PIER 17
Hay muchos lugares de Nueva York donde me siento como en
casa, pero en ninguno como en el Pier 17, mi centro comercial favorito de la ciudad,
con permiso del más reciente y lustroso Time Warner en su esquina del Central
Park, frente al Columbus Circle.
Leía hace
poco el libro Viaje de circunnavegación
de la corbeta Nautilus, de Fernando Villamil, y por él me entero de que en
la inauguración el año 1894 de la estatua a Colón que preside Columbus Circle estuvo
presente el marino asturiano, a punto por entonces de terminar la vuelta al
mundo a bordo del primer buque escuela de la Armada Española. Las aventuras del
Nautilus por los siete mares no desmerecen de las de su antecedente de ficción,
la nave del capitán Nemo. No se imaginaba entonces Villamil que no muchos años
después, en 1911, tendría también en su natal Castropol un enfático monumento
que no desmerecería junto al neoyorquino.
Pero no es
el momento de hablar de Villamil ni del Time Warner, sino del Pier 17, al sur
de la isla, frente a Brooklyn. Allí se conserva un trozo del Nueva York del
siglo XIX, del puerto en que se anclaban los viejos veleros, del viejo barrio
marino.
Al
acercarme por Fulton Street, siempre me acuerdo de Walt Whitman, que tantas
veces habría recorrido esa calle, tras atravesar el East River en el ferry,
para recorrer en tranvía las calles de Manhattan junto a su amigo Peter Doyle.
Hay allí un
minucioso museo, que no debe perderse nadie que ame la navegación, un faro que
homenajea a las víctimas del Titanic, y un centro comercial con escalonadas
terrazas sobre el río y vistas al puente de Brooklyn, al de Manhattan y, más al
fondo, al de Williamsburg.
Cuántos
buenos ratos he pasado en aquel lugar, solo o en compañía de Martín López-Vega,
Xuan Bello, Javier Almuzara, Silvia Ugidos, Marcos Tramón, de tantos
contertulios.
Lo descubrí
caminando al azar, y se lo descubrí al poeta y profesor Hilario Barrero, que
llevaba más de treinta años viviendo en la ciudad. Es un sitio más bien popular
y para provincianos. Los neoyorquinos un tanto sofisticados lo miran un poco
por encima del hombro, pero yo obligaba siempre a mis amigos a visitarlo y, a
ser posible, a comer allí.
Cada uno
escogía su menú de comida rápida (seis o siete dólares) y luego nos sentábamos
al aire libre, a ver pasar los barcos por el río, a un lado la estatua de la Libertad,
al otro el puente de Brooklyn, enfrente la Promenade, uno de mis paseos
favoritos, y alzándose sobre el caserío de Brooklyn el dedo art deco del Williamsburg Savings Bank.
La verdad
es que yo disfrutaba allí más que en el mejor restaurante, siempre he sido de
gustos gastronómicos muy poco refinados: lo que más me agrada de cualquier
comida es el encanto del lugar y, sobre todo, la compañía.
Antes de
llegar al Pier 17, solía pasar por la sucursal de Strand que había en Fulton
Street. No era infinita como la librería principal, al lado de Union Square,
pero nunca dejaba de encontrar alguna rareza o alguna curiosidad. Las hojeaba
luego en el equivalente neoyorquino de Las Salesas (yo siempre viajo llevando
mis rutinas conmigo).
Pero
cerraron la librería y también estaba cerrado mi centro comercial favorito las
últimas veces que lo visité. Al parecer, sufrió graves desperfectos con el
huracán Sandy y aprovecharon para reformarlo por completo.
Me dicen
que ha vuelto a abrir hace pocos meses. Ahora tengo que inventarme algún
pretexto vagamente cultureta para volver a Nueva York. No puedo confesar que el
verdadero motivo es ver cómo han dejado el Pier 17 (y conocer, de paso, Hudson
Yards). Uno tiene que cuidar su reputación intelectual.
FORUM AVEIRO
Aveiro, con su aire holandés y veneciano, está a medio
camino entre Oporto y Coimbra. Cuando lo visito desde el norte, prefiero dejar
de lado la autovía y acercarme por la carretera que discurre desde el
azulajeado Ovar bordeando el mar y la ría y las dunas de San Jacinto.
Si hay un
poco de niebla desdibujándolo todo, la ría de Aveiro, con sus barcos fantasmas
y sus islas misteriosas, parece formar parte de uno de esos países que solo
existen en las leyendas antiguas.
Cruzo en el
ferry y luego, tras atravesar una especie de laberinto portuario de redes y
almacenes, mi primera parada es siempre en el Forum Aveiro, un centro comercial
al lado del canal grande, todo él abierto al aire libre.
En el resto
de la ciudad, con sus canales y sus casas coloridas, con su maravillosa iglesia
de la Misericordia, con las salinas que resplandecen al sol, me encuentro
siempre de paso, soy un turista más. En el Forum Aveiro, estoy en casa.
A veces,
mientras tomo un café, hojeo el periódico o el libro que acabo de comprar en la
Bertrand, pero más a menudo no hago nada, me dejo acariciar por luz salada y
descanso del callejeo por las viejas calles empedradas.
Con los
lugares, pasa como con las personas. La simpatía es sin por qué. Hay espacios
que no nos miran bien y otros que nos abrazan nada más acercarnos a ellos.
A mí
Aveiro, entre Oporto y Coimbra, me ha puesto casa junto al canal y me quiere bien
y no deja de hacérmelo notar cada vez que paso por allí, mucho menos de lo que
me gustaría.
MARCHÉ DES GRANDS-HOMMES
Cuando lo vi por primera vez, me pareció que tenía algo de
nave extraterrestre posada en medio del dorado caserío dieciochesco. Me fascinó
el nombre y más cuando me enteré de quiénes eran esos grandes hombres a los que
se refería: Montaigne, Montesquieu, Rousseau, Voltaire…
Ellos dan
nombre a las calles que lleva a la plaza circular, de finales del siglo XVIII,
ocupada por el mercado.
Burdeos
siempre me pareció un París de bolsillo, un lugar donde refugiarse, como Goya y
Moratín, de los desastres de la patria y donde pasear por la orilla del Garona
soñando con embarcarse hacia lejanas tierras.
En Burdeos,
me encuentro como en casa en muchos lugares (en la plaza de Saint-Michel, por
ejemplo, comprando libros y visitando anticuarios cualquier mañana de domingo),
pero sobre todo en dos: en la librería Mollat y en la burbuja de cristal y
acero del Marché des Grands-Hommes.
Recuerdo una
tarde de lluvia en que leía al irritante y fascinante Paul Léautaud: “No me
gusta la gran literatura, solo me gusta la conversación escrita”, “La juventud
más bella es la juventud de la mente cuando uno ha dejado de ser joven”.
Golpeaba la
lluvia cada vez más furiosamente contra el techo; de vez en cuando, a un súbito
resplandor le seguía el estrépito sordo del trueno. Pero a mí no me importaba,
me sentía a gusto allí –tan a gusto y tan feliz como los animales a salvo del
diluvio universal en el arca de Noé–, la conversación escrita de Léautaud por
toda compañía:
“¿El mejor
momento de mi vida? Por la noche, solo, ya en la cama, antes de dormirme,
entretenido con las mil y una ocurrencias que ocupan mi mente”.
SÓCRATES EN LAS SALESAS
La acción comienza en mi rincón favorito del centro
comercial Las Salesas, sentado en la gran mesa redonda junto a los ventanales
con geranios. Delante de mí tengo un café, un vaso de agua y unos cuantos
libros que acabo de recoger en la redacción de Clarín o de comprar en Cervantes. Se acerca un amigo a saludarme.
––Veo que
no cambias de costumbres ni en verano.
––Puedo permitirme
el lujo de no tener vacaciones.
––¿Pero no
estarías más tranquilo en tu casa o en el despacho del Milán?
––Me
concentro mejor aquí. Y no solo aquí, también en el McDonald’s de Los Prados,
bastante más ruidoso, sobre todo si se celebra algún cumpleaños. Soy un
solitario al que le gusta la gente. En el paisaje más hermoso del mundo, no
tardaría en aburrirme. Haría unas cuantas fotos y en seguida estaría deseando
marcharme a la ciudad más próxima. La naturaleza que prefiero es la naturaleza
humana.
––Pues das la
impresión de ser un misántropo al que solo le interesan los libros.
––Lo que
más me interesa de los libros es que me permiten ver el mundo con otros ojos y
conversar con mucha gente.
––Yo creo
que tu afición a los centros comerciales, esas catedrales del consumo, es solo
por llevar la contraria, tu deporte favorito.
––A
Sócrates también le habrían encantado. No me lo imagino encerrado en una
biblioteca, sino entre la gente, charlando con
todo aquel que quiera debatir con él. Los centros comerciales son la
versión contemporánea del foro romano o del ágora griega. Sócrates hoy no dejaría
de apuntarse a algún gimnasio, no para hacer ejercicio (ya hace bastante
callejeando todo el día), sino para hacer amigos a los que machacar
dialécticamente.