Viernes, 20 de enero
EN EL PARQUE LEZAMA
El momento que yo prefiero de la tertulia es a última
hora, en el Chelsea, cuando quedamos solos los más fieles y llega el momento de
las confidencias. Más de una vez, yo mismo, que nunca suelo hablar de cosas
personales, he estado a punto de mostrar mi corazón al desnudo, aunque siempre
he sabido contenerme en el último momento y he dejado que los que se desnudaran
–metafóricamente– fueran otros.
La noche
de este viernes ya solo quedábamos tres en aquella confortable penumbra, como
de club inglés para hombres solos, y cuando, tras un rato de silencio, iba yo a
comenzar hablar y a pedir consejo sobre un asuntillo que me trae a mal traer,
un desconocido se acercó a nosotros desde la barra con una copa en la mano.
“¿Les
molesta que me siente un momento? Soy amigo de Xuan Bello y él me ha dicho en
alguna ocasión que por qué no paso por vuestra tertulia. No acabo de decidirme,
pero hoy les he oído hablar del librero Abelardo Linares, que al parecer ha
estado en Asturias, y resulta que yo le conozco. Compró la biblioteca de mi
abuelo en Buenos Aires. Una biblioteca espléndida, quizá no debería haberla
vendido, pero qué iba a hacer con ella. Todo el que podía salía pitando de
aquella Argentina que hacía agua por todas partes. Mi abuelo no tenía estudios,
apenas si había ido a la escuela, pero era un gran lector. Había nacido en una
aldea de Somiedo y había escapado a América a los trece o catorce años. Era un
gran lector, ya dije. Primero recortaba los artículos de Unamuno, de Azorín, de
Pérez de Ayala, en los diarios de allí, en La
Prensa o en La Nación y luego fue
comprando los libros de los escritores españoles que admiraba tanto. Don Abelardo
–así le llamábamos allí– se quedó por cuatro pesos con primeras ediciones de
los más grandes. Cuando me vine a España, viví primero en Córdoba, donde tenía
familia mi exmujer, y el director de un suplemento literario, Antonio Rodríguez
creo que se llamaba, dijo que eso había que denunciarlo y quiso que yo hablara
mal del librero que, en realidad, nos había permitido sacar el billete para
España. Él hizo un buen negocio, pero no creo que yo pudiera haberlo hecho
mejor. Entonces se vendían muchas bibliotecas. Quería que yo escribiera un
artículo o entrevistarme, pero ni una cosa ni otra. Me habría gustado saludar
ahora a don Abelardo. Siento no haberme enterado antes y haber asistido a la
presentación en Cervantes. Conozco además a Ana Vega, de alguna noche en El Olivar.
Mi abuelo era muy tímido, leía y admiraba también a muchos escritores
argentinos, pero nunca se atrevió a acercarse a ninguno. Sin embargo, conoció a
Borges. Le gustaba repetir la historia, un poco como la gran aventura de su
vida, aunque toda su vida estaba llena de hazañas, no se llega a la Argentina
todavía casi niño, con una mano atrás y otra delante, y a los cuarenta años se
es dueño de una pequeña fortuna, que luego despilfarró mi padre, pero esa es
otra historia. Mi abuelo conoció a Borges antes de que se convirtiera en la
figura popular, una especie de Maradona de las letras, que sería después. Creo
que todavía eran los tiempos de Perón y Borges no estaba completamente ciego.
Al menos, todavía salía solo de casa, y sin bastón. Mi abuelo, al cruzar cierta
noche el parque Lezama, vio de lejos, en medio de una apartada glorieta, una
figura que le resultó vagamente familiar. Se acercó y enseguida reconoció a
Borges por las fotografías de sus libros, que coleccionaba cuidadosamente.
Estaba inmóvil, como esperando a alguien, en aquella noche de principios de
otoño, ya un poco fría. Mi abuelo dudó mucho si acercarse o no. No quería
molestar, pero aquel parque, cercar de La Boca, se convertía de noche en un
lugar peligroso, como todos los parques. “Disculpe que le moleste, señor
Borges, ¿puedo ayudarle en algo?”. El escritor se sobresaltó, abstraído en sus
pensamientos, no le había sentido llegar. “Tenía una cita, pero ya no creo que
venga. Si me acompaña a casa, se lo agradecería. Vivo en Maipú, muy cerca de la
plaza San Martín”. Mi abuelo le acompañó a casa y allí conoció a la madre, una
enérgica anciana, que estaba muy preocupada y le riñó como a un niño. “¡A quién
se le ocurre, Georgie, andar por ahí solo a estas horas!”. Varias veces pensó
en llamar a la policía, pero se fiaba menos de ella que de los malevos. Alguna
vez vio después mi abuelo al escritor, cuando ya era muy famoso, paseando por
Florida o en alguna confitería, pero nunca se atrevió a acercarse a él. Ni
siquiera le pidió que le dedicara un libro. Yo se lo reprochaba siempre que me
contaba esta historia”.
Sábado, 21 de enero
SOY EL CUERVO
Mi vida se puede compendiar en dos de las fábulas que
leíamos cuando niños. Una es la de la zorra y el cuervo, y en ella yo soy el
cuervo; otra, la de la zorra y las uvas.
Un
cuervo estaba en lo alto de un árbol con un queso, que acababa de robar, en el
pico. Una zorra pasó por allí y se le hizo la boca agua ante aquel apetitoso
manjar. “Qué gusto encontrarle, señor cuervo. Qué hermoso plumaje y, sobre todo,
qué maravillosa voz. El ruiseñor tiene mucha fama, pero cuando cante el cuervo
que se callen todos los ruiseñores”.
Y siguió
elogiándole y elogiándole hasta que el
cuervo, cada vez más orondo, no pudo resistir la tentación de ponerse a cantar
para que todo el mundo le admirara. Y entonces el queso se le cayó del pico y
mientras el cuervo seguía dando al viento su graznido con los ojos entrecerrados
de gozo, la zorra escapaba con el manjar relamiéndose de gusto.
¡Cuántas
veces me habrá pasado a mí lo mismo! Y no escarmiento.
Lunes, 23 de enero
NUNCA MIENTO
“Gabriel García Márquez situaba el origen de su
literatura en el viaje que hizo con su madre a Arataca para vender la casa de
sus abuelos en la que había pasado la niñez. Decía que había tenido lugar en
1950, antes de comenzar a escribir La
hojarasca. Un biógrafo demostró que había sido en 1952, cuando ese relato
ya estaba escrito. García Márquez no solo no rectificó, sino que quiso obligar
al biógrafo a cambiar la fecha. También decía que había llegado a México el 2
de julio de 1961, el mismo día en que Hemingway se pegaba un tiro, pero se
conservan cartas enviadas desde México antes de esa fecha. ¿También tú mientes
al contar tu vida? ¿También tú la arreglas para que resulte más interesante?”
(Enrique
Bueres me está haciendo una entrevista por etapas y de vez en cuando me
encuentro en el móvil con una larga pregunta que suelo responder brevemente.)
“Yo no
miento jamás. Pero si alguna vez mintiera procuraría hacerlo en aspectos de mi
vida en que no hubiera testigos o documentos que pudieran desmentirme. Tengo
más respeto por la verdad que el fantasioso Nobel, o no soy tan ingenuo.”
Jueves, 26 de enero
EN EL PRETIL DEL PUENTE
¿Quién no ha sentido alguna vez que la vida en general, y
la suya en particular, carece de sentido? A mí me ocurre muy de tarde en tarde,
pero me ocurre, y siempre cuando menos lo espero. Mi remedio es seguir
maquinalmente con las costumbres habituales (soy de esas personas que tienen
previsto, minuto a minuto, lo que han de hacer cada día), hasta que de pronto cualquier
aparente nimiedad --un libro en el escaparate de la librería, una mirada al
vuelo, una sonrisa que ni siquiera era para mí-- me devuelve la alegría y me
llena de gratitud por estar vivo. Pero a veces esos tropezones, ese meter el
pie en alguno de los socavones de la realidad, me sorprende fuera de mi rutina
habitual, en algún viaje.
Lo que
voy a contar ocurrió en Turín, hace tres o cuatro años, en el Turín en que se
volvió loco Nietzsche y se mató Pavese, un día de enero en que las calles
aparecieron cubiertas de nieve. Yo había ido a Turín con el pretexto de una
vaga cita amorosa que luego quedó en nada. El billete de regreso era para unos
días después y no tenía nada que hacer ni ganas de hacer nada.
Estaba
apoyado en el pretil de uno de los puentes sobre el Po, uno muy historiado y
con estatuas del que no recuerdo ahora el nombre, mirando las aguas oscuras,
sin sentir la nieve que había comenzado a caer y que comenzaba a empaparme y a
cubrirme de blanco, cuando sentí una mano sobre mi hombro.
"¿Qué
hay, amigo? ¿No estará pensando en hacer alguna locura?"
Me di la
vuelta avergonzado. "No, no". Debía de tener un aspecto tan
deplorable que hasta suscitaba la compasión de un transeúnte; sin duda temió
que pensara suicidarme arrojándome al agua, como en las malas novelas, esas a
las que les gusta parecerse a la vida misma. Aquel inesperado samaritano debía
tener entre cincuenta y sesenta años, pelo blanco, barba blanca muy bien
arreglada, por debajo del abrigo se adivinaban las solapas de un esmoquin. Solo
le faltaba un bastón con puño de plata y un sombrero de copa para parecer uno
de esos magos que actúan en los circos. Sombrero no llevaba, pero sí el bastón.
Me miraba muy serio, sin sonreír, y yo tras el primer momento de vergüenza
sentía un poco de miedo.
"Voy
a una fiesta. Si no tiene nada mejor que hacer, le invito a acompañarme. No
está el tiempo como para andar dando paseos por la calle".
Me
excusé como pude. "Regreso a mi hotel. Está aquí muy cerca". Y le
dije el nombre, no quería que pensara que yo era un vagabundo, un sin techo,
aunque así es como yo me sentía en aquel momento.
"No
hay más que hablar", dijo cogiéndome del brazo. "Hay bebidas, música,
buena calefacción y mujeres bonitas". No me vio muy entusiasmado.
"Mujeres o lo que usted prefiera, si prefiere otra cosa, que yo en eso no
me meto".
No
estaba mi ánimo precisamente para fiestas, pero tampoco tenía voluntad para
oponerme a nada, así que me dejé llevar. Cruzamos una calle con anchos
soportales, luego otra y por fin entramos en un palazzo con un gran portalón muy historiado y una rechinante
escalera. "El ascensor no funciona", me dijo. La puerta del piso se
abrió sin necesidad de que llamáramos. Dentro estaba muy oscuro, no parecía haber
nadie. Pero en un gran salón de techo abovedado y con frescos mitológicos unas
diez o doce personas estaban sentadas en torno a una mesa. Nos miraron en
silencio. Uno de ellos señaló con la mano dos asientos vacíos, uno a la
cabecera de la mesa y otro a su izquierda. Yo quise bromear: "No parece
muy animada la fiesta...". "Aún no ha comenzado, no se preocupe que
se va a divertir". Alguien sopló las velas que iluminaban tenuemente la
habitación y quedamos completamente a oscuras.
Cuando
regresé a mi hotel, ya había amanecido. Me tumbé en la cama y quedé dormido sin
siquiera quitarme la ropa. Desperté con mucha hambre, devoré el menú en un
restaurante cercano y regresé al puente para ver si volvía a aparecer el
misterioso anfitrión. No apareció y no fui capaz de encontrar de nuevo el palazzo.
¿Que qué
ocurrió allí? Resulta fácil de imaginar, no voy a entrar en detalles. A mí me
sirvió para sacar el pie del desgarrón en que lo había metido y para devolverme
las ganas de vivir. Ahora vuelvo siempre que puedo a Turín y siempre que vuelvo
me entretengo un rato contemplando las aguas del Po, apoyado en el pretil del
mismo puente, con la esperanza de que vuelva a aparecer aquel desconocido.