Los extraños sucesos que pretendo relatar ocurrieron hace
pocos días, pero tienen su remoto origen en una noticia publicada por el Journal de Genève el 6 de mayo de 1891.
Se hablaba en ella de la desaparición de dos viajeros ingleses en las cataratas
que del río Aar en Reichenbach. No se daban sus nombres, únicamente las
iniciales: S. H. y J. M.
LA FUNDACIÓN MARTIN BODMER
Siempre que viajo a Ginebra, acostumbro visitar la Fundación
Martin Bodmer, una especie de cueva del tesoro para quien ama los libros. Se
encuentra más allá de Eaux-Vives, en una colina de seductoras vistas sobre el
lago. Ocupa dos villas unidas por un jardín. El tesoro ocupa un sótano bajo
ellas, un espacio apenas iluminado y con temperatura constante, diseñado por el
arquitecto Mario Botta especialmente para exponer tantas vulnerables maravillas.
Contemplé
de nuevo tablillas sumerias, papiros egipcios, las copias más antiguas del
Nuevo Testamento, la Biblia de Gutemberg, manuscritos de Goethe y de Byron,
primeras ediciones de Shakespeare o del Robinson
Crusoe y también la Brevísima
historia de la destrucción de las Indias, de Fray Bartolomé de las Casas, y
el Barco ebrio de Rimbaud y Alicia en el país de las maravillas… No
siempre exponen las mismas piezas y esta vez busqué en vano la letra menuda de
Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”; me sorprendió, en cambio, encontrar la
caligrafía clara de Conan Doyle: en una vitrina se exponía “The Adventure of Abbey
Grange”, una de las historias de The
Retorn of Sherlock Holmes que yo prefiero.
El comienzo
es espléndido. Una fría y oscura mañana del invierto de 1897 el doctor Watson
se despierta al sentir que alguien le zarandea y repite su nombre. Abre los
ojos. A la luz de una vela, ve el rostro de Holmes inclinado sobre él. “Vamos,
Watson, vamos. El juego ha comenzado. Vístase y venga conmigo”.
Y Watson se
viste sin preguntar nada y poco después cruzan las calles desiertas de Londres,
toman un té caliente en la cantina de la estación y se suben al primer tren que
parte para Kent. Solo cuando están cómodamente sentados, Holmes se decide a
hablar. Ha recibido una carta que le conmina a ir, lo más pronto posible, a
Abbey Grange, donde ha ocurrido un asesinato en extrañas circunstancias.
Como
siempre en estas historias, que desdeñan los eruditos y desdeñaba su autor, la
resolución del caso vale menos que el planteamiento. Lo que importa es la
amistad y la promesa de la aventura, ese saltar de la cama sin preguntar nada,
abandonar rutinas y comodidades para ir tras el caballero andante siempre que
nos lo pida.
En el tren,
Sherlock critica la manera que Watson tiene de contar sus casos. Le reprocha
que pase por encima de los aspectos más sutiles y refinados para centrarse en
los detalles sensacionalistas. El bueno
de Watson se enfada un poco.
“¿Por qué
no los escribe usted mismo?”
“De momento
estoy muy ocupado, pero tengo intención de hacerlo”.
EL MANUSCRITO DE SHERLOCK
HOLMES
Cuando salí de la exposición, mientras trataba de
acostumbrar mis ojos a la dura luz veraniega, me sorprendió un grupo de
profesores o funcionarios que parecían discutir en el jardín. Uno de ellos
parecía muy enfadado. Los otros trataban de calmarle. De pronto, el que gritaba
indignado se dio la vuelta y se alejó rápidamente dejándolos con la palabra en
la boca. Los otros se encogieron de hombros.
Unos pasos
más allá, mientras esperaba el autobús junto a la iglesia, me lo volví a
encontrar. Todavía irritado, parecía hablar solo. Al verme, se dirigió a mí,
primero en francés, luego, al escuchar mi respuesta, en español con acento
argentino.
“Esos
cretinos calvinistas han dejado escapar la oportunidad de su vida. Me pagarán
lo que pida en cualquier Universidad. ¡Yo tengo lo que nadie tiene! Un
manuscrito de Sherlock Holmes contando sus aventuras en primera persona”.
En aquel
momento llegó el autobús. Traté de alejarme y fui hasta un asiento del fondo,
pero el locuaz argentino me siguió y se sentó a mi lado. No contento con eso,
al bajar en Rive, me invitó a tomar algo para enseñarme el manuscrito. “No
traigo el original, pero sí una buena copia”, dijo dando golpecitos al maletín
que llevaba consigo.
La letra
era distinta de la que acababa de ver en “The Avventure of Abbery Grange”. Se
lo hice notar.
“Claro, ya
le dije que estas páginas están escritas por el propio Sherlock, no por
Watson”.
Sonreí,
aunque él parecía hablar muy en serio.
“Pero el
amanuense es siempre Conan Doyle, ¿no?”
“Eso
dijeron ellos, los presuntos expertos, y me acusaron de querer venderles una
falsificación”.
Falsificación
o no, la historia que se contaba era apasionante. Solo pude leer aquellas
páginas una vez. Holmes, tras fingir su muerte en las cataratas de Reichenbach,
se quedó un tiempo a vivir en Ginebra. El viaje al Tibet, donde se entretuvo
visitando Lhasa y entrevistando al Gran Lama, fue posterior. También sus
aventuras en el Polo Norte, de las que informaron ampliamente los periódicos,
como un presunto noruego apellidado Sigerson. O los viajes por Persia, la
visita a la Meca disfrazado de árabe, la entrevista con el califa de Jartum, en
la que obtuvo útiles informaciones que comunicó oportunamente al Foreign
Office.
Antes quiso
llevar una vida discreta y para ello alquiló una casita cerca de la Place du
Marché, en Carouge. Allí llevó la vida de un apacible caballero británico,
recientemente viudo, que se había alejado de Londres para mejor sobrellevar sus
penas. Paseaba, bebía discretamente, asistía a los oficios religiosos,
trabajaba en casa en una monografía sobre la vida de las abejas y en traducir
las Geórgicas de Virgilio. Hasta que
una mujer se suicidó en el Arve, cuyas lodosas aguas contrastaban con las
azules y transparentes del Ródano, y luego un hombre apareció ahorcado bajo la
torre de Molard, en el centro mismo de Ginebra. No habían pasado dos semanas
cuando un conocido banquero decidió poner fin a su vida arrojándose a las vías,
en la estación de Cornavin, en el momento mismo en que partía el expreso para
Lyon.
La
sorprendente frecuencia de suicidios dio mucho que hablar. Sherlock Holmes,
casi desde el primer momento, sospechó que no eran tales. Tras el tercero –hubo
seis en menos de un mes–, ya no tuvo ninguna duda: se trataba de un asesino en
serie.
Fue uno de
los casos más difíciles de su carrera, según repite más de una y otra vez. Echa
de menos la compañía de Watson. “Me ayudaba a pensar, era como un romo frontón en
el que rebotaba mi intelecto para ir cada vez más lejos hasta descubrir lo que
se escondía tras las apariencias”.
Un caso
difícil, particularmente difícil, porque las víctimas no tenían nada en común y
el asesino –si es que había un único asesino, como era la hipótesis de Holmes–
cambiaba en cada ocasión la manera del suicidio.
A la hora
de contar aquella sorprendente historia, me daba la impresión de que Holmes
imitaba a Watson. No se centraba en los aspectos técnicos de su metodología,
sino en los detalles más sensacionalista: alguien había arrancado un dedo a la
mujer antes de arrojarla al agua (solo los muy lerdos, y el comisario Lerstrand
de Ginebra lo era bastante, podían pensar en una automutilación); el exrector del
seminario católico que se colgó de la Tour du Molard estaba bárbaramente
castrado bajo la sotana.
Para
entonces ya nadie pensaba en suicidios. Sherlock Holmes, que oficialmente
estaba muerto, no podía intervenir directamente. Le bastaron dos o tres cartas
al director del diario ginebrino para encaminar adecuadamente las pesquisas
policiales.
Si quería
saber yo quién era el asesino, y si finalmente fue detenido, tendría que recurrir
a las páginas del periódico: al manuscrito le faltaban las últimas páginas.
“Nunca lo
encontraron”, me dijo Losada, que así se llamaba el argentino, guardando las
fotocopias en la cartera. Pero el título ya proporcionaba una pista: “El caso
de los suicidios justicieros”.
Braulio
Losada, de origen español, era gran admirador de Borges. Conocía a Alifano, que
había sido secretario del escritor, y a Vaccaro, propietario de buena parte de
su archivo; con los dos había estado yo recientemente en Oviedo con motivo de
la presentación de un libro de Alejandro Guillermo Roemmers. A Roemmers pensaba
Losada ofrecerle el manuscrito.
DE AYER A HOY
Lo que ocurrió a continuación en Ginebra tuvo para mí mucho
de pesadilla, aunque pasara inadvertido en el estruendo de las noticias del
mundo. Una mujer apareció ahogada en el Arve. Lo primero que me vino a la
memoria fue el poema de Valente: “Salud, hermana. / En la noticia anónima / no
te acompañan deudos / ni cercanos amigos. / Solo un rastro / de soledad
arrastran sin tu cuerpo / los dolorosos ríos”.
Luego hubo
otras muertes, hasta tres. Todas parecían suicidios. Todas repetían, punto por
punto, el mismo método que yo había leído en las páginas inéditas de Sherlock
Holmes.
Pensé que
debía encontrar a Braulio Losada y hablarle de ello, pero no tenía su teléfono
ni conocía su dirección. Quizá guardaran datos de él en la Fundación Bodmer,
donde había querido vender su manuscrito.
Poco
después del atentado de Barcelona, ocurrió un cuarto suicidio, pero este no
repetía ninguno de los de la historia de Holmes: se trataba del imán de una
mezquita, que había estado recientemente en Cataluña, y que era conocido por
sus ideas radicales.
Intuí
entonces cuál era el final perdido de “El caso de los suicidios justicieros”,
la historia desconocida de Sherlock Holmes.
“The
Adventure of Abbey Grange” cuenta un caso de maltrato doméstico. El muerto es
el marido violento; el homicida, un defensor de la mujer. Holmes lo deja
escapar.
Todos los
presuntos suicidas merecían morir. El piadoso Holmes de Carouge se tomaba la
justicia por su mano, eliminando a mala gente y jugando a despistar a la
policía. Afortunadamente, pronto se puso en contacto con National Geographic y se dedicó a otro tipo de aventuras. En caso
contrario, habría dejado el mundo muy despoblado.
Me asusté
al encontrar a Braulio Losada –a quien, sin embargo, había estado buscando– en
el andén de la estación, cuando yo me dirigía a Lausanne. Me vio, se acercó a
mí. Yo me alejé instintivamente del borde del andén. “Por su cara, veo que ya
ha resuelto el misterio, pero las buenas personas, porque usted lo es, ¿o no?,
nada deben temer”.
Al día
siguiente, se suicidó un banquero. La noticia ocupó apenas unas líneas en el
periódico. Yo la leí ya en el aeropuerto, de regreso a Asturias. Ni allí ni
aquí informé de mis sospechas a la policía. Dejé que el asesino en serie
siguiera haciendo de las suyas, eliminando astutamente y por las bravas la
basura del mundo.