Tardé mucho tiempo en volver a Pompeya después de aquella
primera vez a comienzos de los ochenta. Prometí no hablar de lo que ocurrió
entonces, y hasta la fecha he cumplido mi promesa. Pero ahora, cuando todo
parece un sueño, cuando comienza a confundirse lo vivido con lo leído, voy a tratar
de reconstruir lo que ocurrió.
Hice la
visita solo, a última hora de la tarde, y desde el primer momento fui en
dirección contraria a los grupos de turistas, no demasiado numerosos, contra lo
que suele ser habitual.
Me dejé
envolver por la melancolía de aquellas calles empedradas, en las que aún
parecían escucharse los pasos de sus antiguos habitantes; me adentré incluso en
lugares a los que estaba prohibido el acceso; recité algunos versos de Horacio
y de Virgilio en el escenario del teatro vacío; admiré el majestuoso Vesubio desde
todos los puntos de vista; releí la carta de Plinio el Joven a Tácito, que
llevaba conmigo, y cuando me quise dar cuenta estaban cerradas las puertas del
recinto y no fui capaz de encontrar, quizá no busqué demasiado, a ningún guarda
al que explicar la situación.
La
temperatura era agradable, lucía una gran luna, los fantasmas nunca me han dado
miedo; pensé que pasar la noche solo entre aquellas prodigiosas ruinas me
convertían en un privilegiado. Me acerqué hasta la casa del Fauno y me pareció
que el Fauno danzante, en el centro del impluvium,
danzaba de verdad. Busqué la habitación donde había estado el prodigioso
mosaico de Alejandro que yo había admirado en el Museo Nazionale. Estaban muy
oscuras las zonas del interior no iluminadas por la luna, pero yo no tenía
miedo.
Lo tuve al
salir y adentrarme por una de las callejuelas. De pronto me pareció oír ruidos
y entrever la luz de una linterna entre las ruinas. Me acerqué y los ví: eran
dos hombres y estaban excavando; junto a un montón de tierra tenían lo que
parecían los restos de un ánfora.
Por un
momento pensé acercarme, explicar mi situación. Pero solo por un momento. No
era aquella hora para hacer trabajos. Uno de los dos hombres, el más joven,
alzó la vista en mi dirección. Me asusté. Creí que me había visto. Pero parece
que no. Siguió ayudando al otro sin decir nada.
Pasé, no
recuerdo muy bien cómo ni dónde, el
resto de la noche. Luego me uní al primer grupo de turistas que entró en el
recinto y salí con ellos. El ferrocarril circumvesuviano me dejó en Nápoles.
Dos días después, ya pasado el susto, volví al Museo Nazionale y allí, tras el
gran Hércules de la colección Farnesio, noté que alguien me miraba fijamente.
Era el vigilante que estaba a la puerta de la sala. Pensé que me había acercado
demasiado a la escultura y me retiré unos pasos. Seguía mirándome, como si me
conociera, y de pronto le reconocí yo a él también: era el joven que había
visto en Pompeya.
Al pasar
junto a él, se puso un dedo en los labios y luego pasó la mano, como si fuera
un cuchillo, por el cuello. Me quedé
inmóvil ante aquel gesto de amenaza, tan obvio, tan de mala película. Lo que no
me esperaba fue lo que vino a continuación: una sonrisa cómplice y un gesto
señalando el reloj. Faltaban pocos minutos para el cierre. No sabía si había
entendido bien, pero por si acaso me quedé esperando frente al Museo. No había
pasado ni un cuarto de hora cuando se me acercó sonriente, ya sin uniforme.
“¿Qué hacías la otra noche en Pompeya? Tuviste suerte de que no te vieran”. “Tú
me viste”, dije. “Pero me dio la impresión de que eras de fiar, y yo en esas
cosas no suelo equivocarme”.
Paseamos un
rato por las Galerías Principe di Napoli, al lado mismo del Museo, y quedamos
en que pasaría a recogerme por mi hotel algún tiempo después, antes tenía que
pasar por casa. Aprendí mucho aquella noche, y no precisamente de los saqueos
arqueológicos, más o menos tolerados por las autoridades, que tenían lugar en
Pompeya.
Han pasado
los años, he regresado muchas veces a Nápoles,
pero nada volvió a ser como entonces. Hay cosas que solo ocurren una vez
en la vida. O que quizá no han ocurrido nunca.