martes, 8 de julio de 2014

El secreto de Montealegre



A menudo he creído estar en el centro del mundo, y al menos una vez lo he estado verdaderamente. Ocurrió en Montealegre, a los pies del castillo, frente a la llanura, “tierra de campos infinitamente”, como se lee en el poema de Guillén que aparece junto al portón de entrada.
            Había llegado hasta el pueblo en un grupo bullicioso de amigos. Con nuestras risas y bromas alteramos el silencio de su larga calle principal. Al rato apareció la furgoneta que repartía el pan, y los pocos vecinos, hasta entonces refugiados en sus casas, salieron a comprarlo para regresar de inmediato al refugio de sus casas, como si fuera acechara algún peligro. Y no había ninguno: era ya finales de junio, pero el sol se mostraba clemente, acariciador.
            Encontramos un bar abierto, el único bar del pueblo, y a él se acogieron algunos de mis compañeros de viaje, los de garganta más reseca. Otros siguieron hasta la fachada principal del castillo. Yo descendí hasta un pequeño parque, con toboganes y columpios, pero sin nadie (en aquel pueblo no parecía haber niños)  y luego, al dar la vuelta, me encontré con el muro del castillo, tres bancos solitarios y todo el silencio y la soledad del mundo.
            Me senté en uno de ellos, frente al azul del cielo y la monótona gama de ocres y amarillos. ¿Monótona? Dejé que mis ojos se acostumbraran y se fue diversificando en infinitos matices. También el silencio se interrumpió, o se acentuó, con el canto de un pájaro, no sabría darle nombre, y con el zumbido de un coche que, allá al fondo, diminuto, discurría por una larga línea oscura, la carretera.
            A la derecha, como un remiendo en el paisaje, un cementerio. Pensé en Unamuno: “Corral de muertos entre pobres tapias / hechas también de barro, / solo una cruz señala tu destino / en la desierta soledad del campo”.
            Pero no era triste esta desierta soledad ni tampoco ese destino. En aquel rincón castellano, sentí que había descubierto el secreto del universo. No sabría precisar ahora en qué consistía, tampoco habría sabido entonces traducirlo en palabras. Lo sabía, y sabía que lo sabía. Eso era todo.
            ¿Cuánto tiempo estuve allí? El tiempo dejó de tener sentido, el reloj que llevaba en la muñeca se detuvo, también el reloj interior. Sé que, cuando me senté en aquel banco, comenzaron a sonar las doce en el reloj de la iglesia. Y en ese mismo momento, como en el poema de Jorge Guillén, “un pájaro sumió / su cantar en el viento / con tal adoración / que se sintió cantada / bajo el viento la flor / crecida entre las mieses / más altas”. Si, en aquel instante, anticipo de la eternidad, era yo el centro “de tanto alrededor”. Estaba en el centro del mundo, habría descifrado el enigma mayor del universo. Muerte y vida, vida y muerte, eran palabras que o no significaban nada o significaban lo mismo.
            El pájaro dejó de cantar, el reloj de sonar. ¿Cuánto tiempo había pasado? Recordé la leyenda medieval del fraile que se detuvo un instante a escuchar el canto de un ruiseñor y cuando volvió al monasterio no encontró a ninguno de sus compañeros porque habían pasado trescientos años.
            Una eternidad sin tiempo había transcurrido desde que yo me senté en aquel banco; temí, al volver al pueblo, encontrarlo de verdad abandonado, con las casas en ruinas, solo erguidas las piedras del castillo. Pero mis amigos seguían unos en el bar, con la copa en la mano, y otros a la espera de que apareciera la guía de la fortaleza. Ni siquiera se habían dado cuenta de mi desaparición.
            Y yo no les dije nada de lo que me había pasado. Pero el que volvía no era el mismo que el que les había dejado un instante atrás. Ahora estaba en el secreto.


3 comentarios:

  1. Para el ojo del pintor es más sugerente el mosaico terroso castellano -con escaques verdes, amarillos de cadmio, violeta, carmín- que los esmaltadas praderías y los bosques cantábricos. Además, el dinamismo mutante de aquel paisaje es superior en variedad y matices al de nuestros campos norteños.
    Como curiosidad, decir que algunos pintores (Álvaro Delgado entre ellos), preguntados por el color que les sugiere al paisaje asturiano contestan que el negro (!).

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  2. http://es.wikipedia.org/wiki/Montealegre_de_Campos#mediaviewer/Archivo:Montealegre_de_Campos_vista_general_calle_principal_ni.jpg

    Imagen anterior de un “fototirador” justo desde el mismo emplazamiento. Sin la legión horizontal de nuevos molinos de viento, con una o dos almas andando por la calle. Junto a la misma casa, un solo coche blanco en lugar de los dos de la arcádica foto con el blanco escupitajo del sol en cada uno; ¿la guirnalda olvidada de una vieja feria por encima de ellos?: ¿do las velas blancas y ramos verdes?

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