sonrío ante el estilo del prologuista, pero luego me emocionan hasta las lágrimas algunas de estas historias de superación. Que leo ya en casa; durante el recital no tuve necesidad de abrir el libro.


domingo, 30 de octubre de 2011

Razón de más: Glosas silenses

Sábado, 22 de octubre
DESDE EL SILENCIO


Tras la lectura de poemas, ya en la celda, abro Cartas desde el silencio, de Víctor Márquez Pailos, prior de Silos, que el propio autor me acaba de regalar. Una peculiar teología la suya: “Como lo santo está separado de lo profano, así la caricia está separada de todo cuanto separa o divide en dos la esperanza humana”.
            La gran sequoia que preside la entrada del monasterio se asoma a mi ventana; si yo me asomara, tendría casi al alcance de la mía la mano del santo que parece danzar en el centro de la fachada.
            Cierro el libro, abro el cuaderno que siempre llevo conmigo, y continúo a mi manera este peculiar epistolario:

La madurez del hombre cabal no depende de su grado de seguridad sino de su grado de fragilidad.
            Nadie más vulnerable que el hombre seguro de sí mismo.
            Quien levanta una muralla para defenderse de los otros levanta los muros de su propia cárcel.
            Escribir no es, como decía María Zambrano, defender la soledad, sino abrir puertas y ventanas para que los demás invadan nuestra soledad.
            Si no estás indefenso, ¿cómo pretendes amparar a nadie?
            El que busca desesperadamente a Dios y no lo encuentra, ya lo ha encontrado; el que cree tener a Dios en su corazón lo ha perdido para siempre.


Domingo, 23 de octubre
VIGILIA Y LAUDES

Sin necesidad de poner el despertador, a las cinco y media ya estoy despierto. Camino por el laberinto de pasillos; en el claustro románico, apenas iluminado por una tímida luna, doy algunas lentas vueltas, a pesar del frío, antes de seguir mi camino. Por la puerta de la Virgen, me dirijo luego hacia la iglesia. Recorro luego la gran nave vacía; al fondo, en el coro, se adivinan ya las siluetas de los monjes. Me coloco en un banco de la primera fila, pero uno de ellos se adelanta y con un gesto me invita a acompañarlos. Me siento en el coro y participo, como uno más, de la vigilia del domingo. Siento que cantan solo para Dios y para mí.
            He dicho más de una vez –a mi edad todo se ha dicho ya muchas veces— que soy un ateo que colecciona experiencias religiosas. Recuerdo siempre, en primer lugar, mi entrada en Jerusalén. Iba con otros invitados a participar en un curso sobre el Holocausto organizada por el Yad Vashem. En el aeropuerto de Tel Aviv nos estaba esperando Perla Hassam, judía de Melilla, encargada de la relación del museo con los países de lengua española. Subimos al autobús y, cuando nos acercábamos a la ciudad, tuvo la feliz idea de que visitáramos, en primer lugar, antes incluso de ir al hotel, el Muro de las Lamentaciones. Era la tarde del viernes, estaba a punto de comenzar el Sabbath. Cruzamos ante la puerta de Damasco, que se doraba al sol y parecía una estampa iluminada de la época de las Cruzadas. En seguida, el autobús se detuvo y, tras cruzar el detector de metales, avanzamos por la gran explanada ante el muro. Era el momento mismo en que no se podía distinguir un hilo de otro; comenzaba el sagrado sábado. Llegaban grupos de adultos y de adolescentes, algunos cantando y bailando como si se dirigieran a una fiesta. Junto al muro, otros inclinaban repetidamente la cabeza. No podría explicar lo que sentí. Al principio era solo el extranjero que mira un espectáculo curioso. Pero en seguida fui uno de ellos, la sal de la tierra y el chivo expiatorio por los siglos de los siglos.
            A Plovdiv, en Bulgaria, he ido en varias ocasiones. Y siempre que voy me descalzo y entro en la gran mezquita, junto a la plaza en que muestran su costillas las ruinas romanas y los pintores venden sus cuadros. En pocos lugares me siento tan bien recibido. Bulgaria fue dominada por los turcos durante siglos; tras la independencia, una minoría continuó siendo musulmana. Esta hermosa mezquita, del siglo XVI, sigue siendo mezquita, no es un museo, como la de Sofía, pero no está en un país árabe y eso le da, no sé por qué, un aire distinto. Cuando yo entro, casi nunca hay nadie. A veces un solitario reza en cuclillas; otras, unos pocos adolescentes escuchan la lección de un hombre barbudo. Nada más entrar siento un gran sosiego, como si alguien me abrazara, me cogiera en su mano, me alzara sobre el abismo del mundo.
            La cúpula del Panteón, en Roma, tiene en lo más alto un círculo abierto al cielo por el que entran los rayos del sol o cae la lluvia. Me gusta colocarme exactamente debajo, sentir sobre mí la airosa cúpula ciclópea, en torno mío los gruesos muros que han soportado el paso y el peso de los siglos.
            “Quoniam Deus magnus Dominus / et rex magnus super omnes deos”, cantan los monjes. Sí, el Señor es un Dios grande, soberano de todos los dioses, pero por muy grande que sea sin los ritos, las magias y los templos de los hombres no sería nada. Su verdadero nombre es Vacío, Enigma, Nada.
            Dios no existe, pero a veces –junto al Muro de las Lamentaciones, en la mezquita de Plovdiv, en el Panteón, en el silencio de Silos— su ausencia se hace tan presente que se convierte en la más consoladora verdad.

  
Lunes, 24 de octubre
VANIDAD

“¿Cómo es que a un crítico le da de pronto por escribir poemas? ¿No tiene miedo de que le traten ahora con la misma dureza que usted trató a los demás?”
            Recuerdo, con una sonrisa, la pregunta que me hizo durante el coloquio uno de los asistentes a la lectura del pasado sábado. Al final me regaló su último libro, de hermoso y preciso título, La realidad inverosímil. Antolín Iglesias Páramo no sabía que yo era poeta, pero yo había leído poemas suyos, le había perdido luego la pista y ahora le reencuentro en sentenciosos sonetos: “Vivir es sorprenderse y aceptarse…”
            Ser un poeta poco conocido no afecta para nada a mi vanidad (aunque no me molestaría, para qué nos vamos a engañar, ser admirado y célebre).
            Mi vanidad –ya sé que no debería decirlo, pero me paso el día diciendo cosas que no debería decir— tiene más bien que ver con el alto concepto que tengo de mí mismo. Me parece que nadie razona tan atinadamente como yo, no ya en literatura, sino en política, en matemáticas y en cualquier cosa que se me ponga por delante. Cada vez me cuesta más reconocer que no siempre tengo razón, que solo la tengo casi siempre.


Martes, 25 de octubre
MÁS ANOTACIONES

            No te avergüences de tus imperfecciones: son ellas las que te hacen digno de amor.
            La vida real es siempre, en un noventa por ciento, imaginaria.
            Si nunca has caído, no podrás enseñar a nadie a levantarse.
            Quien no tiene hijos, no tiene padre.
            El que renuncia a la mujer que ama por amor a Dios no ama a Dios ni ama a la mujer.
            Aprende de los niños a tomarte el juego en serio.
            El silencio y la soledad son las armas predilectas del demonio.
            No hay verdad que no pueda volverse del revés.
            Cuando habla de Dios, nadie sabe lo que dice.
            El mayor enemigo de la religión es el hombre religioso que considera falsas todas las religiones menos la suya.
            Busca la verdad, pero no te alegres de encontrarla; si crees encontrarla es que la has perdido para siempre.
            Si nunca has perdido la cabeza, ¿cómo sabes qué tienes cabeza?
            Los muertos no creen en Dios.
            Si nadie creyera en el otro mundo, no habría otro mundo.
            Si nadie creyera en los fantasmas, no habría fantasmas.
            Cuidado con las buenas intenciones: las carga el diablo.
            Desconfía de los milagros; también los dioses falsos hacen milagros.
            Cuando no tengas nada que ofrecer, ofrece tus manos. Incluso vacías, valen más que cualquier tesoro.
            Tómate muy en serio todo lo que haces, pero nunca te vayas a la cama sin haberte reído un poco de ti mismo.
            Si no eres Dios, lo mejor que se puede ser es hombre, salvo que se sea mujer.
            Todos los libros sagrados son falsos; Dios no sabe escribir.


Jueves, 27 de octubre
FRAY MARTÍN

El huerto, la hermosa y desordenada biblioteca, el orgulloso ciprés del claustro, que se sabe más famoso que ningún monje, la rigurosa parcelación del día en las diversas ocupaciones… Vista desde fuera la vida monacal, para una persona como yo, tiene sus atractivos. Y no es el menor que, detrás de su bucólica apariencia, esconde un microcosmos tan lleno de tensiones como cualquier otro. Umberto Eco lo sabía muy bien. Con la cabeza baja, entran y salen los monjes del coro, como en un escenario, pero cada uno de ellos es un mundo: el padre Recaredo, que conoció los tiempos más duros, que anduvo por Argentina, que algo tiene de Voltaire candoroso; el padre Rufino, que se sabe a San Juan de memoria; el padre Ángel, tímido fotógrafo… No falta quien disimula apenas sus modales de sargento cuartelero. Y luego está el prior, que estudió en Oviedo y alguna vez pasó por nuestra tertulia, todo un personaje: ingenuo y sabio, frágil y firme, que no le teme al desorden de la vida.
            No habría desentonado yo en ese variopinto y bien concertado conjunto. El voto de pobreza lo he practicado desde siempre, el de castidad, a estas alturas, creo que me costaría poco, y el de obediencia… Bueno, el de obediencia tampoco me costaría nada siempre que yo fuera abad o prior.


Viernes, 28 de octubre
LORCA Y YO

El otro día, en el Hotel Reconquista, nos contó Andrés Amorós que había conocido a Rafael Martínez Nadal, el gran amigo de Lorca: “Decía que Federico no tenía una gran cultura ni leía mucho, pero que lo poco que leía lo aprovechaba muy bien”.
            Yo en eso soy como Lorca, y no porque lea poco (a veces pienso que no hago otra cosa), sino porque vivo poco, porque apenas tengo experiencias vitales fuera de los libros, pero a las pocas que tengo les saco todo el partido posible.
            “Equivoqué mi vocación, yo habría debido ser monje”. “¿Y qué otra cosa eres?”, me responde Catarina. “Lo que ocurre es que, como no soportas obedecer a nadie, has creado tu propia orden y eres a la vez el padre fundador y el único seguidor”.


domingo, 23 de octubre de 2011

Razón de más: Decir algo es decir nada

Domingo, 16 de octubre
DEJO DE HABLAR DE POLÍTICA

Nada me gusta más que no tener razón. Me gusta que la realidad me desmienta. Pero la realidad últimamente ha cogido la mala costumbre de no desmentirme. Tras cada nuevo éxito del famoso 15-M, las tercas encuestas nos informan que la izquierda ha dado un paso atrás y la derecha dos pasos al frente. Con un poco de planificación, organizando una gran marcha el día antes de las próximas elecciones, además de ocupar las primeras páginas de los periódicos (su éxito mediático ya parece superior al de Belén Esteban), harán realidad la peor de las pesadillas. La derecha no solo tendrá mayoría absoluta, sino la mayoría necesaria para, por ejemplo, nombrar a los miembros del tribunal constitucional sin pactar con nadie. Y entonces veremos resolverse los recursos de inconstitucionalidad pendientes en contra de las leyes progresistas. ¿Se declararán nulos todos los matrimonios entre hombres o entre mujeres celebrados hasta la fecha? Es muy posible. Y volverán a la cárcel las mujeres que interrumpan un embarazo no deseado. La ley del divorcio, en cambio, parece que no estará en peligro. Algo es algo.
            Pero si nada me gusta más que no tener razón, nada me gusta menos que meterme en política. Lo que haya de ser será: yo poco puedo hacer por evitarlo. Mejor que me dedique a hablar de otra cosa. Prometo no volver a llamar tontos a mis amigos más izquierdistas que nadie, a esos que tanto ayudan a la marcha triunfal de la derecha con su progresista y progresiva majadería (también ayudan un poquito a la izquierda que ni pincha ni corta, la de Cayo Lara, que gracias a ellos arañará algunos impotentes pero gritones diputados más). Llamárselo no se lo llamaré, lo prometo. No me gusta nada insultar, como es bien sabido. Pero me temo que es lo más benévolo que se puede decir de ellos.


Lunes, 17 de octubre
DE BUENA TINTA

Lo oí comentar en el descanso de la ópera a dos señoronas de la Vetusta de siempre: “El problema no es el Niemeyer, sino los once millones de euros que han robado”. Creí que era una frase dicha al albur, pero hoy mi emérita vecina de despacho, mientras comentamos la manifestación de ayer en Avilés, me confirma que esa es la cifra exacta del dispendio en copas de los gestores del centro cultural. Yo trato de razonar  (“pero si el presupuesto es de solo tres millones…”), acabo discutiendo, casi me enfado, pero ella sigue erre que erre: “Once millones es lo que nos han birlado a los asturianos, once millones nada menos. Y lo sé de buena tinta. Estoy bien informada. Me lo ha dicho la hermana del consejero de Cultura, si ella no lo sabe, a ver quién lo va a saber”.
            Y yo entonces me encojo de hombros y me vuelvo a mi trabajo. Lo que pienso del consejero, del familiar que utiliza para difundir sus dañinos bulos y de la gente que se los cree por burdos que resulten, me lo callo. Cada día soy más diplomático.


Martes, 18 de octubre
UN ADIÓS

Leo una reseña de Hombres delincuentes, el ensayo biográfico de José Ovejero. Se habla en ella de Carlos Montenegro y de su novela Hombres sin mujer, “que voy a conseguir como sea y en seguida”. ¿La habría conseguido ya el autor de la reseña, Félix Romeo, cuando partió imprevistamente para un viaje del que no se regresa?
            Me lo presentaron hace bastantes años, en la época en que dirigía un programa de televisión, La Mandrágora. El amigo que nos presentó dijo: “Tú lo has leído casi todo, pero Félix lo ha leído todo”.
            En mi caso exageraba; en el suyo, no. Esté donde esté seguro que está rodeado de libros y que, en cuanto oye hablar de alguno que no conoce, sigue empeñado en conseguirlo “como sea y enseguida”·.


Miércoles, 19 de octubre
SILENCIO Y SOLEDAD

Subrayo unas líneas en la correspondencia de Carmen Martín Gaite con Juan Benet: “Nuestras más íntimas zozobras y desolaciones (esas que cubrimos con discursos sobre literatura o sobre música o sobre lo que sea) nadie las puede comprender ni compadecer y están fatalmente abocadas al recóndito pudridero interior donde van a parar los detritus personales de todo lo roto, lo sobrante, lo abortado y deforme, al solitario pudridero donde la ruina de cada uno se gesta silenciosamente”.
            De lo que más me importa, sigo siendo incapaz de hablar.


Jueves, 20 de octubre
ALGO DE HISTORIA

Rosa Navarro Durán me dio la noticia cuando pasé a recogerla al hotel: “Hoy es un día histórico, ETA acaba de anunciar que deja definitivamente las armas”. Luego, durante la cena, apenas hablamos de ello, distraídos con las pesquisas detectivescas en que anda metida últimamente y que afectan a una de las grandes obras de la literatura catalana.
Al volver a casa, miro los titulares, compruebo la alegría de unos, el mal disimulado enojo de otros, y pienso que para la gente de mi edad hoy es efectivamente un día histórico. A partir de ahora se podrá hablar de lo que no se podía hablar.
Como no puedo dormir, me levanto, enciendo el ordenador y comienzo yo contando algunas cosas que no he contado nunca. ¿Por miedo? En parte, sí: Por miedo y por razones personales en las que no voy a entrar.
            Nunca he hablado de mi relación con los terroristas vascos. A poco de salir por primera vez al patio de la cárcel, se me acercó un recluso y me dijo: “Los de ETA quieren conocerte”. Yo me asusté y respondí que yo no tenía nada que ver con ellos, que no quería conocerlos”. Sin hacer caso de mis excusas, añadió: “Camina a mi lado. Se han puesto en huelga de hambre y están en celdas. Te verán mientras caminas junto a mí”.
            Pronto tendría ocasión de conocer personalmente a los huelguistas. Durante quince días me tocaba participar en las comunes labores carcelarias como cocina o limpieza (luego me enteré que pagando una pequeña cantidad había otros presos que hacían esos trabajos por ti). Teníamos que llevar la comida a los que estaban en celdas. Toda la planta baja de la séptima galería la ocupaban los presos de ETA. Se negaban a probar la comida, pero la primera vez que pasé la mayoría de ellos se levantaron de sus camastros y se acercaron a saludarme y a darme palabras de ánimo. Ninguno tenía pinta de facineroso ni de asesino. Más bien parecían seminaristas. Luego, durante varias noches, ocurrió algo que todavía me conmueve.
Los días, mal que bien, iban pasando en aquel lugar, lleno de noveleras novedades para una persona como yo. Pero las noches, encerrado en la celda, oyendo la respiración de los compañeros, con la luz que no se apagaba nunca, las noches eran interminables. Apenas dormía, y cuando conseguía hacerlo siempre tenía la misma pesadilla: soñaba que estaba en la cárcel. Me despertaba sudoroso, aliviado al comprobar que era solo un sueño; el alivio solo me duraba lo que tardaba en abrir los ojos y mirar a mi alrededor.
Pero algunas noches ocurría el milagro. En el silencio, un preso se ponía a cantar. Era una canción vasca. Inmediatamente se oían los pasos de lo funcionarios que iban a hacer callar esa voz. Se oían –resonantes en el silencio— los cerrojos de la celda al abrirse. Pero la voz que cantaba ya se había callado y en otro extremo de la galería era una voz distinta la que continuaba esa canción. Los pasos de los carceleros se dirigían a ese otro lugar, pero antes de que llegaran se hacía el silencio y la canción brotaba en otra parte. Así durante algún tiempo hasta que los presos vascos se cansaban del juego. Sigue siendo todavía, después de tantos años, un recuerdo hermoso. Un símbolo de libertad y de gallardía en la noche franquista. Y los protagonistas eran presos de ETA. ¿Cómo iba a atreverme a contarlo? Pero yo nunca he tenido ninguna simpatía por los asesinos, y nada me repugna más que los crímenes por razones ideológicas.
            La razón última de por qué estaba en la cárcel no la sé, aunque he llegado a algunas hipótesis bastante verosímiles. Porque no es solo que yo fuera inocente de los brutales asesinatos de los que se me acusaba, sino que además quienes me habían encerrado sabían que lo era. Voy a contar ahora por qué puedo afirmar que lo sabían. Estuve primero durante bastantes días (más días de los permitidos legalmente) en una celda incomunicada de la Dirección General de Seguridad, interrogado repetidas veces de no muy educadas maneras; no soy precisamente un héroe: habría delatado a cualquiera si hubiera tenido a alguien a quien delatar. Pero yo ni había tenido nada que ver con el crimen de que se me acusaba (un atentado con bomba en una cafetería) ni participaba de ningún modo en la oposición al franquismo: solo me dedicaba a trabajar y a estudiar. Por fin la policía me llevó al juez, un educado militar que me tomó declaración en un despacho de la misma Dirección General. Al final, tras el interrogatorio, me dijo: “Yo personalmente le creo. Pero no puedo dejarle en libertad. Tengo aquí la declaración firmada de varias personas, entre ellas la de su amiga, que afirman que usted participó en los hechos. No tengo más remedio que enviarle a prisión hasta que se aclare todo”. Alguien le llamó y salió un momento del despacho. Cuando me quedé solo, o eso creía, no pude contenerme más (hasta entonces me mantuve bastante entero) y me puse a llorar. Entonces oí una voz: “No te preocupes. Nada de eso es cierto. Yo estuve aquí y lo he escuchado todo”. En una esquina del despacho había una mesita con una máquina de escribir y tras ella un soldado. El nerviosismo y el que me hubieran quitado las gafas habían hecho que no me fijara en él. “Yo estaba aquí cuando prestaron declaración todos los implicados. Nadie te acusó de nada. La mayoría no te conocía. Y tu amiga lloró mucho al saber que estabas detenido, dijo que no tenías nada que ver, que no te interesaba la política, que solo te interesaban los libros”. Luego me contó que era de Jaén, que sus padres y su novia habían venido a Madrid a verle aquel fin de semana, pero que le habían anulado el permiso.


Viernes, 21 de octubre
EN EL CAMPOAMOR

En la tertulia de los viernes cada semana tenemos que llevar un poema escrito en una estrofa diferente. Para hoy tocaba una décima y yo lo había olvidado. No puedo presentarme con las manos vacías, he de dar ejemplo. Sentado en el Campoamor, mientras espero que comience la entrega de los premios, me recito algunas de las décimas que recuerdo de memoria y luego procuro no pensar en nada y dejar que las palabras sigan el ritmo. Cuando la reina aparece en el palco, el juego ha terminado: “Nadie sabe lo que dice /cuando dice lo que sabe / porque el decir se desdice / antes que la frase acabe. / Lo que vale el pensamiento / lo saben la mar y el viento / que pasa y no se detiene. / La verdad siempre está errada. / Decir algo es decir nada. / El loco, qué razón tiene”.


domingo, 16 de octubre de 2011

Razón de más: Autorretratos

Sábado, 8 de octubre
SINCERO

Solo hay una cosa que me molesta más que las personas que siempre se están quejando: ser una de ellas. Por eso no me quejo, aunque me extrañe, de tener tan poco éxito en ciertos asuntos sentimentales de los que no resulta demasiado elegante hablar. Para no pensar en ello abro el libro que he traído conmigo (una nueva edición de Al faro, de Virginia Woolf) y me encuentro con las siguientes líneas: “Lo que decía era verdad. Siempre lo era. Incapaz de faltar a la verdad, jamás tergiversaba los hechos, ni suavizaba una palabra desagradable por la conveniencia o el gusto de ningún mortal”.
            ¿Soy yo así? Creo que ya no. Últimamente he aprendido a mentir bastante bien. Sé adular cuando me conviene, fingirme desvalido, disfrazarme de cordero cuando voy de lobo. Pero sigo sin conseguir lo que está al alcance de cualquiera. A mi edad, todos mis amigos se han casado ya tres veces o más veces. Y yo casi ninguna. A veces hasta me da un poco de vergüenza…
            Pero soy demasiado viejo para cambiar.  Nada de parejas estables. Tendré que seguir conformándome con lo que encuentre al paso, con apaños de lo más inestables.
A pesar de ello, jamás me he quejado de estar solo. Soy de esas personas que cuando están solas casi siempre están bien acompañadas. Casi siempre.


Domingo, 9 de octubre
CAMORRISTA

“¿Sabes una cosa? Tú mucha Venecia, mucha poesía y mucha bibliografía, pero nunca has dejado de ser un gamberrete de barrio, un camorrista que anda por ahí buscando pelea y al que nada le gusta más que humillar al contrario, hacer sangre, arrastrarle por el fango. Lo tuyo son los puñetazos dialécticos, las patadas en las partes más sensibles de la autoestima, la esgrima verbal. No eres más que un pequeño matón agresivo. Nadie te ha enseñado buenas maneras”.
            “¿Me las vas a enseñar tú?”, respondo algo chulescamente. Luego, ya a solas, pienso que un poco de razón sí que tiene mi amigo. Pero mentiría si dijera que esa comparación con los chicos malos a los que siempre he admirado me molesta demasiado.


Lunes, 10 de octubre
ABURRIDO

Soy de esas personas que no es ya que no dejen para mañana lo que puedan hacer hoy, sino que hacen hoy el trabajo de hoy y el de mañana. La consecuencia es que luego se aburren sin nada que hacer. Tengo que controlar mis impulsos. Si me regalan una tarta, procurar no devorarla toda de una vez. Si tengo una ocupación, un entretenimiento, tratar de no agotarlo de una sentada.
            “Si trabajaras más despacio, te aburrirías menos y lo harías mejor”, me dicen. No estoy yo seguro de ello. Más despacio lo hago todo peor. Cada uno tiene su tempo. Y el mío es molto accelerato. Con la consecuencia de que siempre me sobra tiempo.
            “A ti lo que te pasa es que no tienes vida privada, solo tienes tu trabajo”, me dicen. Y no saben lo peor: que la mayor parte de ese trabajo es un trabajo al que nada ni nadie me obliga, un falso trabajo que me invento yo.
            Pero aburrirse también resulta útil —pienso mientras paso incansable de un canal de televisión a otro sin detenerme en ninguno—; solo cuando me aburro se me ocurre algo interesante; si no me aburriera, jamás habría escrito una línea.
            El aburrimiento es el humus fecundo del que brotan los versos. Y todo lo que vale la pena.


Martes, 11 de octubre
INMADURO

“El paso a la tierra de la madurez donde se desvanecen nuestras esperanzas más luminosas y nuestras frágiles barcas se hunden en la oscuridad requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante”.
            Pero a mí no me falta, o eso creo, ni valor ni sinceridad ni capacidad de aguante, y sin embargo el paso de los años no me hace más maduro, sino solo más viejo.


Jueves, 13 de octubre
AVERGONZADO

Leo Morirse de vergüenza, de Boris Cyrulnik: “El avergonzado aspira a hablar, querría decir que es prisionero de su lenguaje mudo, del relato que se cuenta en su mundo interior, pero que no os puede decir porque teme vuestra mirada. Entonces cuenta la historia de otro. Escribe una autobiografía en tercera persona. El hecho de haber dado forma verbal a su vergüenza le ha permitido liberarse de la imagen del monstruo que creía ser. Se ha convertido en un ser como los demás puesto que le habéis comprendido  y tal vez amado. La escritura es una relación íntima. Incluso cuando se tienen miles de lectores. Cada lector está a solas con el autor”.
            Quien más habla es quien más tiene que ocultar. Yo siempre estoy hablando de mí mismo, pero de las cosas que de verdad me importan solo me hablo a mí mismo.
            Para mejor guardar mi secreto, finjo que no soy capaz de guardar ningún secreto.
            Me gusta ponerle puertas al campo. Me angustia lo indefinido. Me tranquiliza pesar, medir y contar. Llevo cuenta de todo: de los pasos que doy cada día, de las personas que asisten a una conferencia (ciento siete escucharon hoy a Luis Alberto de Cuenca), de las veces que me he enamorado, de las que he tropezado con la misma piedra… Y de las veces en que no me he comportado como debía comportarse un caballero. Exactamente siete, ni una más ni una menos. Si yo fuera importante, a nada le temería más que a una biografía no autorizada que las sacara a la luz. Lo negaría todo, pero me moriría de vergüenza. Afortunadamente he tomado la precaución de no ser importante.


Viernes, 14 de octubre
MENTIROSO

Nada me gusta más que mentir, sobre todo cuando hablo de mí. Creo que la sinceridad es una descortesía, nada detesto más que los desahogos autobiográficos. Pero la mentira tiene que ser verosímil. No vale cualquier cosa. Para esconderse bien nada mejor que fabricar una máscara que parezca reproducir exactamente los propios rasgos. En un cuaderno fechado en Perugia en el verano de 1982 encuentro estos versos, sin indicación de autor: “Lavoro tutto il giorno come un monaco / e la notte in giro, come un gattaccio / in cerca d’amore… Farò proposta / alla Curia d’esser fatto santo”.
            ¿Así me vería yo entonces? ¿Trabajando todo el día como un monje y dando vueltas toda la noche como un gato en celo en busca del amor? La verdad es que si es así no he cambiado mucho, pero ahora trabajar como un monje no lo veo precisamente como una condena, sino todo lo contrario. Y en cuanto a lo del gato en celo, pues no diré nada. Hay cosas de las que es mejor callar. En estos casos siempre repito la frase de Somerset Maugham: “Está bien que un caballero tenga vida sexual después de los sesenta años, pero no está bien que hable de ella”.
            De pronto recuerdo al autor de los versos (por entonces yo también escribía en italiano a la manera de Sandro Penna): Pier Paolo Pasolini. La curia finalmente no le hizo santo (aunque se lo merecía), pero una sangrienta madrugada le convirtieron en mártir en la playa de Ostia.


Sábado, 15 de octubre
BUEN ADMINISTRADOR

¿Te has dado cuenta –me dice un amigo— que salvo los economistas, que no se aclaran, todo el mundo parece tener muy claro quiénes son los causantes de la crisis económica y cómo salir de ella?
            Sí, me he dado cuenta. Incluso yo doy lecciones al respecto, pero eso no tiene nada de extraño porque a mí nada me gusta más que dar lecciones sobre cualquier cosa, especialmente aquellas de las que ignoro casi todo.
La verdad es que me considero un buen economista. Al menos mis finanzas las llevo bastante bien. Nunca he tenido que preocuparme del dinero desde que empecé a ganar dinero. Pero de estas cosas nunca hablo en público. O casi nunca. A veces lo hago y siempre hay quien considera una ofensa oírme decir que gano lo suficiente y, aún peor, que pago con gusto mis impuestos. Exactamente, la tercera parte de lo que gano, el máximo correspondiente a mis ingresos. Y me gusta hacerlo. Sé que declarar esto resulta escandaloso, pero yo hace tiempo que he perdido la vergüenza. Cuando entro en la biblioteca del Fontán, o en cualquier otra biblioteca pública, pienso que se financia con mi dinero, y me siento orgulloso de ello. Lo mismo me ocurre cuando escucho la algarabía de los niños en el patio del colegio.
Qué antipático resulta decir esto. Pero a mí me gusta ser antipático. Otro tercio del dinero que gano lo empleo en subvencionar discretamente actividades que considero valiosas. Y con el tercio restante vivo. Como un monje, ciertamente. Pero así me gusta vivir. Me alimento parcamente, visto de cualquier manera, apenas necesito buscar libros (aunque sigo yendo a librerías) porque los libros me buscan a mí, y siempre dispongo de tiempo por la mañana y por la tarde para perder gozosamente el tiempo. Los viajes los evito, salvo que sean de trabajo. Claro que, como también soy mi propio empresario, si de pronto me apetece tomar un café en Venecia o Nueva York o en cualquier otro lugar (siempre una ciudad, la naturaleza me interesa poco), pues me hago un encargo que me obligue a ir allí. Y todo esto lo consigo con un sueldo, si no mínimo, bastante ajustado y además rebajado en un cinco por ciento. Me parece que no se puede negar que, al menos en lo que a mí se refiere, soy un buen administrador. Tampoco creo que se pueda negar que me gusta tocar las narices a mis amigos de la pseudo izquierda más o menos unida e indignada.
            --¿Y no te da vergüenza restregar todo eso en la cara de los sin trabajo?
            --En absoluto. Soy un egoísta que cuida mucho su buena conciencia. Más del sesenta por ciento de lo que gano lo devuelvo a la sociedad. ¿Qué pasaría si todo el mundo hiciera lo mismo?
            --Pero es que tú no tienes familia.
            --Ahí me has pillado. Gracias por recordármelo. Ya me estaba yo cansando de tanto ponerme estupendo. No soy más que un solterón egoísta. Pero buen administrador, eso no me lo niegues.


domingo, 9 de octubre de 2011

Razón de más: Mientras espero

Sábado, 1 de octubre
EL NEGOCIO DEL SIGLO

Mientras espero a Shakespeare, invitado de honor en el otoño avilesino, pienso en que buena parte de mi pequeña experiencia teatral tiene que ver con este teatro, el Palacio Valdés. Etelvino Vázquez me encargó una adaptación de Medea, que se estreno aquí. No quise cobrar por mi trabajo, como siempre hago cuando se trata de actividades que no considero trabajo. Pero Etelvino me dijo que la SGAE le había obligado a pagar los derechos de autor, aunque yo hubiera renunciado a ellos. Desde entonces estoy esperando que se pongan en contacto conmigo para que me entreguen un dinero mío que cobraron sin permiso mío. “No te pagan porque no eres socio —me dijo un amigo—, tienes que asociarte para que te paguen”. “Si pueden cobrar, no sé yo por qué no pueden pagar sin que lo sea. En cualquier caso, tienen mi dirección,  mi teléfono. ¿Por qué no me informan de que me abonarán esa cantidad en cuanto realice ciertos trámites?”
Parece que la sociedad general de autores, bajo la dirección de Teddy Bautista, y con la complicidad de gente muy respetable, practicaba la extorsión legalizada.
Los derechos de autor deben respetarse, cierto. Pero el propietario de ellos es el autor y los gestiona quien el autor libremente decide. La SGAE decidió que era ella quien debía cobrar y administrar los derechos de cualquier obra, fuera de autor conocido o desconocido. Una parte de esos ingresos los repartía entre sus socios, tras descontar un sustancioso tanto por ciento; la otra parte, la principal, se la quedaba entera. Y si alguien no estaba de acuerdo, que reclamara y pleiteara.
            Tenían montado el negocio del siglo, un mecanismo de extorsión bendecido por los políticos y protegido por la policía; los capos de la mafia les envidiaban.  Afortunadamente, les pudo la codicia… O el gusto por el riesgo. Porque es aburrido ser el rey, tenerlo todo, estar rodeados de palmeros que te digan amén, amén (desde Caco Senante, con su pinta de buena persona y su premonitorio hipocorístico, hasta Víctor Manuel), y entonces, para darle un poco de aliciente a la vida, decidieron presuntamente ir más allá: primero un poquito de desvío de capitales, luego unas gotas de malversación de fondos…Y en estas aparece la policía y se termina la fiesta.
            Mientras aplaudo a Kevin Spacey, al final de este prodigioso y duro Ricardo III, pienso que solo he aplaudido tanto cuando vi a Teddy Bautista tropezar con el manto de rey del mundo y rodar por la suntuosa escalinata de su palacio modernista. Y sin embargo a mí solo me robó unos pocos euros –pesetas entonces— que yo había desdeñado.  Y su banal historia de eficaz ejecutivo, no parece precisamente digna de Shakespeare; todo lo más, de Santiago Segura.


Domingo, 2 de octubre
ORTEGA Y LAS MUJERES

Antes de entrar a ver la tediosa Somewhere, de Sofia Coppola (un padre tontorrón tiene que llevar a su hija a una clase de patinaje artístico, y a la buena de Sofía no se le ocurre otra cosa que hacernos contemplar entero el numerito de la niña), me entretengo con la edición facsímil de Índice, la revista que Juan Ramón Jiménez publicó entre 1921 y 1922. Se inicia con una colaboración de Ortega:
“La esencia de la feminidad se revela en que un ser sienta realizado plenamente su destino cuando entrega su persona a otra persona”.
            “Para la mujer vivir es entregarse, para el hombre vivir es apoderarse”.
            “La mujer normalmente imagina, fantasea menos que el hombre y a ello debe su más fácil adaptación al destino real que le es impuesto”.
            “La sequía de imaginación caracteriza a la psique femenina”.
            “La mujer normal, no se olvide, es lo contrario de la fiera, la cual se lanza sobre la presa; ella es la presa que se lanza sobre la fiera”.
            ¿La mujer es la presa que se lanza sobre la fiera? ¿Habré leído bien? Sí, eso es exactamente lo que pensaba, a comienzos de los años veinte, una de las mentes más lúcidas de su tiempo. ¿Qué pensarían las otras?


Martes, 4 de octubre
VANIDOSO VALENTE

El 7 de diciembre de 1991 escribe José Ángel Valente en uno de los cuadernos que pasarían a formar parte de su Diario anónimo: “Retener el nombre de estas dos personas –Ramos Gascón y Martínez Sarrión— que no recuerdo haber conocido, como símbolo de la estupidez”. Un mes después añade: “No recuerdo por qué escribí, solo recuerdo que la conclusión era inamovible”.


            Martínez Sarrión sí lo recuerda, y nos lo cuenta en el diario El Pais. El libro colectivo España, hoy dedicó un apartado a la poesía que reproduce un trabajo suyo incluido en Una cultura portátil. En el trasvase desaparecieron las dos líneas dedicadas a Valente. Ese arañazo a su vanidad le bastó para llegar a la conclusión “inamovible” de sus autores eran el símbolo de la estupidez.
Siempre me he reído de la grotesca vanidad infantil de algunos escritores. La de José Ángel Valente parece que superaba, no ya a la de cualquier poetastro, sino hasta a la de su amigo Juan Goytisolo.


Miércoles, 5 de octubre
CRIMEN EN PERUGIA

Nada de lo que ocurra en Perugia me deja indiferente. Pero lo que estos días ocurre en Perugia no deja indiferente a nadie. La guapa Amanda Knox, fría como una de las rubias heroínas de Hitchcock, ha sido declarada inocente del asesinato de su amiga Meredith Kercher. Había sido condenada a 26 años de cárcel, y su novio de entonces, Raffaele Sollecito, a 25, por los siguientes hechos probados: en la prolongada celebración de Halloween del 2007, Kercher se negó a participar en un juego sexual junto a los dos condenados y Rudy Guede. Este acabó violándola mientras Sollecito la sujetaba. Amanda Knox terminó el juego apuñalándola repetidas veces. A Rudy Guede, de Costa del Marfil, que se movía entre los estudiantes sin serlo, quizá trapicheando con droga, lo juzgaron y condenaron aparte. Las familias de Knox y Sollecito, de otro nivel social, buscaron los mejores abogados. Y ahora han conseguido anular la condena porque las pruebas (el cuchillo encontrado en casa de Sollecito, por ejemplo) no fueron manipuladas adecuadamente. Lo curioso es que la condena de Rudy Guede sigue firme. Y él sabe quiénes le acompañaban. Pero se anula la condena de Raffaele y Amanda sin que nadie le traiga a testificar.


            Amanda dijo primero que estaba en la casa que compartía con su amiga Meredith, en la cocina, y que la oyó gritar. Luego se desdijo, acusó a la policía de haberla obligado a declararlo, y afirmo que estaba con su novio en casa de este. Pero nadie, salvo el novio, puede confirmar esa coartada. Numerosos testigos, los vieron, muy fumados y bebidos, deambular por los antros de la ciudad hasta que los tres decidieron volver a casa de Amanda. Meredith Kercher estaba ya allí, no tenía ganas de fiesta, no podía imaginar la fiesta que la esperaba.
            Los tres criminales trataron de simular un robo. Y esa es la hipótesis que más convenía a todos, a ellos y a nosotros. Aceptamos que Rudy Guede, un pequeño delincuente, pueda perder la cabeza y hacer un disparate. Sus cómplices han de ser como él, marginados, de clase baja, de familias desestructuradas. No buenos y guapos estudiantes de Erasmus por Europa. Raffaele es hijo de un médico, Amanda de una familia muy religiosa de Seattle, en Estados Unidos. Cierto que en las redes sociales le gustaba utilizar el pseudónimo de “zorrita Knox”, pero eso son bromas de chiquilla.
            No fueron Amanda y Raffaele, aunque lo fueran, los culpables. Fue el demonio que todos llevamos dentro el que aquella noche de Halloween se apoderó de ellos. Como la posesión diabólica no se considera atenuante, bien están las triquiñuelas legales que han permitido, después de cuatro años, dejar libres a esas otras víctimas. Y si Rudy Guede se sigue pudriendo en la cárcel, pues que se pudra. No era de los nuestros.


Jueves, 6 de octubre
ELOGIO DE LA INFIDELIDAD

Nigel Nicolson, en Retrato de un matrimonio, recoge el consejo que le dio su padre antes de casarse: “Dormir toda la vida con la misma persona, por mucho que la quieras, es una tontería tan grande como afirmar que Cumbres borrascosas es la mejor novela de lengua inglesa y, como consecuencia, no leer ninguna otra. Discretas infidelidades no estropean un matrimonio; todo lo contrario: lo enriquecen”.


Viernes, 7 de octubre
ADIÓS, OBAMA, ADIÓS

La bobería es contagiosa. La presunta “revolución española”, la de los indignados, alcanza Nueva York y acampa junto a Wall Street. Sandro Pozzi escribe: “Cada vez se alza más la protesta contra la clase dirigente política e incluso contra Barack Obama. ‘Votamos por un cambio que no llega con la suficiente rapidez’, señala Steve Shorts, llegado hace días desde la vecina Filadelfia”. Votante demócrata, se muestra desencantado: “Promesas, promesas y más promesas, nunca pasa nada, somos nosotros los que tenemos que traer el cambio”.


            Y no faltan los intelectuales a la violeta que ponen en relación esas protestas con la “primavera árabe”. Olvidan una pequeña diferencia. En un país no democrático y sin libertad de prensa las elecciones no representan la voluntad popular; esta se muestra en las calles, desafiando a la policía. Fue lo que ocurrió en la Rumanía de Ceaucescu y en el Egipto de Mubarak. En los países democráticos la voluntad popular –que pone y quita gobiernos— se manifiesta en las votaciones, no en las algaradas callejeras.
            En España los políticos de derecha arremeten contra los indignados (en realidad, se ríen de ellos) porque no les tienen ningún miedo; los de izquierda, en cambio, les adulan porque saben que les pueden hacer mucho daño fomentando la abstención (ya se lo han hecho en las pasadas elecciones).
            Mi amigo Martín López-Vega dice que me dedico a llamar tontos a los que no piensan como yo. Pero a mí jamás se me ocurriría calificar así a Trillo o a Cospedal, que de tontos no tienen un pelo. Su comportamiento político me parece de lo más inteligente: utilizan todos los medios, incluidos los legales, para conseguir lo que pretenden. En cambio, aunque esté de acuerdo con alguno de sus postulados, la palabra “tontería” es la primera que se me viene a la mente para calificar el comportamiento de quienes, pretendiendo unos fines, ayudan a alcanzar exactamente los contrarios. En Estados Unidos, por ejemplo, que la revolución ultraconservadora de los Tea Party –en comparación, Bush va a parecer un moderado— arrase en las próximas elecciones presidenciales. Si eso no es tontería, amigo López-Vega, que venga Dios y lo vea.