Domingo, 5 de
febrero
ENCUENTROS
No sé por qué me llena de melancolía encontrarme en un puesto del Fontán, entre el batiburrillo de libros desportillados, con uno que lleva el sello de “Biblioteca de José M. Martínez Cachero” y en el centro, escrito a mano, la fecha: 1969. Es un tomo de las obras de Enrique Díez-Canedo dedicado a sus artículos de crítica teatral. En el índice figuran Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Gómez de la Serna, Azaña, Lorca, Casona y unos pocos nombres que el tiempo ha borrado. Entre ellos podía figurar Alejandro MacKinlay, cuya obra El que no puede amar, editada por La Farsa, encuentro al lado. Martínez Cachero fue mi profesor y era un laborioso y meritorio erudito a la antigua. Le llenaría de tristeza ver rodar por los mercadillos los libros que con tanto amor juntó. Pero ir de unas manos que los aman a otras es el mejor destino de los libros. De MacKinlay recuerdo una anécdota que parece sacada de una antología del humor negro.. Murió por su devoción monárquica y unas almorranas. Era un ricachón de origen escocés que tuvo una corte de hampones en la España de los años veinte. Como escritor valía poco, pero todos le adulaban para sacarle algún dinero. El que no puede amar se estrenó en 1928 y es un intento de renovación teatral: cada acto cuenta la misma historia, o una muy parecida, ambientada en épocas distintas. El libro de Díez-Canedo ya lo había leído, sacado de alguna biblioteca, y esta tarde, antes del cine, releo algunos de los capítulos. Vuelvo a reírme con el dedicado al estreno de Brandy, mucho brandy de Azorín. Se trata de un diálogo a la manera de los que yo me invento a menudo, y recuerda a los que el propio Azorín escribió por entonces y se reunieron luego en Escena y sala (se leen con más gusto que sus obras de teatro). Alejandro McKinlay es uno de los mil y un personajes que pululan por la memorias de González-Ruano. En los años treinta coincidieron en Roma, donde Ruano era corresponsal del ABC. MacKinlay tenía dos obsesiones: una figurar como escritor, otra ser amigo del rey en el exilio. A una y a otra le ayudaron los buenos oficios de Ruano. MacKinlay había alquilado un palacio romano, el Campitelli, y además unas habitaciones en el Gran Hotel para estar más cerca del monarca exiliado. MacKinlay acababa de comprar un yate cuando, en el bar del hotel, oyó al infante don Juan que le gustaría hacer un viaje por las islas griegas. De inmediato le ofreció su yate. El viaje quedó acordado para el 10 de junio, en que le recogerían en Palermo. Pero poco antes MacKinlay sufrió una inoportunas almorranas y en lugar de aplazar la excusión y esperar a que pasaran, tratándolas por los medios normales, decidió operarse. La mañana del día 8 llegó el doctor al hotel (Ruano no deja de indicar que era “un judío alemán”, algo bastante raro dada la fecha: 1938). Entró en la alcoba de MacKinlay (“con gran aparado de enfermeras y de estuches, sin duda a efectos de la cuenta”, dice Ruano; no olvidemos que se trata de un judío). Cuando todo estaba listo, mandó salir a los acompañantes y no habían pasado cinco minutos cuando salió él mismo, con el rostro demudado, y afirmando: “Este señor se muere”. Y efectivamente se murió a poco. “¿Pero ese señor era alcohólico?”, preguntó el médico. Al parecer el narcótico que le dio como anestesia era incompatible con el alcohol. “¡Desde hace cuarenta años!”, respondió Ruano. “Fue un crimen de lesa estupidez”, añade. Don Juan se quedó compuesto y sin yate en Palermo y MacKinlay tuvo el consuelo de morir —otra víctima, pensaría Ruano, del judaísmo internacional—.en el mismo hotel en que, pocos después, lo haría Alfonso XIII.
Lunes, 6 de
febrero
ADIÓS
Camino de Las Salesas, junto al semáforo para cruzar General
Elorza, me encuentro con la viuda y la hija de Rafael García Domínguez. No
había tenido ocasión de darles el pésame. A Rafael le veía por allí paseando
con su cigarrillo en la mano casi todos los días. Me daba una sensación de
tranquilidad, de que todo seguía en su sitio. Había asistido mucho a la
tertulia, allá por los años ochenta, cuando era profesor de literatura en el
instituto Alfonso II, invitaba a sus mejores alumnos a asistir. Alumnos suyos
fueron Pelayo Fueyo, José Luis Piquero, Javier Almuzara, Marcos Tramón. En el
86, publicó una antología de la nueva poesía asturiana, y ahí está Víctor Botas
y ahí estoy yo con una imagen en la que no me reconozco y con una poética en la
que tampoco: critico el “aldeanismo nacionalista al uso” y “la fácil demagogia
populista”, como un Azúa cualquiera. En el ejemplar que yo tengo de esa
antología, titulada Trece poetas, hay una dedicatoria, pero no es del
autor, sino uno de los antologados, Eduardo Errasti: “Para Martín / de quien
aprendo / constantemente / el misterio de la palabra”. Errasti se enfadó pronto
conmigo y siguió su camino hasta el desdichado final. Yo no apreciaba mucho su
poesía y creo que eso le dolió. Valdés, el librero, me reprochaba siempre una
reseña poco amable que le dediqué. Me temo que fui algo cruel. Rafael no se me
parecía, era un hombre bueno y sin recovecos, ayudaba a amar la literatura. No
tuvo un mal final y eso me consuela. Un martes se sintió indispuesto, le
ingresaron y lo que más lamentaba era no poder fumar; el sábado dijo: “A ver si
pronto me dejan salir a tomar un vino y echar un pitillo”. Murió esa noche, sin
enterarse. Iba a cumplir ochenta y cuatro años. Mejor esa despedida que la de
otra querida amiga a la que su hijo —lo
ha contado él mismo en un artículo— le dijo días antes que se iba a morir, que
no tenía remedio. Qué estúpida crueldad. Para Rafael no existió la muerte y
seguirá para siempre en nuestra memoria fumándose un tranquilo cigarrillo y
alentando a los poetas jóvenes.
Martes, 7 de
febrero
SACRIFICIO
¿Cómo no acordarse de la desasosegante película Llaman a
la puerta, esa nueva versión del sacrificio de Isaac, al leer las noticias
del terremoto turco? Lo de que Dios te ordene sacrificar a tu hijo no pasa de
ser una antigua leyenda, ¿pero qué ocurriría si tuvieras que sacrificarlo para
salvar a la humanidad? Night Shyamalan nos hace creíble ese dilema y no solo
durante el tiempo que estamos en la sala de cine. A la niña que atrapa
saltamontes en los alrededores del paraíso, se le acerca un ogro como en
cualquier cuento. Pero es un ogro bueno que trae una mala noticia.
Ha comenzado el fin del mundo y solo tú puedes detenerlo asesinando a quien más quieres. ¿A qué omnipotente psicópata se le puede ocurrir algo así? Al Dios de los cristianos, por ejemplo. Menos mal que sobre los que no lo somos no tiene jurisdicción. O eso quiero creer.
Miércoles, 8 de
febrero
ESPERA
Mientras espero,
hago anotaciones en el cuaderno que suelo llevar conmigo:
Hay tardes en que todos los que
soy me dejan solo.
El futuro solo existe en la
imaginación.
Lo que se pierde, solo se pierde
de verdad cuando olvidamos que lo hemos perdido.
Me da un poco de miedo la gente
que se me parece demasiado.
Entre entusiasmo y entusiasmo, para saborearlos mejor,
conviene aburrirse un poco.
No sé escuchar música sin ponerle
letra.
Era tan amable que hasta le pedía
perdón al pedrusco con el que había tropezado.
Acercarse cada vez más a la cima,
pero no llegar nunca a ella.
A veces nos olvidamos de
agradecer los favores que hacemos.
Jueves, 9 de
febrero
TERROR
Paso el día paseando y charlando de literatura con amigos en
una ciudad a la vez familiar y ajena y termino en un microrrelato de terror.
Los amigos son José Luna Borge, Antonio Manilla y Avelino Fierro, ese fiscal
que sabe que no hay justicia sin benevolencia; la ciudad es León, soleada,
dorada y apacible a pesar del sol de invierno. Termina la jornada en la
estación de autobuses. He venido para hablar de Clarín, la revista que
termina para no terminar nunca (podría reimprimirse desde el primer número, tan
actual hoy como en 1996: magia de la literatura).
La estación de autobuses se ha
transformado en un onírico escenario. ¿Estoy en León o en una devastada ciudad
ucrania? Tendejones abiertos a la intemperie, ni un rincón donde resguardarse
del frío, pálidas sombras dispersas que parecen esperar la nave de Caronte. Una
estufa al aire libre —que
no funciona— rodeada de sucios asientos de plástico: eso es la sala de espera.
Fieles amigos han venido a acompañarme a este rincón de fin
del mundo. Sus bromas lo convierten en solo una estación en obras. En obra de
teatro del absurdo, algo así como Esperando a Godot. Llega el último
autobús, mi autobús a Asturias, y los amigos se despiden. Baja el conductor, le
enseño mi billete en el móvil y la maquinita que lleva le dice que no es
correcto. Lo intenta una y otra vez y con el mismo resultado. Yo me veo abandonado
y solo en aquel escenario de la desolación y me dan ganas de llorar y gritar socorro.
Cuando por fin me deja subir al autobús (mi billete era correcto, la maquinita
estaba estropeada), me siento como un pasajero del Titanic que logra alcanzar
la última balsa salvavidas.
Viernes, 10 de
febrero
PRECAUCIÒN
Teme, más que a quien te odia, a
quien te quiere demasiado.
Curioso lapsus el de la última anotación. Dice: "Teme, más que a quien me odia, a quien te quiere demasiado". Debiera decir, supongo: "Teme, más que a quien TE odia, a quien te quiere demasiado". Freud le hubiera sacado mucho jugo.
ResponderEliminarNo me había enterado de la muerte de Rafel García Domínguez. Estoy muy lejos. No me llegó. Hacía mucho que no nos veíamos. Efectivamente, fue una ayuda fundamental para los que escribíamos. Tengo cantidad de recuerdos suyos, todos buenos, desde que era su alumno hasta más adelante, cuando hizo todo lo que pudo por nosotros. Te conocimos gracias a él. Nos abrió puertas, nos dio consejos, nos presentó a gente. Era inmensamente generoso y cordial. Sólo lamento habernos perdido la pista en los últimos años.
ResponderEliminarSiento que, como ovetense, este blog vaya adquiriendo tintes de obituario. Ley de vida.
ResponderEliminarAquí me entero del fallecimiento de Errasti, de que al escultor Alba le ha caído una baldosa de la fachada de un edificio en la calle García Conde (vaya fatalidad), y ahora de lo de Rafael García Domínguez.
A este último lo traté algo más pues nos conocíamos por la tertulia. Tomando sidra en Gascona le comenté que había perdido interés en el mundo literario. "Pues dedicate a ganar dinero", me dijo y se dice fácil. Fue de esas personas que dadas las escasas ocasiones que las ves, primero las tratas, luego saludas cada vez más vagamente, hasta que ya ni eso...En fin, siempre me pareció una bella persona, como suelen ser los despistados y pensativos.
En fin, pasa el tiempo. Salud.