Borges afirmó que de todas las ciudades del planeta Ginebra es la más propicia a la felicidad. Una gris mañana de verano, recorro sus calles apacibles y en cuesta, asciendo hasta la catedral. No hay nadie a esta hora temprana. Me detengo un momento ante la silla de Calvino y luego subo los escalones de piedra de una de las torres. Nada me gusta más que ver una ciudad entera a mis pies. Recorro los cuatro lados de la torre norte, comenzando por el que mira al lago, que parece dormitar aún en su grisura, sin alzar siquiera el dedo juguetón del Jet d’eau y pienso, no sé por qué, o quizá sí, en Amiel.
La vida de Enri-Frederic Amiel transcurrió sin brillo ninguno durante sesenta años para luego, póstumamente, fascinar al mundo con su diario.
Primero se dieron a conocer unos cientos de retocadas páginas que mostraban al profesor rutinario y oscuro como un sagaz moralista y casi como un santo. Luego, tras el centenario de su nacimiento, aparecieron otras algo distintas: “Después de haber dormido en todos los lechos de Europa, desde Upsala a Malta, desde Saint-Maló a Viena, en las cabañas de los pastores y a dos pasos de las prostitutas de Nápoles, no conozco la voluptuosidad más que en la imaginación”.
Los discípulos de Freud comenzaron a frotarse las manos: “Poseer un temperamento precoz, gustar de lecturas enervantes, haber tenido las ocasiones más seductoras desde antes de los veinte años, ser curioso e inflamable, errar por el mundo y regresar siempre a casa con la inexperiencia de un niño”. Fuera donde fuera –se ha dicho— llevaba siempre a la puritana Ginebra consigo, para él la ciudad más propicia a la desdicha.
Pero Amiel, el casto y puntilloso profesor, fue un Casanova en su imaginación. ¿Por qué solo en ella? Por respeto: “No puedo soportar la idea de corromper, y las mujeres a las que yo no hubiera podido manchar no serían digna de mí”.
Como Pessoa, vivió todo de todas las maneras, pero solo en la fantasía. ¿Fue por ello menos feliz que el insaciable fornicador veneciano? Quizá no. Más de una vez, sin dejar Ginebra, se encontró en el paraíso: “He tenido una impresión ateniense al cruzar la Place-Neuve. Inundación de luz, alegría de los ojos, bellas formas bajo la cúpula de límpido azul. Ligereza del ser, pensamiento con alas. Me creía de nuevo joven y sentía como un griego. Ante mí estaba, deslumbrante, Palas Atenea”.
Cualquier vida es un misterio. También la de Amiel, aunque quiso contárnosla entera a lo largo de miles de páginas: “Siempre estamos solos para las cosas capitales de la vida, y nuestra verdadera historia nunca será descifrada por nadie. El secreto que guardamos es intransferible por mucho que hablemos de él. Lo más verdadero de nosotros mismos jamás se muestra”. Ni siquiera a nosotros mismos.
viernes, 28 de agosto de 2009
domingo, 23 de agosto de 2009
Misteriosa Avilés
Javier de Maistre viajó alrededor de su cuarto. En este melancólico y fresco agosto, cuando no hay nada que hacer y el tiempo parece girar sobre sí mismo, yo he decidido de pronto hacer el más extravagante de los viajes: un paseo guiado por mi ciudad como cualquier anónimo turista.
La visita comienza en la Plaza del Parche, vagamente triangular, palaciega y soportalada. Cuando yo era niño, había en el centro una fuente y alrededor circulaban los coches. Ahora es peatonal y parece mucho más grande. En verano, las terrazas de los cafés, frente a los soportales, le dan un vago aire veneciano.
Seis calles salen de esta plaza. ¿Por cuál seguir? El grupo avanza, y yo con él, hacia La Ferrería, húmeda y medieval, que atravesaba de parte a parte la vieja villa amurallada. En esta calle, un tiempo retumbante con el golpeteo de las fraguas, se construyeron también palacios. En uno de ellos, el de Valdecazarna, dicen que se alojó Pedro el Cruel. Yo recuerdo que, antes de ser archivo municipal, había en sus bajos una tienda de ultramarinos. El niño que entraba tímido y deslumbrado en aquella olorosa caverna multicolor no es menos remoto que el antiguo rey.
Parque del Muelle, construido a fines del XIX sobre terrenos ganados a la marisma. Con sus estatuas mitológicas y su templete para la música, conserva una marchita gracia de otro tiempo, una venenosa melancolía.
Cerca del parque, en el centro de lo que antes fue un poblado de pescadores, está la vieja iglesia de Sabugo, miniatura románica que en la altiva fachada principal alza unas cejas ya góticas.
Entramos luego en la Plaza del Mercado, con sus blancas galerías acristaladas, sus esbeltas columnas de hierro y el ganchillo de la rejería. Bullicioso mercado de los lunes, a donde venía de la mano de mi madre. En un puesto de libros viejos, en el casi todo eran resobadas noveluchas, hice mi primer hallazgo bibliográfico: la edición princeps de El terno del difunto, esperpento de Valle-Inclán.
Palacio de Camposagrado: escudos fanfarrones, columnas salomónicas, una arquería sobre la muralla que antes daba al mar. En sus bajos había una ferretería, Los Castros, y el resto estuvo dividido en pisos.
Palacio de Ferrera, hoy hotel, con su inmenso parque y su secreto jardín francés. Cumpliendo una ilusión del niño que rodeaba los altos muros de su secreto jardín, que atisbaba figuras misteriosas tras las altas ventanas, algunas veces he dormido en él, tan cerca y tan lejos de la casa familiar.
Calle de San Francisco: fachadas modernistas frente al oscuro convento, mascarones de una fuente barroca, antología de columnas (esta es también, como La Habana, la ciudad de las columnas).
Calle Galiana, con sus amplios soportales en los que una parte, empedrada, estaba destinada al ganado (que también tenía derecho a no mojarse los días de invierno) y otra, enlosada, a los vecinos. Cuando yo era niño, allí se ponían los vendedores de madreñas.
Calle del Rivero, calle la del Cristo, mi calle, valetudinaria y franciscana, con su fuente dieciochesca que todavía me susurra al oído fábulas de infancia, distantes murmullos del paraíso. ¡Cuántas veces la recorrí soñando con irme a otra parte, a cualquier parte!
Y luego, cuando más quería emborracharme de aventura y melancolía, el paseo de la ría. El mar estaba ahí fuera, esperándome, pero no se veía por ninguna parte.
Paseo Avilés, mi ciudad, y la veo hermosa y ajena, más misteriosa que los lugares donde nunca he estado y a los que llego por primera vez.
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viernes, 14 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (y 12): Fin de fiesta
No sé dónde he leído que un hombre feliz es el que hace realidad en la madurez sus sueños de adolescencia. En ese caso, yo soy un hombre feliz.
Hay fiesta de despedida en la cubierta superior del Cervantes Saavedra. Tras los breves discursos, tras la entrega de diplomas y regalos, Miguel sube a lo alto del puente y allí instala los altavoces. Comienza a sonar, estridente e inarmónica, o así me lo parece, su música favorita. En seguida se agitan, en grata mezcolanza, estudiantes y marinería. El ritmo resulta cada vez más hipnótico. Yo siento que mis pies empiezan a moverse, pero me contengo, me hago a un lado, como siempre, trato de mirar la vida desde fuera. Pero tendría que taparme con cera los oídos, igual que los marineros de Ulises o atarme a uno de los palos, para ser capaz de vencer a la tentación. A la cabeza me vienen unos versos de Vicente Aleixandre (en cualquier situación, yo tengo siempre la glosa poética a punto): “No es bueno quedarse en la orilla / como el molusco que quiere perpetuamente imitar a la roca”.
Y no me quedo. Allá voy yo, agitándome con más entusiasmo que arte, a colocarme en medio de Katia, José Miguel, Celso, el jefe de máquinas, Cristiana, el segundo oficial. Y así sigo durante más de dos horas. Nada raro, si no fuera porque el día ha comenzado a las seis de la mañana y ha incluido largas caminatas, fatigosas visitas a los centros de la Armada en San Fernando y un paseo por el Puerto de Santa María. Nada raro, si no fuera por otro pequeño detalle: yo no he bailado en mi vida.
La mitad de la belleza del mundo está en los ojos que la miran. Desde el principio, desde que vieron los camarotes que les había tocado en suerte, hubo quienes se dedicaron a protestar (no citaré sus nombres, para que no se enfade mi amigo Adrián). Luego todas las ciudades, y especialmente Cádiz, les parecieron sucias y feas. Yo recordaba un poema de Antonio Beccadelli que traduje hace algún tiempo: “Matías Lupo ha estado en Grecia. A la vuelta / nos trae estas buenas noticias: / de la fuente Castalia no mana ni una gota, / solo se encuentran troncos resecos de laurel, / de las ninfas se ha perdido hasta el recuerdo. / En suma, no queda nada: él se ha informado bien”.
¿Qué es Grecia para el que no sabe mirar? Calor y ruinas. Los dioses no se muestran a los que no son dignos de ellos.
Yo no sé si lo he sido. Sé que aspiré a serlo y que por ello fui recompensado. Hubo malos momentos que ahora, mientras bailo, rememoro con una sonrisa. Aquella noche en que me tocó fregar a la hora de la cena. No hay bastantes cubiertos y por eso, tras cada turno, hay que dejar limpio todo rápidamente para que pueda cenar el turno siguiente. Terminamos casi a las doce de la noche, el mar se había ido alterando, la estrecha cocina se bamboleaba peligrosamente, el suelo estaba encharcado de las salpicaduras de los grifos y las olas, había que sujetarse con una mano y fregar con la otra, algo ciertamente difícil…
Pero de cualquier problema compensaban los amaneceres. Salía uno del angosto cubículo (era para dos personas, pero no cabían en él dos personas de pie: había que acostarse primero una y luego, cuando ya estaba en la litera, la otra), subía a cubierta y se encontraba inmediatamente a las puertas del paraíso. Colecciono amaneceres. De este viaje me he traído un puñado de piezas deslumbrantes que son las mejores de mi colección.
Sigue la fiesta. Ahora suena una música oriental y todos nos hemos hecho a un lado formando un círculo. Katia, la fascinante Katia, se ha puesto a bailar la danza del vientre. Estamos en un puerto de las mil y una noches. Danza, danza ante los ojos embobados de todos y uno quisiera que aquel momento no se acabara nunca. Ya no es una estudiante portuguesa, ahora es la Telezusa de Marcial y Víctor Botas trazando la caligrafía del placer al ritmo de los crótalos béticos.
Un paseante solitario recorre el muelle. Se queda pasmado mirando aquel corro feliz en la cubierta del velero, aquella rubia diosa que danza y danza. Me imagino su envidia. Somos jóvenes y felices y todo nos está permitido. Se rompe el corro, volvemos a bailar todos con todos, dos marineros lo hacen juntos evocando una imagen de Genet o Fassbinder…
Hubo malos momentos, sí. Lo que al principio parecía más difícil de soportar era la falta de intimidad. Imposible estar solo, ni siquiera a la hora de dormir. Demasiada gente en un espacio demasiado pequeño. Luego resultó que era fácil aislarse. Uno se sentaba en la amura de babor, o de estribor, mirando el cabrilleo de las olas, absorto en sus pensamientos o escuchando música en el iPod, y la gente pasaba sigilosa por su lado, respetando su intimidad. La noche más hermosa, la noche en que salieron a relucir como nunca todas las estrellas mientras la luna poco a poco se iba sumergiendo en las aguas, fuimos varios los que nos tendimos en cubierta, cara al cielo, cada uno en su mundo, todos igualmente inmersos en la inmensidad.
Hubo también, como no podía ser de otra manera, una creciente tensión erótica. Sonrisas, miradas, tímidos acercamientos. Pero no creo que nada llegara a nada. Lo más propicio a la castidad es la falta de intimidad. Y los jóvenes, ¿para que engañarnos?, gustan más del alcohol que aturde que del Eros que sutiliza el entendimiento.
Continúa la fiesta, con la ciudad en torno nuestro reflejándose en las aguas de la bahía. “¿Por qué para ser feliz / es preciso no saberlo?”, se preguntaba Pessoa. Yo sé que soy feliz esta noche en que no tengo ninguna gana de irme a dormir, por primera vez en mi vida, y en que sé que mañana me acostaré ya en mi cómoda casa, al otro lado del mundo, y Katia y todos los demás desaparecerán de mis días, probablemente para siempre.
En el desayuno me encuentro con Miguel, ojeroso. “¿Qué tal lo llevas?”, le pregunto. “Después de la fiesta, me tocó estar de guardia. Lo llevo como puedo”.
Unos minutos después subimos al autobús para atravesar, de un tirón, España de punta a punta. En la última imagen que tengo del Cervantes Saavedra, el joven marino, recostado en la proa, mira con melancolía a los que marchan. Seguramente habría querido venirse con nosotros. No sé si ha quedado claro que lo que a mí me habría gustado es quedarme, que este viaje no acabara nunca.
Y nunca acabará, nunca terminará de borrarse su estela en la memoria.
Hay fiesta de despedida en la cubierta superior del Cervantes Saavedra. Tras los breves discursos, tras la entrega de diplomas y regalos, Miguel sube a lo alto del puente y allí instala los altavoces. Comienza a sonar, estridente e inarmónica, o así me lo parece, su música favorita. En seguida se agitan, en grata mezcolanza, estudiantes y marinería. El ritmo resulta cada vez más hipnótico. Yo siento que mis pies empiezan a moverse, pero me contengo, me hago a un lado, como siempre, trato de mirar la vida desde fuera. Pero tendría que taparme con cera los oídos, igual que los marineros de Ulises o atarme a uno de los palos, para ser capaz de vencer a la tentación. A la cabeza me vienen unos versos de Vicente Aleixandre (en cualquier situación, yo tengo siempre la glosa poética a punto): “No es bueno quedarse en la orilla / como el molusco que quiere perpetuamente imitar a la roca”.
Y no me quedo. Allá voy yo, agitándome con más entusiasmo que arte, a colocarme en medio de Katia, José Miguel, Celso, el jefe de máquinas, Cristiana, el segundo oficial. Y así sigo durante más de dos horas. Nada raro, si no fuera porque el día ha comenzado a las seis de la mañana y ha incluido largas caminatas, fatigosas visitas a los centros de la Armada en San Fernando y un paseo por el Puerto de Santa María. Nada raro, si no fuera por otro pequeño detalle: yo no he bailado en mi vida.
La mitad de la belleza del mundo está en los ojos que la miran. Desde el principio, desde que vieron los camarotes que les había tocado en suerte, hubo quienes se dedicaron a protestar (no citaré sus nombres, para que no se enfade mi amigo Adrián). Luego todas las ciudades, y especialmente Cádiz, les parecieron sucias y feas. Yo recordaba un poema de Antonio Beccadelli que traduje hace algún tiempo: “Matías Lupo ha estado en Grecia. A la vuelta / nos trae estas buenas noticias: / de la fuente Castalia no mana ni una gota, / solo se encuentran troncos resecos de laurel, / de las ninfas se ha perdido hasta el recuerdo. / En suma, no queda nada: él se ha informado bien”.
¿Qué es Grecia para el que no sabe mirar? Calor y ruinas. Los dioses no se muestran a los que no son dignos de ellos.
Yo no sé si lo he sido. Sé que aspiré a serlo y que por ello fui recompensado. Hubo malos momentos que ahora, mientras bailo, rememoro con una sonrisa. Aquella noche en que me tocó fregar a la hora de la cena. No hay bastantes cubiertos y por eso, tras cada turno, hay que dejar limpio todo rápidamente para que pueda cenar el turno siguiente. Terminamos casi a las doce de la noche, el mar se había ido alterando, la estrecha cocina se bamboleaba peligrosamente, el suelo estaba encharcado de las salpicaduras de los grifos y las olas, había que sujetarse con una mano y fregar con la otra, algo ciertamente difícil…
Pero de cualquier problema compensaban los amaneceres. Salía uno del angosto cubículo (era para dos personas, pero no cabían en él dos personas de pie: había que acostarse primero una y luego, cuando ya estaba en la litera, la otra), subía a cubierta y se encontraba inmediatamente a las puertas del paraíso. Colecciono amaneceres. De este viaje me he traído un puñado de piezas deslumbrantes que son las mejores de mi colección.
Sigue la fiesta. Ahora suena una música oriental y todos nos hemos hecho a un lado formando un círculo. Katia, la fascinante Katia, se ha puesto a bailar la danza del vientre. Estamos en un puerto de las mil y una noches. Danza, danza ante los ojos embobados de todos y uno quisiera que aquel momento no se acabara nunca. Ya no es una estudiante portuguesa, ahora es la Telezusa de Marcial y Víctor Botas trazando la caligrafía del placer al ritmo de los crótalos béticos.
Un paseante solitario recorre el muelle. Se queda pasmado mirando aquel corro feliz en la cubierta del velero, aquella rubia diosa que danza y danza. Me imagino su envidia. Somos jóvenes y felices y todo nos está permitido. Se rompe el corro, volvemos a bailar todos con todos, dos marineros lo hacen juntos evocando una imagen de Genet o Fassbinder…
Hubo malos momentos, sí. Lo que al principio parecía más difícil de soportar era la falta de intimidad. Imposible estar solo, ni siquiera a la hora de dormir. Demasiada gente en un espacio demasiado pequeño. Luego resultó que era fácil aislarse. Uno se sentaba en la amura de babor, o de estribor, mirando el cabrilleo de las olas, absorto en sus pensamientos o escuchando música en el iPod, y la gente pasaba sigilosa por su lado, respetando su intimidad. La noche más hermosa, la noche en que salieron a relucir como nunca todas las estrellas mientras la luna poco a poco se iba sumergiendo en las aguas, fuimos varios los que nos tendimos en cubierta, cara al cielo, cada uno en su mundo, todos igualmente inmersos en la inmensidad.
Hubo también, como no podía ser de otra manera, una creciente tensión erótica. Sonrisas, miradas, tímidos acercamientos. Pero no creo que nada llegara a nada. Lo más propicio a la castidad es la falta de intimidad. Y los jóvenes, ¿para que engañarnos?, gustan más del alcohol que aturde que del Eros que sutiliza el entendimiento.
Continúa la fiesta, con la ciudad en torno nuestro reflejándose en las aguas de la bahía. “¿Por qué para ser feliz / es preciso no saberlo?”, se preguntaba Pessoa. Yo sé que soy feliz esta noche en que no tengo ninguna gana de irme a dormir, por primera vez en mi vida, y en que sé que mañana me acostaré ya en mi cómoda casa, al otro lado del mundo, y Katia y todos los demás desaparecerán de mis días, probablemente para siempre.
En el desayuno me encuentro con Miguel, ojeroso. “¿Qué tal lo llevas?”, le pregunto. “Después de la fiesta, me tocó estar de guardia. Lo llevo como puedo”.
Unos minutos después subimos al autobús para atravesar, de un tirón, España de punta a punta. En la última imagen que tengo del Cervantes Saavedra, el joven marino, recostado en la proa, mira con melancolía a los que marchan. Seguramente habría querido venirse con nosotros. No sé si ha quedado claro que lo que a mí me habría gustado es quedarme, que este viaje no acabara nunca.
Y nunca acabará, nunca terminará de borrarse su estela en la memoria.
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jueves, 13 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (11): Plaza de armas
Nada me gusta más que los viajes en el espacio que son también viajes en el tiempo y las raras coincidencias del azar. Leía yo los diarios de Francisco de Miranda, el patriota venezolano que a finales del XVIII visitó Nueva York y Venecia, cuando me entero de que esta mañana nos toca visitar el astillero de La Carraca, donde estuvo prisionero y murió un día de julio de 1816.
El libro, que compré ayer en una librería de viejo gaditana, lo editó en 1977 la Editora Nacional, todavía situada en la Avenida del Generalísimo. Qué remoto ese año en que yo recorrí por primera vez Portugal desde Valença do Minho hasta Vila Real de Santo António y en el que ya tenía más edad que la mayor parte de quienes me acompañan en esta rara singladura.
En Nueva York, Francisco de Miranda decide hacer una pequeña incursión en Long Island. A las doce del mediodía se embarca en compañía de Jack Evers, un joven de dieciocho años que se brinda a ayudarle y que en menos de quince minutos, en medio de gran cantidad de hielo, le deja en un pequeño lugar de la ribera opuesta llamado Brooklyn. Allí comieron en la posada principal, bastante buena.
Venecia, todavía independiente y republicana, le gustó menos que la joven Nueva York: “No se puede negar que al aproximarse el espectáculo impone. Tantos hermosos edificios que parece que salen del agua, la vista del Canal Grande y el de la Giudecca con las islas adyacentes… Pero cuando se desembarca y se comienza a ver la porquería que cubre las calles esa impresión disminuye infinitamente”.
Con el diario de viajes de Francisco de Miranda en el bolsillo, llego al arsenal de La Carraca, semioculto en el destartalado laberinto desarrollista de la isla de San Fernando. Otra isla resulta este lugar. Parado en medio de la Plaza de Armas, rodeado de edificios dieciochescos, miro hacia la hermosa Puerta del Mar y leo la inscripción latina que ya me encontré en la Escuela Naval de Marín: “Tu regere ymperio fluctus hispane memento”. Tú, español, recuerda que riges un imperio sobre las olas.
Sabía que lo mejor de España tiene su origen en el siglo de Feijoo y Jovellanos. No sabía que donde el espíritu dieciochesco se mantiene más ejemplarmente es en la Armada. Cruzo la Puerta del Mar. Están desarmando el Hernán Cortés, un transporte de guerra fabricado en Norteamérica en los años setenta, y un poco más allá ponen a punto al Juan Sebastián Elcano, cuya juvenil gallardía sigue intacta a pesar de que ya ha cumplido ochenta años. Como mascarón de proa lleva a la dorada Minerva, diosa de la sabiduría y de la guerra. Ningún símbolo mejor.
Visitamos después el Real Instituto y Observatorio de la Armada, fundado por Jorge Juan, un centro de investigación entre los primeros del mundo y además un fabuloso museo de la ciencia –con la particularidad de que todos los instrumentos que se expones han sido allí mismo utilizados-- y una biblioteca no menos fabulosa. El elegante edificio neoclásico, con su cúpula para estudiar las estrellas, está semiescondido por horrendas torres residenciales. “España es así, señora”, parafraseo.
Fernando Belizón, capitán de navío, director del Observatorio, nos sirve de guía con alacridad y precisión, no en vano es matemático: la Sección de Efemérides, donde desde 1791 se elabora el Almanaque Náutico, publicado anualmente desde entonces; la Sección de Astronomía que participa, junto al Instituto de Astronomía de Cambridge y el Observatorio de la Universidad de Copenhague en los trabajos del Círculo Meridiano Automático Carlsberg, instalado en la isla de la Palma (admiramos el Astrolabio Danjon y el Astrógrafo Gautier, que en 1887 levantó una de las primeras cartas fotográficas del cielo); la Sección de Hora, con su batería de relojes atómicos de haz de cesio y sus patrones de rubidio que permiten establecer una escala de Tiempo Universal Coordinado propia (“Aquí vendemos la hora”, nos dice el director, “y es un buen negocio”); la Sección de Geofísica, con sus variómetros de tensión fotoeléctrica, sus magnetómetros de protones y sus redes sísmicas de corto período y de banda ancha… Yo escucho con la misma fascinación con que, a los diez años, leía las extensas digresiones científicas de las novelas de Julio Verne, pero los alumnos no están por la labor: nos siguen perezosamente de una estancia a otra, de un edificio a otro, aprovechan cualquier sombra para quedarse aletargados. Don Fernando Belizón ha de contenerse para no cuadrarse y ponerlos a todos firmes; se conforma con continuas ironías: “Parecen ustedes un poco cansados; se nota que han navegado mucho”. Y yo sonrío: “Sí, toda la noche por la noche de Cádiz”.
Esta visita al Observatorio de San Fernando me recuerda una anécdota que cuenta Juan de la Cierva en sus memorias. Allá por 1909, cuando era Ministro de Instrucción Pública, visitó el Observatorio madrileño (en sus alrededores comienza la novela de Galdós El doctor Centeno) donde le sorprendieron unas cajas sin abrir. Preguntó que contenían y nadie supo darle razón. Ya estaban allí cuando nombraron al director. Mandó que las abrieran y contenían lentes para el telescopio, las más modernos y avanzadas que podían encontrarse allá por 1808, cuando el encargo de Godoy… Llegaron tras la caída del Ministro y nadie había tenido desde entonces curiosidad para abrir aquellas cajas. En este Observatorio de la Armada nunca pudieron permitirse el lujo de no tratar de estar entre los mejores.
Un guía muy gaditano, con guasa y algo de sal gorda, nos muestra el Panteón de Marinos Ilustres. La oración inscrita en uno de los muros termina de la más conmovedora manera: “Acuérdate también, Señor, de los enemigos que lucharon contra nosotros en combate con nobleza y con honor. Dales gloria eterna”.
Como buen español de un tiempo de miseria, como buen republicano, mis simpatías hacia el ejército no han sido nunca excesivas. En el arsenal de La Carraca (que lleva el mismo nombre que aquella fortaleza que Carlos V hizo construir en la laguna de Túnez), me veo obligado a prescindir de algunos prejuicios.
Si lo mejor de España tiene su origen en el siglo XVIII, la audacia racionalista de ese siglo quizá en ninguna institución se mantiene mejor que en la Armada. Me alegra comprobar que todavía aprendo.
El libro, que compré ayer en una librería de viejo gaditana, lo editó en 1977 la Editora Nacional, todavía situada en la Avenida del Generalísimo. Qué remoto ese año en que yo recorrí por primera vez Portugal desde Valença do Minho hasta Vila Real de Santo António y en el que ya tenía más edad que la mayor parte de quienes me acompañan en esta rara singladura.
En Nueva York, Francisco de Miranda decide hacer una pequeña incursión en Long Island. A las doce del mediodía se embarca en compañía de Jack Evers, un joven de dieciocho años que se brinda a ayudarle y que en menos de quince minutos, en medio de gran cantidad de hielo, le deja en un pequeño lugar de la ribera opuesta llamado Brooklyn. Allí comieron en la posada principal, bastante buena.
Venecia, todavía independiente y republicana, le gustó menos que la joven Nueva York: “No se puede negar que al aproximarse el espectáculo impone. Tantos hermosos edificios que parece que salen del agua, la vista del Canal Grande y el de la Giudecca con las islas adyacentes… Pero cuando se desembarca y se comienza a ver la porquería que cubre las calles esa impresión disminuye infinitamente”.
Con el diario de viajes de Francisco de Miranda en el bolsillo, llego al arsenal de La Carraca, semioculto en el destartalado laberinto desarrollista de la isla de San Fernando. Otra isla resulta este lugar. Parado en medio de la Plaza de Armas, rodeado de edificios dieciochescos, miro hacia la hermosa Puerta del Mar y leo la inscripción latina que ya me encontré en la Escuela Naval de Marín: “Tu regere ymperio fluctus hispane memento”. Tú, español, recuerda que riges un imperio sobre las olas.
Sabía que lo mejor de España tiene su origen en el siglo de Feijoo y Jovellanos. No sabía que donde el espíritu dieciochesco se mantiene más ejemplarmente es en la Armada. Cruzo la Puerta del Mar. Están desarmando el Hernán Cortés, un transporte de guerra fabricado en Norteamérica en los años setenta, y un poco más allá ponen a punto al Juan Sebastián Elcano, cuya juvenil gallardía sigue intacta a pesar de que ya ha cumplido ochenta años. Como mascarón de proa lleva a la dorada Minerva, diosa de la sabiduría y de la guerra. Ningún símbolo mejor.
Visitamos después el Real Instituto y Observatorio de la Armada, fundado por Jorge Juan, un centro de investigación entre los primeros del mundo y además un fabuloso museo de la ciencia –con la particularidad de que todos los instrumentos que se expones han sido allí mismo utilizados-- y una biblioteca no menos fabulosa. El elegante edificio neoclásico, con su cúpula para estudiar las estrellas, está semiescondido por horrendas torres residenciales. “España es así, señora”, parafraseo.
Fernando Belizón, capitán de navío, director del Observatorio, nos sirve de guía con alacridad y precisión, no en vano es matemático: la Sección de Efemérides, donde desde 1791 se elabora el Almanaque Náutico, publicado anualmente desde entonces; la Sección de Astronomía que participa, junto al Instituto de Astronomía de Cambridge y el Observatorio de la Universidad de Copenhague en los trabajos del Círculo Meridiano Automático Carlsberg, instalado en la isla de la Palma (admiramos el Astrolabio Danjon y el Astrógrafo Gautier, que en 1887 levantó una de las primeras cartas fotográficas del cielo); la Sección de Hora, con su batería de relojes atómicos de haz de cesio y sus patrones de rubidio que permiten establecer una escala de Tiempo Universal Coordinado propia (“Aquí vendemos la hora”, nos dice el director, “y es un buen negocio”); la Sección de Geofísica, con sus variómetros de tensión fotoeléctrica, sus magnetómetros de protones y sus redes sísmicas de corto período y de banda ancha… Yo escucho con la misma fascinación con que, a los diez años, leía las extensas digresiones científicas de las novelas de Julio Verne, pero los alumnos no están por la labor: nos siguen perezosamente de una estancia a otra, de un edificio a otro, aprovechan cualquier sombra para quedarse aletargados. Don Fernando Belizón ha de contenerse para no cuadrarse y ponerlos a todos firmes; se conforma con continuas ironías: “Parecen ustedes un poco cansados; se nota que han navegado mucho”. Y yo sonrío: “Sí, toda la noche por la noche de Cádiz”.
Esta visita al Observatorio de San Fernando me recuerda una anécdota que cuenta Juan de la Cierva en sus memorias. Allá por 1909, cuando era Ministro de Instrucción Pública, visitó el Observatorio madrileño (en sus alrededores comienza la novela de Galdós El doctor Centeno) donde le sorprendieron unas cajas sin abrir. Preguntó que contenían y nadie supo darle razón. Ya estaban allí cuando nombraron al director. Mandó que las abrieran y contenían lentes para el telescopio, las más modernos y avanzadas que podían encontrarse allá por 1808, cuando el encargo de Godoy… Llegaron tras la caída del Ministro y nadie había tenido desde entonces curiosidad para abrir aquellas cajas. En este Observatorio de la Armada nunca pudieron permitirse el lujo de no tratar de estar entre los mejores.
Un guía muy gaditano, con guasa y algo de sal gorda, nos muestra el Panteón de Marinos Ilustres. La oración inscrita en uno de los muros termina de la más conmovedora manera: “Acuérdate también, Señor, de los enemigos que lucharon contra nosotros en combate con nobleza y con honor. Dales gloria eterna”.
Como buen español de un tiempo de miseria, como buen republicano, mis simpatías hacia el ejército no han sido nunca excesivas. En el arsenal de La Carraca (que lleva el mismo nombre que aquella fortaleza que Carlos V hizo construir en la laguna de Túnez), me veo obligado a prescindir de algunos prejuicios.
Si lo mejor de España tiene su origen en el siglo XVIII, la audacia racionalista de ese siglo quizá en ninguna institución se mantiene mejor que en la Armada. Me alegra comprobar que todavía aprendo.
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miércoles, 12 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (10): Duermo en el mar
Atraca el velero junto a un inmenso navío. Salto a tierra y noto su balanceo. Cádiz es un gozoso galeón cargado de tesoros que acaba de llegar de las Indias, o a punto de partir para La Habana. Con qué impaciencia lo vi asomar en el horizonte en una mañana de límpido y fresco azul, de esas que solo se encuentran en el mar. Poco a poco fui distinguiendo elementos en el único trazo oscuro. En un extremo, con su faro antena, el castillo de San Sebastián. En el centro, haciéndose notar con los primeros destellos, la cúpula de la catedral.
Atracamos en el muelle Reina Victoria. Antes de quedar libre para escudriñar a mi aire todos los rincones de la ciudad, tenemos una visita guiada por dos profesores de la Universidad. Yo me preocupo de que nadie se distraiga y se pierda. Un trabajo enojoso, con este calor y con mi impaciencia, que me lleva a trotar siempre en primera fila y a anticiparme a las explicaciones del guía. Un trabajo enojoso si fuera un trabajo, pero solo es un divertimento más. Aguardo a los alumnos que se demoran en una heladería y luego los llevo hasta donde espera el autobús.
Como todavía no tengo sesenta años -me faltan unos meses-, estoy aprendiendo algunas cosas. Por ejemplo, a no interrumpir y a no discutir. Pero, claro, ante el aparatoso monumento a la constitución de 1812 (ahora la ciudad se pone a punto para el segundo centenario) no puedo dejar de decir algo cuando oigo hablar de la invasión napoleónica y de los españoles que se levantan para defender a su gobierno legítimo. No, señor, la legalidad estaba de parte del rey José; lo que hubo entonces fue otra cosa: un motín y una revolución.
La historia de España, como la de cualquier país, está llena de historietas. Qué absurdo, qué ridículo resulta cualquier nacionalismo siempre que no sea el nuestro. Pero yo he aprendido a ver la ridiculez incluso en casa propia. A mí que no me vengan con cuentos patrioteros.
Puesto que todo en Cádiz está dispuesto para conmemorar el fausto acontecimiento del año 12 (el anterior centenario llenó la ciudad de redichas placas conmemorativas), yo también quiero celebrarlo a mi manera y en una librería de viejo de la plaza de San Francisco compro una edición facsímil de la tan nombrada “Constitución política de la nación española”. Resulta fascinante desde el primer capítulo, donde se define a la nación española como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. ¿Y quiénes son los españoles? “Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de estos”. Esa condición se pierde cuando uno se convierte “en criado doméstico”. Entre sus principales obligaciones se encuentra la de ser “justos y benéficos”.
Cuántas tonterías ha tenido uno que oír sobre la constitución del 12. Cuántas tendré que oír en los próximos años. Me froto las manos ante las veces en que podré llevar la contraria. A ser dócil y tragarme todos los cuentos ya aprenderé cuando sea más viejo. Cuando me dé por leer Millenium y otras majaderías. (Siempre he creído que las modas lectoras son como la gripe A: algo que se contagia involuntariamente, una especie de necia pandemia).
A mí Cádiz me recuerda a Venecia y a Nueva York. A muchos les parece un absurdo, pero yo creo que esa relación, para el que sabe mirar y sabe sentir, resulta evidente. Se trata de tres ciudades navíos, ancladas en medio de las aguas, dispuestas para partir. (Cuando hablo de Nueva York, hablo solo de Manhattan, no del conglomerado administrativo al que ahora se llama así). Battery Park es la quilla de un navío cuyos altos mástiles son los rascacielos. También Venecia, como Cádiz, tiene su puerta de tierra allá en el feo Piazzale Roma, ahora engalanado con el grácil y poco practicable –marca del artista- puente de Calatrava.
De Cádiz me gustan las calles largas y rectas, como los estrechos pasillos entre los camarotes de un barco, con el regalo inesperado de las plazas. De todas ellas, la que yo prefiero es la de la Candelaria, minuciosamente arbolada. Junto a la estatua de Castelar en su más aparatoso gesto tribunicio juegan los niños, vuelan las palomas, se detiene la tarde. La placa que señala la casa en que nació el orador es quizá la más hermosa de esta ciudad en la que tanto abundan.
Para dormir, he de volver al velero. No sé qué tal se dormirá en el angosto camarote recalentado por el sol. Supongo que no demasiado bien. No importa. No tardaré en echarlo de menos.
Regreso al muelle demorándome en la interminable cubierta, a ratos amurallada, a ratos ajardinada, contemplando el negro mar susurrante y el cerco de luces que cierran la bahía.
Se acaba el viaje, y eso pone a estos últimos instantes una guirnalda de melancolía. Pero de sobra sé que los verdaderos viajes empiezan precisamente cuando acaban.
No quiero sentir nostalgia antes de tiempo. Cuando voy a subir al barco, un solitario que lo ha estado admirando se me acerca. “¿Es un buque escuela? ¡Hermosa estampa! ¿De dónde viene? Yo soy marino, ¿sabe usted?”. Escucha luego mi pormenorizada respuesta con admiración y envidia. Y yo disfruto de que un marino de verdad envidie a quien juega a serlo.
Estoy en Cádiz, pero duermo en el mar. No es mala manera de estar en Cádiz, esa ciudad siempre a punto de soltar amarras y aventurarse en el Océano rumbo a La Habana o a Cartagena de Indias.
Atracamos en el muelle Reina Victoria. Antes de quedar libre para escudriñar a mi aire todos los rincones de la ciudad, tenemos una visita guiada por dos profesores de la Universidad. Yo me preocupo de que nadie se distraiga y se pierda. Un trabajo enojoso, con este calor y con mi impaciencia, que me lleva a trotar siempre en primera fila y a anticiparme a las explicaciones del guía. Un trabajo enojoso si fuera un trabajo, pero solo es un divertimento más. Aguardo a los alumnos que se demoran en una heladería y luego los llevo hasta donde espera el autobús.
Como todavía no tengo sesenta años -me faltan unos meses-, estoy aprendiendo algunas cosas. Por ejemplo, a no interrumpir y a no discutir. Pero, claro, ante el aparatoso monumento a la constitución de 1812 (ahora la ciudad se pone a punto para el segundo centenario) no puedo dejar de decir algo cuando oigo hablar de la invasión napoleónica y de los españoles que se levantan para defender a su gobierno legítimo. No, señor, la legalidad estaba de parte del rey José; lo que hubo entonces fue otra cosa: un motín y una revolución.
La historia de España, como la de cualquier país, está llena de historietas. Qué absurdo, qué ridículo resulta cualquier nacionalismo siempre que no sea el nuestro. Pero yo he aprendido a ver la ridiculez incluso en casa propia. A mí que no me vengan con cuentos patrioteros.
Puesto que todo en Cádiz está dispuesto para conmemorar el fausto acontecimiento del año 12 (el anterior centenario llenó la ciudad de redichas placas conmemorativas), yo también quiero celebrarlo a mi manera y en una librería de viejo de la plaza de San Francisco compro una edición facsímil de la tan nombrada “Constitución política de la nación española”. Resulta fascinante desde el primer capítulo, donde se define a la nación española como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. ¿Y quiénes son los españoles? “Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de estos”. Esa condición se pierde cuando uno se convierte “en criado doméstico”. Entre sus principales obligaciones se encuentra la de ser “justos y benéficos”.
Cuántas tonterías ha tenido uno que oír sobre la constitución del 12. Cuántas tendré que oír en los próximos años. Me froto las manos ante las veces en que podré llevar la contraria. A ser dócil y tragarme todos los cuentos ya aprenderé cuando sea más viejo. Cuando me dé por leer Millenium y otras majaderías. (Siempre he creído que las modas lectoras son como la gripe A: algo que se contagia involuntariamente, una especie de necia pandemia).
A mí Cádiz me recuerda a Venecia y a Nueva York. A muchos les parece un absurdo, pero yo creo que esa relación, para el que sabe mirar y sabe sentir, resulta evidente. Se trata de tres ciudades navíos, ancladas en medio de las aguas, dispuestas para partir. (Cuando hablo de Nueva York, hablo solo de Manhattan, no del conglomerado administrativo al que ahora se llama así). Battery Park es la quilla de un navío cuyos altos mástiles son los rascacielos. También Venecia, como Cádiz, tiene su puerta de tierra allá en el feo Piazzale Roma, ahora engalanado con el grácil y poco practicable –marca del artista- puente de Calatrava.
De Cádiz me gustan las calles largas y rectas, como los estrechos pasillos entre los camarotes de un barco, con el regalo inesperado de las plazas. De todas ellas, la que yo prefiero es la de la Candelaria, minuciosamente arbolada. Junto a la estatua de Castelar en su más aparatoso gesto tribunicio juegan los niños, vuelan las palomas, se detiene la tarde. La placa que señala la casa en que nació el orador es quizá la más hermosa de esta ciudad en la que tanto abundan.
Para dormir, he de volver al velero. No sé qué tal se dormirá en el angosto camarote recalentado por el sol. Supongo que no demasiado bien. No importa. No tardaré en echarlo de menos.
Regreso al muelle demorándome en la interminable cubierta, a ratos amurallada, a ratos ajardinada, contemplando el negro mar susurrante y el cerco de luces que cierran la bahía.
Se acaba el viaje, y eso pone a estos últimos instantes una guirnalda de melancolía. Pero de sobra sé que los verdaderos viajes empiezan precisamente cuando acaban.
No quiero sentir nostalgia antes de tiempo. Cuando voy a subir al barco, un solitario que lo ha estado admirando se me acerca. “¿Es un buque escuela? ¡Hermosa estampa! ¿De dónde viene? Yo soy marino, ¿sabe usted?”. Escucha luego mi pormenorizada respuesta con admiración y envidia. Y yo disfruto de que un marino de verdad envidie a quien juega a serlo.
Estoy en Cádiz, pero duermo en el mar. No es mala manera de estar en Cádiz, esa ciudad siempre a punto de soltar amarras y aventurarse en el Océano rumbo a La Habana o a Cartagena de Indias.
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martes, 11 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (9): Los días claros
Después del continuo ajetreo del oleaje, que he seguido sintiendo en sueños, me despierta una rara sensación de calma. Ya ha amanecido. Me visto rápidamente, según costumbre, y subo a cubierta. Qué deslumbrante maravilla. El mar y el cielo tienen exactamente el mismo límpido azul del primer día de la creación. Entre ellos, el dorado promontorio y la blancura de la ciudad. Sí, ya hemos fondeado en Lagos. A tierra iremos por turnos, en una lancha zodiac, provistos del chaleco salvavidas. Yo no las tengo todas conmigo. Eso de descender por una escala de cuerda no es para mí. Casi estoy a punto de acompañar a Cristiana, la alumna portuguesa que se queda en el barco.
Cuánto me habría perdido. Pongo pie en tierra, camino hasta el mercado, y allí, en una lápida sobre la escalera están las hermosas palabras que Sophia de Mello dedicó a este lugar. Nada se escribirá nunca más hermoso. Hablan de un paseo que comienza en los restos de la muralla, sigue por las calles estrechas y empinadas, llega hasta una plaza con una estatua, termina precisamente aquí, en este mercado frente al mar. Los peces y los frutos son descritos con minucioso deslumbramiento. Habla también de sombras transparentes, de una luz que hace visible lo invisible y de un silencio que se escucha. Repito ese paseo en sentido inverso, saliendo por la terraza del tejado. Lo primero que encuentro es la blanca torre de la iglesia de San Sebastián, que se alza entre el verdor de un alto jardín. Se puede subir a ella. No me privo de ese inesperado placer. Contemplo a mis pies el pueblo y el mar. Allá, en medio de la rada, se mecen los tres mástiles del “Cervantes Saavedra”. Una hermosa estampa. Dos o tres gaviotas, estratégicamente situadas, acompañan mi soledad. Están tan filosóficamente quietas que más de una vez he pensado si no serían parte de la decoración.
Me demoro todo lo que puedo en las alturas, pero finalmente he de descender. En un lateral, hay una capilla con todas sus paredes adornadas con calaveras. No me dan miedo, no añaden sombra al día. Esta historia –la historia de cualquier hombre-- tiene un final previsto, pero está llena de episodios inesperados, como una narración de las mil y una noches. Yo quiero disfrutar de todos y cada uno de ellos como si fueran únicos e infinitos.
El azar de las calles me lleva hasta una plaza que me resulta familiar. Ahí sigue, igual que hace treinta años, esperando no se sabe qué, el rey don Sebastián. Pero esta vez no está solo. Un mimo imita su extravagante apostura. A sus pies, un cartel con el poema que “O encuberto”, de Fernando Pessoa.
Yo leí ese poema aquí mismo hace treinta años, lo releo ahora. Busco luego un quiosco y me siento en una terraza, con un aromático café a leer el periódico. Repito los gestos de 1977. Creo que el rey fantasioso y desdichado me sonríe. “Eres hombre de costumbres”, me dice. Lo soy, sí, no puedo evitarlo. Siempre llevo mi cotidianidad conmigo. Es mi manera de domesticar el mundo.
A la misma hora que en Las Salesas dejo mi café para volver a casa, vuelvo al barco. Otra vez el rito de esperar la zodiac, de ponerse el aparatoso chaleco salvavidas. Pero ya me resulta familiar, ya sé ajustármelo sin ayuda. La primera vez todo me resulta extraño, pero aprendo pronto: a la segunda, ya es como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.
No contaba yo con el humor sardónico de la mar. En un instante, se levanta el viento, se alza el oleaje y a los que vamos al frente de la lancha nos embiste una ola y luego otra y otra. En un momento quedo empapado, las gafas mojadas, viéndolo todo borroso, viéndome ya en el agua. El barco se agita y la escala danza con él. Es difícil acercarse. Consigo subir, no sé cómo. Un náufrago rescatado del Titanic no habría respirado con tanta felicidad como yo cuando pisé la cubierta. El mar se calmó en ese mismo instante.
Toda la tarde navegamos con la misma placidez, izadas las velas de trinquete, frente a la costa del sur de Portugal. Ayudado por el viento del sudoeste, el mar sin olas parecía llevarnos en la palma de la mano. Yo me había quitado la ropa mojada, duchado, devorado la comida y ahora estaba en el mejor de los mundos, olvidado el susto reciente.
En el mejor de los mundos, sin nada que hacer más que observar de vez en cuando con los prismáticos, los accidentes de la costa estuve toda la tarde, que duró una eternidad y un instante. Pero, por si me aburría, el guionista de este extraño viaje añadió algún episodio. De pronto, hacia popa, alguien señala un barco. No tardamos en darnos cuenta de que viene directamente hacia nosotros y a toda velocidad. Es una nave de la Marinha portuguesa. Se coloca a babor, a no demasiada distancia, y acompasa su velocidad con la nuestra. Los saludamos amablemente, pero su respuesta es echar al agua una lancha que viene rauda hacia nosotros con tres uniformados. Suben al barco, como yo hice poco antes, aunque con una mayor agilidad. Cierto que el mar está ahora más tranquilo que entonces. Van hacia la sala de máquinas, hablan con el capitán, le piden no sé qué papeles. “A ver si va a resultar que somos un navío pirata, que llevamos un alijo de contrabando y acabamos todos en la cárcel”, dice alguien.
Pero todo termina bien. Los dos policías que subieron a bordo vuelven a saltar a la lancha, que piafaba en torno nuestro como un caballo pura sangre montado por el vaquero de turno.
Con tranquilidad pudimos disfrutar luego del lento crepúsculo, los alumnos en grupos por cubierta, tocando la guitarra, jugando a las cartas, preparando el trabajo que han de entregar al final del viaje.
Me gusta esta soledad tan bien acompañada, esta rutina llena de magia. Después de la cena, vuelvo a la cubierta superior. Quedo deslumbrado. Nunca había visto así la cúpula celeste. Trato de orientarme en medio del prodigio. Sí, esa estrella que brilla al frente más que ninguna es Júpiter. A baborr, la mancha lechosa de la Vía Láctea. A estribor, señalada por las estrellas de la Osa y algo distanciada de ellas, la Estrella Polar.
Me quedaría toda la noche, tumbado boca arriba, viendo oscilar sobre mí con el leve balanceo del barco el inagotable prodigio de las constelaciones.
En lo más alto, una estrella cuyo nombre ignoro, me hace de pronto un guiño malicioso y siento que Dios, allá en su nada, me sonríe.
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lunes, 10 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (8): Puente de la libertad
Quien no ha llegado en barco a Lisboa no conoce Lisboa. Después de las turbulencias de la pasada noche, después de que el mar nos mostrara su rostro más airado, navegar por estas aguas tan calmamente azules es como navegar por el estanque de un jardín. Allá al fondo ya se divisa, dibujada con tinta china, la silueta del esbelto puente que une ambas orillas. Todos estamos en la alta cubierta, contemplado a la quilla avanzar majestuosa y admirando los precisos movimientos de la tripulación. Qué fácil imaginarse la alegría de los antiguos navegantes que, después de haber afrontado todos los peligros, eran recibidos por estas aguas acariciadoras, por la silueta, no del puente, sino de ese navío de piedra llamado Torre de Belén. “Quien quiera ir más allá del cabo Bojador –escribió Pessoa— ha de ir más allá del dolor”. Ellos fueron, y algunos volvieron. Ahora comprendo un poco mejor su odisea.
Lentamente, muy lentamente, nos acercamos a Lisboa, que sigue siendo la capital de un imperio: el de la melancolía. Nos entretenemos en reconocer los lugares de ambas orillas, en saludar a los barcos con los que nos cruzamos. “Aquel es el mirador de la Boca do Vento, allí abajo, al pie de Almada, está un restaurante que se llama O Fin do Mundo”, digo yo recordando viejos momentos porque esta ciudad está hecha también de fragmentos de mi propia vida.
Todos estamos en la cubierta superior, pero no todos estamos admirando el soberbio espectáculo. En el centro, elegantemente sentado sobre sus rodillas, está José Miguel, con un cuaderno en la mano, dibujando los cabos del palo mayor. “¿No te gusta la ciudad?”, le pregunto. “Ya la conozco”, me responde. Seguro que nunca ha entrado en Lisboa de esta manera, casi seguro que nunca volverá a hacerlo, y sin embargo prefiere hacer lo que puede hacer en cualquier momento a disfrutar con los demás de un dilatado instante único. Le comprendo. Yo muchas veces me he comportado de la misma manera. Llevar la contraria ha sido durante años mi ocupación favorita, una manera de ser tan mecánicamente gregaria como cualquier otra.
Atracamos en el muelle de Alcántara, frente a la elegante y mussoliniana estación de cruceros. Pero es sábado, el puente móvil no funciona, y tenemos que hacer una larga caminata bajo el sol por los feos muelles hasta llegar a la estación del tren de cercanías. Vamos juntos hasta Cais de Sodré, luego la ciudad entera queda a nuestra libre disposición.
El capitán nos advirtió de los riesgos de dejar a los alumnos sueltos y a su aire por la noche lisboeta y propuso ponerles una hora prudente, las once de la noche, para regresar al barco. En principio estuvimos de acuerdo, pero luego esa hora se convirtió en las doce, más tarde en la una y finalmente, a propuesta de los profesores tutores portugueses, que tiene poco más que la edad de los alumnos, en las dos de la mañana (las tres en España) que es la hora en que cierran por ley los locales del Bairro Alto.
Esa progresión horaria me trae a la cabeza la anécdota con la que suelo ejemplificar la versión poscontemporánea de la autoridad paterna. Un padre le dice a su hija adolescente, que está a punto de salir con sus amigos: “A ver a qué hora vuelves”. Y la niña le responde con la gentileza de costumbre: “Volveré cuándo me dé la gana”. Y entonces el padre, muy serio, consciente de que está en juego el principio de autoridad, afirma tajante: “Pero ni un minuto más tarde, ¿eh?, ni un minuto más tarde”.
Yo tomo un café en el Nicola, bajo los balcones en que vivió Eça de Queirós, compro algunos libros en los Armazens do Chiado, contemplo atardecer desde el mirador de San Pedro de Alcántara, me llego hasta la Praça do Príncipe Real y allí me encuentro, rodeando al árbol inmenso y protector, un mercadillo de bisutería, cachivaches y pocos y descabalados libros. Compro una edición antigua de cuentos humorísticos de Dostoyevsky. No sabía que había escrito cuentos humorísticos. Al volverme noto una mirada familiar: también Charlot pasea su melancolía por aquella plaza; me gustaría invitarle a acompañarme.
Regreso pronto al barco. Está en el extremo del muelle, con las luces encendidas iluminando los mástiles, los marineros sentados en la cubierta exterior, y envuelto en una música atronadora. Me temo que la llegada temprana de los primeros pasajeros no es vista con demasiados buenos ojos: les hemos fastidiado la diversión. No hay rincón en el barco en que no se escuche la letra del rap macarra que está sonando. Pero pronto se hace el silencio, se queda de guardia Sergio, que con su pelo rizado y su aro en la oreja tiene algo de pirata de cuento, y el resto se van en busca de algún cercano garito.
Me quedo solo en este lugar de Lisboa que ya no es Lisboa, sino un desangelado rincón portuario de cualquier lugar del mundo. Ahora tengo libros para leer, pero no me apetece leer, y música para escuchar de manera discreta, sin que se estremezcan las maderas del barco, pero prefiero no leer y escuchar la música de mis pensamientos mientras contemplo la luna que se alza poco a poco sobre el Puente del 25 de Abril, sobre el puente de la libertad, iluminado.
Colecciono muchas cosas, ya lo he dicho: calles y plazas, árboles y fuentes, secretos jardines y amores imposibles, pero sobre todo colecciono instantes. Para ser un buen coleccionista, a la manera que yo lo soy, es necesaria una excelente memoria. Y yo la tengo. Ningún instante feliz se me olvida. Por eso no me da miedo el insomnio. Lo aprovecho para repasar las mejores piezas de mi colección. Esta de ahora parece poca cosa: mientras todo el mundo trata de sacarle el mejor partido a la noche lisboeta yo dejo que me acaricie la fresca brisa y no pienso en nada. Y nada más me hace falta.
Lentamente, muy lentamente, nos acercamos a Lisboa, que sigue siendo la capital de un imperio: el de la melancolía. Nos entretenemos en reconocer los lugares de ambas orillas, en saludar a los barcos con los que nos cruzamos. “Aquel es el mirador de la Boca do Vento, allí abajo, al pie de Almada, está un restaurante que se llama O Fin do Mundo”, digo yo recordando viejos momentos porque esta ciudad está hecha también de fragmentos de mi propia vida.
Todos estamos en la cubierta superior, pero no todos estamos admirando el soberbio espectáculo. En el centro, elegantemente sentado sobre sus rodillas, está José Miguel, con un cuaderno en la mano, dibujando los cabos del palo mayor. “¿No te gusta la ciudad?”, le pregunto. “Ya la conozco”, me responde. Seguro que nunca ha entrado en Lisboa de esta manera, casi seguro que nunca volverá a hacerlo, y sin embargo prefiere hacer lo que puede hacer en cualquier momento a disfrutar con los demás de un dilatado instante único. Le comprendo. Yo muchas veces me he comportado de la misma manera. Llevar la contraria ha sido durante años mi ocupación favorita, una manera de ser tan mecánicamente gregaria como cualquier otra.
Atracamos en el muelle de Alcántara, frente a la elegante y mussoliniana estación de cruceros. Pero es sábado, el puente móvil no funciona, y tenemos que hacer una larga caminata bajo el sol por los feos muelles hasta llegar a la estación del tren de cercanías. Vamos juntos hasta Cais de Sodré, luego la ciudad entera queda a nuestra libre disposición.
El capitán nos advirtió de los riesgos de dejar a los alumnos sueltos y a su aire por la noche lisboeta y propuso ponerles una hora prudente, las once de la noche, para regresar al barco. En principio estuvimos de acuerdo, pero luego esa hora se convirtió en las doce, más tarde en la una y finalmente, a propuesta de los profesores tutores portugueses, que tiene poco más que la edad de los alumnos, en las dos de la mañana (las tres en España) que es la hora en que cierran por ley los locales del Bairro Alto.
Esa progresión horaria me trae a la cabeza la anécdota con la que suelo ejemplificar la versión poscontemporánea de la autoridad paterna. Un padre le dice a su hija adolescente, que está a punto de salir con sus amigos: “A ver a qué hora vuelves”. Y la niña le responde con la gentileza de costumbre: “Volveré cuándo me dé la gana”. Y entonces el padre, muy serio, consciente de que está en juego el principio de autoridad, afirma tajante: “Pero ni un minuto más tarde, ¿eh?, ni un minuto más tarde”.
Yo tomo un café en el Nicola, bajo los balcones en que vivió Eça de Queirós, compro algunos libros en los Armazens do Chiado, contemplo atardecer desde el mirador de San Pedro de Alcántara, me llego hasta la Praça do Príncipe Real y allí me encuentro, rodeando al árbol inmenso y protector, un mercadillo de bisutería, cachivaches y pocos y descabalados libros. Compro una edición antigua de cuentos humorísticos de Dostoyevsky. No sabía que había escrito cuentos humorísticos. Al volverme noto una mirada familiar: también Charlot pasea su melancolía por aquella plaza; me gustaría invitarle a acompañarme.
Regreso pronto al barco. Está en el extremo del muelle, con las luces encendidas iluminando los mástiles, los marineros sentados en la cubierta exterior, y envuelto en una música atronadora. Me temo que la llegada temprana de los primeros pasajeros no es vista con demasiados buenos ojos: les hemos fastidiado la diversión. No hay rincón en el barco en que no se escuche la letra del rap macarra que está sonando. Pero pronto se hace el silencio, se queda de guardia Sergio, que con su pelo rizado y su aro en la oreja tiene algo de pirata de cuento, y el resto se van en busca de algún cercano garito.
Me quedo solo en este lugar de Lisboa que ya no es Lisboa, sino un desangelado rincón portuario de cualquier lugar del mundo. Ahora tengo libros para leer, pero no me apetece leer, y música para escuchar de manera discreta, sin que se estremezcan las maderas del barco, pero prefiero no leer y escuchar la música de mis pensamientos mientras contemplo la luna que se alza poco a poco sobre el Puente del 25 de Abril, sobre el puente de la libertad, iluminado.
Colecciono muchas cosas, ya lo he dicho: calles y plazas, árboles y fuentes, secretos jardines y amores imposibles, pero sobre todo colecciono instantes. Para ser un buen coleccionista, a la manera que yo lo soy, es necesaria una excelente memoria. Y yo la tengo. Ningún instante feliz se me olvida. Por eso no me da miedo el insomnio. Lo aprovecho para repasar las mejores piezas de mi colección. Esta de ahora parece poca cosa: mientras todo el mundo trata de sacarle el mejor partido a la noche lisboeta yo dejo que me acaricie la fresca brisa y no pienso en nada. Y nada más me hace falta.
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domingo, 9 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (7): La venganza de Neptuno
Contra un exceso de lirismo nada mejor un buen mareo. Partir ha sido siempre para mí un término euforizante y mágico. Ayer por la mañana salimos del puerto de Leixoes, junto a Oporto. Ahora comienza la verdadera travesía, tras el intento frustrado de Marín. El cielo está azul, dejamos atrás el geométrico puente colgante, decimos adiós, todos uniformados y formados, a los paseantes de ambas orillas que nos miran con curiosidad. Yo me siento como un Ulises que hubiera leído a Cavafis y supiera que lo importante no es llegar a Ítaca sino disfrutar de todas las sorpresas buenas y malas del camino.
El mar está un poco airado, el barco se convierte en una montaña rusa y el pasaje comienza a marearse. Yo voy de un lado a otro, haciendo fotos, contemplando el paisaje azul oscuro y blanco, solo en apariencia monótono, admirando a los delfines (golfinhos, dicen los portugueses) que nos acompañan por estribor, el lado soleado, y que de vez en cuando saltan de dos en dos, como en la imagen heráldica de algún grabado antiguo. Yo me muevo feliz, como un experimentado viajero. No sabía lo que me esperaba. No conocía el dicho marinero: “Golfines que mucho saltan / viento traen y calma espantan”.
Comemos en tres turnos. Esta vez mi turno abre la marcha. Me alegro, porque estoy hambriento. La comida es abundante, variada y siempre recién hecha, te toque un turno u otro. Javier, el cocinero, es un artista que hace maravillas en un espacio pequeño y casi siempre agitado.
Hoy hay, de primero, garbanzos con bacalao. No hago más que tragar el primer bocado y ya tengo que salir corriendo. No entraré en más detalles. Solo diré que el espectáculo se repitió tres veces. Otra a la cena, la última, la peor cuando me retiré al camarote, diminuto y en la proa. El mareo se me pasaba al aire libre, sentado en la cubierta frente a las olas negras. Se repetía, cuando intentaba comer. Por fin, mirando las olas, pude comer un poco de pan, que dicen que es bueno para la ocasión.
Alta la noche, tras atravesar el estrecho pasillo, me tiendo vestido en el camastro. Se está bien allí, el balanceo resulta arrullador. Creo que todo ha pasado. Me levanto para desvestirme y comienza la traca mayor del espectáculo. No tengo más remedio que dormir vestido. Logro, eso sí, quitarme los zapatos.
Pero hoy, sábado, el día ha amanecido azul, el mar calmo, yo como recién nacido. Limpio el baño, que anoche dejé perdido, me ducho y vuelvo a ser el rey del mundo.
Espero que el dios Océano se sienta tranquilo con la jugada de ayer y no intente de nuevo mostrarme quien manda en este velero por encima del capitán.
A la entrada del puente de mando hay un letrero, en inglés, que dice: “Los matrimonios efectuados por el capitán solo tendrán validez mientras dure la travesía”. No sé si alguien lo habrá aprovechado. En lo peor de esta noche pasada se me ocurrió un utilísimo invento (siempre tengo ocurrencias provechosas, si no para la humanidad entera, al menos para la parte de la humanidad que me toca más de cerca: yo mismo). ¿No podrían crearse los matrimonios de mareo? Quiero decir los que duran lo que dura el mal estado del alma y del cuerpo. Yo necesitaba allí cerca alguien que me sujetara la cabeza, me dijera que no pasaba nada, me ayudara a ponerme el pijama, me arreglara el embozo de la cama, me diera un beso en la frente y, lo más importante, limpiara prontamente lo que yo había ensuciado… Qué maravilla. Y luego, cuando pasara el mareo, cuando yo pudiera otra vez trotar a mi aire, si te he visto no me acuerdo: el matrimonio deja de ser válido.
Pero, en fin, los sueños sueños son. El caso es que me las he arreglado solo. Y aquí estoy otra vez, dispuesto a dejar testimonio gráfico de todas las peripecias del viaje: alumnos que ayudan en la cocina, que aprenden a hacer nudos, que junto a los marineros izan las velas… Entraremos en Lisboa con todo el velamen desplegado. Será una hermosa estampa y, al contrario que en Oporto, aquí atracaremos, como en Nápoles, en el mismísimo centro, muy cerca de la Praça do Comercio, con toda la ciudad puesta de puntillas sobre sus colinas para observarnos mejor, para recibirnos con la más esplendorosa de las sonrisas.
Ni siquiera en los peores momentos de ayer me arrepiento de haberme embarcado. Estoy rodeado de buenos maestros y yo, aunque a veces lo parezca, nunca he sido un mal discípulo. Ramón Alvargonzález, a poco de salir de Leixoes nos dio, en la cubierta superior, una charla sobre los cartógrafos portugueses de la corte de Felipe III, el Rey Planeta. Horacio Montes, que ha sido capitán de la marina civil, aprovecha cualquier momento para contar sus experiencias (una vez, regresando de América, y cuando le acompañaba su mujer, salvó milagrosamente el barco en una tormenta perfecta), para precisar el término adecuado, para informarnos de la dirección e intensidad del viento.
Ayer fue el cumpleaños de Inés, una de las alumnas. Yo no pude participar en la fiesta, tenía mi fiesta particular. Firmamos en la tarjeta de felicitación sus compañeros en esta experiencia tan “enriquecedura”. El término es mío.
Quien sube a este barco no es el mismo que baja, al contrario de lo que ocurre en un crucero. Participé en uno hace poco y puedo comparar.
Volveré cargado de tesoros que me durarán lo que el resto de la vida. Un viaje iniciático es una experiencia de muerte y resurrección. Muerte simbólica, resurrección real. Sin el día y la noche de ayer este viaje no sería lo que es.
Redacto estas líneas mientras debería estar ayudando a pelar las patatas para la comida. Pero aquí, además de profesor tutor, vengo como periodista y eso me da ciertos privilegios.
Después de comer, tempranito, desembarcaremos en Lisboa. Allí, tiempo libre hasta las dos de la noche (las tres, hora española). Podré acariciar todos mis lugares favoritos, dejarme acariciar por ellos (espero poder comprar libros en la FNAC del Chiado) y luego recorrer los locales de marcha nocturna en el Bairro Alto. Pero no sé si nuestro falso disfraz de bombero tendrá aquí tanto éxito como en Oporto.
El mar está un poco airado, el barco se convierte en una montaña rusa y el pasaje comienza a marearse. Yo voy de un lado a otro, haciendo fotos, contemplando el paisaje azul oscuro y blanco, solo en apariencia monótono, admirando a los delfines (golfinhos, dicen los portugueses) que nos acompañan por estribor, el lado soleado, y que de vez en cuando saltan de dos en dos, como en la imagen heráldica de algún grabado antiguo. Yo me muevo feliz, como un experimentado viajero. No sabía lo que me esperaba. No conocía el dicho marinero: “Golfines que mucho saltan / viento traen y calma espantan”.
Comemos en tres turnos. Esta vez mi turno abre la marcha. Me alegro, porque estoy hambriento. La comida es abundante, variada y siempre recién hecha, te toque un turno u otro. Javier, el cocinero, es un artista que hace maravillas en un espacio pequeño y casi siempre agitado.
Hoy hay, de primero, garbanzos con bacalao. No hago más que tragar el primer bocado y ya tengo que salir corriendo. No entraré en más detalles. Solo diré que el espectáculo se repitió tres veces. Otra a la cena, la última, la peor cuando me retiré al camarote, diminuto y en la proa. El mareo se me pasaba al aire libre, sentado en la cubierta frente a las olas negras. Se repetía, cuando intentaba comer. Por fin, mirando las olas, pude comer un poco de pan, que dicen que es bueno para la ocasión.
Alta la noche, tras atravesar el estrecho pasillo, me tiendo vestido en el camastro. Se está bien allí, el balanceo resulta arrullador. Creo que todo ha pasado. Me levanto para desvestirme y comienza la traca mayor del espectáculo. No tengo más remedio que dormir vestido. Logro, eso sí, quitarme los zapatos.
Pero hoy, sábado, el día ha amanecido azul, el mar calmo, yo como recién nacido. Limpio el baño, que anoche dejé perdido, me ducho y vuelvo a ser el rey del mundo.
Espero que el dios Océano se sienta tranquilo con la jugada de ayer y no intente de nuevo mostrarme quien manda en este velero por encima del capitán.
A la entrada del puente de mando hay un letrero, en inglés, que dice: “Los matrimonios efectuados por el capitán solo tendrán validez mientras dure la travesía”. No sé si alguien lo habrá aprovechado. En lo peor de esta noche pasada se me ocurrió un utilísimo invento (siempre tengo ocurrencias provechosas, si no para la humanidad entera, al menos para la parte de la humanidad que me toca más de cerca: yo mismo). ¿No podrían crearse los matrimonios de mareo? Quiero decir los que duran lo que dura el mal estado del alma y del cuerpo. Yo necesitaba allí cerca alguien que me sujetara la cabeza, me dijera que no pasaba nada, me ayudara a ponerme el pijama, me arreglara el embozo de la cama, me diera un beso en la frente y, lo más importante, limpiara prontamente lo que yo había ensuciado… Qué maravilla. Y luego, cuando pasara el mareo, cuando yo pudiera otra vez trotar a mi aire, si te he visto no me acuerdo: el matrimonio deja de ser válido.
Pero, en fin, los sueños sueños son. El caso es que me las he arreglado solo. Y aquí estoy otra vez, dispuesto a dejar testimonio gráfico de todas las peripecias del viaje: alumnos que ayudan en la cocina, que aprenden a hacer nudos, que junto a los marineros izan las velas… Entraremos en Lisboa con todo el velamen desplegado. Será una hermosa estampa y, al contrario que en Oporto, aquí atracaremos, como en Nápoles, en el mismísimo centro, muy cerca de la Praça do Comercio, con toda la ciudad puesta de puntillas sobre sus colinas para observarnos mejor, para recibirnos con la más esplendorosa de las sonrisas.
Ni siquiera en los peores momentos de ayer me arrepiento de haberme embarcado. Estoy rodeado de buenos maestros y yo, aunque a veces lo parezca, nunca he sido un mal discípulo. Ramón Alvargonzález, a poco de salir de Leixoes nos dio, en la cubierta superior, una charla sobre los cartógrafos portugueses de la corte de Felipe III, el Rey Planeta. Horacio Montes, que ha sido capitán de la marina civil, aprovecha cualquier momento para contar sus experiencias (una vez, regresando de América, y cuando le acompañaba su mujer, salvó milagrosamente el barco en una tormenta perfecta), para precisar el término adecuado, para informarnos de la dirección e intensidad del viento.
Ayer fue el cumpleaños de Inés, una de las alumnas. Yo no pude participar en la fiesta, tenía mi fiesta particular. Firmamos en la tarjeta de felicitación sus compañeros en esta experiencia tan “enriquecedura”. El término es mío.
Quien sube a este barco no es el mismo que baja, al contrario de lo que ocurre en un crucero. Participé en uno hace poco y puedo comparar.
Volveré cargado de tesoros que me durarán lo que el resto de la vida. Un viaje iniciático es una experiencia de muerte y resurrección. Muerte simbólica, resurrección real. Sin el día y la noche de ayer este viaje no sería lo que es.
Redacto estas líneas mientras debería estar ayudando a pelar las patatas para la comida. Pero aquí, además de profesor tutor, vengo como periodista y eso me da ciertos privilegios.
Después de comer, tempranito, desembarcaremos en Lisboa. Allí, tiempo libre hasta las dos de la noche (las tres, hora española). Podré acariciar todos mis lugares favoritos, dejarme acariciar por ellos (espero poder comprar libros en la FNAC del Chiado) y luego recorrer los locales de marcha nocturna en el Bairro Alto. Pero no sé si nuestro falso disfraz de bombero tendrá aquí tanto éxito como en Oporto.
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sábado, 8 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (6): Yo, bombero en Oporto
¿Qué se puede decir de un día que comienza oyendo cantar el himno nacional mientras se iza la bandera en la Escuela Naval de Marín y que termina –o eso creía yo— con una cena amenizada por la tuna de la Universidade do Porto? Quizá lo mejor sería no decir nada de una jornada en la que a cada emoción surrealista le sucedía otra mayor.
Algunas veces me frotaba los ojos, especialmente cuando al abrirlos, como en el cuento de Monterroso, la tuna todavía seguía allí. ¿Qué hacía yo, embarcado en lo que parecía haberse convertido en un embarque? El barco, con el equipaje, se había quedado allá en Galicia y nosotros habíamos llegado en autobús a Oporto. ¿Cuándo nos seguiría? Cuando el tiempo lo permitiera. La intención era dormir en el barco, ya anclado en el puerto de Leixoes, pero si no llegaba no teníamos otra solución que volver al autobús y trasladarnos a Lisboa, a la Escuela Naval, lo cual suponía dos noches sin poder cambiarse de ropa.
¿Qué hago yo aquí?, volví a preguntarme. Y no tardé en encontrar la solución, porque yo soy de esas personas que tienen, o creen tener, respuesta para todo. “Estoy en un laboratorio”, me dije. Y yo soy el investigador principal y también la cobaya sobre la que se realiza el experimento.
Yo era como uno de esos peces, que en las salas del CIMAR, el Centro de Investigación Marítima de la Universidade do Porto, se estudian con inteligente y paciente minuciosidad. Aquella sala, con sus cubetas y sus tubos de aire y de alimentación, olía como una pescadería, parecía una unidad de cuidados intensivos y, si cerrabas los ojos, el rumor del agua te recordaba a los jardines del Generalife.
Como esos peces, yo había sido sacado de mi ambiente para poder estudiarme mejor. Todo el pasaje del “Cervantes Saavedra” estaba siendo observado, analizado. Eso es al menos lo que yo hacía. Pero ahora me daba cuenta de que para mí, como buen egoísta que soy, el principal objeto de observación y estudio era yo mismo.
¿Qué ocurriría si a una persona rutinaria, a la que le gusta tenerlo controlado todo, planear al segundo el día, se la coloca en la situación de no saber siquiera en donde va a dormir esa noche? ¿Qué ocurriría si a alguien que se pasa el día rodeado de libros se le deja sin libros durante una eternidad de por lo menos diez días?
Pues que al principio se siente, como yo, absolutamente angustiado. Encima, durante una de las visitas, dejo el chubasquero en el autobús y el que vuelve a recogernos es otro vehículo y no sé cuándo lo recuperaré. Y ahí estoy, yendo de Oporto a Matosinhos, lo más ligero de equipaje posible: sin la música del ipod, sin el cuaderno de notas, sin dinero, sin saber no ya a qué hora, sino siquiera si llegará el barco con mi equipaje.
Pero la angustia dura poco. No estoy solo. Juego con red. Lo que me pasa a mí le pasa a unos cuantos más, así que me dedico a mi ocupación preferida, disfrutar del instante, mientras los jefes de la expedición, para eso son los jefes, hacen llamadas telefónicas, tratan de enterarse de las previsiones meteorológicas, de la mar que encuentra el barco, de la velocidad que lleva; tratan también de reorganizar todo el programa, que se viene abajo al no poder llegar a cada ciudad en el tiempo previsto.
Yo, en un atardecer luminoso, más luminoso por el contraste con el lluvioso paseo de ayer en Pontevedra, me dispongo a gozar con una de mis ciudades favoritas. Entro en la más hermosa librería del mundo, saludo a la torre de los Clérigos, piedra hecha flor, cetro prodigioso, índice de libertad; me sorprende a su lado una modernísima tienda de cristal y aluminio dedicaba a un viejo negocio: los exvotos de cera (además de las habituales manos y pies, hay uno fascinante que representa a un anciano a tamaño natural). Cruzo luego la Avenida de los Aliados, en la que Oporto juega a ser gran ciudad centroeuropea, llego hasta San Bento, esa estación parece avergonzarse de serlo, subo hasta la Rua de Santa Catarina, jadeando algo menos que el amarillo tranvía que le da un aire lisboeta, saludo al café Majestic, cierro los ojos ante la tentación de mi librería preferida, cruzo luego el puente de don Luis, torre Eiffel que ha decido tumbarse a la bartola, llego hasta Gaia para admirar el Duero verde oscuro y el perfil de la ciudad, la vuelvo a admirar desde la Sé y me siguen sorprendiendo sus desniveles, sus iglesias, sus callejones en pendiente, los palacios en ruina, los jardines secretos con su palmera y su melancolía… Si en el paraíso no hay un lugar que se parezca a Oporto, a mí no me parecerá el paraíso.
La biblioteca de Matosinhos lleva el nombre de Florbela Espanca y uno de sus más desaforados y ultra románticos sonetos está escrito, verso a verso, sobre la escalera principal. Allí escuchamos hablar sobre la reestructuración urbana de uno de los viejos barrios de pescadores. Ese es otro de los trabajos que me habría gustado hacer; de tanto acariciar ciudades algo he aprendido sobre cómo debería ser la ciudad ideal. O eso creo. La realidad suele tener la mala costumbre de desmentir las buenas ideas que yo tengo sobre mí mismo.
A la una de la madrugada, las dos en España, puedo por fin respirar tranquilo: el barco está en el puerto. Tengo ganas de regresar a él. Pero la mayoría de los que me acompañan tienen poco más de veinte años, y algunos ni eso, así que no queda más remedio que darse una vuelta por los lugares de la movida portuense: Rua de París, alrededores de la antigua Facultad de Medicina, con la cafetería “O Piollo”, tan llena de saudades. Ahora todo es juvenil bullicio, invitación a una fiesta para la que no hemos sido invitados. “¿Cómo que no?”, me dice uno de los tres seniors que nos paseamos melancólicamente a la espera de que llegue el autobús. “Los dieciocho años siguen siendo mi edad preferida”. “Pero me temo que tu edad ya no es la preferida suya”, le respondo. Pero la realidad, una vez más, se empeña en desmentirme. Y en ese mismo momento se nos acerca, con un vaso en la mano, una guapa estudiante. “¿Sois bomberos?”, pregunta. Al principio no entendemos, pero luego nos damos cuenta de que vamos uniformados con los llamativos chubasqueros de la UIM. O sea, que los tópicos tienen bastante de verdad, y el atractivo erótico del cuerpo de bomberos todavía puede verter algo de su fulgor sobre tres sesentones.
Se llamaba Andrea, tenía una ingenua sonrisa encantadora, nos contó su vida, quería presentarnos a sus amigas. Aunque mis ideas sobre cualquier posible paraíso me parece que están bastante claras, recuperé feliz mi camarote en el barco. No dejaba de ser el perfecto colofón para este día que comenzó con el izado de la bandera española y en el que la tuna nos salpicó con su esforzada alegría.
Algunas veces me frotaba los ojos, especialmente cuando al abrirlos, como en el cuento de Monterroso, la tuna todavía seguía allí. ¿Qué hacía yo, embarcado en lo que parecía haberse convertido en un embarque? El barco, con el equipaje, se había quedado allá en Galicia y nosotros habíamos llegado en autobús a Oporto. ¿Cuándo nos seguiría? Cuando el tiempo lo permitiera. La intención era dormir en el barco, ya anclado en el puerto de Leixoes, pero si no llegaba no teníamos otra solución que volver al autobús y trasladarnos a Lisboa, a la Escuela Naval, lo cual suponía dos noches sin poder cambiarse de ropa.
¿Qué hago yo aquí?, volví a preguntarme. Y no tardé en encontrar la solución, porque yo soy de esas personas que tienen, o creen tener, respuesta para todo. “Estoy en un laboratorio”, me dije. Y yo soy el investigador principal y también la cobaya sobre la que se realiza el experimento.
Yo era como uno de esos peces, que en las salas del CIMAR, el Centro de Investigación Marítima de la Universidade do Porto, se estudian con inteligente y paciente minuciosidad. Aquella sala, con sus cubetas y sus tubos de aire y de alimentación, olía como una pescadería, parecía una unidad de cuidados intensivos y, si cerrabas los ojos, el rumor del agua te recordaba a los jardines del Generalife.
Como esos peces, yo había sido sacado de mi ambiente para poder estudiarme mejor. Todo el pasaje del “Cervantes Saavedra” estaba siendo observado, analizado. Eso es al menos lo que yo hacía. Pero ahora me daba cuenta de que para mí, como buen egoísta que soy, el principal objeto de observación y estudio era yo mismo.
¿Qué ocurriría si a una persona rutinaria, a la que le gusta tenerlo controlado todo, planear al segundo el día, se la coloca en la situación de no saber siquiera en donde va a dormir esa noche? ¿Qué ocurriría si a alguien que se pasa el día rodeado de libros se le deja sin libros durante una eternidad de por lo menos diez días?
Pues que al principio se siente, como yo, absolutamente angustiado. Encima, durante una de las visitas, dejo el chubasquero en el autobús y el que vuelve a recogernos es otro vehículo y no sé cuándo lo recuperaré. Y ahí estoy, yendo de Oporto a Matosinhos, lo más ligero de equipaje posible: sin la música del ipod, sin el cuaderno de notas, sin dinero, sin saber no ya a qué hora, sino siquiera si llegará el barco con mi equipaje.
Pero la angustia dura poco. No estoy solo. Juego con red. Lo que me pasa a mí le pasa a unos cuantos más, así que me dedico a mi ocupación preferida, disfrutar del instante, mientras los jefes de la expedición, para eso son los jefes, hacen llamadas telefónicas, tratan de enterarse de las previsiones meteorológicas, de la mar que encuentra el barco, de la velocidad que lleva; tratan también de reorganizar todo el programa, que se viene abajo al no poder llegar a cada ciudad en el tiempo previsto.
Yo, en un atardecer luminoso, más luminoso por el contraste con el lluvioso paseo de ayer en Pontevedra, me dispongo a gozar con una de mis ciudades favoritas. Entro en la más hermosa librería del mundo, saludo a la torre de los Clérigos, piedra hecha flor, cetro prodigioso, índice de libertad; me sorprende a su lado una modernísima tienda de cristal y aluminio dedicaba a un viejo negocio: los exvotos de cera (además de las habituales manos y pies, hay uno fascinante que representa a un anciano a tamaño natural). Cruzo luego la Avenida de los Aliados, en la que Oporto juega a ser gran ciudad centroeuropea, llego hasta San Bento, esa estación parece avergonzarse de serlo, subo hasta la Rua de Santa Catarina, jadeando algo menos que el amarillo tranvía que le da un aire lisboeta, saludo al café Majestic, cierro los ojos ante la tentación de mi librería preferida, cruzo luego el puente de don Luis, torre Eiffel que ha decido tumbarse a la bartola, llego hasta Gaia para admirar el Duero verde oscuro y el perfil de la ciudad, la vuelvo a admirar desde la Sé y me siguen sorprendiendo sus desniveles, sus iglesias, sus callejones en pendiente, los palacios en ruina, los jardines secretos con su palmera y su melancolía… Si en el paraíso no hay un lugar que se parezca a Oporto, a mí no me parecerá el paraíso.
La biblioteca de Matosinhos lleva el nombre de Florbela Espanca y uno de sus más desaforados y ultra románticos sonetos está escrito, verso a verso, sobre la escalera principal. Allí escuchamos hablar sobre la reestructuración urbana de uno de los viejos barrios de pescadores. Ese es otro de los trabajos que me habría gustado hacer; de tanto acariciar ciudades algo he aprendido sobre cómo debería ser la ciudad ideal. O eso creo. La realidad suele tener la mala costumbre de desmentir las buenas ideas que yo tengo sobre mí mismo.
A la una de la madrugada, las dos en España, puedo por fin respirar tranquilo: el barco está en el puerto. Tengo ganas de regresar a él. Pero la mayoría de los que me acompañan tienen poco más de veinte años, y algunos ni eso, así que no queda más remedio que darse una vuelta por los lugares de la movida portuense: Rua de París, alrededores de la antigua Facultad de Medicina, con la cafetería “O Piollo”, tan llena de saudades. Ahora todo es juvenil bullicio, invitación a una fiesta para la que no hemos sido invitados. “¿Cómo que no?”, me dice uno de los tres seniors que nos paseamos melancólicamente a la espera de que llegue el autobús. “Los dieciocho años siguen siendo mi edad preferida”. “Pero me temo que tu edad ya no es la preferida suya”, le respondo. Pero la realidad, una vez más, se empeña en desmentirme. Y en ese mismo momento se nos acerca, con un vaso en la mano, una guapa estudiante. “¿Sois bomberos?”, pregunta. Al principio no entendemos, pero luego nos damos cuenta de que vamos uniformados con los llamativos chubasqueros de la UIM. O sea, que los tópicos tienen bastante de verdad, y el atractivo erótico del cuerpo de bomberos todavía puede verter algo de su fulgor sobre tres sesentones.
Se llamaba Andrea, tenía una ingenua sonrisa encantadora, nos contó su vida, quería presentarnos a sus amigas. Aunque mis ideas sobre cualquier posible paraíso me parece que están bastante claras, recuperé feliz mi camarote en el barco. No dejaba de ser el perfecto colofón para este día que comenzó con el izado de la bandera española y en el que la tuna nos salpicó con su esforzada alegría.
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viernes, 7 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (5): Tiempo de espera
Los días de lluvia, con el barco anclado en el puerto, sin nada que hacer, son infinitos. Pasear por Marín entretiene poco, ya he leído todos los libros y discutido con todos los que tuvieron la paciencia de discutir conmigo. ¿Qué puedo hacer?, me pregunto como uno de esos niños que enseguida se aburren de todo. Pues darme una vuelta por Pontevedra, ¿cómo no se me había ocurrido antes?
En Pontevedra estuve solo una vez, hace más de treinta años. Me queda el recuerdo de plazas apacibles, calles con soportales y una esbelta iglesia de forma raramente cilíndrica. Bajo del autobús y comienzo a caminar al azar por barrios impersonales. No pregunto, me dejo guiar por el instinto. Y una vez más compruebo que es una guía cierta. Primero me encuentro con la iglesia de la Peregrina, al lado el convento de San Francisco y su larga escalera iniciática; un poco más allá, la plaza de Méndez Núñez. En una esquina, asomándose a un alto jardín, un inmenso magnolio, el más hermoso que yo haya visto nunca. Lo coloco en el lugar preferente de mi colección de árboles. Bajo sus ramas, elegante y distante, Valle-Inclán pasea a su perro.
Luego, en el Museo Provincial, se reconstruye el gabinete de Méndez Núñez, con sus libros, sus colecciones de conchas y labrados marfiles y todo el encanto de aquella doña Isabel tan frescachona y tan devota. Valle-Inclán se burló de ella; el casto Méndez Núñez fue siempre su secreto enamorado.
La emoción aumenta en la cámara de La Numancia, la fragata que bombardeó el puerto de El Callao y de la que Galdós contó su vuelta al mundo en uno de los Episodios Nacionales.
No sé muy bien en qué consistió aquella heroicidad ultramarina que tanto dio que hablar en las postrimerías del régimen isabelino, cuando rodaba en coplas de guitarrón la sátira chispera de licencias y milagros. Supongo que no pasaría de un enfático arañazo del viejo león español a las antiguas colonias, pero ahora ya importa poco toda la rancia mitología nacionalista de los bancos sin honra y la honra sin barcos y la España sin honra porque a la reina le gustaba sonreír al más guapo de los guardiamarinas. Importa la sensación de tiempo detenido entre estas nobles maderas que aún parecen balancearse en las no demasiado pacíficas aguas del Pacífico.
Salgo del museo, que se extiende por varios caserones, y toda la ciudad se me figura detenida en el tiempo, sentada a tomarse un café o a pasearse por calles soportaladas.
Añado dos o tres plazas a mi colección, una fuente decimonónica que parece sacarle la lengua al tiempo presente, una armería que seguramente frecuentaron los personajes de Valle-Inclán. Recuerdo luego versos de Miguel d’Ors que hablan de la lectura digestiva del ABC en un viejo café, el Savoy, mientras “la vida iba y venía por la plaza de piedra”.
Qué extraño tiempo el de las ciudades que visitamos de paso, que no sabemos si volveremos a pisar… Nada me gusta más que disfrutar de estos imprevistos. Hoy pensaba estar en Oporto, pero estoy en Pontevedra. Ni pierdo ni gano, pero a Oporto espero arribar mañana, o sea, que gano.
Al anochecer regreso a la Escuela Naval. Ha dejado de llover, asoma el arco iris. Se trata, sin embargo, de una falsa alarma. Las previsiones metereológicas siguen siendo malas. Mañana un autobús nos llevará a Oporto. El barco, si hay suerte, estará allí esperándonos al final del día para conducirnos a Lisboa.
Acabo encontrándole su encanto a la vida en un barco que no puede soltar amarras. Comemos en tres turnos, cada día un grupo ha de ayudar al cocinero, hay tiempo para charlar sin prisas, para observar a este puñado de jóvenes españoles y portugueses sacados de su entorno, a mis sabios colegas. También la tripulación ofrece materia de observación, empezando por el capitán, en nada parecido al del Creoula, tan cordialmente protocolario . El cocinero aprovecha cualquier pretexto para entablar conversación. ¿Qué contará luego de la vida a bordo? Otro cocinero, en una página de Internet dedicada al barco, se refirió a las muchas fiestas de sexo, drogas y rock and roll que habían transcurrido entre estos mamparos. Me temo que lo que ahora contemplan no resulta tan escandaloso, aunque quizá no sea menos divertido. Para mí, bastante más.
El miércoles pasado ni siquiera me imaginaba donde iba a estar este miércoles. Ahora llueve, el barco se balancea con suavidad y mientras ceno con buen apetito pienso en lo rara que es la vida. Hace una semana, no conocía personalmente a ninguna de las personas con las que aguardo a que amaine el temporal. Y me encuentro tan a gusto como si siempre hubiera llevado esta vida. Escucho discutir a Adrián, puro nervio, con Celso, calmosamente luso. “Has de te comportar con más tranquilidad; si no, envejecerás pronto”, le dice. Pero Adrián, que ha protestado por esto y por aquello, no puede hacer nada sin prisa. Como yo. Pero si yo hago todo lo que tengo que hacer con prisa no es porque tenga prisa, sino porque es mi manera de aprovechar el tiempo. También sé perderlo en no hacer nada.
Soy una persona que nunca deja de cumplir una obligación por un capricho. Pero que he tenido la habilidad de ir consiguiendo poco a poco que mis obligaciones laborales coincidan casi exactamente con mis caprichos.
En Pontevedra estuve solo una vez, hace más de treinta años. Me queda el recuerdo de plazas apacibles, calles con soportales y una esbelta iglesia de forma raramente cilíndrica. Bajo del autobús y comienzo a caminar al azar por barrios impersonales. No pregunto, me dejo guiar por el instinto. Y una vez más compruebo que es una guía cierta. Primero me encuentro con la iglesia de la Peregrina, al lado el convento de San Francisco y su larga escalera iniciática; un poco más allá, la plaza de Méndez Núñez. En una esquina, asomándose a un alto jardín, un inmenso magnolio, el más hermoso que yo haya visto nunca. Lo coloco en el lugar preferente de mi colección de árboles. Bajo sus ramas, elegante y distante, Valle-Inclán pasea a su perro.
Luego, en el Museo Provincial, se reconstruye el gabinete de Méndez Núñez, con sus libros, sus colecciones de conchas y labrados marfiles y todo el encanto de aquella doña Isabel tan frescachona y tan devota. Valle-Inclán se burló de ella; el casto Méndez Núñez fue siempre su secreto enamorado.
La emoción aumenta en la cámara de La Numancia, la fragata que bombardeó el puerto de El Callao y de la que Galdós contó su vuelta al mundo en uno de los Episodios Nacionales.
No sé muy bien en qué consistió aquella heroicidad ultramarina que tanto dio que hablar en las postrimerías del régimen isabelino, cuando rodaba en coplas de guitarrón la sátira chispera de licencias y milagros. Supongo que no pasaría de un enfático arañazo del viejo león español a las antiguas colonias, pero ahora ya importa poco toda la rancia mitología nacionalista de los bancos sin honra y la honra sin barcos y la España sin honra porque a la reina le gustaba sonreír al más guapo de los guardiamarinas. Importa la sensación de tiempo detenido entre estas nobles maderas que aún parecen balancearse en las no demasiado pacíficas aguas del Pacífico.
Salgo del museo, que se extiende por varios caserones, y toda la ciudad se me figura detenida en el tiempo, sentada a tomarse un café o a pasearse por calles soportaladas.
Añado dos o tres plazas a mi colección, una fuente decimonónica que parece sacarle la lengua al tiempo presente, una armería que seguramente frecuentaron los personajes de Valle-Inclán. Recuerdo luego versos de Miguel d’Ors que hablan de la lectura digestiva del ABC en un viejo café, el Savoy, mientras “la vida iba y venía por la plaza de piedra”.
Qué extraño tiempo el de las ciudades que visitamos de paso, que no sabemos si volveremos a pisar… Nada me gusta más que disfrutar de estos imprevistos. Hoy pensaba estar en Oporto, pero estoy en Pontevedra. Ni pierdo ni gano, pero a Oporto espero arribar mañana, o sea, que gano.
Al anochecer regreso a la Escuela Naval. Ha dejado de llover, asoma el arco iris. Se trata, sin embargo, de una falsa alarma. Las previsiones metereológicas siguen siendo malas. Mañana un autobús nos llevará a Oporto. El barco, si hay suerte, estará allí esperándonos al final del día para conducirnos a Lisboa.
Acabo encontrándole su encanto a la vida en un barco que no puede soltar amarras. Comemos en tres turnos, cada día un grupo ha de ayudar al cocinero, hay tiempo para charlar sin prisas, para observar a este puñado de jóvenes españoles y portugueses sacados de su entorno, a mis sabios colegas. También la tripulación ofrece materia de observación, empezando por el capitán, en nada parecido al del Creoula, tan cordialmente protocolario . El cocinero aprovecha cualquier pretexto para entablar conversación. ¿Qué contará luego de la vida a bordo? Otro cocinero, en una página de Internet dedicada al barco, se refirió a las muchas fiestas de sexo, drogas y rock and roll que habían transcurrido entre estos mamparos. Me temo que lo que ahora contemplan no resulta tan escandaloso, aunque quizá no sea menos divertido. Para mí, bastante más.
El miércoles pasado ni siquiera me imaginaba donde iba a estar este miércoles. Ahora llueve, el barco se balancea con suavidad y mientras ceno con buen apetito pienso en lo rara que es la vida. Hace una semana, no conocía personalmente a ninguna de las personas con las que aguardo a que amaine el temporal. Y me encuentro tan a gusto como si siempre hubiera llevado esta vida. Escucho discutir a Adrián, puro nervio, con Celso, calmosamente luso. “Has de te comportar con más tranquilidad; si no, envejecerás pronto”, le dice. Pero Adrián, que ha protestado por esto y por aquello, no puede hacer nada sin prisa. Como yo. Pero si yo hago todo lo que tengo que hacer con prisa no es porque tenga prisa, sino porque es mi manera de aprovechar el tiempo. También sé perderlo en no hacer nada.
Soy una persona que nunca deja de cumplir una obligación por un capricho. Pero que he tenido la habilidad de ir consiguiendo poco a poco que mis obligaciones laborales coincidan casi exactamente con mis caprichos.
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jueves, 6 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (4): Incidentes y regalos
Tardó, pero por fin llegó el momento tan esperado. A las ocho de la tarde, con algo de lluvia y cielo encapotado, el bergantín-goleta “Cervantes Saavedra” inicia el desamarre del muelle de la Escuela Naval. Hemos embarcado algunas horas antes. El capitán, antes de la partida, no da algunas indicaciones que a mí, por lo menos, me meten el miedo en el cuerpo. No hay que dejar nada enchufado en el camarote, ni siquiera el móvil recargándose, porque es fácil provocar un cortacircuito y entonces el barco, todo de madera, se convertiría en una bola de fuego en menos de cinco minutos. Y totalmente prohibido pasear por la cubierta principal cuando llueve y el mar está agitado: es fácil resbalar, caer al agua, no ser visto. “No debe ser agradable –añade con cierto humor negro—ver el navío alejarse y uno quedarse allí a merced de las olas”.
[1]
Cuando el barco ya enfila la salida de la ría de Pontevedra, comienzan las instrucciones de seguridad: balsas, chalecos salvavidas, bengalas de aviso. No aumentan precisamente mi sensación de seguridad. Pero luego, en la proa, viendo al barco romper las olas entre las dos hermosas orillas que se van oscureciendo poco a poco, me siento tranquilo y bien.
Sigue lloviendo, aumenta el viento. Cubierto con el chubasquero naranja, dejo que viento y lluvia me den en la cara. Se está bien ahí, camino del mar abierto, rumbo a lo desconocido. Mentalmente me recito, cómo no, a Espronceda: “Navega, velero mío, sin temor, / que ni enemigo navío, / ni tormenta ni bonanza, / tu rumbo a torcer alcanza / ni a detener tu labor”.
Pero este buque-escuela no es el velero pirata de Espronceda. El mal tiempo arrecia, los cabeceos son cada vez mayores, algunos comienzan a vomitar. Yo los miro con aire de superioridad, como creyéndome el rey del mundo.
Estoy algo mojado, no quiero resfriarme y decido bajar al camarote a cambiar de ropa. Llegar hasta él por el estrecho pasillo ya es una odisea, realizar cualquier actividad en el diminuto receptáculo es como hacerlo dentro de una coctelera que alguien agita velozmente. Bastante tengo con no chocar con una esquina, con uno u otro mamparo. Cometo el error de tenderme un momento en el cubículo. Inmediatamente comienzo a sentirme mal. Vuelvo a cubierta, me resguardo debajo de una de las lanchas salvavidas, trato de concentrarme en la línea del horizonte, desentenderme de las olas y los bandazos.
Aunque llevamos más de una hora de marcha, aún no hemos salido de la larga ría y a mí el escenario comienza a recordarme al de la película La tormenta perfecta. Creo que son solo temores míos, y decido concentrarme en el paseo que voy a dar al día siguiente en Oporto. Pero de pronto el barco comienza a cambiar de rumbo. A mí me parece que estamos dando la vuelta. Me imagino que será falsa impresión. Pregunto y no es así: regresamos a Marín.
“Vaya, me digo, así que la peligrosidad no era solo una temerosa imaginación mía”. Me entero de que los vientos son de 30 nudos, con rachas de 34, por la amura de babor y eso que aún no hemos llegado a las islas Cíes. A partir de allí la situación será mucho peor. El capitán decide no arriesgar el barco ni el pasaje. Parece además que hay pequeñas lanchas de pesca por estos lugares y cabe la posibilidad, en estas condiciones, de hundir alguna.
Tenemos la suerte de que en la Escuela Naval nos permiten atracar, con lo que la seguridad y la comodidad es infinitamente mayor que si solo fondeáramos. A las doce de la noche ya estamos de nuevo en el punto de partida.
Estoy cansado, regreso a mi camarote, diminuto, pero donde nada se mueve, nada danza. Cuando lo vi la primera vez me pareció que hay nichos más espaciosos. Ahora no lo cambiaría por la más lujosa suite del Palace. Me acuesto y, por primera vez en bastantes días, duermo como un lirón y de un tirón. Me despierto cuando Horacio, uno de los tutores pasa, poco después de las siete, dando con los nudillos en la puerta de los camarotes y anunciando que es la hora de levantarse.
El desayuno resulta bastante caótico, es necesario reorganizarlo todo. Charo, Rosario Martínez, que es la cabeza organizadora, se encuentra desbordada. Hay una cierta bicefalia en la expedición, los portugueses son muy conscientes del afán imperialista tradicional de los españoles, y a veces cuesta algún esfuerzo ponerse de acuerdo.
Yo me levanto con el optimismo de costumbre. Incluso me alegro de volver a Marín. El día de la llegada todo me resultaba ajeno y distante en este recinto militar. Pero ayer por la mañana, después de saludarnos el comandante-director, nos enseñó el recinto un capitán de corbeta que demostró ser un digno heredero de los marinos ilustrados del siglo XVIII. Estuvimos en el planetario y en un mágico simulador de navegación, tan perfecto que hubo algunos que sintieron síntomas del mareo, a pesar de que el suelo no se movía. Podíamos entrar en el puerto que quisiéramos, atracar, hacer cambiar el tiempo a voluntad. Un maravilloso juguete, un magnífico instrumento de práctica para los capitanes.
El día grande de la Escuela es el 16 de julio, cuando el rey entrega los despachos a una nueva promoción. Este año el acto quedó deslucido por un violento chaparrón. El rey y la ministra de Defensa aguantaron a pie firme y pescaron una buena mojadura.
Vuelvo a la Escuela Naval como si volviera a casa. Nos prestan un aula para que sigan las charlas a los alumnos. Yo me voy a una sala de estudio para poder enchufar el ordenador, redactar estas líneas y revisar las fotos. Tengo una hora, luego empieza mi clase. Quién me iba a decir que una imprevista tormenta iba a convertir la Escuela Naval de Marín, ahora casi sin nadie tras el ajetreo del día del Carmen, en uno de mis familiares lugares de trabajo.
El azar suele hacerme esos regalos. ¿Solo a mí? No creo. Lo que ocurre es que yo, al contrario que otros, siempre los estoy esperando y no dejo escapar ninguno.
[1]
Cuando el barco ya enfila la salida de la ría de Pontevedra, comienzan las instrucciones de seguridad: balsas, chalecos salvavidas, bengalas de aviso. No aumentan precisamente mi sensación de seguridad. Pero luego, en la proa, viendo al barco romper las olas entre las dos hermosas orillas que se van oscureciendo poco a poco, me siento tranquilo y bien.
Sigue lloviendo, aumenta el viento. Cubierto con el chubasquero naranja, dejo que viento y lluvia me den en la cara. Se está bien ahí, camino del mar abierto, rumbo a lo desconocido. Mentalmente me recito, cómo no, a Espronceda: “Navega, velero mío, sin temor, / que ni enemigo navío, / ni tormenta ni bonanza, / tu rumbo a torcer alcanza / ni a detener tu labor”.
Pero este buque-escuela no es el velero pirata de Espronceda. El mal tiempo arrecia, los cabeceos son cada vez mayores, algunos comienzan a vomitar. Yo los miro con aire de superioridad, como creyéndome el rey del mundo.
Estoy algo mojado, no quiero resfriarme y decido bajar al camarote a cambiar de ropa. Llegar hasta él por el estrecho pasillo ya es una odisea, realizar cualquier actividad en el diminuto receptáculo es como hacerlo dentro de una coctelera que alguien agita velozmente. Bastante tengo con no chocar con una esquina, con uno u otro mamparo. Cometo el error de tenderme un momento en el cubículo. Inmediatamente comienzo a sentirme mal. Vuelvo a cubierta, me resguardo debajo de una de las lanchas salvavidas, trato de concentrarme en la línea del horizonte, desentenderme de las olas y los bandazos.
Aunque llevamos más de una hora de marcha, aún no hemos salido de la larga ría y a mí el escenario comienza a recordarme al de la película La tormenta perfecta. Creo que son solo temores míos, y decido concentrarme en el paseo que voy a dar al día siguiente en Oporto. Pero de pronto el barco comienza a cambiar de rumbo. A mí me parece que estamos dando la vuelta. Me imagino que será falsa impresión. Pregunto y no es así: regresamos a Marín.
“Vaya, me digo, así que la peligrosidad no era solo una temerosa imaginación mía”. Me entero de que los vientos son de 30 nudos, con rachas de 34, por la amura de babor y eso que aún no hemos llegado a las islas Cíes. A partir de allí la situación será mucho peor. El capitán decide no arriesgar el barco ni el pasaje. Parece además que hay pequeñas lanchas de pesca por estos lugares y cabe la posibilidad, en estas condiciones, de hundir alguna.
Tenemos la suerte de que en la Escuela Naval nos permiten atracar, con lo que la seguridad y la comodidad es infinitamente mayor que si solo fondeáramos. A las doce de la noche ya estamos de nuevo en el punto de partida.
Estoy cansado, regreso a mi camarote, diminuto, pero donde nada se mueve, nada danza. Cuando lo vi la primera vez me pareció que hay nichos más espaciosos. Ahora no lo cambiaría por la más lujosa suite del Palace. Me acuesto y, por primera vez en bastantes días, duermo como un lirón y de un tirón. Me despierto cuando Horacio, uno de los tutores pasa, poco después de las siete, dando con los nudillos en la puerta de los camarotes y anunciando que es la hora de levantarse.
El desayuno resulta bastante caótico, es necesario reorganizarlo todo. Charo, Rosario Martínez, que es la cabeza organizadora, se encuentra desbordada. Hay una cierta bicefalia en la expedición, los portugueses son muy conscientes del afán imperialista tradicional de los españoles, y a veces cuesta algún esfuerzo ponerse de acuerdo.
Yo me levanto con el optimismo de costumbre. Incluso me alegro de volver a Marín. El día de la llegada todo me resultaba ajeno y distante en este recinto militar. Pero ayer por la mañana, después de saludarnos el comandante-director, nos enseñó el recinto un capitán de corbeta que demostró ser un digno heredero de los marinos ilustrados del siglo XVIII. Estuvimos en el planetario y en un mágico simulador de navegación, tan perfecto que hubo algunos que sintieron síntomas del mareo, a pesar de que el suelo no se movía. Podíamos entrar en el puerto que quisiéramos, atracar, hacer cambiar el tiempo a voluntad. Un maravilloso juguete, un magnífico instrumento de práctica para los capitanes.
El día grande de la Escuela es el 16 de julio, cuando el rey entrega los despachos a una nueva promoción. Este año el acto quedó deslucido por un violento chaparrón. El rey y la ministra de Defensa aguantaron a pie firme y pescaron una buena mojadura.
Vuelvo a la Escuela Naval como si volviera a casa. Nos prestan un aula para que sigan las charlas a los alumnos. Yo me voy a una sala de estudio para poder enchufar el ordenador, redactar estas líneas y revisar las fotos. Tengo una hora, luego empieza mi clase. Quién me iba a decir que una imprevista tormenta iba a convertir la Escuela Naval de Marín, ahora casi sin nadie tras el ajetreo del día del Carmen, en uno de mis familiares lugares de trabajo.
El azar suele hacerme esos regalos. ¿Solo a mí? No creo. Lo que ocurre es que yo, al contrario que otros, siempre los estoy esperando y no dejo escapar ninguno.
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miércoles, 5 de agosto de 2009
De Avilés a Cádiz (3): En la escuela naval
Qué desilusión. Llegamos a Marín y no está esperándonos en el puerto el “Cervantes Saavedra”. Al parecer se ha encontrado con mal tiempo cerca de Cascais y llegará con retraso. No parece un navío muy marinero, al contrario que el Creoula, capaz de enfrenarse incluso a los hielos del Norte.
El barco que le sustituye ni siquiera se atrevió a llegar hasta Avilés, temeroso de cruzar el Finisterre. Y la verdad es que hay nombres, como el de la Costa da Morte, que asustan a cualquiera.
“Es que es un navío que no estaba hecho para largas travesías”, me cuenta Ramón Alvargonzález. “Nació como buque faro, destinado a quedarse quieto en un lugar peligroso de la costa. Las adaptaciones nunca quedan bien. No tiene la esbeltez del Creoula, es más bien redondeado, como una bañista de otro tiempo”.
Pero el Creoula no estaba en condiciones de navegar. Había que impermeabilizar la cubierta, arreglar los sanitarios… “En la ultima travesía, estando yo de guardia, se inundaron. Había veinte centímetros de agua y otras cosas peores. Preguntamos al capitán y nos dijo que el arreglarlo corría de nuestra cuenta. No encontramos botas de agua, con unas bolsas de basura que nos atamos a los pies tuvimos que arreglárnosla. Con una bomba logramos achicar el agua y no sé cómo todo lo demás. Cuando los participantes del curso se levantaron para ducharse todo estaba limpio y ni siquiera se imaginaron lo que habíamos pasado. A pesar de eso, yo echo de menos el Creoula. A pesar de eso y de que los camarotes no eran precisamente aptos para los que tuvieran claustrofobia. Bueno, no eran camarotes, sino sollados, donde se acomodaban como podían más de veinte personas. El Cervantes Saavedra es otra cosa. Me parece a mí que más apto para pasear turistas alrededor del puerto de Málaga que para servir de buque-escuela.
Aparte de la ría, no parece que Marín tenga muchos atractivos. La fabulosa ría y la Escuela Naval, claro. Hace dos días fue la entrega de despachos, fiesta mayor con presencia del rey y de la ministra de Defensa. Hoy esta casi vacía. A pesar de que hay cuartos libres de sobra, nos colocan de cuatro en cuatro, las mujeres a un lado y los hombres a otro, tal como esta previsto en las ordenanzas. “Va ser un poco complicado dormir en estas condiciones, yo ronco bastante”, dice uno. “Para mí no hay problema”, dice otro de los tutores con los que he de compartir habitación, “yo ronco más que nadie, mi mujer me repite, no sé si en broma, que esa es causa suficiente para el divorcio”.
A mí me viene a la memoria la última vez que dormí en la misma habitación con otras tres personas. Era un cuarto algo menos cómodo que este. Y allí estuvimos quince días sin salir más que una hora al patio y a la ducha. Y ninguno de los que me acompañaban era precisamente catedrático… Si fui capaz de resistir aquello, no creo que me quiten el sueño cuatro ronquidos. Claro que ocurrió hace más de treinta años, en tiempos de aquel general de cuyo nombre no quiero acordarme.
Claro que esa no es la única incomodidad. En la Escuela Naval, no hay toallas. Malacostumbrado a la vida de hotel, ni siquiera se me ocurrió que pudieran ser necesarias. Pero a grandes males grandes remedios. Entro en una de las habitaciones vacías y retiro la funda de la almohada. Si no basta, volveré a por una sabana…
Se celebran las fiestas de Marín. Junto a la verja misma de la Escuela Naval están las barracas, con su mareante bullicio multicolor y su alegría triste. A alguien se le ocurre que podríamos montar en los coches de choque. Como todos los disparates, acaba ganando adeptos. No entre los alumnos, que han encontrado otros entretenimientos, sino entre los vetustos tutores. Fermín Rodríguez me da unas cuantas fichas y me quiere lanzar a la pista. Insiste, pero yo resisto la tentación. No soy precisamente un experto en resistir tentaciones, pero tengo una voluntad de acero ante aquellas que no me tientan nada.
Una pareja de nada marciales fumadores uniformados me abre la historiada puerta de la verja. Ella es encantadora, él representa mejor el espíritu militar. Ella lee mi nombre en el carnet, él pide que se lo repitan y tarda en encontrar la ficha correspondiente. Parece como si ese esfuerzo intelectual desbordara un poco su capacidad.
Una inscripción nos indica que la Escuela Naval Militar fue fundada por Felipe V en Cádiz y trasladada a este lugar en 1943 por el… Tenemos que adivinar –es un enigma fácil— que se trata del generalísimo Franco, porque esas palabras, en una especie de justiciera dannatio memoriae, han sido borradas por el paso del tiempo.
La aventura se me resiste. Está visto que los que hemos nacido para una vida monótona y rutinaria tenemos que conformarnos con ella, no encontramos escapatoria por mucho que lo intentemos.
Y por eso estoy yo aquí, en la Escuela Naval de Marín, recién amanecido, oyendo los chillidos de las gaviotas y el rumor de las duchas, esperando que el “Cervantes Saavedra” sea capaz de afrontar los vientos contrarios y nos permita, por fin, embarcar.
El barco que le sustituye ni siquiera se atrevió a llegar hasta Avilés, temeroso de cruzar el Finisterre. Y la verdad es que hay nombres, como el de la Costa da Morte, que asustan a cualquiera.
“Es que es un navío que no estaba hecho para largas travesías”, me cuenta Ramón Alvargonzález. “Nació como buque faro, destinado a quedarse quieto en un lugar peligroso de la costa. Las adaptaciones nunca quedan bien. No tiene la esbeltez del Creoula, es más bien redondeado, como una bañista de otro tiempo”.
Pero el Creoula no estaba en condiciones de navegar. Había que impermeabilizar la cubierta, arreglar los sanitarios… “En la ultima travesía, estando yo de guardia, se inundaron. Había veinte centímetros de agua y otras cosas peores. Preguntamos al capitán y nos dijo que el arreglarlo corría de nuestra cuenta. No encontramos botas de agua, con unas bolsas de basura que nos atamos a los pies tuvimos que arreglárnosla. Con una bomba logramos achicar el agua y no sé cómo todo lo demás. Cuando los participantes del curso se levantaron para ducharse todo estaba limpio y ni siquiera se imaginaron lo que habíamos pasado. A pesar de eso, yo echo de menos el Creoula. A pesar de eso y de que los camarotes no eran precisamente aptos para los que tuvieran claustrofobia. Bueno, no eran camarotes, sino sollados, donde se acomodaban como podían más de veinte personas. El Cervantes Saavedra es otra cosa. Me parece a mí que más apto para pasear turistas alrededor del puerto de Málaga que para servir de buque-escuela.
Aparte de la ría, no parece que Marín tenga muchos atractivos. La fabulosa ría y la Escuela Naval, claro. Hace dos días fue la entrega de despachos, fiesta mayor con presencia del rey y de la ministra de Defensa. Hoy esta casi vacía. A pesar de que hay cuartos libres de sobra, nos colocan de cuatro en cuatro, las mujeres a un lado y los hombres a otro, tal como esta previsto en las ordenanzas. “Va ser un poco complicado dormir en estas condiciones, yo ronco bastante”, dice uno. “Para mí no hay problema”, dice otro de los tutores con los que he de compartir habitación, “yo ronco más que nadie, mi mujer me repite, no sé si en broma, que esa es causa suficiente para el divorcio”.
A mí me viene a la memoria la última vez que dormí en la misma habitación con otras tres personas. Era un cuarto algo menos cómodo que este. Y allí estuvimos quince días sin salir más que una hora al patio y a la ducha. Y ninguno de los que me acompañaban era precisamente catedrático… Si fui capaz de resistir aquello, no creo que me quiten el sueño cuatro ronquidos. Claro que ocurrió hace más de treinta años, en tiempos de aquel general de cuyo nombre no quiero acordarme.
Claro que esa no es la única incomodidad. En la Escuela Naval, no hay toallas. Malacostumbrado a la vida de hotel, ni siquiera se me ocurrió que pudieran ser necesarias. Pero a grandes males grandes remedios. Entro en una de las habitaciones vacías y retiro la funda de la almohada. Si no basta, volveré a por una sabana…
Se celebran las fiestas de Marín. Junto a la verja misma de la Escuela Naval están las barracas, con su mareante bullicio multicolor y su alegría triste. A alguien se le ocurre que podríamos montar en los coches de choque. Como todos los disparates, acaba ganando adeptos. No entre los alumnos, que han encontrado otros entretenimientos, sino entre los vetustos tutores. Fermín Rodríguez me da unas cuantas fichas y me quiere lanzar a la pista. Insiste, pero yo resisto la tentación. No soy precisamente un experto en resistir tentaciones, pero tengo una voluntad de acero ante aquellas que no me tientan nada.
Una pareja de nada marciales fumadores uniformados me abre la historiada puerta de la verja. Ella es encantadora, él representa mejor el espíritu militar. Ella lee mi nombre en el carnet, él pide que se lo repitan y tarda en encontrar la ficha correspondiente. Parece como si ese esfuerzo intelectual desbordara un poco su capacidad.
Una inscripción nos indica que la Escuela Naval Militar fue fundada por Felipe V en Cádiz y trasladada a este lugar en 1943 por el… Tenemos que adivinar –es un enigma fácil— que se trata del generalísimo Franco, porque esas palabras, en una especie de justiciera dannatio memoriae, han sido borradas por el paso del tiempo.
La aventura se me resiste. Está visto que los que hemos nacido para una vida monótona y rutinaria tenemos que conformarnos con ella, no encontramos escapatoria por mucho que lo intentemos.
Y por eso estoy yo aquí, en la Escuela Naval de Marín, recién amanecido, oyendo los chillidos de las gaviotas y el rumor de las duchas, esperando que el “Cervantes Saavedra” sea capaz de afrontar los vientos contrarios y nos permita, por fin, embarcar.
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