jueves, 31 de julio de 2014

Jardines del palacio de verano



Con su lago en forma de melocotón, simbolo de la longevidad, y su barco de mármol y su Puente de los Diecisiete Arcos y su Gran Corredor hacia ninguna parte, los jardines del Palacio de Verano, en Pekín, son uno de los lugares más propicios al demorado disfrute la melancolía. Los fines de semana su habitual tranquilidad es interrumpida por grupos de jubilados que juegan al ajedrez, danzan o cantan viejas canciones de la Revolución Cultural. A veces, entremezcladas con ellas, otras que vienen de más lejos: de la dinastía Tsing o de la dinastía Tang. Con ayuda de mi amiga Shu Lei, yo he pasado algunas tardes poniéndole palabras españolas a esas ancestrales melodías.



AMO

Un viento oscuro
entra por la ventana,
hace temblar la lámpara.
Se agitan sombras
al fondo de mi cuarto,
imperioso me llamas.
Te serví mientras vivías,
¿cómo no hacerlo
 ahora que estás muerto?


SOLO

Vuelve, vuelve de donde no se vuelve,
cada noche a atormentarme.
Pero no vuelvas a dejarme solo,
amor mío, solo para siempre.


CAMINO

Tras el río Amarillo,
negras y azules las montañas.
¿A dónde llevas tú,
camino solitario?
Vayas a donde vayas
una cosa es segura:
tampoco allí
encontraré a quien busco.


CONCUBINA

Mejor que este palacio
una choza tranquila
al borde del arroyo
y un buen hombre que no quiera
compartirme con todas
las cortesanas del Imperio.



NOCHE

Disipado el perfume,
apagada la lámpara,
solo en la negra noche
de la melancolía,
escucho el canto
de los grillos mientras
la luna en la ventana
silenciosa me mira.


TOCADO

A solas en la orilla
umbrosa del estanque,
miro cómo la alta montaña
se inclina sobre el agua
y arregla su tocado
de verdes bosques
y de blancas nubes.


ESCAPAR

Quién pudiera escapar
con los patos salvajes
hacia el sur, hacia el sur,
donde los días son
de eterna primavera
y en la noche mi amor
nunca duerme con otra.


DONDE

¿Dónde empieza el cielo?
¿Dónde termina el lago?
Esa mancha que avanza
en la lámina gris
¿es un ave en su aire?,
¿una barca en el agua?




EMPERADOR

En medio de las blancas nubes,
en lo más alto de la montaña,
habita el emperador
más poderoso del mundo:
un ermitaño
que nada desea,
que no le teme a nada,
dueño de sí,
dueño de todo.


SOLOS

Qué solo estamos, qué solos
mi desesperación y yo.
Solo la noche y el día,
el día y la noche
se alternan para acompañarnos.


CUERVOS

Antes el canto del ruiseñor
iluminaba la noche,
ahora graznan los cuervos
agoreros en torno a mí.
Saben que soy
un cuerpo abandonado
cadáver que camina,
inminente carroña.



REGRESO

Feliz tú que regresas a la patria
tras largos años de destierro
y a quien esperan hijos, mujer, amigos.
¿A dónde podría yo regresar?
Sin hijos sin mujer y sin amigos,
mi patria hace tiempo que ha dejado de serlo.


SUEÑO

Cuando duermo, ¿sigo
siendo emperador?
No me acompañan en el sueño
ni los esclavos ni las concubinas,
no me adulan cortesanos,
no soy dueño del mundo.
Vago solo en el interior de una cárcel
y al despertar
no sé si soy un emperador
 que se sueña preso
o un preso que sueña
que ha sido emperador.


CUADRO

Díez días para dibujar cada hoja,
un mes para pintar
cada grano de arena,
necesitarías una eternidad
para terminar el cuadro.
Pero aún así, a medio hacer,
cuánta hermosura.
El pájaro posado
en la ventana
duda un instante
entre el cielo y tu cielo.
Dios también dudaría.


LUNA

Al contemplar la luna,
¿Cómo no añorarte, amiga?
Ella ilumina la noche
Tú, la larga noche
de mi corazón.



LEJOS

Irme lejos, muy lejos,
a una perdida aldea,
cabalgar por desiertos sin agua,
impenetrables bosques,
sin temor a ríos desbocados,
a bandidos que acechan,
a mujeres que ofrecen sus encantos
al viajero desprevenido.
Lejos, muy lejos,
donde Ambición y Envidia
sean palabras que se desconocen,
donde me despierte el canto del gallo
y beba de una fuente
y alcance con mi mano
las frutas doradas en el huerto.
Irme lejos, muy lejos,
deprisa, deprisa,
antes de que yo llegue
y lo estropee todo.


FIESTA

En el rincón más apartado del jardín,
me siento con mi laúd.
Al otro lado, a la luz de las lámparas,
el esplendor de la fiesta.
Los amantes que besan a su amada,
los amigos que beben juntos,
los cortesanos que aguardan
con la boca llena de lisonjas
la llegada de su Señor.
Yo no tengo a quien besar,
yo no tengo con quien beber,
solo con mi laúd, solo en la noche,
solo con mi melancolía.
Pero de pronto alguien
abandona la fiesta,
ae acerca con sigilo,
se esconde entre las ramas,
una doncella tímida
que apenas si me deja
entrever su rostro.
No puedo adivinar
si es mi amada
o si es solo
la luna.


sábado, 26 de julio de 2014

Ladrón de guante blanco




No puedo negar que, como a toda persona rutinaria, sedentaria, incapaz de cruzar un semáforo en rojo o de incumplir la más mínima obligación administrativa, me fascinan los delincuentes. Especialmente si son del tipo de Tom Ripley o de Neal Caffrey, el protagonista de la serie Ladrón de guante blanco.
            Guapo, rico, sofisticado, inteligente, sin escrúpulos, Neal es lo que a mí me gustaría ser; exactamente lo contrario de lo que soy. Pero alguna vez, en esta vida mía de probo funcionario, en la que nunca pasa nada, ha estado a punto de pasar algo…
            En casa de mi amigo Pedro, callaré el apellido, hay algunos cuadros antiguos, comprados en chamarilleros, sin interés ninguno. Pedro es un hombre hecho a sí mismo, que no pudo ir a la escuela, pero un gran lector de poesía y generosamente interesado en todo lo que tenga que ver con la cultura. A mí me aprecia mucho y yo, sin embargo… No sé si me atreveré a contarlo.
            Todo comenzó en el madrileño Círculo de Bellas Artes, donde yo tomaba un café a la espera de que comenzara el recital de Charles Simic. Se me acercó un desconocido que me saludó por mi nombre, mencionó elogiosamente algunos de mis libros, y luego, en cuanto notó que le escuchaba complacido, sacó de su cartera la fotografía de un óleo negruzco en el que se entreveía el rostro de un hombre barbudo.
            “No es de gran valor, pero tengo el encargo de recuperarlo por razones sentimentales. Fue de una cliente mía; ella, de niña, siempre lo vio en el salón de su casa. Cuadros como este se venden por quinientos euros en cualquier anticuario; yo pago cinco mil”.
            Advirtió mi mirada perpleja. “Perdón, perdón, no le he dicho por qué le cuento estas cosas. El dueño vive en Oviedo y es amigo suyo; sé que hace caso de su opinión. Se niega a venderlo, rechaza cualquier cantidad, pero seguro que usted puede convencerle”.
            Ni siquiera lo intenté. Me olvidé de aquel absurdo encargo en cuanto volvía a Oviedo. Pero un tiempo después, mientras tomaba el habitual café de la tarde en La Corte, volvió a aparecer el desconocido, al que ya había olvidado. Seguía siendo tan amable como la primera vez, pero a mí me dio la impresión de que me estaba dando órdenes. Yo tenía que ir al chalet de Pedro, sabía que siempre me estaba invitando para enseñarme los libros de versos que acababa de comprar (le gustaban sobre todo los modernistas hispanoamericanos, era un gran cliente de la librería de Abelardo Linares) y, en un descuido, en cuanto me quedara solo (sabía que sus problemas prostáticos le obligaban a ir con frecuencia al baño), cambiar el cuadro que a él le interesaba por la copia que me pasó. “Es idéntica; nadie será capaz de apreciar la diferencia”. “¿Tampoco su clienta? Entonces, ¿a qué tomarse tantas molestias?”, se me ocurrió preguntar.
            Él no respondió nada. Se limitó a sacar de su cartera un sobre, abrirlo y dejarme entrever algunas de las fotografías que contenía. Me ruboricé. Incluso la persona más rutinaria, sedentaria, incapaz de saltarse un semáforo en rojo, tiene algunos secretillos. Nada grave, en mi caso. Pero en las fotografías aparecía en actitudes poco gallardas y en compañías no demasiado recomendables, Y, desde luego, nada favorecido.
            Me pasó su teléfono. Me dijo que se quedaba en Oviedo hasta que yo le hiciera el pequeño favor que me pedía. “Tómese su tiempo, pero mi paciencia no es infinita”, dijo. Y yo, preocupado, di el cambiazo lo más rápidamente posible. Me ofreció una compensación económica. La rechacé. Me dio la mano sonriente. “No se preocupe, no volveré a molestarle”.
            No es precisamente una aventura como las que protagoniza Matt Bomer en Ladrón de guante blanco. Pero esto es todo lo que tengo que contar. Pedro sigue siendo amigo mío, recitándome los poemas de Amado Nervo que se sabe de memoria, y ni siquiera sospecha que el cuadro que había comprado no sé dónde, que ni él ni yo sabríamos distinguir de la copia que tiene ahora, cualquier día aparece subastado en Christie’s por algunos millones de dólares como el autorretrato de Rembrandt que se creía perdido. O eso es lo que a mí me gustaría que ocurriera. 


jueves, 24 de julio de 2014

Haikus de Aldeanueva





No es posible volver a la infancia, ese extraño país "donde todo sucede de manera distinta", pero ella acostumbra a volver a nosotros cuando menos lo esperamos: al regresar al pueblo y acariciar los árboles secos, que una vez fueron frondosos, junto a la escuela; al encontrarse, en un mercadillo, con un deteriorado ejemplar de la cartilla en que aprendimos las primeras letras o de la Enciclopedia Álvarez; ante una vieja fotografía; en cualquier descampado donde se acaba de improvisar un campo de fútbol; ante un tiovivo que gira y gira en la noche de fiesta, mientras arde la noche azul, como en el poema de Antonio Machado, "toda sembrada de estrellas".
De los lugares propicios a la felicidad, los escenarios de la infancia son los más proclives a la melancolía.


ADÁN

Qué triste suerte
la de Adán, que fue hombre
y no fue niño.

ARENA

Mi vida es esto.
Un puñado de arena.
Y sopla el tiempo.

BESO

Toda la noche
sin dormir, en la cama.
Aguardo un beso.

CANICA

Con cuánta fuerza
Dios lanzó la canica
del universo.

CASA

Llamo a mi casa
y al abrirme la puerta
no me conozco.

COMETA

Siempre la infancia,
cometa que alza el viento,
ancla en la tierra.

CONSUELO

Casa Consuelo.
Olores y sabores
ultramarinos.

DEPRISA

“Más, más deprisa”,
grita Dios al tiovivo
del universo.

DESVÁN

En el desván
florecen las semillas
que no he plantado.



DUDA

Hay quien lo duda.
¿Fui niño alguna vez?
Lo sigo siendo.

ESCONDITE

Niño que fui,
¿dónde te has escondido,
que no te encuentro?

FIESTA

Fiesta en la plaza.
La alegría es la misma,
otros los niños.

HORMIGAS

Bota gigante
que aplasta ejércitos,
bota de niño.

HUMO

Humo en el aire,
mi vida en estas calles
se desvanece.

JUEGO

Ahí está siempre,
donde juegan los niños,
el paraíso.

LETRAS

A, eme, o, erre…
Deletreo en las nubes
catón de infancia.

NIÑO

Llévame a casa,
niño que una vez fui.
Ando perdido.

NOMBRE

Tan orgulloso.
Hoy ha escrito su nombre
por vez primera.


OJOS

Aquellos ojos
que miraban las nubes
en este instante.

OLMO

Junto a la escuela
aún sigue el olmo aquel
tan machadiano.

ONZA

Manjar de dioses,
el pan y aquella onza
de chocolate.

PIEDRAS

Junto palabras
como cuando era niño
piedras del río.

PLAZA

Plaza del pueblo.
Sigo jugando solo
en un rincón.

PUERTA

Abres la puerta,
tantos años después,
y me sonríes.

RISAS

¿Son las de entonces
estas risas de ahora?
Son las de siempre.

ROSA

Qué bien que hueles,
rosa nunca cortada,
en la memoria.

TIOVIVO

Vueltas y vueltas
los días con sus noches,
otro tiovivo.



lunes, 21 de julio de 2014

De emociones y caballos



En la habitación del hotel me encontré con un libro. Lo abrí al azar: “Aunque Jacques era un enamorado del amor, nunca antes había conocido emociones ni caballos que no pudiera controlar”.
            Sonreí. La verdad es que a mí domar caballos no sé si se me daría bien o mal, nunca lo he intentado, pero el control de las emociones, al menos hasta ahora, no se me ha dado del todo mal. Siempre que he perdido la cabeza he sabido dónde encontrarla antes de que los desperfectos fueran demasiado graves.
            Me asomé a la ventana. Hacía un rato parecía que iba a llover, pero el cielo se estaba aclarando. Miré el reloj: solo faltaba media hora para la cita. La verdad es que no soy muy partidario de las citas a ciegas, pero nunca es tarde para aprender a jugar con cosas nuevas.
            Y cualquier pretexto es bueno para volver a Ginebra, una ciudad que en verano está a poco más de una hora de Oviedo. Habíamos quedado junto a la tumba de Borges, en el cementerio de Plainpalais, a veinte minutos del hotel caminando tranquilamente. Yo llegué puntual, como hago siempre, pero allí no había nadie. No había nadie en todo el cementerio, en realidad un tranquilo parque con monumentos a hombres ilustres. Y a muy pocas mujeres. Una de ellas, Griselidis Real, entre la sepultura de Borges y Calvino, proclamaba orgullosa, junto a las de pintora y escritora, la que había sido su primera profesión: prostituta. Siempre que me acercaba allí pensaba lo mismo: de qué hablarían los tres en las largas veladas de la eternidad.
            No había nadie junto a la tumba, pero sí un libro. No es la primera vez que me encuentro una ofrenda semejante. Pero no era un libro de Borges, sino de Isak Dinesen. Carnaval, el mismo que yo había encontrado en la habitación del hotel. Una hoja arrancada de un cuaderno cuadriculado, como el que usan los niños, señalaba una de las páginas; en ella estaba subrayada a lápiz la siguiente frase: “Una cabeza de muchacha surgió de una ola, a su lado. La joven, deslumbrante de agua salada y luz de sol, cuando la ola retrocedió hacia el mar, se irguió frente a él, detenida en un lugar poco profundo; sus talones eran rosados como conchas marinas”.
            En el papel, con apresurada caligrafía, se indicaba un lugar y una hora. Alguien estaba jugando conmigo y a mí me apetecía jugar, jugar todo el tiempo que hiciera falta, sin apresurarme, sabiendo de sobra que la solución de cualquier enigma es siempre menos atractiva que el propio enigma.
            El lugar de la cita era el paseo que hay sobre el Parc des Bastions, en la vieille ville, el mejor sitio para contemplar el crepúsculo. Allí me dirigí intrigado, con paso rápido –se acercaba la hora de la cita–, y sonriente: en una de aquellas mansiones con tan hermosas vistas se refugia de sus tribulaciones judiciales la hermana del rey de un país de cuyo nombre no quiero acordarme. Alguna vez la había visto salir apresurada de su casa, precedida y seguida por discretos guardaespaldas que seguramente no pagaba de su bolsillo. Quizá para entretenerse…
            Me detuve un momento frente a los jugadores de ajedrez a la entrada del parque por la Place de Neuve. Noté que alguien se detenía también. Me puse en marcha, se puso en marcha. No había duda. Me estaban siguiendo.
            Me asusté. Mejor dejarlo ahí. Mejor no continuar jugando. O sí, pero al ajedrez. Volví sobre mis pasos. Dejé que el misterio, que había comenzado con un billete de avión a mi nombre y una reserva de hotel, recibidos anónimamente, quedara sin resolver.
            Mejor así. Porque yo tenía mis sospechas acerca de quién podía estar detrás de todo y la verdad es que, si de jugar se trataba, prefería hacerlo con cualquiera de los anónimos jugadores de ajedrez de la entrada del parque.


sábado, 19 de julio de 2014

En Lastres: Parte de una historia



Se había ido haciendo de noche sin que nos diéramos cuenta. Comenzaba a refrescar, pero se estaba bien allí, en medio de la huerta, la silueta de las montañas al fondo, las estrellas apareciendo poco a poco sobre nuestras cabezas y todo el silencio del mundo alrededor.
            Éramos cuatro amigos de toda la vida y Andrés, otro invitado del dueño de la casa al que los demás apenas conocíamos. Habíamos estado recordando viejas anécdotas, llenas de sobreentendidos, y yo pensé que se aburriría. Apenas abrió la boca en la velada, aunque bebió como todos y supo educadamente disimular cualquier gesto de aburrimiento.
            Al final, después de un rato de silencio en el que pareció invadirnos una inesperada melancolía, cuando ya íbamos a levantarnos para entrar en casa, dijo: “¿Vosotros creéis en los fantasmas? Yo tampoco, y sin embargo…”
            Todos nos dispusimos a escuchar una buena historia, de las que a mí me gustan especialmente, pero entonces Lola, la mujer del anfitrión, apareció en el puerta. “¿Qué hacéis todavía ahí? Pasad dentro”. Entramos y yo creí que Andrés –alto, elegante, distante, con cierto aspecto de fatigado galán de los años dorados de Hollywood– iba a continuar con su historia, pero la conversación siguió por otro lado, se empezó a preparar la cena y no hubo ocasión.
            A la mañana siguiente, cuando bajé, muy temprano, apenas había amanecido, a correr por la playa, me encontré a Andrés, abstraído, muy cerca del agua, mirando la línea del horizonte.
             “Creí que era yo siempre el primero en levantarme, pero veo que hay quien me gana”.
            Se sobresaltó, no me había oído acercarme. Intercambiamos cuatro frases banales, estuve a punto de preguntarle por sus palabras de ayer, pero al final no me decidí ante su actitud cortésmente fría, que no daba pie a ninguna confianza. Me despedí con un gesto y comencé mis correrías habituales por la arena de la playa.
            A la hora de comer ya no estaba. “Ha tenido que irse precipitadamente”, me dijo Juan. Había invitado a Andrés, pero tampoco le conocía mucho. “Me trajo en su coche una noche en que, tras presentar un libro en Cervantes, se hizo muy tarde y no encontré taxi. Era amigo del autor del libro, un poeta catalán”.
            No pensé más en aquel asunto, al menos de manera consciente, porque de vez en cuando, en sueños, se me aparecía aquel desconocido mirándome fijamente, como si quisiera decirme algo.
            Le volví a encontrar inesperadamente en la librería Ojanguren, en el altillo dedicado a la poesía. Tenía en las manos un libro de Roger Wolfe y lo hojeaba con tanta atención que no se percató de mi presencia. “Andrés”, dije. Y él levantó la vista como asustado al oír mi voz. “No me llamo Andrés”, respondió. “Ya lo sé, ya lo sé, por fin te he reconocido. Tienes que terminar de contarme una historia”.
            Fuimos muy amigos hace treinta o cuarenta años. La relación acabó mal, y yo la había olvidado por completo. “No pongas esa cara”, dijo él, “no soy un fantasma”. Pero yo no estaba nada seguro de que no lo fuera.
            Había pensado en invitarle a un café en cualquier sitio por allí cerca y que me terminara de contar aquella historia que había insinuado en casa de Juan y Lola. Pero ya no me apetecía oír su historia. La conocía demasiado bien. Y sin embargo…
            Me la terminó de contar aquella noche, en la cocina de mi casa, frente a frente, una botella de whisky, que poco a poco se fue vaciando, entre los dos. Cuando me desperté, muy entrada la mañana, con la boca pastosa y dolor de cabeza, ya no estaba allí. Quizá no había estado nunca. 


jueves, 17 de julio de 2014

Un jardín en Caces


“Nos pierde la vanidad”, me dijo mi amigo Xuan. Estábamos en su casa de Caces y en el sopor de una agradable sobremesa, tan propicio a las confidencias. “Me creo muy listo”, dije yo, “pero en estos asuntos siempre acabo siendo más tonto que nadie”.
            Primero había leído alguno de mis poemas en Internet, luego el azar había puesto en sus manos uno de mis libros. Y le había entusiasmado, o eso decía en su carta. Una larga carta que pródiga en elogios y además, sorprendentemente, en atinadas apreciaciones críticas. Estaba escrita en un español más que correcto, pero su autora era francesa, había estudiado la licenciatura en Pau y los cursos de doctorado en Madrid. Todo esto lo fui sabiendo por las siguientes cartas, cada vez más frecuentes. En una de ellas me insinuaba incluso que estaba pensando en dedicarme su tesis doctoral, con lo que –para qué te voy a engañar– terminó de seducirme.
            Soy más bien una persona poco sociable, no me gusta alojarme en casa de nadie (aunque alguna noche haya amanecido en casa ajena), pero cuando Charlotte me invitó a visitarla en su casa de Cambo-les-Bains, en el País Vasco francés, no pude resistirme. “Es un lugar muy agradable, cerca de los Pirineos, y puedes aprovecharlo para descansar y para que hablemos de cómo enfocar mi tesis”. Acabó de convencerme el que en Cambo estaba Villa Arnaga, la residencia palaciega que se había construido Edmund Rostand con los beneficios de su Cyrano, y que yo desde hacía tiempo deseaba conocer.
            Como no tengo coche, iría en Alsa hasta Irún y allí me recogería su hermano. La primera sorpresa consistió en que ese hermano, que yo me imaginaba más o menos de su edad, era un cincuentón obeso, no muy locuaz, al que le sudaban desagradablemente las manos. Apenas hablamos durante todo el trayecto. Él de vez en cuando apartaba la vista de la carretera y me miraba con insistencia; yo temí que fuéramos a estrellarnos. Paramos en una villa junto a la carretera, la más destartalada de todas, con un torreón que parecía a punto de venirse abajo y un jardín con hermosos rosales.
            Camino del que iba a ser mi cuarto, pasamos por la biblioteca. Había muchos libros en español, sobre todo de poesía, y bien seleccionados. Los míos estaban casi todos y daban la impresión de haber sido muy leídos. Los malos presentimientos desaparecieron por completo. Estaba deseando conocer a Charlotte, mi admiradora. Había tenido que ir a Pau, por no sé qué asuntos urgentes que su hermano trató de explicarme, y no regresaría hasta la cena.
            No regresó aquel día ni al siguiente ni al siguiente. El hermano, que poco a poco había ido perdiendo su timidez, me hizo de guía en el pueblo y también en los alrededores. Fuimos hasta Bayona y hasta Biarritz y también hasta St Jean Pied-de-Port, cerca del mítico Roncesvalles, pero la hermana no aparecía y las explicaciones de su ausencia resultaban cada vez más confusamente inverosímiles. Pero Patrick se esforzaba en ser agradable, en que no me aburriera e incluso me enseñó las notas que Charlotte tenía en su ordenador sobre mi poesía. Yo la verdad es que fui perdiendo mis recelos y casi llegó a no importarme que no apareciera. Hasta que una noche… Patrick había bebido mucho.
            “¿De verdad no sospechabas nada?”, me preguntó Xuan. “Te aseguro que no, que ni siquiera se me había pasado por la cabeza una cosa así. Cierto que Patrick me miraba con cierta insistencia, pero yo, claro, lo achacaba, ya sabes cómo somos los escritores, a la admiración literaria.
            “¿Y cómo lograste escapar?”, “En un descuido suyo, fui hasta el cercano café y pedí un taxi. Me llevó hasta Irún. En la estación, esperando el autobús, me lo volví a encontrar. Me había seguido, pero solo para disculparse”.
            Estábamos en Caces, cerca y lejos de todo, la brisa fresca de la tarde se enredaba en  los árboles del jardín. De vez en cuando, uno de los gatos de la casa, que a mí me recordaba a Trisca, venía a enredarse entre mis piernas. Xuan, que se las sabe todas, sonreía. “Nos pierde la vanidad, amigo Martín. Si yo te contara…”


miércoles, 16 de julio de 2014

Teología en Pillarno


Comí el sábado pasado en Pillarno, en casa Pepón, con mi amigo José Manuel Feito, párroco de Miranda desde hace medio siglo, y como siempre en estos casos hablamos de todo lo humano y lo divino. Me dejó leer su sermón del domingo, lleno de citas eruditas como es habitual en él (comienza con Virgilio y sigue con Columela), y como es habitual en mí le puse reparos no a la oportunidad o exactitud de algunas de las referencias literarias, sino de las evangélicas: “Desde los primeros capítulos del Génesis vemos al hombre, dedicado al campo en dos de las más viejas ocupaciones: Caín agricultor y Abel pastor, ambas escogidas por Jesús en su mensaje: Mi Padre es agricultor, Yo soy el buen pastor”.
            “Pero ¿dónde dice Jesús que su padre es agricultor?”, pregunto extrañado. “¿Dónde va a ser? En el Evangelio”. Y en seguida nos ponemos los dos a buscar la referencia exacta en el teléfono móvil (esa prodigiosa enciclopedia portátil). Yo sonrío triunfal al encontrar un pasaje del evangelio de San Juan: “Yo soy la vid verdadera / y mi Padre es el viñador”.
            “Hombre, Feito, eso es como si Tagore escribe que su amada es un jardín y el es el jardinero y de ahí deducimos que Tagore afirma que es jardinero”.
            Nada me gusta más que discutir (y acabar teniendo razón, por supuesto) y a mi amigo Feito le divierte encontrarse con un descreído con el que poder enredarse en bizantinas cuestiones teológicas. Nada me divierte más, salvo escuchar historias.
            Como la de don Porfirio y la Virgen. Don Porfirio fue cura de Pillarno durante muchos años. En los cuarenta construyó su iglesia, un curioso templo neorrománico, rodeado de una huerta hoy un tanto descuidada y en tiempos un espléndido jardín.
            “Cuando en los sesenta se apareció la Virgen en San Sebastian de Garabandal, él fue uno de los que desde el principio creyeron en la verdad de las apariciones. Más de una vez le acompañé hasta allí e incluso grabé una película en la que entrevisto a una de las videntes, Conchita González, y registro algunos fenómenos, no sé si milagrosos, pero sí paranormales, como los que se muestran en ese programa de televisión, Cuarto milenio. En uno de los viajes se nos estropeó el coche, avanzada ya la noche, en un lugar deshabitado, y era un tiempo en que no había teléfono móvil. Por la carretera no pasaba un alma. Y entonces don Porfirio me dijo: No te preocupes, que he pedido ayuda a la Virgen, en seguida nos sacará de aquí. Y no había pasado ni dos minutos cuando vi, a lo lejos, las luces de un coche. No tuvimos que hacerle señas para que parara. Se detuvo a nuestro lado y de él bajo un mecánico, vestido con el mono de trabajo, como si poco antes estuviera en su taller y hubiera salido de prisa para atender a una llamada urgente. Levantó el capó, trasteó acá y allá, y al poco el coche funcionaba perfectamente. Yo estaba asombrado. ¿Qué se le debe?, pregunté. Y él, muy serio, respondió: Tres padrenuestros. Luego subió a su coche y desapareció. A mí aquello me dejó muy extrañado, pero a don Porfirio le pareció lo más natural del mundo. Luego la Virgen le mandó abandonar su parroquia, a pesar de lo mucho que quería a sus feligreses,  e irse al Palmar de Troya, con el papa Clemente. La verdad es que a mí los milagros me dan muy mala espina; no me imagino yo a Dios haciendo trucos de magia con las leyes de la física. Pero lo de la avería fue verdadero, una de esas casualidades que uno no sabe cómo explicar”.
            Fuimos los primeros en sentarnos en el comedor de casa Pepón, pero al poco rato se llenaron todas las mesas. Señal de que allí se come bien. Pero a mí, en cualquier comida, lo que me interesa en primer lugar es la buena compañía; en segundo, que el sitio sea agradable, y en último, el menú.
            Miré por los ventanales de casa Pepón, en Pillarno, a dos pasos de Avilés, pero donde nunca había estado (el hórreo, los verdes prados, los caminos sin nadie), y pensé que el milagro, el único milagro, es esta rara y efímera floración entre dos nadas, el Universo. Y que yo y tú, amigo lector, estemos aquí para verlo.


lunes, 14 de julio de 2014

Tras larga travesía


Estar de paso, llegar por la mañana e irse al atardecer, no es mala manera de estar en un sitio. Es la que yo prefiero. Luego puedo volver o no volver. Si vuelvo, en seguida establezco mis rutinas. Si no, se queda para siempre en la memoria con la luz de ese único día iniciático.
            "Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesía", escribe Cernuda al comienzo de uno de sus más extraños poemas; parece el relato de algún sueño. Yo también recuerdo mi sorpresa, al abrir los ojos tras una mala noche, en la que apenas logré pegar ojo, y encontrarme junto a un desvencijado carguero, frente borroso telón de las casas del puerto.
            Aquella era la isla de Procida, podía ser cualquier otra. En el velero íbamos cuatro amigos, que casi habíamos dejado de serlo con la forzosa cercanía de las largas horas de navegación, y dos tripulantes. Al bajar a tierra, cada uno se fue por su lado, o eso me pareció a mí.
            Yo no tardé en encontrarme a gusto pisando tierra firme, escuchando el dialecto local, temiendo, o deseando más bien, encontrarme con alguna Circe que me convirtiera en cerdo o en cualquier otra inocente bestezuela ajena a su fatal destino.
            Pronto dejé atrás las casas que se apretujaban junto al puerto. También las villas de verano rodeadas de un pequeño jardín. El camino se fue haciendo más y más solitario.  Me parecía que había andado quilómetros, que estaba muy lejos. Miré mi reloj. Hacía poco más de un cuarto de hora que había desembarcado.
            Oí sonar bucólicas esquilas y al descender una ligera colina me encontré con un rebaño. No vi al pastor. Un perro, que se quedó quieto mirándome, sin ladrar, parecía cuidar de las ovejas.
            En este lugar no parece haber mucha diferencia entre el siglo XXI y el siglo III antes de Cristo, pensé. Ahora, en ese recodo del camino, podrían aparecérseme Apolo o Afrodita, cualquier dios en figura humana, como se aparecían en los poemas homéricos.
            Y efectivamente se me apareció una mujer, con una escopeta al hombro, y sanguinolentas aves, que no se si serían perdices, colgadas al cinto. Parecía una siniestra caricatura de Diana cazadora. En un italiano áspero y gritado, que no parecía italiano, me preguntó que quién era, que qué hacía por allí. Yo contesté rápido, evasivo, sin ninguna gana de entablar conversación, y traté de seguir mi paseo, pero ella me pidió  imperiosamente que la acompañara y, como en los sueños, aunque estaba deseando no hacerlo, fui incapaz de negarme.
            Me llevó hasta una cabaña de sórdida apariencia, alegrada por unos rosales que crecían junto a la puerta. Tres o cuatro perros nos recibieron con ladridos y ella los calló con un grito.
            El interior de la cabaña estaba oscuro. Parece que solo había un ventanuco cerrado con unas tablas que apenas si dejaban colarse un resquicio de sol. La mujer, que no era joven, aunque sí más joven de lo que me había parecido en un principio, se quitó rápidamente la ropa y me invitó a hacer lo mismo.
            Cuando volví al puerto, ya todos estaban alarmados por mi tardanza y me recibieron con malos modos. ¿Dónde te habías metido? El barco estaba a punto de partir, la noche se anunciaba calma, los vientos favorables.
            Me tocó hacer guardia pasada la media noche hasta la madrugada. Me acosté pronto y dormí de un tirón hasta que me despertó la alarma del móvil. Subí a cubierta. La noche era muy clara, con todas las estrellas titilando en las aguas del mar. El barco se deslizaba sin ruido alguno y casi sin balancearse, o eso me parecía a mí. No me habría extrañado nada que de pronto, en el silencio de la noche, se escuchara el canto de las sirenas que habían tratado de seducir a Ulises.
            Yo no me habría tapado los oídos ni me habría atado al mástil. Yo me habría dejado llevar directamente al abismo. No me habría importando que aquella noche fuera la última noche de mi vida.


sábado, 12 de julio de 2014

Atardecer en Génova


No hay casi nada en mi vida, y sospecho que no solo en la mía, que no esté determinado por el azar. En uno de los cursos de verano del Escorial, el poeta Julio Martínez Mesanza me presentó a un estudiante italiano que preparaba una tesis sobre Juan Chabás, un escritor menor del 27 que había sido profesor en Génova. Me ofrecí para solucionar algunas dudas, intimamos y, tiempo después, acabé corrigiendo el texto de la tesis –-redactada en español– y reescribiendo o escribiendo por completo algún capítulo.
            Cuando se enteró Luigi Marini, ya doctor, de lo mucho que me gustaba viajar a Italia, me ofreció el piso que había heredado de sus padres en Génova. Era un piso grande, de techos altos, en un edificio de la Piazza del Aqua Verde, construido a principios del siglo XX. Ya no lo habitaba nadie –Luigi era hijo único, sin parientes cercanos–, pero había una mujer, antigua sirvienta, que lo visitaba cada cierto tiempo para quitar el polvo y regar las plantas.
            Daba un poco de miedo aquel lugar, la verdad, y la primera vez que entré tuve ganas de marcharme de inmediato a un hotel. Pero era el atardecer, me asomé a los grandes ventanales del salón y quedé fascinado: el sol se ponía sobre el puerto y, entre los tejados y las grúas, destacaba el perfil de la Lanterna, el gran faro, que para mí simbolizaba la magia y el misterio de las grandes navegaciones (debajo, en la plaza, tenía el gran monumento a Colón).
            El piso, con sus cortinones, sus retratos en sepia, sus camas de dorado dosel y sus palaciegos tapices, parecía el escenario perfecto para uno de los dramones decadentes de Gabriele D’Annunzio. “Solo falta que haya fantasmas”, pensé yo. Y los había.
            Los primeros días recorrí la ciudad, desde los turbios callejones cercanos al puerto hasta los palacios de la Via Garibaldi, sin olvidarme, claro está, del afamado cementerio. Pero luego fui saliendo de casa cada vez menos. Al comienzo porque comenzó a llover de la mañana a la noche; más tarde, cuando volvió el buen tiempo, porque me encontraba a gusto en la biblioteca, escuchando música en un viejo gramófono, que misteriosamente funcionaba, o mirando por las ventanas entretenido en vagas fantasías.
            Una noche, a poco de llegar, tuve un curioso sueño erótico, que atribuí a una novela de D’Annnunzio, que acababa de releer en un ejemplar de la primera edición dedicado al abuelo de Luigi. Pero luego, al hacer la cama, el gran lecho matrimonial en el que me acostaba, me sorprendieron unas largas hebras rubias sobre el almohadón. Volvió a repetirse el sueño, no volvió a aparecer ningún cabello dorado.
            Y una tarde, en la biblioteca, al cerrar el libro de versos –Poesie, de Umberto Saba, en una edición de 1911 dedicada también al abuelo de mi amigo–, sentí como si una mano se posara en mi hombro y luego apretara con cierta fuerza. Me sobresalté. No había nadie a mi lado. Aquello había sido, o eso creí, una falsa sensación, producto, qué se yo, de algún calambre (llevaba mucho tiempo sentado). Fui hasta la cocina a beber un vaso de agua. Cuando volví había un hombre joven, que se parecía mucho a mi amigo, vestido con ropa de principios de siglo, hojeando el volumen de Saba. “Le conocí; era un tipo curioso; me aconsejó que visitara al mismo psicoanalista que le había tratado a él”.
            Yo no me asusté, ni siquiera me sorprendí, como si le estuviera esperando, y charlamos durante un rato, primero de la poesía de Saba, y luego de la joven que yo creía que se acostaba conmigo cada noche. “Mi mujer; una histérica; hace tiempo que no tenemos relaciones”.
            Al día siguiente, supuse que había sido una alucinación mía, debida al largo encierro. Volví a patear la ciudad; di incluso un paseo en barco por los alrededores. Dormí luego bien, de un tirón, sin buenos o malos sueños.
            Más de una vez he vuelto al piso de mi amigo Luigi Marini, a veces solo, en ocasiones en su compañía. Él no se encuentra muy a gusto. Siempre quiere irse a la mañana siguiente. “Demasiados recuerdos”, dice. Yo lo paso bien allí, casi sin salir de casa, soñando con largos viajes mientras contemplo al atardecer la silueta de la Lanterna, y acariciando, cada mañana, después de despertar, los largos cabellos rubios que me visitan en sueños.


viernes, 11 de julio de 2014

Hotel Bristol (Ginebra)



Más de una vez me han dejado solo, pero rara vez me he sentido solo. Acompaña lo vivido, lo leído, acompañan los sueños, acompaña la historia del mundo.
            Entro en el hotel Bristol, en Ginebra, en la rue Mont-Blanc, y en seguida me resulta familiar. Hace exactamente cien años, a poco de comenzar la Gran Guerra, se alojó aquí un escritor y aventurero español, Eduardo Zamacois. El director del diario La Tribuna le había nombrado corresponsal en Berlín. Las comunicaciones en aquellos momentos eran difíciles. Tras dar algunos tumbos por Francia, acabó en Suiza, el mejor lugar, a su parecer, para informar de la guerra. En sus memorias recuerda el momento en que salió de Bayona: “En todo el convoy el buen humor francés había escrito con tiza frases irónicas: ‘La cabeza de Guillermo II vendrá a Bayona’, ‘Tren de placer para Berlín’, ‘Temporada de verano en Berlín. Ida y vuelta’… El entusiasmo desbordaba; la gente reía, cantaba, ladraba, imitaba el clarinear del gallo, símbolo de Francia”. Ya sabemos lo pronto que acabó aquella fiesta, tan pronto como a Zamacois se le acabó el dinero que le había dado el director del periódico. Tuvo que recurrir a la picaresca para sobrevivir y en Un hombre que se va cuenta algunas de sus estafas, como la del hostelero de Berna, que a él le hacían mucha gracia y a nosotros tan poca como al estafado.
            Me siento en el comedor del hotel, silencioso, muy británico, con algo del club al que acudía Phileas Fogg, y miro hacia el tranquilo square arbolado, con su fuente en el centro, un oasis entre la calle bulliciosa, que viene de la estación, y la orilla del lago, siempre animada.
            Aquí mismo se sentó a comer Zamacois con un curioso personaje y aquí estuvo a punto de cambiar la historia del mundo. Cada mañana, tras desayunar, daba un largo paseo por la vieille ville, por la empinada ciudad antigua. En el puente que atraviesa el lago por donde se convierte en río, “se cruzaba con un individuo vestido de negro”. En las memorias lo describe –habla de su semblante huesudo y ojos pequeños, agresivamente vivaces– y nos dice su nombre, pero calla la anécdota que contó en un artículo cuando ese nombre, luego célebre, aún no decía nada a nadie.
            A Zamacois le gustaba tanto la vida aventurera como la vida familiar. Tuvo siempre dos o tres familias simultáneas y se arregló, con su trabajo y con sus peculiares negocios, para sostenerlas a todas de manera decente, si no lujosa. Su gran amor entonces era Bianca y le escribía cartas apasionadas cada mañana, pero en el hotel vivía con Susanne, a la que había encontrado en el tren. Susanne tenía la rara cualidad de iluminar el lugar en que se encontraba. No hacía falta verla para darse cuenta de que ella había entrado en un sitio. Incluso en aquella Ginebra calvinista que volvía la cara al placer causó sensación. Y muy especialmente en el hombre de negro con el que Zamacois se cruzaba cada mañana y que le miraba con ojos envidiosamente hostiles. Dejó de jugar al ajedrez, que parecía ser su ocupación principal, y se dedicó a seguir a la pareja. Un día, tras hacer sus averiguaciones, abordó en el puente a Zamcois y le hizo una proposición. Sabía que no estaban casados, sabía que sus ingresos económicos no eran pingües. Le ofreció dinero, mucho dinero. Zamacois demoró la respuesta, dijo que tenía que pensarlo, le invitó a comer en el hotel el día siguiente. Y a la hora indicada apareció con Susanne. Le dijo al ruso –porque el hombre de negro era un exiliado ruso– que hablara con ella, que era ella quien tenía que decidir. Y ella decidió seguir con Zamacois.
            El ruso se marchó con el corazón destrozado. Y volvió a sus partidas de ajedrez y a sus charlas conspirativas con el puñado de exaltados que le acompañaba. Y poco después cruzó Alemania en un tren blindado camino de Berlín. Se llamaba Vladimir Ilich Uliánov, pero pasó a la historia con el nombre de Lenin. 


miércoles, 9 de julio de 2014

Encuentro en Ischia


Nadie mejor que Juan de Tarsis, conde de Villamediana, supo expresar lo que siento en días como este: “No me puedo sufrir a mí conmigo”. Y ningún lugar parece entonces propicio a la felicidad. A ningún lugar se puede ir dejando en casa lo que más detestamos, nosotros mismos.
            El futuro nos da con la puerta en las narices, pero queda una ventana por la que escapar: el recuerdo de los días felices.
            Una tarde, paseando por el puerto de Nápoles, sin nada qué hacer, frustrados determinados negocios, fallidas ciertas amistades, asomado peligrosamente a algunos abismos, me subí, sin mirar siquiera a dónde iba, me subí a un vaporetto a punto de partir. Tuve que pagar el billete, a un precio más elevado, en el mismo barco.
            No sabía a dónde iba, pero sí que no iba muy lejos, que aquella misma noche volvería a dormir al hotel en que paraba entonces, detrás de la catedral, en una plazuela llena de historia y basura, junto a la Guglia o Aguja de San Genaro.
            Tuve suerte. El barco se dirigía a Ischia. Descendí en el pequeño puerto, que ocupa el cráter de un volcán, y tras entrar un momento en la iglesia de Santa Maria de Portosalvo, como si quisiera dar las gracias por el éxito de la travesía, igual que los antiguos marineros, comencé a caminar con prisa, como si tuviera cita en alguna parte y llegara tarde.
            No sabía a dónde iba, pero lo supe en cuanto vi alzarse, amenazadoramente a contraluz, la mole del castillo aragonés. Se trataba de un inmenso peñasco, cuya forma recordaba a la del peñón de Gibraltar, unida a tierra por la soga de un largo puente. Muchas veces, en sueños, había creído ver aquel lugar, yo el único habitante, cortado el cabo que lo unía a tierra en el fragor de la tormenta.
            En más de una ocasión he fantaeado con vivir, nuevo Robinson, en una isla desierta; aquella era exactamente la isla en la que me gustaría vivir, la isla con la que soñaba.
            Pero no era precisamente una isla desierta, sino uno de los principales atractivos turísticos de Ischia. Se subía a lo alto en un ascensor excavado en la roca, apretujado con otros visitantes. Una vez arriba, sin embargo, todo cambió. En nada se parecían la ladera que miraba a Ischia y la que miraba al mar y a la isla de Procida. La una, era escarpada; la otra abundaba en jardines y huertos. Resultaba fácil perderse en aquel lado, entrar en una capilla desierta, bordear la muralla del castillo, quedarse solo frente al azul intenso del mar sin más compañía que la de algunas inquietas gaviotas.
            Me senté en un banco, saqué el cuaderno: “También el mar / cuando nadie le mira / escribe versos”. Yo también creía que nadie me miraba, pero enseguida noté que no era así. Alcé los ojos. Laura, casada con mi mejor amigo napolitano, me sonreía con ojos burlones. “Sabía que te encontraría aquí”. “Qué raro porque hace muy poco yo ni siquiera sabía a dónde iba a ir”. Había guardado el cuaderno en el bolsillo, me había levantado, la había saludado con un beso. Ella me cogió de la mano. “Ven conmigo. Seré tu guía. Hay lugares secretos en esta isla que solo yo conozco”. “¿Y Ángelo? ¿Qué va a decir Angelo?”. “No te preocupes, ha sido precisamente mi marido quien me ha enviado a buscarte”.
            Ningún lugar en el mundo me parece este día propicio a la felicidad. Pero la felicidad existe, yo la he visto, la he tocado, me he acostado con ella. O quizá solo he soñado que lo hacía.


martes, 8 de julio de 2014

El secreto de Montealegre



A menudo he creído estar en el centro del mundo, y al menos una vez lo he estado verdaderamente. Ocurrió en Montealegre, a los pies del castillo, frente a la llanura, “tierra de campos infinitamente”, como se lee en el poema de Guillén que aparece junto al portón de entrada.
            Había llegado hasta el pueblo en un grupo bullicioso de amigos. Con nuestras risas y bromas alteramos el silencio de su larga calle principal. Al rato apareció la furgoneta que repartía el pan, y los pocos vecinos, hasta entonces refugiados en sus casas, salieron a comprarlo para regresar de inmediato al refugio de sus casas, como si fuera acechara algún peligro. Y no había ninguno: era ya finales de junio, pero el sol se mostraba clemente, acariciador.
            Encontramos un bar abierto, el único bar del pueblo, y a él se acogieron algunos de mis compañeros de viaje, los de garganta más reseca. Otros siguieron hasta la fachada principal del castillo. Yo descendí hasta un pequeño parque, con toboganes y columpios, pero sin nadie (en aquel pueblo no parecía haber niños)  y luego, al dar la vuelta, me encontré con el muro del castillo, tres bancos solitarios y todo el silencio y la soledad del mundo.
            Me senté en uno de ellos, frente al azul del cielo y la monótona gama de ocres y amarillos. ¿Monótona? Dejé que mis ojos se acostumbraran y se fue diversificando en infinitos matices. También el silencio se interrumpió, o se acentuó, con el canto de un pájaro, no sabría darle nombre, y con el zumbido de un coche que, allá al fondo, diminuto, discurría por una larga línea oscura, la carretera.
            A la derecha, como un remiendo en el paisaje, un cementerio. Pensé en Unamuno: “Corral de muertos entre pobres tapias / hechas también de barro, / solo una cruz señala tu destino / en la desierta soledad del campo”.
            Pero no era triste esta desierta soledad ni tampoco ese destino. En aquel rincón castellano, sentí que había descubierto el secreto del universo. No sabría precisar ahora en qué consistía, tampoco habría sabido entonces traducirlo en palabras. Lo sabía, y sabía que lo sabía. Eso era todo.
            ¿Cuánto tiempo estuve allí? El tiempo dejó de tener sentido, el reloj que llevaba en la muñeca se detuvo, también el reloj interior. Sé que, cuando me senté en aquel banco, comenzaron a sonar las doce en el reloj de la iglesia. Y en ese mismo momento, como en el poema de Jorge Guillén, “un pájaro sumió / su cantar en el viento / con tal adoración / que se sintió cantada / bajo el viento la flor / crecida entre las mieses / más altas”. Si, en aquel instante, anticipo de la eternidad, era yo el centro “de tanto alrededor”. Estaba en el centro del mundo, habría descifrado el enigma mayor del universo. Muerte y vida, vida y muerte, eran palabras que o no significaban nada o significaban lo mismo.
            El pájaro dejó de cantar, el reloj de sonar. ¿Cuánto tiempo había pasado? Recordé la leyenda medieval del fraile que se detuvo un instante a escuchar el canto de un ruiseñor y cuando volvió al monasterio no encontró a ninguno de sus compañeros porque habían pasado trescientos años.
            Una eternidad sin tiempo había transcurrido desde que yo me senté en aquel banco; temí, al volver al pueblo, encontrarlo de verdad abandonado, con las casas en ruinas, solo erguidas las piedras del castillo. Pero mis amigos seguían unos en el bar, con la copa en la mano, y otros a la espera de que apareciera la guía de la fortaleza. Ni siquiera se habían dado cuenta de mi desaparición.
            Y yo no les dije nada de lo que me había pasado. Pero el que volvía no era el mismo que el que les había dejado un instante atrás. Ahora estaba en el secreto.


domingo, 6 de julio de 2014

El Starbucks de Maigret


Hay quien aborrece las franquicias, hay quien considera casi una ofensa personal encontrarse con el mismo tipo de tiendas en Londres, Madrid, Pontevedra o Pekín. No es mi caso. En Lausanne, mi lugar de descanso favorito, no es ningún local típico, sino el Starbucks de la Place Saint-François. Suelo llegar a él, después de recorrer la parte alta de la ciudad, descendiendo por la Rue de Bourg, con sus tiendas, sus viejos caserones y el estanco en que compraba tabaco para su pipa Georges Simenon, que aquí pasó sus últimos años.
            En el Starbucks de la plaza de San Francisco, al pie de la iglesia, se reúne el club de amigos de Maigret, del que yo también, aunque lo frecuente muy de tarde en tarde, formo parte. Tuve que pasar para ello un pequeño examen. A punto estuve de suspenderlo porque las preguntas, aunque parecían fáciles, tenían trampa. La respuesta a cuál es la primera novela de Maigret, por ejemplo, no era, como yo pensaba, Pietr il Lettone, sino Train de Nuit, una novela popular que Simenon firmó como Christian Brulls.
            Después de las reuniones, siempre se cena uno de los menús favoritos del comisario en casa de alguno de los participantes. Yo tengo muy mala memoria para lo que como, así que no recuerdo en qué consistía ese menú copiado a madame Maigret la última vez que estuve en Lausanne. Sí recuerdo que fue en un ático, cerca de la estación, y que desde la terraza se divisaba, debajo, casi en vertical, el puerto de Ouchy y, a la izquierda, el lago cabrilleante a la luz de la luna y las montañas no sé si de Francia o de Italia. Mientras yo me entretenía contemplando el panorama, los demás, que lo tenían muy visto, trasteaban en la cocina.
            Me sentía feliz, y a la vez inquieto por esa felicidad. Siempre me ha ocurrido lo mismo. Me cuesta disfrutar del instante, dejar a un lado los presentimientos. “¿En qué piensas?”, me preguntó una voz femenina que, en un primer momento, me sobresaltó porque me recordaba a otra que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Pero no era ella, era Lucía, una profesora portuguesa que apenas había hablado durante la tertulia. “En nada, en que es una lástima que los instantes hermosos no duren para siempre”. “Dejarían de ser hermosos, se convertirían en fastidiosos, como cualquier matrimonio”. Un barco de vela se deslizaba en aquel momento sigiloso sobre las aguas. “Seguro que lleva a una pareja de enamorados”, dije yo. “O a un solitario, que no aguanta más a su pareja ni a sus hijos”, dijo ella. Y luego: “Perdona, me acabo de divorciar”.
            La cena estaba servida. Comimos, bebimos, regresamos tarde a casa, y yo en lugar de volver al hotel, acompañé a Lucía a la suya y me quedé en ella. Luego, cada tarde, aunque no había tertulia (los amigos de Maigret se reunen solo dos veces al mes) iba hasta el Starbucks de la plaza San Francisco y siempre, más pronto o más tarde, muy tarde a veces, como para mantener el suspense, aparecía Lucía. Era profesora de literatura en la Universidad. Teníamos mucho de qué hablar. Pero no hablamos de eso. Ni de su divorcio. Ella no quería entablar una nueva relación, yo tampoco.
            Hay quien detesta las franquicias. Están en su derecho. Pero yo no puedo entrar en un Starbucks sin pensar en Maigret y en Lausanne y en las palabras y en los silencios portugueses de Lucía. Sin que me invada una sensación de felicidad. 


sábado, 5 de julio de 2014

Un café en Union Square


Esté donde esté soy una persona fácil de localizar. Llevo mi rutina conmigo a cualquier lugar que vaya. En Oviedo, el café de la mañana es en Los Porches, y allí puede encontrarme cualquiera que quiera verme; en Nueva York, el café de la librería Barnes & Noble, en Union Square. Me gusta sentarme cerca de las ventanas, a las que antes se asomaban las Torres Gemelas y ahora solo el gran mástil con la bandera. Si se celebra el mercado de productos orgánicos o ecológicos (no sé bien la diferencia), la plaza tiene un color y un olor de otro tiempo, como de lunes en Avilés o de jueves en el antiguo Fontán. En Barnes & Noble tomo un café, hojeo algunos libros, anoto unas líneas, descanso un rato del callejeo urbano, que es mi ocupación preferida cuando estoy en Nueva York.
            Quien quiera encontrarme sabe donde en encontrarme, en Oviedo o en Nueva York o en cualquiera de los pocos lugares –siempre los mismos– a los que suelo desplazarme cada año. No me sorprendió por eso demasiado la interrupción; sí el rostro con el que me encontré.
            “Te leo. Sabía que estabas aquí”, dijo sonriente.
            Coincidimos en una fiesta, allá por 1990, la primera vez que estuve en Nueva York, y desde entonces no había vuelto a tener noticias suyas.
            “¿Puedo sentarme un rato? ¿No te molesto?”
            Me costó olvidar aquella noche remota, pero ya la había olvidado del todo, o creía haberla olvidado. Ya solo volvía a ella en sueños y muy de tarde en tarde. No sabría decir si la sorpresa de aquel encuentro era agradable o desagradable.
            “Me alegra tener la ocasión de pedirte disculpas. Yo acaba de salir de una relación y no quería entrar tan pronto en otra”.
            Yo pensé que aquel diálogo sonaba a novela sentimental o a una de esas películas para televisión que a mí tanto me aburren.
            “¿Quieres tomar algo? ¿Sigues viviendo en Nueva York?”
            No quería tomar nada, solo charlar un rato, daba clases en la Complutense de Madrid, estaba en Nueva York asistiendo a no sé qué congreso. Yo, de vez en cuando, miraba distraído por la ventana, como si me aburriera aquella conversación, con la que tantas veces había fantaseado en las noches de insomnio. Desde entonces me han vuelvo a romper muchas veces el corazón, pero ninguna me dolió tanto como aquella.
            En el café de Barnes & Noble, en Union Square, siempre he sido feliz. Para mí es más una biblioteca, o un rincón de mi casa, que una librería; los libros suelo comprarlos al otro lado de la plaza, en la laberíntica Strand.
            Me dio una tarjeta del hotel en que estaba, muy cerca del mío, tras anotar en ella su teléfono. “Llámame, podemos quedar una noche a tomar algo”.
            Nada me habría apetecido más durante largos años; nada me apetecía menos ahora. Soy una persona rutinaria y vengativa. ¿Pretendía arreglar tantos años después lo que tan minuciosamente había destrozado? Que no se preocupara, ya se había arreglado solo.
            Miré por la ventana las copas de los árboles, agitadas por el viento, la bandera de las barras y estrellas, los murales de las paredes con sus retratos de escritores y recordé unos versos: “¿A que volviste si volvía contigo / el aroma de días que no han de volver?”
            Volvía el olor, pero no el dolor de aquello días. En el café de Barnes & Noble, en Unión Square, solo se puede ser feliz.